l Domingo de Pascua de ese año, 1361, Caris y Merthin cumplieron diez años de casados.
De pie en la catedral, contemplando la procesión de Semana Santa, Caris recordó el día de su boda. Al llevar tanto tiempo de novios, contando los períodos de separación, la ceremonia no les parecía más que la confirmación de un hecho consumado, y ambos, con su ingenuidad, se la imaginaban tranquila y familiar: una misa sencilla en la iglesia de St. Mark y, después, una modesta comida para pocos comensales en la posada Bell. Sin embargo, el padre Joffroi les advirtió el día anterior de que, según sus cálculos, por lo menos dos mil personas contaban con asistir a la boda, por lo que se vieron obligados a trasladar la misa a la catedral. Además, sin su conocimiento, Madge Webber había organizado un banquete en la sede del gremio para los ciudadanos más destacados de Kingsbridge, y una merienda campestre en Lovers’ Field para todo el resto. Así, al final, la boda se había convertido en el acontecimiento del año.
Una sonrisa se dibujó en el rostro de Caris al recordarlo. Lucía un vestido nuevo confeccionado con el paño escarlata de Kingsbridge, un color que el obispo probablemente consideraba apropiado para una mujer como ella. Merthin llevaba una chaqueta italiana de ricos brocados color castaño con hebras doradas y aparecía radiante de felicidad. Ambos se habían dado cuenta, aunque algo tarde, de que la larga historia de amor que ellos creían un asunto privado había tenido en vilo a los ciudadanos de Kingsbridge durante años, y de que todo el mundo tenía ganas de celebrar su feliz final.
El agradable recuerdo se desvaneció en cuanto Philemon, su antiguo enemigo, subió al púlpito. En los diez años que habían pasado desde la boda había engordado bastante. Su tonsura monacal y su rostro afeitado revelaban el anillo de grasa que coronaba su cuello, y su hábito sacerdotal se ensanchaba como una tienda de campaña.
Pronunció un sermón en contra de la disección.
Los cadáveres pertenecían a Dios, explicó. Los cristianos tenían instrucciones de enterrarlos según un ritual muy específico: los que gozaban de la salvación, en tierra consagrada; los que no habían recibido la absolución, en cualquier otro lugar. Tratarlos de una manera distinta iba contra la voluntad de Dios. Diseccionarlos era un sacrilegio, dijo con una vehemencia inusitada. Incluso le temblaba la voz al pedir a los congregados que imaginaran la horrible escena de un cuerpo abierto y cortado en pedazos, y cada uno de éstos hecho pedazos a su vez, para ser estudiado minuciosamente por los que se hacen llamar investigadores médicos. Los verdaderos cristianos sabían que el morbo de esos hombres y mujeres no tenía excusa.
La expresión «hombres y mujeres» no era frecuente en labios de Philemon, pensó Caris, y no podía haberla utilizado a la ligera. Miró a su marido, que se encontraba de pie a su lado en la nave, y éste alzó las cejas con semblante preocupado.
La prohibición de diseccionar cadáveres era un dogma que la Iglesia postulaba desde que Caris tenía uso de razón; sin embargo, desde la epidemia de peste había dejado de insistirse tanto en ello. Los jóvenes clérigos más progresistas eran muy conscientes de lo mal que se había portado entonces la Iglesia con sus adeptos y estaban dispuestos a cambiar la forma en que los sacerdotes aprendían y practicaban la medicina. No obstante, el sector más antiguo y más conservador se aferraba a los viejos tiempos y dificultaba el que se introdujera cualquier cambio en el sistema. Como resultado, la disección estaba prohibida en teoría y admitida en la práctica.
Caris había realizado disecciones en el nuevo hospital desde el principio. Nunca hablaba de ello fuera del recinto, pues consideraba que no servía de nada llevar la contraria a los supersticiosos; sin embargo, las practicaba siempre que tenía oportunidad.
Desde hacía un par de años, uno o dos de los monjes médicos más jóvenes solían ayudarle. Muchos de los profesionales más cualificados sólo veían el interior del cuerpo cuando tenían que tratar heridas muy profundas. El único cuerpo que estaban autorizados a abrir era el de los cerdos, pues se consideraba que eran los animales más parecidos al ser humano en cuanto a su anatomía.
La invectiva de Philemon extrañó y preocupó a Caris. Siempre la había odiado, lo sabía muy bien, aunque nunca había tenido muy claro por qué. No obstante, desde su enfrentamiento durante la nevada de 1351, se había limitado a dejarla de lado. Como si buscara una compensación a la pérdida del dominio sobre la ciudad, había adornado su palacio con objetos de gran valor: tapices, alfombras, cubiertos de plata, vidrieras de colores y manuscritos iluminados. Desde entonces, se había crecido aún más, reclamaba un trato exageradamente deferente por parte de los monjes y novicios, lucía ostentosas vestiduras durante los oficios y siempre que tenía que desplazarse a otras ciudades lo hacía en un charrete guarnecido igual que el tocador de una duquesa.
Varios clérigos importantes habían acudido a tomar parte en los oficios: el obispo Henri de Shiring, el arzobispo Piers de Monmouth y el arcediano Reginald de York. Parecía que Philemon tratara de impresionarlos con su arrebato de conservadurismo doctrinal. Pero ¿con qué fin? ¿Es que esperaba que lo promocionaran? El arzobispo estaba enfermo, de hecho no había podido entrar a la iglesia por su propio pie, pero no era posible que Philemon pretendiera ocupar su puesto. Ya era todo un milagro que el hijo de Joby de Wigleigh hubiera llegado a ser prior de Kingsbridge. Además, ascender de prior a arzobispo habría representado un inusual salto en la jerarquía, similar al de pasar de caballero a duque sin ser nombrado antes barón o conde. Sólo alguien que gozara de gran predilección podría aspirar a semejante ascenso.
No obstante, la ambición de Philemon no tenía límites. No es que se sintiera muy bien preparado, pensó Caris. Esa actitud, la confianza en sí mismo hasta un punto arrogante, era más propia de Godwyn. Él había supuesto que Dios lo había ascendido a prior por tratarse del hombre más inteligente de toda la ciudad. Philemon, en cambio, era todo lo contrario: en el fondo de su ser se creía un don nadie, y su vida se había convertido en una continua lucha para demostrarse a sí mismo que no era un completo inútil. Temía tanto el rechazo que no soportaba la idea de no ser apropiado para ocupar determinado puesto, por muy elevado que éste fuera.
A Caris se le ocurrió que podría hablar con el obispo Henri al terminar el oficio. Le recordaría el acuerdo adoptado diez años atrás según el cual el prior de Kingsbridge no tenía competencia sobre el hospital de St. Elizabeth, construido en la isla de los Leprosos, sino que éste dependía directamente del obispo. Por eso, cualquier atentado contra el hospital representaba un atentado contra los derechos y privilegios del propio Henri. Sin embargo, tras pensarlo un poco mejor, se dio cuenta de que una protesta así serviría para confirmar al obispo que ella practicaba disecciones, y lo que probablemente sólo era una vaga sospecha que podía fácilmente pasarse por alto se convertiría en un hecho de todos conocido al que debería buscarse solución. Por eso decidió guardar silencio.
A su lado se encontraban los dos sobrinos de Merthin, hijos del conde Ralph: Gerry, de trece años, y Roley, de diez. Ambos habían ingresado en la escuela de los monjes. Vivían en el priorato, pero pasaban gran parte de su tiempo libre con Merthin y Caris en la casa que éstos tenían en la isla. Merthin posaba el brazo en el hombro de Roley con gesto relajado. Sólo tres personas en todo el mundo sabían que no se trataba de su sobrino sino de su hijo: el propio Merthin, Caris y la madre del muchacho, Philippa. Merthin intentaba no tratar a Roley de manera especial, pero le costaba disimular sus sentimientos y se deleitaba con cada cosa nueva que aprendía o que superaba con éxito en la escuela.
Caris se acordaba a menudo del hijo que había concebido con Merthin y que luego había perdido. Siempre se imaginaba que habría sido una niña. A aquellas alturas sería ya toda una mujer, pensó; tendría veintitrés años y probablemente se habría casado y tendría hijos. La idea provocaba una sensación parecida al dolor de una vieja herida: la sentía, pero le resultaba demasiado familiar para que siguiera haciéndole sufrir.
Cuando terminó el oficio, todos salieron juntos. Los muchachos fueron invitados a la comida del domingo, como siempre. En el exterior de la catedral, Merthin se volvió a mirar atrás, hacia la torre que ahora se elevaba en mitad de la iglesia.
Mientras examinaba su trabajo casi acabado y aguzaba la vista para fijarse en algún detalle que sólo él podía percibir, Caris lo observó con cariño. Lo conocía desde que tenía once años, y lo había amado casi desde el primer momento. Ahora tenía cuarenta y cinco años, su pelo pelirrojo presentaba entradas en la frente y le rodeaba la cabeza con aire díscolo como una aureola de rizos. Tenía el brazo izquierdo rígido desde que un albañil descuidado había dejado caer una pequeña ménsula de piedra labrada del andamio y ésta había ido a parar al hombro de Merthin. Con todo, seguía mostrando la misma expresión infantil de ilusión, que tanto había atraído a la pequeña Caris, de sólo diez años, aquel día de Todos los Santos de hacía siglos.
Se volvió para mirar lo que él veía. La torre se alzaba con pulcritud sobre los cuatro costados del crucero y cada uno de los lados tenía exactamente dos crujías, a pesar de que su peso se sostenía por enormes contrafuertes construidos en las esquinas del transepto que, a su vez, eran soportados por unos nuevos cimientos construidos al margen de los antiguos. Tenía un aspecto ligero y aireado, con esbeltas columnas y muchas ventanas a través de las que podía verse el cielo azul en los días claros. Por encima de la torre cuadrangular se alzaba una maraña de andamios preparados para la fase final: la aguja o chapitel.
Cuando Caris bajó la cabeza, vio que se aproximaba su hermana. A sus cuarenta y cinco años, Alice era sólo un año mayor, pero daba la impresión de pertenecer a otra generación. Su marido, Elfric, había muerto de la peste, pero ella no se había vuelto a casar y había descuidado su aspecto, como si eso fuera lo que correspondía a una viuda. Caris había reñido con su hermana hacía muchos años por causa del trato que Elfric había dispensado a Merthin. El paso del tiempo había moderado la mutua animadversión, pero cada vez que se saludaban, Alice lo hacía con un ademán que revelaba resentimiento.
Con ella iba Griselda, su hijastra, que sólo era un año menor. El hijo de Griselda, conocido con el nombre de Merthin Bastard, sobresalía tras ella; al igual que su padre, el difunto Thurstan, fallecido mucho tiempo atrás, estaba hecho un hombretón y hacía gala de un atractivo superficial, tan diferente de Merthin Bridger que no podía haberlo sido más. También la acompañaba su hija de dieciséis años, Petranilla.
El marido de Griselda, Harold Mason, se había hecho cargo del negocio desde la muerte de Elfric. En opinión de Merthin, no sabía gran cosa de construcción, pero salía adelante bastante bien a pesar de no contar ya con el monopolio de las reparaciones y ampliaciones del priorato que habían hecho rico a Elfric. Harold se situó al lado de Merthin y dijo:
—La gente cree que vas a construir la aguja sin cimbra.
Caris sabía a qué se refería. La cimbra, o soporte central, era la estructura de madera que mantenía la obra en su sitio mientras se secaba la argamasa.
—Dentro de la estrecha aguja no hay mucho espacio para colocar cimbras. Además, ¿cómo la sostendría? —Merthin habló en tono amable, pero por la escueta respuesta Caris notó que Harold no le caía bien.
—Lo entendería si la aguja fuera redonda.
Caris también lo captó. Una aguja redonda podía ser construida colocando cada una de las hileras de piedra sobre la anterior, estrechándolas un poco progresivamente. En ese caso no hacía falta cimbra alguna porque la estructura circular se sostenía sola: las piedras no podían caer hacia adentro porque ejercían presión las unas sobre las otras, lo cual no era válido para una construcción angulosa.
—Ya has visto los planos —dijo Merthin—. Tiene forma octogonal.
Las torrecillas que coronaban las cuatro esquinas de la torre quedaban enfrentadas en diagonal y sobresalían hacia el exterior, suavizando el efecto visual a medida que la mirada ascendía por la forma diferente de la aguja más estrecha. Merthin había copiado ese detalle arquitectónico de Chartres, pero sólo tenía sentido si la construcción era octogonal.
—No entiendo cómo vas a construir una aguja octogonal sin cimbra —insistió Harold.
—Espera y lo verás —dijo Merthin, y se alejó.
Mientras avanzaban por la calle principal, Caris le preguntó:
—¿Por qué no le explicas a la gente cómo piensas hacerlo?
—Para que no puedan echarme —respondió él—. Cuando construí el puente, me despidieron en cuanto terminé la parte más difícil y contrataron a otra persona para pagarle menos dinero.
—Ya lo recuerdo.
—Ahora no pueden hacer lo mismo porque nadie más es capaz de construir la aguja.
—Entonces eras muy joven, en cambio ahora eres el mayordomo. Nadie se atrevería a despedirte.
—Tal vez, pero me siento más tranquilo sabiendo que no pueden hacerlo.
Al final de la calle, en el lugar donde se había alzando el viejo puente, había una taberna de mala fama llamada White Horse. Caris vio a la hija de dieciséis años de Merthin, Lolla, apoyada en la pared exterior junto con un grupo de viejos amigos. Lolla era una chica muy atractiva, de piel aceitunada y brillante pelo moreno, boca grande y seductores ojos castaños. Los miembros del grupo se encontraban apiñados en torno a una partida de dados y todos bebían grandes jarras de cerveza. Aunque a Caris no le sorprendió ver a su hijastra de juerga en la calle en pleno día, no le hizo ninguna gracia.
Merthin se puso furioso. Se acercó a Lolla y la asió por el brazo.
—Será mejor que vengas a casa a comer —dijo con voz tensa.
La muchacha echó hacia atrás la cabeza agitando su exuberante melena con un gesto que, sin duda, iba dirigido a alguien que no era su padre.
—No quiero volver a casa, estoy bien aquí —respondió.
—No te he preguntado si quieres o no —repuso Merthin, y la apartó de los demás de un tirón.
Un muchacho bien plantado que debía de tener unos veinte años abandonó el grupo. Tenía el pelo rizado, mostraba una sonrisa burlona y se escarbaba los dientes con una ramita. Caris reconoció a Jake Riley, un mozalbete sin oficio ni beneficio que, inexplicablemente, siempre disponía de dinero para gastar. El joven se acercó con paso tranquilo.
—¿Qué ocurre aquí? —preguntó con la ramita asomando entre los dientes en actitud insultante.
—Nada que a ti te importe —le espetó Merthin.
Jake se plantó delante de Merthin.
—La muchacha no quiere marcharse.
—Apártate de mi camino si no quieres pasarte el resto del día en el cepo —lo amenazó Merthin.
Caris observó la escena preocupada. Merthin obraba con acierto: tenía todo el derecho a imponer disciplina a Lolla, a quien aún le faltaban cinco años para alcanzar la mayoría de edad. Sin embargo, Jake era el típico mocoso capaz de pegarle un puñetazo sin importarle las consecuencias. Con todo, se mantuvo al margen, pues sabía que, de lo contrario, Merthin acabaría enfadándose con ella en lugar de hacerlo con Jake.
—Supongo que eres su padre —dijo Jake.
—Sabes perfectamente quién soy, y será mejor que me llames «mayordomo» y me hables con respeto o sufrirás las consecuencias.
Jake lo miró con insolencia un instante y luego se hizo a un lado mientras respondía en tono indiferente:
—Muy bien.
Caris se sintió aliviada al ver que el enfrentamiento no acababa a golpes. Merthin no era la clase de hombre que solía resolver las cosas a puñetazos, pero Lolla era capaz de volverlo loco.
Avanzaron hacia el puente. Lolla se desasió de su padre y caminó delante de él cruzada de brazos, con la cabeza gacha y el entrecejo fruncido mientras mascullaba algo para sí.
No era la primera vez que la joven andaba con malas compañías. A Merthin lo horrorizaba y encolerizaba a un tiempo que su hijita se empeñara en mezclarse con gentuza.
—¿Por qué lo hace? —preguntó a Caris mientras ambos cruzaban detrás de Lolla el puente hasta la isla de los Leprosos.
—Quién sabe…
Caris había observado que ese tipo de comportamiento se daba más entre los jóvenes que habían tenido que afrontar la muerte de uno de sus progenitores. Al fallecer Silvia, Lolla había quedado al cuidado de varias mujeres: primero de Bessie Bell; luego de lady Philippa; más tarde de Em, el ama de llaves de Merthin, y por fin de la propia Caris. Tal vez eso la había confundido y no sabía a quién tenía que obedecer. Sin embargo, Caris no hizo partícipe a Merthin de sus pensamientos, pues a él podría parecerle que insinuaba que había fracasado como padre.
—Yo a su edad me peleaba muchísimo con mi tía Petranilla.
—¿Por qué motivo?
—Por algo parecido. A ella no le gustaba que pasara demasiado tiempo con Mattie Wise.
—Eso es diferente. Tú no andabas por las tabernas en compañía de granujas.
—Petranilla pensaba que Mattie era una mala influencia.
—No es lo mismo.
—Supongo que no.
—Tú aprendiste muchas cosas de Mattie.
Sin duda, Lolla también debía de estar aprendiendo muchas cosas junto al apuesto Jake Riley, pero Caris se guardó la idea incendiaria para sí; Merthin ya estaba bastante furioso.
Todas las construcciones de la isla estaban ya terminadas, y ahora ésta era parte integrante de la ciudad. Incluso tenía su propia iglesia parroquial. En el lugar donde otrora se paseaban por terreno baldío se extendía ahora un sendero que avanzaba en línea recta entre las casas y torcía en las marcadas esquinas. Hacía mucho tiempo que los conejos habían desaparecido de allí. El hospital ocupaba la mayor parte del extremo oeste. Aunque Caris acudía allí a diario, seguía sintiendo una punzada de orgullo cada vez que observaba el pulcro edificio de piedra gris, los grandes ventanales formando hileras regulares y las chimeneas puestas en fila como si fueran soldados.
Se introdujeron a través de una verja en la propiedad de Merthin. Los productos del huerto habían madurado y los manzanos en flor estaban cubiertos por una capa de nieve.
Como era habitual, accedieron por la puerta que daba a la cocina. La casa poseía una imponente entrada en la fachada que daba al río, pero nadie la utilizaba casi nunca. Un arquitecto brillante también podía cometer algún que otro fallo, pensó Caris divertida; sin embargo, una vez más decidió callar.
Lolla subió a su alcoba dando fuertes pisadas.
Desde la puerta principal, una mujer los saludó:
—¡Hola a todos!
Los dos muchachos irrumpieron en la cámara principal dando gritos de alegría. Era su madre, Philippa. Merthin y Caris la saludaron calurosamente.
Caris se había convertido en cuñada de Philippa al casarse con Merthin, pero su rivalidad del pasado había hecho que, durante varios años, se sintiera más bien incómoda en presencia de la mujer. Con el tiempo, los muchachos habían acabado por unirlas. Cuando primero Gerry y luego Roley ingresaron en la escuela del priorato, a Merthin le pareció natural ocuparse de sus sobrinos, y entonces Philippa se acostumbró a pasar por su casa cada vez que iba a Kingsbridge.
Al principio, Caris había sentido celos de Philippa por haber atraído a Merthin sexualmente. Él nunca había tratado de aparentar que su amor por Philippa fuera algo superficial. Era evidente que seguía preocupándose por ella. Sin embargo, en tiempos más recientes la mujer presentaba un aspecto triste. Tenía cuarenta y nueve años pero parecía mayor, con su pelo cano y el rostro surcado por la desilusión. Ahora sólo vivía por y para sus hijos. Era una huésped frecuente en casa de su hija Odila, la condesa de Monmouth; y, cuando no se encontraba allí, solía acudir al priorato de Kingsbridge para estar cerca de sus hijos. De hecho, se las arreglaba para pasar muy poco tiempo en Earlscastle al lado de Ralph, su marido.
—Tengo que llevar a los muchachos a Shiring —dijo, explicando así el motivo de su presencia allí—. Ralph quiere que acudan con él al tribunal del condado. Dice que es una parte imprescindible de su educación.
—Tiene razón —opinó Caris.
Un día Gerry sería conde, si vivía lo suficiente, y si no, sería Roley quien heredase el título. Por eso ambos tenían que familiarizarse con el tribunal.
Philippa añadió:
—Tenía pensado ir a la catedral para asistir al oficio de Semana Santa, pero se rompió una rueda de mi charrete y he tenido que hacer noche por el camino.
—Bueno, aprovechando que estás aquí vamos a comer —dijo Caris.
Entraron en el comedor. Caris abrió las ventanas que daban al río y el aire fresco penetró en la estancia. Se preguntaba qué pensaba hacer Merthin con respecto a Lolla. Se había sentido aliviada al ver que la dejaba subir a la planta de arriba sin decirle nada; una adolescente rebelde sentada a la mesa minaba la moral de cualquiera.
Tomaron cordero hervido con puerros. Merthin sirvió vino tinto y Philippa bebió con avidez. Se había vuelto muy aficionada al vino, tal vez hubiera encontrado en él su consuelo.
Mientras cenaban, entró Em con aire angustiado.
—Hay una persona en la puerta de la cocina, pregunta por la señora.
—Y bien, ¿quién es? —preguntó Merthin impaciente.
—No me ha dicho su nombre, pero asegura que la señora lo reconocerá.
—¿De qué tipo de persona se trata?
—Es joven. Por sus prendas, parece más un campesino que un habitante de la ciudad. —Em mostraba una aversión un tanto afectada por los aldeanos.
—Bueno, no parece que sea peligroso. Hazlo pasar.
Al cabo de un momento, entró una figura alta con el rostro cubierto casi por completo por una capucha. En cuanto se descubrió, Caris reconoció al primogénito de Gwenda, Sam.
Lo conocía de toda la vida. Lo había visto nacer, había observado cómo su cabecita resbaladiza emergía del cuerpo de su madre y luego lo había visto crecer y cambiar hasta convertirse en un hombre. Por su modo de andar, de detenerse y de levantar ligeramente la mano al disponerse a hablar, le pareció que tenía ante ella a Wulfric. Caris siempre había sospechado que Sam no era hijo suyo, pero por respeto a la estrecha relación que tenía con Gwenda nunca lo mencionó. Había preguntas que era mejor no formular. De todas formas, la sospecha volvió a asaltarla sin remedio cuando supo que buscaban a Sam por el asesinato de Jonno Reeve, pues ya al nacer le había recordado a Ralph.
El muchacho se acercó a Caris, levantó la mano con aquel ademán tan característico de Wulfric, vaciló un instante y acabó postrándose sobre una rodilla.
—Sálvame, por favor —le pidió.
Caris se sintió horrorizada.
—¿Cómo podría hacerlo?
—Escóndeme. Llevo días enteros huyendo. Salí de Oldchurch cuando era oscuro y caminé durante toda la noche; desde entonces, apenas he podido descansar. Acabo de detenerme en una taberna para comer algo, pero me han reconocido y he tenido que salir huyendo.
Parecía tan desesperado que a Caris la invadió una oleada de compasión. No obstante, dijo:
—No puedes esconderte aquí. ¡Te buscan por asesinato!
—No fue un asesinato sino una pelea. Jonno empezó. Me hirió con unos grilletes… mira. —Se llevó la mano al rostro y se tocó la oreja y la nariz para señalar las dos cicatrices.
Gracias a sus conocimientos médicos, Caris notó que las heridas habían sido causadas unos cinco días atrás y que la de la nariz estaba curando bien, aunque a la de la oreja le hacían buena falta unos puntos. Sin embargo, su mayor preocupación era que Sam no debería estar allí.
—Tienes que acatar la justicia —dijo.
—Se pondrán de parte de Jonno, seguro. Me escapé de Wigleigh porque en Outhenby me pagaban más y Jonno trató de hacerme volver. La gente dice que tenía todo el derecho de encadenar a un fugitivo.
—Tendrías que haberlo pensado antes de golpearle.
Él respondió en tono acusatorio:
—Tú empleaste a fugitivos en Outhenby cuando eras priora.
Caris se sintió herida.
—A fugitivos… no a asesinos.
—Me colgarán.
Eso le llegó al corazón. ¿Cómo podía negarse a ayudarle?
Merthin intervino.
—Hay dos motivos por los cuales no puedes esconderte aquí. El primero es que es un delito ocultar a un fugitivo, y no estoy dispuesto a ponerme la ley en contra por tu culpa, a pesar de que aprecio mucho a tu madre. El segundo motivo es que todo el mundo sabe que tu madre es una vieja amiga de Caris, y si los alguaciles de Kingsbridge te están buscando, éste es el primer lugar adonde acudirán.
—¿De verdad? —preguntó Sam.
Caris sabía que el muchacho no tenía muchas luces; su hermano Davey había heredado toda la inteligencia.
—No podrías ocultarte en un lugar peor —aseguró Merthin, y enseguida se suavizó—: Tómate una copa de vino, y llévate una barra de pan; luego, márchate de la ciudad —dijo en tono más amable—. Tengo que encontrar a Mungo Constable y explicarle que has estado aquí, pero no me daré prisa. —Sirvió vino en un cuenco de madera.
—Gracias.
—Tu única esperanza es marcharte a donde nadie te conozca y empezar una nueva vida. Eres un muchacho fuerte y siempre encontrarás trabajo. Vete a Londres y súbete a algún barco. Y no te metas en líos.
—Recuerdo a tu madre… ¿Gwenda? —dijo Philippa de pronto.
Sam asintió.
Philippa se volvió hacia Caris.
—La conocí en Casterham, cuando William aún vivía. Vino a verme por lo de la chica de Wigleigh a quien Ralph había violado.
—Annet.
—Sí. —Philippa se volvió hacia Sam—. Tú debías de ser el niño que llevaba en brazos entonces. Tu madre es una buena mujer. Siento por ella que tengas problemas.
Hubo un momento de silencio. Sam apuró el cuenco. Caris se puso a pensar, tal como debían de estar haciendo a su vez Merthin y Philippa, en el paso del tiempo, y en cómo una criatura inocente crecía y se convertía en un hombre capaz de cometer un asesinato.
Durante la pausa, oyeron unas voces.
Parecía que en la puerta de la cocina había varios hombres.
Sam miró alrededor como si fuera un oso que acabara de caer en una trampa. Una de las puertas daba a la cocina y la otra conducía al exterior, a la parte delantera de la casa. Se dirigió corriendo a la puerta principal, la abrió de golpe y salió a toda prisa. Sin detenerse, avanzó hacia el río.
Al cabo de un momento, Em abrió la puerta de la cocina y Mungo Constable entró en el comedor. Cuatro ayudantes se apiñaron detrás de él; todos iban armados con garrotes.
Merthin señaló la puerta delantera.
—Acaba de marcharse.
—A por él, muchachos —gritó Mungo, y todos atravesaron la cámara y salieron por la puerta.
Caris se puso en pie y se dirigió a toda prisa al exterior; los demás la siguieron.
La casa estaba construida sobre un peñasco que apenas se levantaba un metro del suelo. El río bajaba rápido al pie del pequeño risco. A la izquierda, el elegante puente de Merthin hacía que el agua se arremolinara; a la derecha, había una playa embarrada. Al otro lado del río los árboles se estaban cubriendo de hojas en el viejo cementerio de víctimas de la peste. A ambos lados, unos cuantos tugurios habían proliferado como las malas hierbas.
Sam podría haber torcido hacia la izquierda o hacia la derecha, y Caris vio con desespero que había tomado el camino incorrecto. Había elegido el de la derecha, que no llevaba a ninguna parte. Lo vio correr junto a la orilla; sus botas dejaban claras huellas en el fango. Los alguaciles le pisaban los talones como galgos persiguiendo a una liebre. Caris se sintió apenada por Sam, tal como le ocurría con las liebres. No era una cuestión de justicia, más bien tenía que ver con quién era la presa.
Al ver que no tenía adonde ir, Sam se introdujo en el agua.
Mungo se había detenido en el camino empedrado que había frente a la casa, y en ese momento se volvió en dirección opuesta, hacia la izquierda, y echó a correr hacia el puente.
Dos de sus ayudantes soltaron los garrotes, se quitaron las botas y los abrigos y se lanzaron al río en camisa interior. Los otros dos se quedaron junto a la orilla; tal vez no supieran nadar o tal vez se sintieran incapaces de saltar al agua con aquel frío. Los dos nadadores empezaron a avanzar resueltamente hacia Sam.
El muchacho era fuerte, pero su grueso abrigo invernal estaba empapado y lo arrastraba hacia el fondo. Caris observó con horror y fascinación cómo los ayudantes del alguacil le ganaban terreno.
Se oyó un grito procedente de la dirección contraria. Mungo había alcanzado el puente y había empezado a cruzarlo a toda velocidad; se detuvo para llamar con señas a los dos ayudantes de la orilla e indicarles que lo siguieran. Los hombres supieron interpretar los gestos y corrieron a la zaga mientras él proseguía su camino.
Sam llegó a la orilla opuesta del río justo antes de que los nadadores le dieran alcance. Se puso en pie y avanzó tambaleándose por el barrizal, sacudiendo la cabeza, mientras el agua se escurría por sus prendas. Se volvió y vio que uno de los ayudantes estaba a punto de atraparlo. El hombre tropezó y, sin querer, inclinó el cuerpo hacia delante, y Sam, con gesto rápido, le propinó una patada en pleno rostro con la bota mojada. El ayudante del alguacil soltó un grito y cayó de espaldas.
El segundo ayudante tuvo más cuidado. Se acercó a Sam, pero se detuvo antes de situarse a su alcance. Sam se dio media vuelta y echó a correr; salió del agua y se encontró en el césped del cementerio. No obstante, el ayudante continuó tras él. Sam volvió a detenerse y su perseguidor hizo lo propio; entonces el muchacho se dio cuenta de que lo estaba entreteniendo. Soltó un rugido de rabia y se abalanzó sobre su enemigo. Éste se hizo atrás, pero tras él estaba el río. Corrió hacia el barrizal, pero los charcos lo retuvieron y Sam pudo darle alcance.
Lo asió por los hombros, lo obligó a darse media vuelta y le propino un cabezazo. En el extremo opuesto del río, Caris oyó un crujido al romperse la nariz del pobre hombre. Sam lo arrojó hacia un lado y el hombre cayó al suelo y tiñó de sangre el agua del río.
El muchacho se volvió de nuevo hacia la orilla; no obstante, Mungo lo estaba esperando. Sam se encontraba a un nivel más bajo debido a la pendiente de la playa y el agua entorpecía sus movimientos. Mungo se lanzó en su dirección, pero al fin se detuvo y dejó que fuera él quien avanzara; entonces alzó su pesado garrote. Hizo amago de atacarlo; Sam quiso esquivar el golpe y entonces Mungo bajó el arma y alcanzó a Sam en plena coronilla.
El golpe fue terrible y Caris ahogó un grito de espanto como si fuera ella la herida. Sam bramó de dolor y, en un acto reflejo, se llevó las manos a la cabeza. Mungo, que tenía gran experiencia en pelear con jóvenes fuertes, lo volvió a atacar con el garrote y esta vez le dio en las costillas desprotegidas. Sam cayó al agua. Los dos ayudantes que habían atravesado corriendo el puente llegaron en ese momento al escenario del enfrentamiento. Ambos se abalanzaron sobre Sam, oprimiéndolo contra el barrizal. Los dos hombres a quienes había herido se cobraron venganza y la emprendieron a patadas y puñetazos mientras sus compañeros lo sujetaban. Cuando el muchacho dejó de resistirse, dejaron de agredirle y lo arrastraron fuera del agua.
Mungo le ató con rapidez las manos a la espalda. Entonces, los alguaciles condujeron al fugitivo de vuelta a la ciudad.
—¡Qué horror! —exclamó Caris—. Pobre Gwenda…