79

Los árboles del huerto de Merthin habían sido plantados en la primavera de 1349. Un año después, la mayoría habían arraigado y empezaban a despuntar en forma de preciosas hojas esparcidas. Dos o tres luchaban por salir adelante y sólo uno estaba, sin duda, muerto. No esperaba que ninguno diera fruto todavía; sin embargo, para su sorpresa, en julio un precoz ejemplar presentaba una docena de diminutas peras de color verde oscuro, por el momento pequeñas y duras como piedras pero que auguraban estar maduras en otoño.

Un domingo por la tarde se las mostró a Lolla, quien se negó a creer que llegaran a convertirse en los ácidos y jugosos frutos que adoraba. Ella creía —o fingía creer— que Merthin le estaba gastando una de sus bromas. Cuando él le preguntó de dónde pensaba que venían las peras maduras, la niña se lo quedó mirando llena de reproche y le respondió: «¡Pues del mercado, tonto!».

También ella maduraría un día, pensó, aunque le costaba imaginarse su cuerpo huesudo adoptando la sinuosa y delicada forma de la silueta de una mujer. Se preguntaba si algún día le daría nietos. En el presente tenía cinco años, por lo que para ese día podían faltar tan sólo unos diez más.

Tenía el pensamiento puesto en la madurez cuando vio que Philippa avanzaba hacia él por el huerto, y le llamó la atención el gran tamaño y la redondez de sus senos. No solía visitarlo a plena luz del día y se preguntó qué debía de llevarla por allí. Por si alguien los estaba observando, la saludó con un simple beso en la mejilla, de los que daría un cuñado sin suscitar comentarios.

La mujer parecía turbada y Merthin se apercibió de que durante los últimos días se había mostrado más reservada y pensativa de lo habitual. En el momento en que ella se sentó a su lado en el césped, él dijo:

—¿Qué te ronda por la cabeza?

—Nunca he sabido dar las noticias con delicadeza —respondió ella—: estoy embarazada.

—¡Santo Dios! —Merthin estaba demasiado impresionado para reprimir su reacción—. Me extraña porque me dijiste…

—Ya lo sé. Estaba convencida de que era demasiado mayor. Hace unos cuantos años que mi ciclo menstrual es irregular; últimamente ya no lo tenía y creía que era definitivo, pero esta mañana he estado vomitando y me duelen los pezones.

—Me han llamado la atención tus senos en cuanto has entrado en el huerto. ¿Lo sabes con certeza?

—Me he quedado embarazada seis veces antes de ésta; he tenido tres hijos y tres abortos. Conozco muy bien la sensación, no cabe duda.

Merthin sonrió.

—Bueno, eso quiere decir que vamos a tener un hijo.

Ella no le devolvió la sonrisa.

—No te alegres tanto. No has pensado en las consecuencias. Estoy casada con el conde de Shiring y no he dormido con él desde octubre; de hecho, no vivimos juntos desde febrero, y ahora resulta que, en julio, estoy embarazada de dos o tres meses. Tanto él como el mundo entero sabrán que el hijo no es suyo y que la condesa de Shiring ha cometido adulterio.

—Pero no te…

—¿Matará? Bien mató a Tilly, ¿verdad?

—Dios mío, sí, lo hizo. Pero…

—Y si me mata, es posible que también mate a mi hijo.

Merthin iba a decir que eso no era posible, que Ralph no sería capaz de algo semejante, pero sabía que sí lo era.

—Tengo que decidir qué voy a hacer —dijo Philippa.

—No creo que debas tratar de interrumpir el embarazo con pócimas, es demasiado peligroso.

—No lo haré.

—Así que tendrás el niño.

—Sí. Pero ¿qué ocurrirá después?

—Supón que te alojas en el convento y que mantienes a la criatura en secreto. El lugar está lleno de niños a los que han acogido por causa de la epidemia de peste.

—Lo que no es posible mantener en secreto es el amor maternal. Todo el mundo se daría cuenta de que dedico especial atención al niño, y Ralph me descubriría.

—Tienes razón.

—Podría marcharme… Desaparecer. Londres, York, París, Aviñón… No le diría a nadie adónde voy, así Ralph no podría ir tras de mí.

—Yo iría contigo.

—Entonces no podrías terminar la torre.

—Y tú echarías de menos a Odila.

La hija de Philippa se había casado con el conde David hacía seis meses. Merthin se imaginaba lo difícil que resultaría para Philippa abandonarla. Además, la verdad era que le dolería muchísimo tener que renunciar a la torre. Desde que era adulto, se había pasado la vida deseando construir el edificio más alto de toda Inglaterra y, ahora que lo había empezado, le partiría el corazón tener que renunciar al proyecto.

Al pensar en la torre se acordó de Caris. La intuición le decía que una nueva así la dejaría desolada. Hacía semanas que no la veía; había permanecido enferma en cama tras sufrir un golpe en la cabeza durante la feria del vellón y, a pesar de que estaba recuperada por completo, ya no salía casi nunca del priorato. Suponía que debía de haber salido perdiendo en alguna lucha de poder, pues ahora era el hermano Sime quien dirigía el hospital. El embarazo de Philippa también supondría para Caris un duro golpe.

La mujer añadió:

—Odila también está embarazada.

—¿Tan pronto? Qué buena noticia. Pero entonces aún tienes más motivos para no exiliarte y renunciar a volver a verlos a ella y a tu nieto.

—No puedo salir corriendo, ni tampoco puedo esconderme; aunque, si no hago nada, Ralph me matará.

—Tiene que haber alguna manera de resolverlo —concluyó Merthin.

—Sólo se me ocurre una cosa.

Merthin se la quedó mirando y se dio cuenta de que ya había meditado la cuestión a fondo. No le había contado el problema hasta disponer de una solución; sin embargo, antes de revelársela se había asegurado de demostrarle que ninguna de las opciones obvias resultaba factible, lo cual significaba que el plan que había trazado no iba a gustarle.

—Dímela —respondió Merthin.

—Tengo que hacer que Ralph crea que el hijo es suyo.

—Pero entonces tendrás que…

—Sí.

—Ya.

La idea de que Philippa se acostara con Ralph disgustaba sobremanera a Merthin. No era sólo una cuestión de celos, aunque algo de eso había. Lo que más le molestaba era lo mal que se sentiría ella al tener que hacerlo. A Philippa, Ralph le repugnaba física y emocionalmente y Merthin comprendía muy bien ese sentimiento, a pesar de que no lo compartía. Había convivido con la brutalidad de Ralph durante toda su vida, pero era su hermano y eso no cambiaría hiciera lo que hiciese. Con todo, se ponía enfermo al pensar que Philippa iba a verse obligada a mantener relaciones sexuales con el hombre a quien más odiaba en el mundo.

—Preferiría dar con una solución mejor —dijo.

—Yo también.

Merthin la miró fijamente.

—Ya lo has decidido, ¿no?

—Sí.

—Pues lo siento de veras.

—Yo también lo siento.

—¿Crees que funcionará? ¿Conseguirás… seducirlo?

—No lo sé —respondió ella—. Tendré que intentarlo.

*

La catedral era simétrica. El taller del maestro albañil se encontraba en el extremo oeste, en la baja torre del lado norte, y daba al pórtico norte. En la torre pareja del sudoeste había una cámara de igual tamaño y forma que daba al claustro, donde se guardaban enseres de poco valor que se utilizaban en contadas ocasiones. Allí estaban los trajes y los objetos simbólicos usados en la escenificación de los misterios, junto con una serie de cosas no muy útiles: candeleros de madera, cadenas oxidadas, cacharros de arcilla rajados y un libro cuyas páginas de papel vitela se habían podrido con los años y las palabras escritas en él con tanto esmero habían dejado de ser legibles.

Merthin se encontraba allí comprobando la verticalidad de la pared, para lo que había colocado en la ventana un puntero de plomo colgado de una larga cuerda, cuando hizo un descubrimiento.

En la pared había grietas. Las grietas no necesariamente eran señal de mal estado, su verdadera causa debía ser interpretada por un experto. Todos los edificios se movían y las aberturas podían significar tan sólo que la estructura se estaba adaptando al cambio. A Merthin le pareció que la mayoría de las grietas de aquel desván eran inocuas. Sin embargo, había una cuya forma le extrañó, no parecía normal. Al observarla por segunda vez descubrió que alguien había aprovechado una de las aberturas naturales para aflojar una pequeña piedra. Merthin la retiró.

Enseguida cayó en la cuenta de que acababa de dar con un escondite. El espacio que la piedra ocultaba era utilizado por un ladrón. Extrajo los objetos uno a uno. Había un broche femenino con una gran piedra verde, una hebilla de plata, una manteleta de seda y un manuscrito que contenía un salmo. En el fondo encontró el objeto que le dio la pista sobre la identidad del malhechor, pues era lo único de lo allí contenido que no tenía valor monetario alguno. Se trataba de un simple trozo de madera pulida cuya superficie mostraba unas letras grabadas que rezaban: «M:Phmn:AMAT».

La «M» era una inicial, «Amat» era la palabra latina equivalente a «ama» y «Phmn» debía de significar «Philemon».

Alguien cuyo nombre empezaba por «M», fuera hombre o mujer, había amado a Philemon en un tiempo y le había regalado el objeto que él había escondido junto con sus joyas robadas.

Desde niño, se rumoreaba que Philemon tenía la mano muy larga. Las cosas que lo rodeaban solían desaparecer y parecía que allí era donde las ocultaba. Merthin se lo imaginaba acudiendo a aquel lugar solo, tal vez de noche, para retirar la piedra y recrearse contemplando su botín. Sin duda, se trataba de un tipo de enfermedad.

No obstante, nunca se habían oído rumores acerca de que Philemon tuviera amantes. Igual que Godwyn, su mentor, parecía ser uno de los pocos hombres con escasas necesidades sexuales. Sin embargo, en algún momento alguien se había enamorado de él, y él conservaba su recuerdo.

Merthin volvió a colocar los objetos en el lugar exacto donde los había encontrado, tenía buena memoria para ese tipo de cosas. Luego, devolvió la piedra a su sitio y, pensativo, salió del taller y bajó por la escalera de caracol.

*

A Ralph le sorprendió que Philippa regresara a casa.

El verano estaba resultando lluvioso y ese día, extrañamente, hacía un tiempo estupendo, por lo que le habría gustado salir a cazar halcones. Sin embargo, para su enojo, no podía hacerlo: la siega estaba a punto de empezar y la mayoría de los veinte o treinta apoderados, administradores y alguaciles del condado requerían verlo con urgencia. Todos tenían el mismo problema: las mieses maduraban y no había suficientes hombres y mujeres para recolectarlas.

Él no podía ayudarlos. Había hecho todo lo posible para llevar ante el tribunal a los jornaleros que desobedecían las ordenanzas y abandonaban las aldeas en busca de retribuciones más altas; sin embargo, los pocos a los que había podido dar caza habían pagado la multa con sus ahorros y se habían vuelto a marchar, por lo que sus administradores tendrían que contentarse. No obstante, todos deseaban explicarle sus problemas y no le quedó más remedio que escucharlos y dar su aprobación a las soluciones provisionales que proponían.

La entrada estaba abarrotada: había administradores, caballeros y hombres de armas; también, unos cuantos sacerdotes y una docena o más de sirvientes que se habían dejado caer por allí. Cuando todos guardaron silencio, Ralph oyó a los grajos en el exterior; el estridente sonido que emitían parecía una advertencia. Alzó la cabeza y vio a Philippa en la puerta.

La mujer se dirigió en primer lugar a los sirvientes.

—¡Martha! En esa mesa aún quedan restos de la cena. Ve a por agua caliente y límpiala ahora mismo. ¡Dickie! Acabo de ver el corcel favorito del conde manchado de barro que parece de ayer, y tú mientras te dedicas a tallar un trozo de madera. Vuelve al establo, que es donde tienes que estar, y almoházalo. Tú, muchacho, llévate de aquí a ese cachorro; acaba de orinarse en el suelo. El único perro al que se le permite la entrada a la casa es al mastín del conde, ya lo sabes.

Los sirvientes se pusieron en movimiento, incluso aquéllos a los que no se había dirigido encontraron de súbito algún quehacer.

A Ralph no le importó que Philippa diera órdenes a los sirvientes. Sin una señora que los hiciera espabilarse, se habían vuelto unos perezosos.

La mujer se acercó a él y le hizo una gran reverencia que sólo resultaba apropiada tras una ausencia prolongada. No lo obsequió con un beso.

Él respondió en tono neutro.

—No… lo esperaba.

—No tendría que haber hecho ningún viaje —dijo Philippa de mal humor.

Ralph gruñó para sus adentros.

—¿Qué te trae por aquí? —le preguntó. Fuera lo que fuese, sería motivo de tribulaciones, estaba seguro.

—Es por culpa del señorío de Ingsby.

Philippa contaba con unas pocas propiedades que le pertenecían exclusivamente, unas cuantas aldeas de Gloucestershire que le pagaban tributo a ella en lugar de al conde. Ralph sabía que, desde que vivía en el convento, los administradores de esas aldeas acudían a visitarla al priorato de Kingsbridge y que le rendían cuentas a ella de sus deudas. Sin embargo, Ingsby era una excepción. El señorío le pagaba a él su tributo y él se lo transfería a ella. Por desgracia, se le había olvidado hacerlo desde que se marchara.

—Maldita sea —exclamó él—. Se me ha ido de la cabeza.

—No pasa nada —respondió ella—. Tienes muchas cosas de que ocuparte.

La frase resultaba sorprendentemente conciliadora.

Philippa subió a sus aposentos privados y él volvió al trabajo. En medio año de separación había mejorado un poco, pensó Ralph mientras otro administrador enumeraba los campos cuyos cereales estaban madurando y se lamentaba de la falta de segadores. Sin embargo, esperaba que no pensara quedarse mucho tiempo. Acostarse junto a ella por las noches era como hacerlo al lado de una vaca muerta.

Ella volvió a aparecer a la hora de cenar. Se sentó al lado de Ralph y durante la cena conversó amablemente con varios de los caballeros que estaban de visita. Se comportó con tanta frialdad y reserva como siempre; no traslucía ningún afecto, ningún sentimiento, de hecho, pero Ralph no observó rastro del odio implacable y glacial que le había demostrado tras la boda. Había desaparecido, o bien lo había enterrado en lo más hondo de su ser. Cuando terminó la cena, volvió a retirarse y lo dejó compartiendo la bebida con los caballeros.

Él se planteó la posibilidad de que pensara regresar para siempre, pero al fin descartó la idea. Nunca lo amaría, ni siquiera le caía bien. Lo único que sucedía era que la larga ausencia había aplacado el resentimiento que sentía. Probablemente, el estado afectivo subyacente no cambiaría jamás.

Dio por hecho que estaría durmiendo cuando él subiera; sin embargo, para su sorpresa, se encontraba ante el escritorio vestida con un camisón de color marfil, y una única vela proyectaba su tenue luz sobre sus facciones orgullosas y su espesa cabellera morena. Frente a ella había una larga carta escrita con letra de niña que Ralph supuso que era de Odila, la actual condesa de Monmouth. Philippa estaba respondiéndole. Como la mayoría de las aristócratas, solía dictar las cartas de negocios a un amanuense, pero las personales las escribía ella misma.

Ralph entró en el retrete; al cabo de un momento salió y se quitó las prendas exteriores. En verano solía dormir en tiradillas.

Philippa terminó de escribir la carta, se puso en pie… y volcó el bote de tinta sobre el escritorio. Se apartó de un salto, pero era demasiado tarde. La tinta se había vertido hacia donde ella estaba y una gran mancha negra había ensuciado su claro camisón. Soltó un reniego. A Ralph la escena le pareció graciosa: Philippa era tan remilgada que verla salpicada de tinta resultaba de lo más divertido.

Ella vaciló un instante antes de quitarse el camisón.

Ralph se sorprendió. Philippa no solía despojarse de las prendas con presteza, por lo que dedujo que la mancha la había desconcertado. Contempló su cuerpo desnudo. Durante su estancia en el convento había ganado algo de peso: sus pechos estaban más grandes y torneados que antes, su vientre mostraba un pequeño pero perceptible abombamiento y sus caderas lucían un atractivo y sinuoso ensanchamiento. Para su asombro, se sintió excitado.

Ella se inclinó para empapar la tinta del suelo embaldosado con el camisón hecho un fardo. Sus pechos se bamboleaban mientras frotaba las baldosas. Se dio media vuelta y Ralph obtuvo una buena vista de su generoso trasero. De no ser porque la conocía bien, habría pensado que trataba de provocarlo; pero Philippa nunca había tratado de provocar a nadie, y menos a él. Tan sólo se sentía incómoda y violenta, y eso aún hacía más emocionante el hecho de contemplar su desnudez mientras limpiaba el suelo.

Habían pasado varias semanas desde la última vez que había estado con una mujer, una ramera de Salisbury que no lo había satisfecho.

Para cuando Philippa se incorporó, él tenía una erección.

Ella lo vio observándola.

—No me mires —dijo—. Vete a la cama. —Y lanzó la manchada prenda a la cesta de la ropa sucia.

A continuación se dirigió al ropero y levantó la tapa. Había dejado allí la mayor parte de la indumentaria al marcharse a Kingsbridge, pues no se consideraba correcto vestir con ostentación viviendo en un convento, ni siquiera tratándose de una huésped rica. Encontró otro camisón. Ralph la recorrió de arriba abajo con la mirada mientras sacaba la prenda. Al contemplar sus senos erguidos y el montículo cubierto de oscuro vello que formaba su sexo, se quedó boquiabierto.

Ella observó su mirada.

—No me pongas la mano encima —le advirtió.

Si no hubiera dicho nada, probablemente Ralph se habría acostado dispuesto a dormir. Sin embargo, su pronto rechazo le dolió.

—Soy el conde de Shiring y tú eres mi esposa —le espetó—. Te pondré la mano encima siempre que me apetezca.

—No te atrevas —lo amenazó ella, y se volvió para ponerse el camisón.

Eso lo enfureció. Mientras levantaba la prenda para pasársela por la cabeza, le dio una palmada en el trasero. El golpe sobre la piel desnuda resultó fuerte y Ralph fue consciente de haberle hecho daño. Philippa dio un respingo y soltó un grito.

—Demasiado tentador para no atreverse a ponerle la mano encima —dijo él.

La mujer se volvió dispuesta a protestar, pero en un gesto súbito Ralph le propinó un puñetazo en los labios. El golpe hizo retroceder y caer al suelo a Philippa. Se llevó las manos a la boca y notó que la sangre se colaba entre sus dedos. No obstante, se encontraba tendida de espaldas, desnuda y despatarrada, y Ralph observó el triángulo de vello en el punto de unión de sus muslos y la abertura ligeramente separada que parecía invitarlo.

Se abalanzó sobre ella.

Philippa trató de zafarse con movimientos frenéticos, pero él era más corpulento y más fuerte y venció su resistencia sin esfuerzo. Un instante después ya la había penetrado. La notó seca, lo cual aún lo excitó más.

Todo terminó muy deprisa. Él se dejó caer a su lado, jadeando. Al cabo de un momento, la miró; tenía la boca ensangrentada. Ella no le devolvió la mirada, tenía los ojos cerrados. Sin embargo, a Ralph le pareció que su rostro mostraba una expresión peculiar. Meditó unos instantes hasta que logró entenderlo, y entonces aún se sintió más desconcertado.

La mujer mostraba una expresión triunfal.

*

Merthin supo que Philippa había regresado a Kingsbridge porque vio a su doncella en la posada Bell. Esperaba que su amante acudiera a visitarlo aquella misma noche, y se sintió decepcionado al ver que no era así. Pensó que sin duda Philippa debía de sentirse incómoda. Ninguna dama se sentiría a gusto después de hacer lo que ella había hecho, por muy buenos motivos que tuviera y por mucho que el hombre al que amaba lo supiera y lo comprendiera.

Pasó otra noche sin que apareciera. Al día siguiente era domingo y estaba seguro de que la vería en la iglesia, pero ella no asistió al oficio. Resultaba insólito que un noble se saltara una misa de domingo. ¿Qué era lo que la mantenía apartada?

Tras el oficio, Merthin hizo que Lolla volviera a casa junto con Arn y Em, y él atravesó el césped hasta el viejo hospital. En la planta superior había tres alcobas para los huéspedes importantes. Subió por la escalera exterior.

En el pasillo se encontró de frente con Caris.

Ella no se molestó en preguntarle qué estaba haciendo allí.

—La condesa no quiere que la veas, pero deberías hacerlo —le aconsejó.

Merthin observó el curioso modo de expresarse. No le había dicho «la condesa no quiere verte» sino «la condesa no quiere que la veas». Se fijó en que Caris llevaba un cuenco que contenía un trapo manchado de sangre. El miedo le atenazó el corazón.

—¿Qué sucede?

—Nada serio —lo tranquilizó Caris—. La criatura está ilesa.

—Gracias a Dios.

—Supongo que tú eres el padre.

—Por favor, no permitas que nadie te oiga nunca decir eso.

Ella parecía triste.

—Y pensar que, con todos los años que tú y yo estuvimos juntos, sólo concebí una vez…

Él apartó la mirada.

—¿En qué alcoba se encuentra?

—Perdona que te haya hablado de mí; ya sé que soy lo que menos te interesa. Lady Philippa está en la alcoba central.

Merthin captó en su voz la aflicción apenas refrenada y guardó silencio un instante a pesar de la inquietud que sentía por Philippa. Tomó el brazo de Caris.

—Por favor, no creas que no me intereso por ti —dijo—. Siempre me ha preocupado lo que pudiera ocurrirte y si eras o no feliz.

Ella asintió y las lágrimas asomaron a sus ojos.

—Ya lo sé —respondió—. Soy una egoísta. Ve a ver a Philippa.

Merthin dejó a Caris y entró en la alcoba central. Philippa se encontraba arrodillada en el reclinatorio y le daba la espalda. Él interrumpió sus plegarias.

—¿Te encuentras bien?

La mujer se puso en pie y se volvió hacia él. Tenía el rostro desfigurado. Sus labios estaban hinchados, presentaban un tamaño tres veces superior al habitual, y llenos de costras.

Dedujo que Caris le había limpiado la herida, de ahí que llevara un trapo manchado de sangre.

—¿Qué ha ocurrido? —le preguntó—. ¿Puedes hablar?

La mujer asintió.

—Me cuesta, pero sí. —Parecía mascullar las palabras, pero se la entendía.

—¿Hasta qué punto estás malherida?

—Tengo un aspecto horrible, pero no es grave. Por lo demás, estoy bien.

Él la abrazó y ella apoyó la cabeza en su hombro. Merthin permaneció así un rato, estrechándola entre sus brazos, hasta que ella se echó a llorar. Entonces le acarició el pelo y la espalda mientras ella se estremecía entre sollozos.

—Ya está, ya está… —le dijo, y la besó en la frente, pero no trató de acallarla.

Poco a poco, el llanto remitió.

—¿Puedo besarte en los labios? —preguntó.

Ella asintió.

—Con cuidado.

Él los rozó suavemente con los suyos. Notó un sabor de almendras; Caris le había aplicado aceite en las heridas.

—Cuéntame lo ocurrido —le pidió.

—Ha funcionado. Lo he engañado; seguro que creerá que el hijo es suyo.

Él le acarició la boca con la yema del dedo.

—¿Te lo ha hecho él?

—No te enfades. Traté de provocarlo y lo conseguí. Puedes estar contento de que me golpeara.

—¡Contento! ¿Por qué?

—Porque cree que tuvo que obligarme a hacerlo. Está convencido de que no me habría prestado a ello si no hubiera hecho uso de la violencia. No se imagina siquiera que tuviera intención de seducirlo y nunca sospechará la verdad. Eso quiere decir que estoy a salvo… y nuestro hijo también.

Merthin le puso la mano en el vientre.

—¿Por qué no has venido a verme?

—¿Con este aspecto?

—Quiero estar contigo, y con mayor motivo si estás herida. —Alzó la mano hasta su busto—. Además, te he echado de menos.

Ella lo apartó.

—No puedo ir de mano en mano como una ramera.

—Ah. —Merthin no se lo había planteado de ese modo.

—¿Lo comprendes?

—Creo que sí. —Entendía que una mujer se sintiera sucia por eso, a pesar de que a un hombre lo llenara de orgullo hacer exactamente lo mismo.

—Pero ¿por cuánto tiempo…?

Ella exhaló un suspiro y se alejó.

—No es cuestión de tiempo.

—¿Qué quieres decir?

—Hemos convenido en decirle a todo el mundo que el hijo es de Ralph, y yo me he asegurado de que él así lo crea. Querrá educarlo personalmente.

Merthin se sintió consternado.

—No lo había pensado con detenimiento, pero suponía que seguirías viviendo en el priorato.

—Ralph no permitirá que su hijo sea criado en un convento, y menos si resulta ser un niño.

—¿Y qué piensas hacer? ¿Volver a Earlscastle?

—Sí.

El niño aún no era nada; no era una persona, ni siquiera era un ser completo. No era más que un pequeño abultamiento en el vientre de Philippa. Con todo, para Merthin la noticia representó un duro golpe. Lolla se había convertido en la gran ilusión de su vida y la perspectiva de tener otro hijo había suscitado en él un gran entusiasmo.

Por lo menos, todavía disfrutaría de la compañía de Philippa durante algún tiempo.

—¿Cuándo te marcharás? —le preguntó.

—Enseguida —respondió ella. Philippa observó la expresión del rostro de él y las lágrimas asomaron a sus ojos—. No soy capaz de expresar cuánto lo siento, pero me parecería que obro mal al hacer el amor contigo pensando volver junto a Ralph. Me ocurriría lo mismo si se tratara de otro hombre; el hecho de que seáis hermanos simplemente lo agrava.

Los ojos de Merthin se empañaron de lágrimas.

—¿Quieres decir que lo nuestro ha terminado? ¿Ya?

Ella asintió.

—Aún tengo que contarte una cosa más, hay otra razón por la cual no podemos volver a ser amantes. He confesado mi adulterio.

Merthin sabía que Philippa contaba con un confesor particular, tal como correspondía a una noble de alto rango. Desde su llegada a Kingsbridge, éste había vivido con los monjes y ellos habían agradecido su presencia allí, pues daba categoría a su bajo estatus. Ahora ella le había explicado que tenía un amante. Merthin esperaba que el hombre fuera capaz de guardar el secreto de confesión.

—He recibido la absolución, pero no puedo seguir pecando —dijo Philippa.

Merthin asintió. Tenía razón. Ambos habían pecado. Ella había traicionado a su marido y él, a su hermano. Sin embargo, ella tenía un buen motivo: la habían obligado a casarse. Él, en cambio, no tenía excusa. Una bella mujer se había enamorado de él y él le había correspondido a pesar de no tener derecho a hacerlo. El profundo dolor y la amargura que ahora sentía por la pérdida era la consecuencia lógica de tal comportamiento.

Se la quedó mirando: los fríos ojos de un verde agrisado, la boca herida, el cuerpo maduro, y se dio cuenta de que la había perdido. Tal vez nunca hubiera sido suya. En cualquier caso, lo que habían hecho estaba mal y ahora había terminado. Trató de decirle algo, de despedirse, pero la emoción atenazaba su garganta y no fue capaz de articular palabra. Las lágrimas le nublaban la vista. Se dio media vuelta, buscó a tientas la puerta y, sin saber cómo, consiguió salir de la alcoba.

Una monja caminaba por el pasillo llevando una cantarilla. No pudo ver de quién se trataba pero reconoció la voz de Caris cuando ésta le dijo:

—¿Merthin? ¿Estás bien?

Él no respondió. Avanzó en dirección opuesta, atravesó la puerta y bajó la escalera exterior. Se echó a llorar abiertamente, sin importarle quién pudiera verlo, mientras recorría el césped de la catedral, descendía por la calle principal y cruzaba el puente hasta su isla.