a ciudad de Shiring adoptaba un aire carnavalesco durante las sesiones celebradas por el tribunal del condado. Todas las posadas de la plaza estaban concurridas y sus salones se llenaban de hombres y mujeres ataviados con sus mejores galas que pedían a gritos comida y bebida. La ciudad, lógicamente, aprovechaba la ocasión para organizar un mercado, y la misma plaza quedaba tan abarrotada de puestos que se tardaba media hora en avanzar apenas doscientos metros. Además de los tenderetes habituales, había docenas de vendedores ocasionales que se paseaban por allí ofreciendo su mercancía: panaderos con bandejas repletas de bollería, un violinista ambulante, mendigos lisiados o ciegos, prostitutas con los pechos al aire, un oso bailarín y un monje pronunciando un sermón.
El conde Ralph era una de las pocas personas que podía cruzar la plaza con rapidez. Montaba acompañado por tres caballeros que lo precedían y un puñado de sirvientes que iban a la zaga, y su séquito se abría paso entre el tumulto como un arado, separando a la multitud gracias al ímpetu con que avanzaban y a la falta de consideración para con las personas que se encontraban en su camino.
Ascendieron por la colina hasta el castillo del sheriff. Una vez en el patio, se detuvieron con un ostentoso viraje y desmontaron. Los sirvientes se dispusieron de inmediato a llamar a los mozos de cuadra y a los de cuerda. A Ralph le gustaba que todo el mundo supiera que había llegado.
Se sentía tenso. El hijo de su viejo enemigo iba a ser juzgado por asesinato, y él estaba a punto de poner en práctica la mayor venganza imaginable; sin embargo, una parte de sí mismo temía que las cosas no llegaran a buen puerto. Experimentaba tal avidez que se avergonzaba un poco, pues no quería que sus caballeros supieran cuánto significaba aquello para él. Así, se ocupó de disimular, incluso ante Alan Fernhill, las ganas que sentía de que Sam fuera ahorcado. Tenía miedo de que algo saliera mal a última hora. Nadie sabía mejor que él los errores que podía llegar a cometer la justicia; después de todo, él mismo había escapado dos veces de la horca.
Tomaría asiento junto al tribunal durante el juicio, pues estaba en su derecho, y haría todo cuanto estuviera en su mano para asegurarse de que nadie desbaratara sus planes.
Traspasó las riendas de su caballo a un palafrenero y miró alrededor. El castillo no era ninguna fortaleza militar. Más bien se trataba de una taberna con un patio, aunque de sólida construcción y bien vigilada. El sheriff de Shiring podía vivir allí a salvo de los parientes vengativos de las personas a quienes arrestaba. El edificio disponía de mazmorras subterráneas donde encerrar a los prisioneros y alcobas para huéspedes donde los jueces podían descansar sin que nadie los molestara.
El sheriff Bernard acompañó a Ralph a la suya. Gobernaba en el condado en representación del rey y era el responsable de cobrar los tributos y también de administrar justicia. El cargo resultaba muy lucrativo, pues la retribución establecida se complementaba con obsequios, sobornos, porcentajes deducidos de las multas más sustanciosas y dinero decomisado de las fianzas. La relación entre el conde y el sheriff podía ser tirante: el conde superaba en rango al sheriff, pero el poder judicial que éste ejercía no dependía de él. Bernard, un rico mercader de lana de la edad aproximada de Ralph, lo trataba con una incómoda mezcla de camaradería y deferencia.
Philippa aguardaba a Ralph en los aposentos que les habían reservado. Su larga melena gris lucía recogida en un vistoso tocado e iba ataviada con un caro abrigo de tela en apagados tonos de color pardo y gris. Los aires altivos que otrora le habían conferido un atractivo aspecto orgulloso la hacían parecer ahora una anciana gruñona. Más que la esposa de Ralph, bien podría haber sido su madre.
Él saludó a sus hijos, Gerry y Roley. No estaba seguro de cómo comportarse con los niños y, de hecho, pocas veces había tenido que hacerlo. Por descontado, en su primera infancia habían sido las mujeres quienes se habían ocupado de ellos, y ahora asistían a la escuela de los monjes. Así, los trataba como si fueran escuderos a su servicio, dándoles órdenes en un primer instante y al rato bromeando con ellos en tono amigable. Le costaría menos dirigirse a ellos cuando fueran mayores. De todos modos, no parecía importar demasiado: hiciera lo que hiciese, ellos lo consideraban un héroe.
—Mañana os sentaréis junto al tribunal —les anunció—. Quiero que veáis cómo se administra justicia.
Gerry, el mayor, preguntó:
—¿Podemos dar una vuelta por el mercado esta tarde?
—Sí, pedidle a Dickie que vaya con vosotros. —Dickie era uno de los siervos de Earlscastle—. Aquí tenéis un poco de dinero para gastar. —Entregó unos cuantos peniques de plata a cada uno.
Los muchachos se marcharon. Ralph se sentó en el extremo opuesto de la alcoba con respecto a Philippa. Ya nunca la tocaba, y siempre trataba de mantener las distancias de forma que no ocurriera nada por accidente. Lo tranquilizaba que vistiera y actuara como una anciana para asegurarse de no resultarle atractiva. Además, Philippa iba a la iglesia cada día.
Era una extraña relación para dos personas que un día habían concebido un hijo, pero ambos llevaban años enquistados en sus actitudes y nunca las cambiarían. Por lo menos, eso daba a Ralph libertad para manosear a las sirvientas y retozar con las fulanas en las tabernas.
No obstante, era preciso que hablaran de los niños. Philippa tenía unos firmes principios y, con los años, Ralph se dio cuenta de que costaba menos comentar las cosas con ella que tomar decisiones unilaterales y tener que discutir cuando no estaba de acuerdo.
—Gerald ya tiene edad de ser escudero —dijo Ralph.
—Estoy de acuerdo —respondió Philippa.
—¡Qué bien! —exclamó Ralph sorprendido. Esperaba que le llevara la contraria.
—Ya le he hablado de él a David de Monmouth —prosiguió ella.
Eso explicaba su buena disposición. Se le había adelantado.
—Ya veo —dijo él para ganar tiempo.
—David está de acuerdo y propone que lo enviemos allí tan pronto como cumpla los catorce años.
A la sazón, Gerry tenía sólo trece, así que, de hecho, Philippa estaba retrasando su partida al menos un año más. Con todo, eso no era lo que más preocupaba a Ralph. David, el conde de Monmouth, estaba casado con la hija de Philippa, Odila.
—Se supone que la escudería convierte a los niños en hombres —repuso Ralph—. A Gerry las cosas le resultarán demasiado fáciles con David. Su hermanastra le tiene mucho cariño y es probable que lo proteja. Es posible que se sienta entre algodones. —Tras reflexionar un momento, añadió—: Supongo que por eso quieres que vaya allí.
Ella no lo negó, pero puntualizó:
—Pensaba que te alegrarías de fortalecer tu alianza con el conde de Monmouth.
En eso llevaba la razón. David era el mayor aliado de Ralph entre la nobleza. Introducir a Gerry en la casa de Monmouth serviría para crear otro vínculo entre los dos condes. Era posible que David se encariñara con el muchacho, y tal vez más adelante los hijos de David fueran escuderos en Earlscastle. Unos lazos familiares semejantes no tenían precio.
—¿Te comprometes a asegurarte de que el muchacho no estará excesivamente mimado? —preguntó Ralph.
—Claro.
—Bueno, entonces estoy de acuerdo.
—Muy bien. Me alegro de que hayamos zanjado el asunto. —Philippa se puso en pie.
Sin embargo, Ralph no había terminado.
—¿Y Roley qué? Él también podría ir, así estarían juntos.
A Philippa no le hacía ninguna gracia la idea, y Ralph lo notó, pero la mujer era demasiado inteligente para oponerse terminantemente.
—Roley es demasiado joven —dijo, como si lo estuviera considerando—. Además, aún no se ha aprendido bien todas sus lecciones.
—Para un noble las lecciones no son tan importantes como aprender a luchar. No olvides que es el segundo en la línea de sucesión del condado. Si a Gerry le ocurriera algo…
—Dios no lo quiera.
—Amén.
—De todos modos, creo que deberíamos esperar a que cumpliera los catorce años.
—No sé, Roley siempre ha sido algo afeminado. A veces me recuerda a mi hermano Merthin. —Observó un atisbo de temor en los ojos de Philippa. Supuso que tenía miedo de perder a su pequeño. Sintió la tentación de insistir, sólo para atormentarla, pero realmente a los diez años se era muy joven para ser escudero—. Ya veremos —concluyó sin comprometerse a nada—. Más tarde o más temprano tendrá que hacerse fuerte.
—Todo a su debido tiempo —respondió Philippa.
El juez, sir Lewis Abingdon, no procedía del condado. Venía de Londres y era un abogado del tribunal del rey al que éste había enviado a juzgar una serie de casos importantes en los tribunales del condado. Era un hombre fornido de rostro sonrosado y barba rubia. También era diez años menor que Ralph.
Ralph se dijo a sí mismo que no debía sorprenderse; en aquellos momentos tenía ya cuarenta y cuatro años cumplidos. La mitad de los de su generación habían sido abatidos por la peste. Sin embargo, no podía evitar asombrarse de conocer a hombres distinguidos y poderosos menores que él.
Junto con Gerry y Roley, esperó en una cámara adyacente del edificio donde habría de celebrarse el juicio mientras el tribunal se reunía y los presos eran trasladados desde el castillo. Resultó que sir Lewis había estado en Crécy, como joven escudero, aunque Ralph no lo recordaba. Por precaución, trató al conde con cortesía.
Ralph intentó sutilmente tantear al juez con el fin de averiguar hasta qué punto era severo.
—Nos cuesta mucho hacer cumplir la ordenanza de los jornaleros —dijo—. Cuando los campesinos descubren una forma de ganar dinero, pierden todo el respeto por la ley.
—Por cada fugitivo que trabaja a cambio de un jornal ilegal, hay un empleador que lo paga —repuso el juez.
—¡Exacto! Las monjas del priorato de Kingsbridge nunca han obedecido la ordenanza.
—Resulta muy difícil proceder contra las monjas.
—No entiendo por qué.
Sir Lewis cambió de tema.
—¿Tenéis algún interés especial en la audiencia de esta mañana? —preguntó.
Era probable que hubiera llegado a sus oídos que Ralph no solía ejercer su derecho de ocupar un asiento junto al juez.
—El asesino es uno de mis siervos —admitió Ralph—, pero la razón principal de mi presencia aquí es que quiero que estos muchachos vean cómo funciona la justicia. Lo más seguro es que uno de ellos sea conde cuando yo pase a mejor vida. También presenciarán los ahorcamientos mañana. Cuanto antes se acostumbren a ver a hombres morir, mejor.
Lewis asintió en señal de conformidad.
—Los hijos de los nobles no pueden permitirse ser compasivos.
Oyeron al escribano llamar al orden y el alboroto de la sala contigua cesó de repente. La ansiedad de Ralph no se había disipado por completo, pues la conversación con sir Lewis no había resultado del todo esclarecedora. Puede que ese hecho en sí mismo fuese ya revelador: podía significar que no se dejaba influir fácilmente.
El juez abrió la puerta y se hizo a un lado para dejar pasar al conde.
En el extremo más cercano de la cámara, dos sitiales de madera se hallaban dispuestos sobre un estrado. Junto a éstos había un escaño más bajo. La multitud emitió un murmullo de interés cuando Gerry y Roley tomaron asiento en él. La gente siempre se sentía fascinada al observar que los niños crecían y se convertían en señores. Sin embargo, más que al hecho en sí, Ralph dedujo que la admiración se debía al aire inocente de los dos muchachos, quienes aún no habían alcanzado la pubertad, y que chocaba de forma extraordinaria con la presencia en un tribunal que se ocupaba de juzgar casos de violencia, robo y fraude. Parecían corderitos en una pocilga, fuera de lugar.
Ralph ocupó uno de los dos sitiales y rememoró el día en que, veintidós años atrás, había comparecido ante aquel mismo tribunal acusado de violación, un cargo que resultaba ridículo presentar contra un señor cuando la víctima era una de sus propias siervas. Philippa estaba detrás de aquella maliciosa acusación, pero ya se había encargado él de hacérselo pagar.
En aquel juicio, Ralph había forcejeado para abrirse paso a codazos y huir en cuanto el jurado lo había declarado culpable, pero luego había obtenido el perdón al ingresar en las mesnadas del rey y marcharse a Francia. Sam, en cambio, no escaparía: no llevaba armas y tenía los tobillos encadenados. Además, las guerras francesas parecían haber terminado, así que ya no había perdones gratuitos.
Ralph observó a Sam mientras formulaban los cargos. El muchacho tenía la constitución de Wulfric, no la de Gwenda: era alto y ancho de hombros. Podría haber resultado un buen hombre de armas si hubiera sido de cuna más noble. De hecho, no se parecía mucho a Wulfric, aunque algo en sus facciones lo evocaba. Como muchos acusados, mostraba una expresión aparentemente desafiante que ocultaba el miedo. «Así es exactamente como yo me sentí», pensó Ralph.
Nathan Reeve presentó declaración en primer lugar. Era el padre del asesinado pero, más que eso, lo importante fue que reconoció que Sam era un siervo del conde Ralph y que no había sido autorizado a marcharse a Oldchurch. Dijo que había enviado a su hijo Jonno para que siguiera a Gwenda con la esperanza de dar con el fugitivo. El hombre no se hacía agradable, pero resultaba evidente que su dolor era auténtico. Ralph se sintió complacido: su testimonio constituía una prueba irrefutable.
La madre de Sam se apostaba junto a él; sólo le llegaba al hombro a su hijo. Gwenda no era guapa: sus ojos oscuros se encontraban demasiado cerca de una nariz enorme, y tanto la frente como la barbilla retrocedían exageradamente y le daban la apariencia de un resuelto roedor. Con todo, tenía un gran atractivo sexual incluso en la madurez. Hacía más de veinte años que Ralph se había acostado con ella, pero lo recordaba como si hubiera sucedido el día anterior: habían consumado el acto en una cámara de la posada Bell de Kingsbridge, y él la había hecho arrodillarse en la cama. Al rememorar la escena, la imagen de sus carnes apretadas lo excitó. Tenía abundante vello moreno, recordó.
De pronto, sus miradas se cruzaron. Ella la sostuvo y pareció adivinar lo que él estaba pensando. En aquella cama, al principio se había mostrado indiferente y había permanecido inmóvil, aceptando sus acometidas con pasividad al haber sido forzada; sin embargo, hacia el final, algo extraño le había sucedido y había empezado, contra su voluntad, a moverse rítmicamente con él. Gwenda debía de estar recordando lo mismo, pues una expresión de vergüenza demudó su poco atractivo rostro y enseguida apartó la mirada.
Junto a ella había otro joven, seguramente su otro hijo. Éste se parecía más a ella, era menudo y fuerte, y parecía astuto. Cruzó una mirada de intensa concentración con Ralph, como si sintiera curiosidad por saber qué pensamientos poblaban la mente de un conde y creyera posible encontrar la respuesta en el rostro de Ralph.
Sin embargo, Ralph estaba más interesado en su padre. Odiaba a Wulfric desde la pelea durante la feria del vellón de 1337. Se llevó la mano a la nariz en un acto reflejo. Muchos otros hombres lo habían atacado al cabo de los años, pero ninguno había herido tanto su orgullo. No obstante, ya se había cobrado su terrible venganza. «Lo privé de sus derechos de nacimiento durante diez años —se dijo Ralph—; me acosté con su mujer; le hice una cicatriz en la mejilla cuando trató de impedirme que escapara de este tribunal; lo obligué a regresar a su tierra cuando quiso marcharse, y ahora voy a ahorcar a su hijo».
Wulfric estaba más grueso que antes, pero le sentaba bien, tenía una barba salpicada de canas que no cubría la gran cicatriz que Ralph le había hecho con la espada. Su rostro estaba curtido y surcado de arrugas. Si Gwenda parecía enfadada, a Wulfric se le veía apesadumbrado. Cuando los campesinos de Oldchurch declararon que Sam había asesinado a Jonno con una pala de roble, los ojos de Gwenda emitieron unos destellos desafiantes, mientras que Wulfric frunció el ceño con una expresión que delataba su angustia.
El presidente del jurado preguntó si, en algún momento, Sam había temido por su vida, lo cual disgustó sobremanera a Ralph, pues la pregunta implicaba que el asesino contaba con una excusa.
Un campesino flaco al que le faltaba un ojo respondió:
—No, no pudo sentir miedo del alguacil. Creo que quien lo asustaba era su madre. —Se oyeron risitas entre la multitud.
Luego, el presidente preguntó si Jonno había provocado la agresión, otra pregunta que molestó a Ralph al indicar compasión por Sam.
—¿Provocar la agresión? —dijo el hombre de un solo ojo—. Sólo lo golpeó en la cara con unos grilletes; si a eso se le puede llamar provocar…
Todos se rieron abiertamente.
Wulfric estaba perplejo. A juzgar por su expresión, se estaba preguntando cómo podía divertirse la gente mientras la vida de su hijo estaba en juego.
Ralph se estaba poniendo cada vez más nervioso. El presidente del jurado no parecía muy convencido.
Sam fue llamado a declarar y Ralph observó que el joven se parecía más a Wulfric al hablar. Ladeaba la cabeza de un modo característico y su ademán de la mano evocaba a Wulfric de inmediato. Sam explicó cómo se había ofrecido a presentarse ante Jonno a la mañana siguiente y éste había respondido intentando ponerle los grilletes.
Ralph se dirigió al juez en voz baja.
—Eso no cambia nada —dijo, conteniendo su indignación—. Da igual que sintiera miedo, que lo provocaran o que se hubiera ofrecido a presentarse ante el alguacil a la mañana siguiente.
Sir Lewis no dijo nada.
—La cuestión es que es un fugitivo y que asesinó al hombre que trató de hacerlo regresar al lugar donde pertenece legítimamente —prosiguió Ralph.
—Es cierto —respondió sir Lewis en tono moderado, lo cual no satisfizo a Ralph.
Ralph observó a los espectadores mientras el jurado interrogaba a Sam. Merthin se contaba entre ellos, junto con su esposa. Antes de hacerse monja, a Caris le gustaba ir vestida a la moda, y al renunciar a los votos había recobrado ese placer. Ese día lucía un vestido largo confeccionado con dos telas bien contrastadas, una verde y la otra azul, una capa del paño escarlata de Kingsbridge adornada de pelo y un pequeño bonete. Ralph recordó que Caris era amiga de Gwenda desde la infancia; de hecho, ella había estado presente el día en que los cuatro jóvenes habían visto a Thomas de Langley asesinar a dos hombres de armas en el bosque. Seguro que Merthin y Caris esperaban, por el bien de Gwenda, que Sam fuera tratado con clemencia, y Ralph se dijo para sus adentros que, si de él dependía, no tendría esa suerte.
La mujer que había sucedido a Caris en el puesto de priora, la madre Joan, también estaba presente en la audiencia; probablemente se debía a que el valle de Outhenby pertenecía al convento y, por tanto, ella era quien había empleado a Sam de forma ilegal. Joan debería estar sentada en el banquillo junto con el acusado, pensó Ralph; sin embargo, al levantar la vista, la monja le lanzó una mirada acusadora, como si quisiera indicar que era él y no ella quien mayor responsabilidad tenía sobre el asesino.
El prior de Kingsbridge no apareció. Sam era el sobrino de Philemon, pero éste no quería atraer atención alguna sobre el hecho de ser el tío de un asesino. Ralph recordó que había habido una época en que el hombre había mostrado un afecto protector hacia su hermana pequeña; tal vez con los años el sentimiento se hubiera desvanecido.
El abuelo de mala fama de Sam, Joby, sí que estaba presente. Ahora era un anciano de pelo cano, encorvado y sin dientes. ¿Por qué motivo debía de haber acudido? Llevaba años enemistado con Gwenda y no parecía sentir mucho cariño por su nieto. Era probable que hubiera ido para robar unas cuantas monedas de los bolsillos de los allí congregados aprovechando que la atención de éstos estaría absorta en el juicio.
Sam se retiró y sir Lewis habló con concisión. Su resumen complació a Ralph.
—¿Es Sam de Wigleigh un fugitivo? —preguntó—. ¿Tenía Jonno Reeve derecho de arrestarlo? ¿Mató Sam a Jonno con su pala? Si la respuesta a estas tres preguntas es afirmativa, entonces Sam es culpable de asesinato.
Ralph se sintió sorprendido y aliviado. No tenía sentido alegar que Jonno había provocado a Sam. Después de todo, el juez había resultado ser sensato.
—¿Cuál es el veredicto? —preguntó a continuación el juez.
Ralph observó a Wulfric. El hombre estaba acongojado. «Eso es lo que les ocurre a quienes se atreven a desafiarme», pensó Ralph, y deseó poder pronunciar esas palabras en voz alta.
Wulfric captó su mirada y Ralph la sostuvo, tratando de leer en la mente del hombre. ¿Qué emoción debía de estar experimentando? Se dio cuenta de que lo que sentía era miedo. Hasta el momento, Wulfric nunca le había demostrado temor; sin embargo, ahora se estaba desmoronando. Su hijo iba a morir y eso tenía en él un efecto devastador. Un sentimiento de profunda satisfacción invadió a Ralph mientras seguía posando la mirada en los asustados ojos de Wulfric. «Por fin te he doblegado —pensó—; he tardado veinticuatro años en conseguirlo, pero por fin te tengo ante mí muerto de miedo».
El jurado se reunió. El presidente parecía mostrarse en desacuerdo con el resto. Ralph los observó impaciente. Era imposible que les cupieran dudas después de lo que había dicho el juez, ¿no era así? Sin embargo, con los miembros de los jurados no se sabía nunca lo que podía ocurrir. «Ahora no puede irse todo al traste —pensó Ralph—, ¿verdad que no?».
Al fin parecieron haber tomado una decisión, aunque Ralph no era capaz de adivinar por qué se habían decantado. El presidente se puso en pie.
—Consideramos que Sam de Wigleigh es culpable de asesinato —anunció.
Ralph mantuvo la mirada fija en su viejo enemigo. A Wulfric parecía que acabaran de clavarle una puñalada. Su rostro palideció y cerró los ojos como si sintiera un intenso dolor. Ralph trató de reprimir una sonrisa triunfal.
Sir Lewis se volvió hacia Ralph, y él apartó la mirada de Wulfric.
—¿Qué pensáis de la sentencia? —le preguntó.
—Por lo que a mí respecta, creo que no hay más que una opción.
Sir Lewis asintió.
—El jurado no ha mencionado en ningún momento que se otorgue clemencia al acusado.
—Eso es porque no quieren que un fugitivo que ha asesinado a su alguacil quede en libertad.
—Entonces, ¿aplicamos la pena capital?
—¡Claro!
El juez se volvió hacia el tribunal. Ralph fijó de nuevo la mirada en Wulfric mientras el resto de los presentes observaban a sir Lewis. Por fin, el juez anunció:
—Sam de Wigleigh, has asesinado al hijo de tu alguacil y por eso eres condenado a muerte. Serás ahorcado en la plaza del mercado de Shiring mañana al amanecer. Que Dios se apiade de tu alma.
Wulfric se tambaleó. El hijo menor tomó del brazo a su padre y lo ayudó a sostenerse en pie, pues de otro modo era probable que se hubiera caído al suelo. «Deja que se hunda —sintió ganas de decir Ralph—; está acabado».
Entonces Ralph posó los ojos en Gwenda. La mujer asía a Sam de la mano, pero lo estaba mirando a él. Su expresión lo sorprendió. Esperaba observar en ella aflicción, lágrimas, gritos, histeria. Sin embargo, lo contempló sin pestañear. Sus ojos denotaban odio, y también algo más: brillaban retadores. A diferencia de su marido, no parecía haberse abatido ante la noticia. Daba la impresión de no considerar el caso cerrado.
Ralph pensó consternado que la mujer parecía estar reservándose alguna jugada maestra.