sus cuarenta años, Wulfric seguía siendo el hombre más atractivo que Gwenda había visto en su vida. Su pelo rojizo ya presentaba mechones plateados, pero éstos no hacían más que conferirle un aire sabio y firme. De joven, la anchura de sus hombros disminuía de forma radical hasta su delgada cintura; en cambio ahora el contraste no era tan acusado y su talle no era tan estrecho, y pese a todo podía seguir trabajando por dos. Además, siempre sería dos años más joven que ella.
Ella creía haber cambiado menos. Tenía el pelo moreno, de los que no se volvían canos hasta una edad bastante avanzada. No pesaba más que hacía veinte años, aunque desde que había tenido a sus hijos, ni sus pechos ni su vientre lucían la firmeza de antes.
Sólo al mirar a su hijo David, con su piel tersa y su andar incesantemente saltarín, era consciente de los años que habían pasado. Él tenía veinte y parecía la versión masculina de sí misma a esa edad. Por aquel entonces, el cutis de ella tampoco presentaba ni una arruga y caminaba dando grandes pasos garbosos. Toda una vida de trabajo con la tierra, siempre en el campo pese a las inclemencias del tiempo, le había secado la piel de las manos, y sus mejillas presentaban una irritación rojiza que le afloraba en la piel; además, le había enseñado a caminar despacio para conservar las fuerzas.
David era menudo, como ella, perspicaz y reservado. Desde pequeño, Gwenda nunca sabía lo que estaba pensando. Sam era todo lo contrario: corpulento y fuerte, y no lo bastante inteligente para poder mentir, pero tenía una vena mezquina que Gwenda achacaba a su verdadero padre: Ralph.
Desde hacía bastantes años los dos muchachos trabajaban las tierras junto con Wulfric… hasta hacía dos semanas, cuando Sam había desaparecido.
Todos sabían por qué se había marchado. Se había pasado todo el invierno hablando de marcharse de Wigleigh y trasladarse a una aldea donde le pagaran un jornal más alto. En cuanto empezó la primavera y con ella la época de arar el campo, se esfumó.
Gwenda sabía que tenía razón de quejarse del jornal. Estaba prohibido abandonar la propia aldea, y también avenirse a pagar retribuciones más altas que las de 1347, pero los inquietos jóvenes de todo el país incumplían la ley y los agricultores desesperados los contrataban. Y los terratenientes como el conde Ralph no tenían más remedio que aceptarlo sin rechistar.
Sam no les había dicho adónde iba y tampoco les había avisado de su marcha. Si David hubiera hecho lo mismo, Gwenda estaría segura de que lo habría pensado bien y de que habría decidido lo que creía que era lo mejor. Sin embargo, tratándose de Sam, sabía que había actuado de forma impulsiva. Seguro que había oído a alguien mencionar una aldea y al día siguiente se había levantado temprano y había decidido partir hacia allí de inmediato.
Se propuso no preocuparse. El muchacho tenía veintidós años, y era corpulento y fuerte. Nadie podría explotarlo ni maltratarlo. Con todo, ella era su madre y su marcha le dolía en el alma.
Supuso que si ella no podía encontrarlo, nadie más podría, lo cual era bueno. Sin embargo, se moría de ganas de saber dónde vivía, si su patrón era un hombre decente y si la gente lo trataba con amabilidad.
Ese invierno, Wulfric había construido un nuevo arado más ligero para las tierras más arenosas, y durante la primavera un día Gwenda y él fueron a Northwood a comprar una reja de hierro, la única pieza que no podían fabricar ellos mismos. Como de costumbre, unos cuantos aldeanos de Wigleigh se dirigieron en grupo al mercado. Jack y Eli, que eran los encargados de hacer funcionar el molino de Madge Webber, acudían para abastecerse de existencias. No tenían tierras de propiedad, así que tenían que comprar toda la comida. Annet y su hija de dieciocho años, Amabel, llevaban una docena de gallinas enjauladas para venderlas en el mercado. Nathan, el administrador, también fue junto con su hijo adulto, Jonno, el rival de la infancia de Sam.
Annet seguía flirteando con todo hombre atractivo que se le cruzaba en el camino, y casi todos ellos le sonreían tontamente y le seguían el juego. Durante el viaje a Northwood, empezó a charlar con David. Aunque le doblaba de sobra la edad, se dedicó a sonreírle con afectación mientras se sacudía la melena y bromeaba dándole palmadas en el brazo en señal de reproche, como si tuviera veintidós años en lugar de cuarenta y dos. Ya no era ninguna niña, pero daba la impresión de ignorarlo, pensó Gwenda con acritud. La hija de Annet, Amabel, que era tan bella como otrora lo había sido su madre, caminaba un poco apartada y parecía avergonzarse de ella.
Llegaron a Northwood a media mañana. Cuando Wulfric y Gwenda hubieron hecho su compra, fueron a comer a la posada Old Oak.
Por lo que Gwenda podía recordar, a la entrada del establecimiento había habido un roble memorable, un bajo y robusto ejemplar cuyas deformes ramas recordaban a un anciano encorvado en invierno y proporcionaban una gran sombra muy apreciada en verano. De pequeños, sus hijos jugaban a perseguirse dando vueltas a su alrededor. No obstante, el árbol debía de haber muerto o perdido la estabilidad porque lo habían cortado, y ahora cuanto quedaba de él era un tocón cuya anchura era equivalente a la altura de Wulfric que los clientes usaban a modo de silla, mesa e incluso, en el caso de un carretero exhausto, de cama.
Harry Ploughman, el administrador de Outhenby, se encontraba sentado en uno de sus bordes mientras bebía cerveza de una gran jarra.
En un abrir y cerrar de ojos, Gwenda se sintió transportada doce años atrás. Lo que le vino a la mente con tanta intensidad que hizo que se le saltaran las lágrimas fue la esperanza que impregnaba su corazón aquella mañana en que ella y su familia habían partido de Northwood, con el fin de dirigirse a través del bosque hasta Outhenby, al encuentro de una nueva vida. En menos de quince días, sus esperanzas se frustraron al ver que Wulfric era llevado de vuelta a Wigleigh —el recuerdo aún le hacía hervir la sangre— con una cuerda alrededor del cuello.
Con todo, desde entonces Ralph no siempre se había salido con la suya. Las circunstancias lo habían obligado a devolver a Wulfric las tierras que habían pertenecido a su padre, lo que para Gwenda era un resultado plenamente satisfactorio, pese a que Wulfric no había sido lo bastante listo para negociar una tenencia libre de cargos, a diferencia de algunos de sus vecinos. Gwenda se sentía contenta de que ahora fueran terratenientes en lugar de jornaleros, y Wulfric había conseguido el sueño de su vida; sin embargo, ella aún deseaba una mayor independencia: disponer de una tenencia libre de obligaciones feudales, con un arriendo en metálico, y el acuerdo plasmado por escrito en los documentos señoriales para que ningún señor pudiera revocarlo. Era la aspiración de la mayoría de los siervos, y desde la epidemia de peste casi todos estaban consiguiendo que se cumpliera.
Harry los felicitó efusivamente e insistió en invitarlos a cerveza. Poco después de la breve estancia de Wulfric y Gwenda en Outhenby, la madre Caris había nombrado a Harry administrador, y el hombre seguía ejerciendo la función a pesar de que hacía mucho tiempo que Caris había renunciado a sus votos y que la madre Joan había ocupado el cargo de priora. Outhenby seguía siendo una aldea próspera, a juzgar por la papada de Harry y la prominente barriga conseguida a fuerza de visitas a la taberna.
Mientras se preparaban para partir junto al resto de aldeanos de Wigleigh, Harry se dirigió a Gwenda en voz baja:
—Tengo a un joven llamado Sam trabajando para mí.
A Gwenda el corazón le dio un vuelco.
—¿A mi Sam?
—No es posible que sea él, no.
Ella se quedó perpleja.
—Entonces, ¿por qué me lo cuentas?
Harry se dio unos golpecitos en la nariz que el vino había tornado roja y Gwenda se dio cuenta de que hablaba con segundas.
—El Sam que yo te digo me ha asegurado que su señor es un caballero de Hampshire del que nunca he oído hablar y que le dio permiso para abandonar la aldea y marcharse a trabajar a otra parte, mientras que el señor de tu Sam es el conde Ralph, y él nunca permite que sus jornaleros hagan eso. Es evidente que no se trata de tu Sam.
Gwenda lo comprendió. Eso era lo que Harry pensaba explicar si le preguntaban al respecto.
—Así que está en Outhenby.
—En Oldchurch, una de las aldeas más pequeñas del valle.
—¿Está bien? —preguntó con inquietud.
—Las cosas le van estupendamente.
—Gracias a Dios.
—Es un muchacho fuerte y muy trabajador, aunque a veces resulte un poco pendenciero.
Eso Gwenda ya lo sabía.
—¿Vive bien resguardado?
—Se aloja con una pareja de ancianos de buen corazón cuyo hijo se ha marchado a Kingsbridge como aprendiz de curtidor.
A Gwenda le rondaban un montón de preguntas por la cabeza. Sin embargo, de pronto percibió la figura encorvada de Nathan; el hombre estaba apoyado en la puerta de la taberna, observándola. Ella reprimió un reniego. Había muchas cosas que deseaba saber, pero le aterrorizaba la posibilidad de proporcionar a Nate la mínima pista sobre el paradero de Sam, así que se conformó con la información de que disponía. Estaba contenta de saber al menos dónde podía encontrarlo.
Se volvió de espaldas a Harry para dar la impresión de haber puesto fin a una conversación sin importancia. Sin casi mover los labios, dijo:
—No permitas que se pelee con nadie.
—Haré lo que pueda.
Agitó la mano con indiferencia en señal de despedida y fue tras Wulfric.
De camino a casa junto con los demás aldeanos, Wulfric acarreaba la pesada reja del arado al hombro sin esfuerzo aparente. Gwenda se moría de ganas de contarle las noticias, pero tuvo que esperar a que el grupo se dispersara a lo largo del camino, de tal modo que su marido y ella se quedaron solos a unos cuantos metros del resto. Entonces le relató la conversación hablando con voz queda.
Wulfric se sintió aliviado.
—Al menos ya sabemos adónde ha ido a parar —dijo; a pesar de la carga, no tenía la respiración nada agitada.
—Quiero ir a Outhenby —respondió Gwenda.
Wulfric asintió.
—Me lo imaginaba. —Rara vez le llevaba la contraria, pero en esa ocasión expresó su recelo—. Me parece peligroso. Tendrías que asegurarte de que nadie supiera dónde estás.
—Exacto. Nate no debe averiguarlo.
—¿Y cómo te las arreglarás?
—Seguro que si me ausento de la aldea unos cuantos días, lo notará. Tenemos que inventarnos algo.
—Podemos decir que estás enferma.
—Es demasiado arriesgado. Es posible que vaya a casa a comprobarlo.
—Pues podemos inventarnos que estás de visita en casa de tu padre.
—Nate no se lo tragará. Sabe que nunca me quedo allí más tiempo del estrictamente necesario. —Se mordisqueó un padrastro mientras se estrujaba la cabeza. En las historias de fantasmas y los cuentos de hadas que la gente explicaba sentada junto a la lumbre durante los largos atardeceres de invierno, los personajes se creían las mentiras que otros les contaban sin cuestionarse nada. Sin embargo, en la vida real resultaba más difícil burlar a alguien—. Podemos decir que me he marchado a Kingsbridge —concluyó ella al fin.
—¿Para qué?
—Para comprar gallinas ponedoras en el mercado, por ejemplo.
—Annet podría proporcionártelas.
—Nunca le compraría nada a esa pelandusca, y todo el mundo lo sabe.
—Es cierto.
—Además, Nate sabe que Caris y yo siempre hemos sido amigas, así que creerá que me alojo con ella.
—Muy bien.
No era la excusa perfecta, pero no se le ocurría nada mejor. Además, estaba desesperada por ver a su hijo.
Partió a la mañana siguiente.
Salió con sigilo de su casa antes del amanecer, envuelta en una gruesa capa para protegerse del frío viento del mes de marzo. Atravesó discretamente la aldea en plena oscuridad, abriéndose camino gracias al sentido del tacto y a la memoria; no quería que nadie la viera ni le hiciera preguntas antes de haberse alejado un poco. No obstante, nadie se había levantado todavía. El perro de Nathan Reeve emitió un gruñido quedo, pero enseguida la reconoció y Gwenda oyó el suave golpeteo de su cola contra la pared de madera de la caseta.
Abandonó la aldea y siguió el camino que atravesaba los campos. Para cuando despuntó el día, ya se encontraba a kilómetro y medio de distancia. Se volvió a mirar el trecho que había recorrido. Estaba desierto, nadie la había seguido.
Para desayunar, se comió un mendrugo de pan y a media mañana se detuvo en una posada, justo en el cruce del camino que iba de Wigleigh a Kingsbridge con el de Northwood a Outhenby. No conocía a ninguno de los clientes. Vigilaba la puerta con nerviosismo mientras tomaba una escudilla de estofado de pescado en salazón y una jarra de sidra. Cada vez que entraba alguien se disponía a ocultar el rostro, pero siempre se trataba de un desconocido y nadie reparó en ella. Salió enseguida y emprendió el camino hacia Outhenby.
Llegó al valle a media tarde. Hacía doce años que no había estado allí, pero el lugar no había cambiado mucho. Se había recuperado de la epidemia de peste con una rapidez asombrosa. Salvo unos niños pequeños que jugaban cerca de sus casas, la mayoría de los aldeanos estaban trabajando, arando la tierra y sembrando o bien cuidando de las nuevas ovejas del rebaño. Desde los campos la observaban, convencidos de que se trataba de una forastera, y se preguntaban quién sería. De haber estado más cerca, algunos la habrían reconocido. Sólo había vivido en aquella aldea diez días, pero el momento había resultado muy dramático y lo recordarían bien. No era frecuente para los aldeanos presenciar tanta agitación.
Siguió el curso serpenteante del río Outhen a través de la planicie que separaba dos serranías. Desde el núcleo principal, atravesó unas cuantas barriadas de las afueras que conocía de cuando se había establecido allí, Ham, Shortacre y Longwater, antes de llegar a la más pequeña y apartada: Oldchurch.
La emoción que sentía aumentaba a medida que se aproximaba, y hasta le hizo olvidarse de cuánto le dolían los pies. Oldchurch era un casar constituido por treinta viviendas sencillas, ninguna de las cuales alcanzaba el tamaño suficiente para tratarse de una casa señorial, ni siquiera del hogar de un administrador. Sin embargo, hacía honor a su nombre al contar con una vieja iglesia. Gwenda dedujo que el edificio tenía siglos de antigüedad. Presentaba una torre muy poco esbelta y una nave baja, todo construido con materiales toscos, y unas ventanas diminutas salpicaban sin aparente regularidad sus gruesos muros.
Se dirigió a los campos que había a continuación. Vio a un grupo de pastores en un prado algo apartado y pasó de largo. El astuto de Harry Ploughman no habría empleado al corpulento Sam en un trabajo tan poco costoso. Debía de estar gradando o cavando una acequia, o tal vez ayudando a manejar al equipo de ocho bueyes que araba la tierra. Al examinar con detenimiento los tres campos, divisó a un grupo formado casi exclusivamente por hombres que llevaban sombreros para protegerse del frío y botas cubiertas de barro, y que se gritaban unos a otros con sus vozarrones desde sus respectivos puestos separados por hectáreas de terreno; también había un joven que sacaba una cabeza al resto. Al no ver enseguida a su hijo, volvió a experimentar temor. ¿Lo habrían capturado ya? ¿Se habría trasladado a otra aldea?
Por fin lo encontró entre una hilera de hombres que estercolaba un surco recién arado. Se había despojado del abrigo a pesar del frío y al levantar la pala de madera la vieja camisa de lino traslucía el movimiento de los músculos de su espalda y de sus brazos al tensarse y extenderse. Su corazón se llenó de orgullo al verlo y al pensar que un hombre así había salido de su diminuto cuerpo.
Todos alzaron la cabeza al acercarse ella. Los hombres la miraron con curiosidad: ¿quién era y qué estaba haciendo allí? Gwenda fue directa hacia Sam y lo abrazó sin importarle que apestara a excrementos de caballo.
—Hola, madre —la saludó, y todos los demás se echaron a reír.
A Gwenda le extrañó haber despertado tanta hilaridad.
Un hombre enjuto y fuerte al que le faltaba un ojo dijo:
—Vamos, vamos, Sam; ya estás a salvo.
Y todos se echaron a reír de nuevo.
Gwenda se dio cuenta de que les hacía mucha gracia que un hombretón como Sam tuviera una madre tan menuda y que ésta acudiera a ver qué hacía como si de un chiquillo díscolo se tratara.
—¿Cómo me has encontrado? —le preguntó Sam.
—Me encontré con Harry Ploughman en el mercado de Northwood.
—Espero que nadie haya venido detrás de ti.
—He salido antes del amanecer. Tu padre piensa decirle a todo el mundo que estoy en Kingsbridge. No me ha seguido nadie.
Conversaron unos minutos; luego, él dijo que debía volver al trabajo, que si no, los demás se quejarían por tener que hacerlo todo.
—Vuelve a la aldea y ve a ver a la vieja Liza —le dijo—. Vive justo enfrente de la iglesia. Dile quién eres y te ofrecerá un pequeño refrigerio. Yo iré allí al anochecer.
Gwenda alzó la vista al cielo. La tarde era oscura y los hombres tendrían que dejar de trabajar al cabo de una hora más o menos. Besó a Sam en la mejilla y se marchó.
Encontró a Liza en una casa un poco más grande que la mayoría; tenía dos cámaras en lugar de una sola. La mujer le presentó a su marido, Rob, que era ciego. Tal como Sam le había prometido, Liza se mostró hospitalaria: llevó a la mesa pan y potaje y le sirvió un vaso de cerveza.
Gwenda les preguntó por su hijo, y fue como abrir un grifo. Liza empezó a hablar de él sin parar, desde la más tierna infancia hasta su formación como aprendiz, pero entonces su anciano marido la interrumpió con aspereza pronunciando sólo una palabra:
—Caballo.
Ambos guardaron silencio y Gwenda oyó los rítmicos pasos de un caballo al trote.
—Es más bien pequeño —opinó el ciego Rob—. Un palafrén, o un poni. Poca cosa para un noble o para un caballero, aunque tal vez sea una mujer quien lo monta.
Gwenda notó un escalofrío.
—Dos visitas en sólo una hora —observó Rob—. Seguro que tienen relación.
Eso era precisamente lo que Gwenda se temía.
Se puso en pie y se asomó a la puerta. Un pequeño y robusto poni trotaba por el camino que separaba las casas. Gwenda reconoció al jinete de inmediato y el corazón le dio un vuelco. Se trataba de Jonno Reeve, el hijo del administrador de Wigleigh.
¿Cómo habría dado con ella?
Trató de ocultarse a toda prisa en la parte trasera de la casa, pero el muchacho ya la había visto.
—¡Gwenda! —gritó, y refrenó al caballo.
—Eres un demonio —respondió ella.
—Me pregunto qué estás haciendo aquí —dijo en tono burlón.
—¿Cómo has dado conmigo? No me ha seguido nadie.
—Mi padre me envió a Kingsbridge para que averiguara qué diabluras andabas haciendo, pero me detuve en la taberna Cross Roads y allí recordaron haberte visto tomar la dirección de Outhenby.
Gwenda se preguntaba si sabría ser más lista que aquel astuto joven.
—¿Y qué motivo hay para que no pueda visitar a mis amigos?
—Ninguno —respondió él—. ¿Dónde está el fugitivo de tu hijo?
—Aquí no, aunque yo tenía la esperanza de que así fuera.
El muchacho pareció vacilar un instante, como si creyera que podía estar contándole la verdad. Entonces insistió:
—A lo mejor se ha escondido. Voy a echar un vistazo. —Y arreó al caballo.
Gwenda lo observó marcharse. No había conseguido engañarlo pero al parecer como mínimo había sembrado dudas. Si conseguía llegar hasta donde estaba Sam antes que él, tal vez pudiera conseguir que se ocultara.
Atravesó a toda prisa la pequeña vivienda, dirigió unas palabras apresuradas a Liza y a Rob y salió por la puerta trasera. Cruzó el campo sin alejarse del seto. Se volvió hacia la aldea y vio a un hombre montado a caballo que avanzaba en diagonal hacia donde ella se encontraba. Estaba oscureciendo y pensó que su diminuta figura resultaría invisible gracias al fondo oscuro que le proporcionaba el seto.
Se encontró con Sam y los demás jornaleros, que recorrían el camino de regreso con la pala al hombro y las botas cubiertas por completo de estiércol. A cierta distancia y a primera vista, Sam bien podía confundirse con Ralph: tenían la misma planta y avanzaban con paso igualmente decidido; además, su rostro de atractivas facciones resaltaba del mismo modo sobre el ancho cuello. Sin embargo, cuando hablaba también reconocía en él a Wulfric: ladeaba la cabeza con gesto peculiar y mostraba una tímida sonrisa, y el gesto que hacía con la mano en señal de desaprobación era idéntico al del padre que lo había criado.
Los hombres la divisaron. Su anterior aparición les había resultado de lo más divertido y, al verla, el hombre de un solo ojo empezó a gritar:
—¡Hola, madre! —Y todos se echaron a reír.
Ella apartó un poco a Sam y le dijo:
—Jonno Reeve está aquí.
—¡Maldición!
—Lo siento.
—¡Me has dicho que no venía nadie detrás de ti!
—No lo había visto, pero ha conseguido seguirme la pista.
—Maldita sea. ¿Qué voy a hacer ahora? ¡No pienso volver a Wigleigh!
—Te está buscando, pero ha ido hacia el este. —Gwenda recorrió con la mirada el oscuro paisaje pero no consiguió ver gran cosa—. Si vamos corriendo a Oldchurch tal vez puedas esconderte… en la iglesia, por ejemplo.
—De acuerdo.
Emprendieron el camino. Gwenda se volvió y dijo a los hombres que habían quedado atrás:
—Si os cruzáis con un administrador que se llama Jonno… decidle que no conocéis a ningún Sam de Wigleigh.
—Nunca hemos oído hablar de él, madre —respondió uno, y los demás se mostraron de acuerdo.
Los siervos solían estar dispuestos a encubrirse los unos a los otros para burlar al administrador.
Gwenda y Sam alcanzaron la aldea sin que Jonno los viera. Se dirigieron a la iglesia. Gwenda pensó que era probable que pudieran entrar: las iglesias rurales solían estar desiertas y desnudas, y lo habitual era que las dejaran abiertas. Sin embargo, si aquélla resultaba ser una excepción, no tenía ni idea de qué iban a hacer.
Avanzaron entre las casas y por fin tuvieron a la vista la iglesia. Al pasar frente a la casa de Liza, Gwenda vio un poni negro. Emitió un gruñido. Jonno debía de haber vuelto sobre sus pasos oculto por la oscuridad. Debía de haber deducido que Gwenda iría a buscar a Sam y que lo acompañaría a la aldea, y estaba en lo cierto. Tenía el mismo carácter taimado de Nate, su padre.
Aferró a Sam por el brazo y lo apremió para que cruzara el camino y entrara en la iglesia, justo en el momento en que Jonno salía de casa de Liza.
—Sam —lo llamó—. Ya me imaginaba que estarías aquí.
Gwenda y Sam se detuvieron y se dieron media vuelta.
Sam se apoyó en la pala de madera.
—¿Y qué piensas hacer?
Jonno sonrió con aire triunfal.
—Llevarte de vuelta a Wigleigh.
—Me gustará verlo.
Un grupo de campesinos, la mayoría de los cuales eran mujeres, apareció por el extremo oeste de la aldea y se detuvo a contemplar el enfrentamiento.
Jonno rebuscó en la alforja de su poni y extrajo un objeto metálico que tenía una cadena.
—Voy a ponerte los grilletes —le dijo—, y si tienes un poco de sentido común no opondrás resistencia.
A Gwenda le sorprendió el valor de Jonno. ¿De verdad pensaba apresar a Sam él solo? Era corpulento, pero no tanto como Sam. ¿Es que creía que los aldeanos iban a ayudarle? Tenía la ley de su parte, pero pocos campesinos considerarían la causa justa. Era el típico jovenzuelo, no tenía ni idea de sus propias limitaciones.
—De pequeño solía molerte a palos, y hoy pienso hacer lo mismo.
Gwenda no quería que se pelearan. Ganara quien ganase, Sam estaría actuando en contra de la ley, pues era un fugitivo.
—Es demasiado tarde para ir a ningún sitio. ¿Por qué no hablamos de esto por la mañana? —propuso.
Jonno soltó una carcajada despectiva.
—¿Y dejar que Sam se fugue antes del amanecer, igual que tú te marchaste de Wigleigh? Ni hablar. Esta noche dormirá con los grilletes puestos.
Entonces aparecieron los hombres con los que Sam había estado trabajando y se detuvieron para ver qué ocurría.
—Todos los hombres decentes tienen el deber de ayudarme a arrestar a este fugitivo, y cualquiera que me lo impida deberá someterse al castigo que la ley establezca —dijo Jonno.
—Puedes contar conmigo —respondió el hombre de un solo ojo—. Yo te aguantaré el caballo.
Los demás se rieron entre dientes. Jonno no despertaba mucha simpatía aunque, por otra parte, ningún aldeano se pronunció en defensa de Sam.
Jonno avanzó con un movimiento súbito. Sosteniendo los grilletes con ambas manos, se dirigió hacia Sam y se inclinó para intentar colocarle el dispositivo en la pierna por sorpresa.
Con un anciano de movimientos torpes, la estrategia habría surtido efecto, pero Sam reaccionó con rapidez. Retrocedió al tiempo que daba una patada, y una de sus botas llenas de barro fue a parar al brazo izquierdo de Jonno, que éste tenía extendido.
Jonno soltó un grito de dolor y rabia. Se incorporó y echando hacia atrás el brazo derecho sacudió los grilletes con la intención de golpear con ellos a Sam en la cabeza. Gwenda oyó un grito de pánico y luego se dio cuenta de que era ella quien lo había emitido. Sam retrocedió un paso más y se colocó fuera del alcance de Jonno.
Jonno vio que iba a errar el golpe y soltó los grilletes en el último momento.
Éstos salieron volando por el aire. Sam quiso esquivarlos dándose media vuelta y liando la cincha pero no lo logró. La anilla de hierro lo golpeó en la oreja y la cadena le azotó el rostro. Gwenda soltó un grito como si la herida fuera ella. Los espectadores contuvieron la respiración. Sam se tambaleó y los grilletes cayeron al suelo. Hubo un momento de suspense mientras la sangre manaba de la oreja y la nariz de Sam. Gwenda dio un paso adelante para acercarse a él y extendió los brazos.
Pero pronto Sam se recuperó de la sorpresa.
Se volvió hacia Jonno y blandió la pesada pala de madera con un ágil movimiento. Jonno no había recuperado del todo el equilibrio tras el esfuerzo del lanzamiento y no logró esquivarlo. El canto de la pala lo hirió en un lado de la cabeza. Sam era muy fuerte y el sonido de la madera contra el cráneo se oyó en toda la calle.
Jonno aún no se había recuperado cuando Sam volvió a atacarle. Esta vez la pala cayó desde arriba. Impulsada por los dos brazos de Sam, la herramienta fue a parar a su coronilla con una tremenda fuerza, y lo primero que lo alcanzó fue el canto. Esta vez el impacto no resonó sino que provocó más bien un ruido sordo y Gwenda temió que el golpe le hubiera partido el cráneo a Jonno.
Mientras Jonno caía de rodillas, Sam lo atacó por tercera vez propinándole con todas sus fuerzas otro golpe de la plancha de roble, que esta vez hirió a la víctima en plena frente. Una espada de hierro no habría resultado más peligrosa, pensó Gwenda con desespero. Avanzó dispuesta a detener a Sam, pero los aldeanos habían tenido la misma idea un instante antes y lo alcanzaron antes que ella. Dos hombres lo aferraron cada uno por un brazo para apartarlo.
Jonno yacía en el suelo, tenía la cabeza rodeada por un charco de sangre. A Gwenda la visión le provocó náuseas y no pudo evitar acordarse del padre del muchacho, Nate, y de lo afligido que se sentiría ante las heridas de su hijo. La madre de Jonno había muerto de la peste; por lo menos donde ahora se encontraba el dolor no podía afectarle.
Gwenda vio que Sam no estaba malherido. Sangraba, pero seguía forcejeando con sus captores tratando de liberarse para poder atacar de nuevo. Gwenda se arrodilló junto a Jonno. Tenía los ojos cerrados y no se movía. Le apoyó una mano sobre el corazón y no notó nada. Trató de encontrarle el pulso, tal como Caris le había enseñado, pero no lo percibió. Parecía que Jonno no respiraba.
De pronto, tomó conciencia de las repercusiones de lo sucedido y estalló en llanto.
Jonno había muerto y, por tanto, Sam era un asesino.