l mes de septiembre de 1350 resultó frío y lluvioso, pero a pesar de todo se respiraba un clima de euforia. Mientras las húmedas gavillas de trigo se acumulaban en los campos cercanos, en Kingsbridge tan sólo una persona murió de la peste. Se trataba de Marge Taylor, una costurera de sesenta años. Nadie contrajo la enfermedad durante los meses de octubre, noviembre y diciembre. Parecía haber desaparecido, pensó Merthin con alegría; por lo menos, de momento.
La antigua iniciativa migratoria que atraía a los campesinos inquietos hasta la ciudad había dado un giro durante la epidemia, pero ahora volvía a empezar. Llegaban a Kingsbridge y se alojaban en casas desiertas, las arreglaban y pagaban el arriendo al priorato. Algunos abrieron nuevos negocios, como tahonas, cervecerías o fábricas de velas, que sustituyeron a los más antiguos, desaparecidos al morir los propietarios y sus herederos. En calidad de mayordomo, Merthin había facilitado las cosas a los que querían abrir tiendas o puestos en el mercado al poner fin al interminable proceso para la obtención del permiso impuesto por el priorato. El mercado semanal se llenó de animación.
Una a una, Merthin arrendó las tiendas, las casas y las tabernas que había construido en la isla de los Leprosos; los inquilinos eran emprendedores recién llegados o bien comerciantes que buscaban un emplazamiento mejor para sus negocios. El camino que atravesaba la isla y unía los dos puentes se había convertido en una extensión de la calle principal y, por consiguiente, en una zona comercial, tal como Merthin había previsto doce años antes, cuando todo el mundo pensaba que estaba loco al aceptar la árida peña como parte de la retribución por su trabajo en el puente.
El frío se fue recrudeciendo y una vez más el humo de los millares de chimeneas flotaba sobre la ciudad en una nube baja de color pardo. La gente, sin embargo, seguía trabajando y comprando, comiendo y bebiendo, jugando a los dados en las tabernas y yendo a la iglesia los domingos. La sede del gremio celebró el primer banquete de Nochebuena desde que la cofradía gremial obtuviera la categoría de hermandad municipal.
Merthin invitó al prior y a la priora, quienes, a pesar de no tener ya poder para decidir si los mercaderes debían ser o no ser aceptados en el gremio, seguían contándose entre los ciudadanos de mayor importancia. Philemon acudió; Caris, en cambio, declinó la invitación, pues últimamente se había recluido hasta un punto preocupante.
Merthin se sentó junto a Madge Webber. La mujer se había convertido en la mercadera más rica y la mayor empleadora de Kingsbridge, tal vez incluso de todo el condado. Ella era la suplente del mayordomo y con toda probabilidad habría llegado a ocupar su puesto si no resultara tan poco habitual que una mujer desempeñara esa función.
Entre muchos otros negocios, Merthin poseía un taller en el que se fabricaban los telares de pedal que habían mejorado la calidad del paño escarlata de Kingsbridge. Madge compraba más de la mitad de la producción y muchos mercaderes con iniciativa procedentes de lugares tan lejanos como Londres acudían a encargar el resto. Los telares funcionaban gracias a una maquinaria compleja que debía elaborarse con esmero y montarse con gran precisión, por lo que Merthin tuvo que contratar a los mejores carpinteros disponibles. Con todo, vendía el producto final por más del doble de lo que le había costado la elaboración, y aun así la gente no veía la hora de entregarle el dinero.
Muchas personas le habían aconsejado que se casara con Madge, pero la idea no complacía ni al uno ni al otro. Ella no había vuelto a encontrar a alguien que ocupara el lugar de Mark, el hombre con presencia de gigante y carácter de santo. Madge siempre había sido achaparrada y últimamente había engordado todavía más. En la cuarentena, se estaba convirtiendo en una de esas mujeres con aspecto de barril, cuyo cuerpo presentaba la misma anchura desde los hombros hasta el trasero. Comer y beber bien eran ahora sus placeres favoritos, pensó Merthin al verla zamparse un pedazo de jamón al jengibre con salsa de manzana y ajo; eso y ganar dinero.
Al final de la comida, tomaron un ponche llamado hipocrás. Madge se echó un buen trago, eructó y se sentó más cerca de Merthin en el banco.
—Tenemos que hacer algo con el hospital —dijo.
—¿Por qué? —Merthin no estaba al tanto de que hubiera problemas—. Ahora que la epidemia de peste se ha extinguido, creo que a la gente no le hará mucha falta.
—Pues claro que hará falta —respondió ella con convencimiento—. La gente sigue padeciendo fiebres y dolores de vientre, y enfermando por tumores. Hay mujeres que desean tener hijos y no pueden, o que presentan complicaciones durante el parto. Los niños sufren quemaduras y se caen de los árboles. Los hombres son arrojados al suelo por sus caballos y reciben cuchilladas de sus enemigos, o bien sus enojadas esposas les abren la cabeza.
—Ya te entiendo —dijo Merthin, divertido por la verborrea de la mujer—. Entonces, ¿cuál es el problema?
—Nadie querrá volver a ingresar en el hospital. La gente no siente simpatía por el hermano Sime y, lo más importante, no confía en sus conocimientos. Mientras aquí hacíamos frente a la epidemia, él estaba en Oxford leyendo los textos antiguos; además, sigue prescribiendo remedios como las sangrías y las succiones con ventosa en los que ya nadie cree. Quieren que sea Caris quien los atienda, pero ella nunca se deja ver.
—¿Y qué hace la gente cuando cae enferma si no va al hospital?
—Van a ver a Matthew Barber, a Silas Pothecary o a Marla Wisdom, que se ha establecido en la ciudad recientemente y está especializada en trastornos femeninos.
—¿Y qué es lo que te preocupa?
—Empiezan a correr rumores acerca del priorato. Si los ciudadanos no reciben ayuda de los monjes y monjas, ¿por qué van a seguir pagando para que se construya la torre?
—Ah, conque se trata de eso… —La torre era un proyecto inmenso. Era imposible que un solo individuo lo financiara. La única forma de cubrir los gastos era sumando las aportaciones del monasterio y del convento y los fondos de que se disponía en la ciudad. Si ésta dejaba de contribuir, la viabilidad del proyecto peligraba—. Ya lo comprendo —dijo Merthin preocupado—. Es un problema.
Para la mayoría de los ciudadanos, aquél había sido un buen año, pensó Caris mientras asistía al oficio del día de Navidad. La gente se estaba acostumbrando a la devastación provocada por la epidemia con una rapidez asombrosa. A pesar de causar terribles sufrimientos y estar a punto de acabar con la vida civilizada, la enfermedad les había proporcionado la oportunidad de reorganizarse. Según sus cálculos, casi la mitad de la población había sucumbido; sin embargo, uno de los efectos resultantes era que los campesinos que quedaban se dedicaban a labrar sólo las tierras más fértiles, de modo que cada uno de ellos producía más. A pesar de la ordenanza de los jornaleros y de los esfuerzos de nobles como el conde Ralph por que ésta se cumpliera, Caris agradecía ver que la gente continuaba trasladándose allí donde los jornales eran más altos, que también solían ser los lugares donde la tierra resultaba más productiva. Los cereales abundaban y los rebaños de vacas y ovejas volvían a aumentar. El convento estaba en pleno florecimiento y desde que, tras la desaparición de Godwyn, Caris se ocupaba tanto de los asuntos de los hermanos como de los de las monjas, el monasterio gozaba del momento de mayor prosperidad en los últimos cien años. El dinero atraía dinero y la algidez del campo traía más negocios a las ciudades, de modo que los artesanos y los tenderos de Kingsbridge empezaban a vivir con la opulencia de antaño.
Mientras las monjas salían de la iglesia al haber terminado el servicio, el prior Philemon se dirigió a ella.
—Tengo que hablar contigo, madre priora. ¿Te vienes a mi casa?
En según qué momento, Caris habría accedido por cortesía a su petición sin vacilar, pero las cosas habían cambiado.
—Lo siento pero no —se negó.
Él se sonrojó al instante.
—¡No puedes negarte a hablar conmigo!
—No lo hago. Sólo me niego a acudir a tu palacio. Me niego a que me obligues a acudir ante ti como si de un subordinado se tratara. ¿De qué quieres que hablemos?
—Del hospital. Hemos recibido quejas.
—Pues habla con el hermano Sime, él es quien lo dirige, como bien sabes.
—¿Es que no hay forma de hacerte entrar en razón? —exclamó exasperado—. Si Sime pudiera solucionarlo, estaría hablando con él y no contigo.
Se encontraban en el claustro de los monjes. Caris estaba sentada en el bajo muro que rodeaba el patio cuadrangular y la piedra estaba fría.
—Podemos hablar aquí. ¿Qué tienes que decirme?
Philemon estaba enojado, pero se dio por vencido. Se colocó frente a ella, de modo que era él quien parecía un subordinado.
—Los ciudadanos están descontentos con el hospital —dijo.
—No me sorprende.
—Merthin vino a quejarse durante la comida de Navidad en la sede del gremio. La gente ya no viene aquí sino que va a ver a charlatanes como Silas Pothecary.
—Ese hombre es tan charlatán como Sime.
Philemon se dio cuenta de que varios novicios se habían congregado alrededor y estaban escuchando la discusión.
—Fuera de aquí —les ordenó—. Id a vuestras celdas.
Los muchachos se marcharon a toda prisa.
Philemon se dirigió a Caris.
—Los ciudadanos piensan que deberías estar en el hospital.
—Y yo también, pero no estoy dispuesta a seguir los métodos de Sime. Sus remedios, en el mejor de los casos, no sirven para nada, y la mayoría de las veces empeoran el estado de los pacientes. Por eso la gente ya no acude al hospital cuando cae enferma.
—En tu nuevo hospital hay tan pocos pacientes que lo estamos utilizando como hospicio. ¿No te importa?
El comentario burlón surtió efecto. Caris tragó saliva y apartó la mirada.
—Me parte el corazón —dijo en voz baja.
—Pues entonces vuelve y llega a un acuerdo con Sime. Al principio, cuando llegaste, trabajabas a las órdenes de los monjes médicos. El hermano Joseph era el médico que dirigía el hospital y había recibido la misma formación que Sime.
—Tienes razón. En aquella época ya teníamos la impresión de que los monjes hacían más mal que bien, pero por lo menos podíamos trabajar juntos. La mayor parte de las veces ni siquiera los avisábamos, hacíamos lo que nos parecía que era mejor. Y cuando ellos acudían, no siempre seguíamos sus instrucciones al pie de la letra.
—No es posible que creas que se equivocaban siempre.
—No. A veces curaban a los enfermos. Recuerdo que una vez Joseph abrió el cráneo de un hombre y drenó el líquido acumulado que le provocaba unos dolores de cabeza insoportables. Fue impresionante.
—Pues haz lo mismo ahora.
—No es posible. Sime acabó con ello, ¿no lo recuerdas? Trajo sus libros y su instrumental a la botica y tomó el mando del hospital. Estoy segura de que tú lo apoyaste, de hecho, es probable que fuera idea tuya. —Por la expresión de Philemon, dedujo que estaba en lo cierto—. Los dos os confabulasteis para echarme y lo conseguisteis, de modo que ahora tenéis que ateneros a las consecuencias.
—Podemos volver al sistema antiguo. Haré que Sime se marche.
Caris negó con la cabeza.
—Hay otras cosas que han cambiado. He aprendido mucho de la epidemia de peste y estoy más segura que nunca de que los métodos de los médicos pueden resultar mortales. No pienso matar a nadie por haber adquirido un compromiso contigo.
—No te das cuenta de lo mucho que está en juego. —Philemon mostraba una expresión algo petulante.
Eso quería decir que detrás de aquello había otros motivos. Caris se preguntaba por qué había sacado el tema a colación; no era propio de él preocuparse por la buena marcha del hospital, nunca había mostrado demasiado interés por la curación de los enfermos. Lo único que le importaba era lo que servía para favorecer su situación personal y proteger su frágil orgullo.
—Muy bien —accedió—. ¿Qué jugada maestra tienes preparada?
—Los ciudadanos comentan que van a dejar de financiar la nueva torre. ¿Por qué van a dar más dinero a la catedral si no reciben lo que esperan de nosotros? Además, ahora Kingsbridge es un burgo, y aunque yo sea el prior no puedo obligarlos a contribuir.
—Y si no pagan…
—Tu querido Merthin tendrá que abandonar su proyecto preferido —concluyó Philemon con aire triunfal.
Caris dedujo que aquélla era la jugada maestra. De hecho, había habido un tiempo en que la noticia le habría afectado, pero ya no.
—Merthin ya no es mi «querido», ¿es que no lo sabes? También te encargaste de acabar con eso.
Una expresión de pánico demudó el semblante de Philemon.
—Pero el obispo se ha volcado en esa torre… ¡No puedes poner el proyecto en riesgo!
Caris se puso en pie.
—¿En serio? —dijo—. ¿Por qué no? —Se dio media vuelta y se dispuso a regresar al convento.
Philemon se quedó atónito y empezó a gritarle.
—¿Cómo puedes ser tan desconsiderada?
Caris estuvo a punto de no hacerle caso, pero cambió de opinión y decidió explicárselo. Se dio media vuelta.
—Ya lo ves, todo cuanto amaba me fue arrebatado —dijo con frialdad—. Cuando uno lo ha perdido todo… —Empezaba a desmoronarse, pero se esforzó por continuar—. Cuando uno lo ha perdido todo, ya no le queda nada más que perder.
La primera nevada cayó en enero. Formaba un gran manto sobre el tejado de la catedral, desdibujaba la delicada forma de las agujas y ocultaba los rostros de los ángeles y de los santos tallados en la puerta oeste. La obra de albañilería realizada en los cimientos de la torre se había cubierto con paja para aislar la recién colocada argamasa y protegerla de las heladas, por lo que ahora la nieve formaba una capa sobre ésta.
En el priorato había cuatro hogares. Por supuesto, en la cocina estaban los fogones, motivo por el cual era el lugar de trabajo preferido por las novicias. En la catedral, en cambio, no había lumbre alguna y allí era donde los monjes y las monjas pasaban siete u ocho horas al día. El motivo más frecuente de incendios en las iglesias solía ser que algún monje desesperado había entrado con un brasero y una chispa había alcanzado el techo de madera. Cuando no estaban en la iglesia ni trabajando, los monjes y las monjas se encontraban paseando o leyendo en el claustro, es decir, al aire libre. La única comodidad que les estaba permitida era una pequeña cámara anexa al claustro donde en los días de clima más severo se encendía una hoguera. Durante cortos espacios de tiempo, podían resguardarse en la cámara en lugar de permanecer todo el rato en el claustro.
Como de costumbre, Caris hacía caso omiso de las reglas y las tradiciones y permitía que las monjas llevaran medias de lana en invierno. No creía que a Dios le hiciera ninguna falta que sus sirvientes sufrieran sabañones.
Al obispo Henri le preocupaba tanto la situación del hospital —o, mejor dicho, el peligro que corría la construcción de la torre— que se desplazó desde Shiring hasta Kingsbridge en plena nevada. Acudió en charrete, un robusto carro de madera con una lona impermeabilizada y asientos mullidos. El canónigo Claude y el arcediano Lloyd lo acompañaban. Se detuvieron en el palacio del prior sólo el tiempo necesario para secar sus vestiduras y tomar una reconfortante copa de vino antes de convocar a una reunión de emergencia a Philemon, Sime, Caris, Oonagh, Merthin y Madge.
Caris sabía que sería una pérdida de tiempo, pero acudió de todas formas: resultaba más fácil ir que negarse, pues habría pasado el rato en el convento respondiendo a las interminables súplicas, órdenes y amenazas.
Contempló los copos de nieve que caían frente a las ventanas empañadas mientras el obispo resumía en tono monótono una situación de discrepancia por la que ella no sentía el menor interés.
—La crisis ha sido desencadenada por la actitud desleal y rebelde de la madre Caris —sentenció Henri.
Eso la movió a contestar.
—Trabajé durante diez años en el hospital —dijo—. Mi trabajo, y el de la madre Cecilia antes que el mío, nos valió la popularidad entre los ciudadanos. —Señaló al obispo con gesto grosero—. Vos habéis hecho que eso cambie, no tratéis de culpar a nadie más. Vos os sentasteis en esa silla y anunciasteis que el hermano Sime dirigiría en adelante el hospital. Pues ahora tenéis que ateneros a las consecuencias de esa decisión estúpida.
—¡Tu obligación es obedecerme! —exclamó él con un chillido cargado de frustración—. Eres una monja, hiciste los votos. —El sonido estridente sobresaltó a Arzobispo, el gato, que se levantó y salió de la cámara.
—Ya lo sé —dijo Caris—. Y eso me coloca en una situación insufrible. —Habló sin haberlo pensado previamente, pero a medida que pronunciaba las palabras se daba cuenta de que no eran irreflexivas. De hecho, eran el fruto de meses de meditación—. No puedo seguir sirviendo a Dios en estas condiciones —prosiguió con voz tranquila pero con el pulso acelerado—, por eso he decidido renunciar a los votos y abandonar el convento.
Henri se puso en pie.
—¡No lo harás! —gritó—. No te eximo de los votos sagrados.
—Pues espero que Dios sí lo haga —dijo con desdén apenas disimulado.
Eso provocó aún más la ira del obispo.
—La idea de que pueden hacerse tratos con Dios a título individual es una herejía. Ya hemos tenido bastante charlatanería desde la epidemia de peste.
—¿Y no os parece que eso es culpa de que, durante la epidemia, cuando la gente acudía a la iglesia en busca de ayuda, descubrían que el prior y los monjes… —miró a Philemon— habían huido como unos cobardes?
Henri alzó una mano para aplacar la indignación de Philemon.
—Tal vez seamos falibles pero, sea como sea, sólo a través de la Iglesia y los clérigos pueden los hombres y mujeres acercarse a Dios.
—Seguro que vos lo creéis así —respondió Caris—. Pero eso no significa que sea cierto.
—¡Eres perversa!
El canónigo Claude intervino.
—Considerándolo todo, monseñor obispo, no servirá de nada que os enfrentéis a Caris en público. —Dirigió a ésta una sonrisa cordial. Siempre se había mostrado predispuesto a ayudarla desde el día en que ella lo había sorprendido besando al obispo y no había dicho nada al respecto—. Su actual negativa a cooperar contrasta con los muchos años de dedicación, a veces heroica. La gente la aprecia mucho.
—Pero ¿qué ocurrirá si la eximimos de los votos? —dijo Henri—. ¿Cómo resolveremos el problema?
En ese punto, Merthin intervino por primera vez.
—Tengo una idea —dijo.
Todo el mundo lo miró.
—Permitid que los ciudadanos construyan un nuevo hospital. Yo me ofrezco a donar una gran parcela en la isla de los Leprosos. Dejad que lo gestione una comunidad de monjas que no tenga nada que ver con el priorato, un grupo nuevo. Claro que deberían someterse a la autoridad espiritual del obispo de Shiring, pero no tendrían relación con el prior de Kingsbridge ni con ninguno de los médicos del monasterio. El nuevo hospital podría tener un patrón laico, un ciudadano destacado elegido por el gremio municipal, y éste nombraría a la priora.
Todos guardaron silencio un buen rato mientras asimilaban la propuesta radical. Caris se quedó estupefacta. Un nuevo hospital, en la isla de los Leprosos, financiado por los ciudadanos… y gestionado por una nueva orden de monjas… sin relación con el priorato.
Miró al grupo. Philemon y Sime desaprobaban claramente la idea mientras que Henri, Claude y Lloyd parecían confusos.
Al final intervino el obispo.
—El director debería tener mucha autoridad, tiene que representar a los ciudadanos, pagar las facturas y nombrar a la priora. Quienquiera que tenga semejante responsabilidad, ejercerá el control del hospital.
—Sí —convino Merthin.
—Si autorizo que se construya un nuevo hospital, ¿los ciudadanos estarán dispuestos a seguir financiando la construcción de la torre?
Madge Webber habló por primera vez.
—Si se nombra al patrón apropiado, sí.
—¿Quién podría ser? —preguntó Henri.
Caris se dio cuenta de que todos la miraban.
Unas horas más tarde, Caris y Merthin se embozaban en gruesas capas, se calzaban unas botas y se dirigían a través de la nieve hasta la isla, donde él le mostró el emplazamiento en que estaba pensando. Se encontraba en la zona oeste, no muy lejos de su casa, y daba al río.
Ella aún se sentía aturdida por el súbito giro que acababa de tomar su vida. Iban a eximirla de los votos religiosos. Volvería a ser una ciudadana corriente después de casi doce años. Eso le permitió plantearse la idea de vivir en el priorato sin sentir angustia. Todas las personas a quienes había amado estaban muertas: la madre Cecilia, Julie la Anciana, Mair y Tilly. Sentía una gran simpatía por la hermana Joan y por la hermana Oonagh, pero no era lo mismo.
Aun así, se haría cargo de un hospital. Al tener derecho a nombrar y destituir a la priora de la nueva institución, podría dirigir el centro según el nuevo espíritu surgido de la epidemia de peste. El obispo se había mostrado de acuerdo con todo.
—Creo que deberíamos repetir la distribución en forma de claustro —opinó Merthin—. Parece que funcionó muy bien durante el corto período en que tú fuiste la responsable.
Caris se quedó mirando la capa de nieve virgen y se maravilló de la capacidad de Merthin para imaginar paredes y cámaras donde sólo se extendía blancura.
—El arco de la entrada servía prácticamente de vestíbulo —dijo—. Era el lugar donde la gente esperaba y donde las monjas realizaban el primer examen a los pacientes antes de decidir qué hacer con ellos.
—¿Te gustaría que fuera más grande?
—Me parece que debería ser un verdadero vestíbulo.
—De acuerdo.
Ella seguía confusa.
—Me cuesta creerlo. Todo ha tomado la dirección que siempre he querido.
Él asintió.
—Pensando en eso es como concebí la idea.
—¿De verdad?
—Me pregunté cómo te gustaría que fueran las cosas y se me ocurrió la manera de darles forma.
Ella se lo quedó mirando, maravillada. Lo había dicho en tono liviano, como si simplemente estuviera describiendo el proceso mental que lo había llevado hasta la conclusión. Parecía no ser consciente de lo trascendental que para ella era el hecho de que pensara en sus deseos y en cómo conseguir que se cumplieran.
—¿Ya ha dado a luz Philippa? —preguntó.
—Sí, hace una semana.
—¿Qué es?
—Un niño.
—Felicidades. ¿Lo has visto?
—No. Todo el mundo cree que soy su tío, pero Ralph me envió una carta para darme la noticia.
—¿Qué nombre le han puesto?
—Roland, como el antiguo conde.
Caris cambió de tema.
—El agua del río no es muy pura en esta zona. Y en un hospital hace falta agua limpia.
—Instalaré una tubería para traer agua de más arriba.
La nevada amainó y más tarde cesó, lo que les permitió disfrutar de una buena vista de la isla.
Ella le sonrió.
—Tienes respuesta para todo.
Él negó con la cabeza.
—Hay cuestiones que resultan fáciles: agua limpia, habitaciones bien ventiladas, un vestíbulo donde recibir a los pacientes…
—¿Y cuáles son las difíciles?
Él se volvió para mirarla a los ojos. Tenía la barba salpicada de copos de nieve.
—Por ejemplo: «¿Todavía me ama?» —respondió.
Se quedaron mirando el uno al otro durante un momento prolongado.
Caris se sentía feliz.