78

Como prior, Philemon no era mejor que Godwyn. El reto que suponía gestionar los bienes del priorato lo abrumaba. Durante la temporada en que había sido prior en funciones, Caris había confeccionado una lista de las principales fuentes de ingresos con que contaban los monjes:

  1. Los arriendos.
  2. Una parte de los beneficios procedentes del comercio y la industria (diezmo).
  3. Las ganancias obtenidas con la explotación agraria de las tierras no arrendadas.
  4. Los beneficios procedentes de los molinos harineros y demás molinos destinados a la producción.
  5. Los derechos de tránsito fluviales y una parte del pescado que recogían las redes de los pescadores.
  6. Los tributos de los puestos del mercado.
  7. Lo recaudado mediante la aplicación de la justicia, como multas y pagos recaudados en los tribunales.
  8. Los donativos hechos por peregrinos y devotos en general.
  9. Los beneficios obtenidos mediante la venta de libros, agua bendita, velas, etc.

Había entregado la lista a Philemon y éste se la había devuelto con un ademán airado, como si se sintiera insultado. Godwyn, cuya única ventaja con respecto a Philemon consistía en aparentar cierto don de gentes, le habría agradecido el gesto y, sin decir nada, habría dejado de lado el listado.

Caris había introducido en el convento una nueva forma de llevar las cuentas que, cuando trabajaba para su padre, había aprendido de Buonaventura Caroli. El viejo método consistía simplemente en anotar cada operación en un rollo de pergamino, de forma que siempre pudiera consultarse. El sistema italiano, en cambio, separaba los ingresos de los gastos: los primeros se anotaban en el lado izquierdo; los segundos, en el derecho, y al final se sumaban ambas columnas por separado al pie del manuscrito. La diferencia entre ambos totales mostraba con claridad si la institución ganaba o perdía dinero. La hermana Joan lo había adoptado con entusiasmo. No obstante, cuando se ofreció a explicárselo a Philemon éste se negó de forma rotunda, pues interpretaba los ofrecimientos de ayuda como un insulto a su competencia.

Sólo tenía talento para una cosa, para la misma que Godwyn: manipular a la gente. Con gran astucia, había hecho una buena criba del nuevo grupo de monjes y había enviado al hermano Augustine, un médico de mentalidad moderna, y a otros dos jóvenes brillantes a St.-John-in-the-Forest para que estuvieran lejos y no pudieran cuestionar su autoridad.

Pero Philemon era problema del obispo. Henri lo había nombrado prior y tendría que arreglárselas con él. Ahora la ciudad era independiente y Caris tenía su nuevo hospital.

El edificio sería consagrado por el obispo el día de Pentecostés, que siempre se celebraba siete semanas después de Semana Santa. Unos días antes, Caris trasladó todo su material y enseres a la nueva botica. Ésta era lo bastante espaciosa para que dos personas pudieran hacer uso a la vez de la mesa y preparar medicinas mientras una tercera tomaba notas en el escritorio.

Caris preparaba un vomitivo, Oonagh trituraba hierbas secas y una novicia llamada Greta copiaba en el libro de Caris cuando entró un novicio con un pequeño arcón de madera. Se trataba de Josiah, un adolescente al que solían llamar Joshie. El muchacho se sintió violento en presencia de tres mujeres.

—¿Dónde lo dejo? —preguntó.

Caris se lo quedó mirando.

—¿Qué es?

—Un arcón.

—Eso ya lo veo —respondió Caris en tono paciente. Por desgracia, el hecho de que una persona fuera capaz de aprender a leer y escribir no significaba que fuera inteligente—. Pero ¿qué contiene?

—Libros.

—¿Y para qué me traes un arcón con libros?

—Me han pedido que lo haga. —Al cabo de un momento el muchacho se percató de que la respuesta era insuficiente y añadió—: Es cosa del hermano Sime.

Caris alzó las cejas.

—¿Sime me regala libros? —Abrió el arcón.

Joshie desapareció sin responder a la pregunta.

Los libros eran textos de medicina, escritos en latín. Caris los hojeó. Allí estaban los clásicos: Poema de la medicina, de Avicena; Alimentos y dieta en el Corpus Hippocraticum, de Hipócrates; Sobre la constitución del arte médica, de Galeno y De urinis, de Isaac el Judío. Todos habían sido escritos hacía más de trescientos años.

Joshie apareció con un nuevo arcón.

—¿Y ahora qué traes?

—Instrumentos médicos. El hermano Sime dice que no los toquéis, que ya vendrá él a colocarlos en el lugar apropiado.

Caris se sintió decepcionada.

—¿Quiere que guardemos aquí los libros y el instrumental? ¿Es que piensa trabajar aquí?

Por supuesto, Joshie no conocía las intenciones de Sime.

Antes de que Caris tuviera tiempo de decir nada más, Sime se presentó acompañado de Philemon. El hombre echó un vistazo a la estancia y, sin más explicaciones, empezó a desempaquetar sus pertenencias. Retiró de una estantería unos cuantos recipientes que Caris había colocado allí y los reemplazó por libros suyos. Luego sacó los afilados cuchillos con que abría las venas y los matraces que empleaba para analizar las muestras de orina.

—¿Piensas pasar mucho tiempo en el hospital, hermano Sime? —preguntó Caris en tono neutro.

Philemon respondió por él; era evidente que esperaba la pregunta con deleite.

—¿Y dónde si no? —le espetó. Su tono expresaba indignación, como si Caris se hubiera opuesto de antemano—. Esto es un hospital, ¿verdad? Y Sime es el único médico del priorato. ¿Quién si no él va a tratar a los enfermos?

De pronto, la sala dejó de parecer espaciosa.

Antes de que Caris pudiera responder, apareció un extraño.

—El hermano Thomas me ha dicho que me presente aquí —dijo—. Soy Jonas Powderer, de Londres.

El visitante era un hombre de unos cincuenta años que llevaba un abrigo bordado y un bonete de pieles. Caris captó su disposición a sonreír y su carácter afable y supuso que vivía de las ventas que hacía. El hombre le estrechó la mano y, echando un vistazo a la cámara, asintió con aprobación al ver las ordenadas hileras de tarros y frascos etiquetados.

—Esto es digno de contemplar —opinó—. Nunca había visto una botica tan completa fuera de Londres.

—¿Sois médico, señor? —preguntó Philemon en tono cauteloso al no conocer el rango de Jonas.

—Soy boticario. Regento un establecimiento en Smithfield, cerca del hospital de St. Bartholomew. Aunque me esté mal decirlo, es el negocio más importante de toda la ciudad.

Philemon se tranquilizó. Un boticario no pasaba de ser un mercader, alguien muy inferior a un prior según la jerarquía. Con un ligero desdén, preguntó:

—¿Y qué trae por aquí al mayor boticario de Londres?

—He venido con la intención de obtener una copia de La panacea de Kingsbridge.

—¿De qué?

Jonas esbozó una sonrisa de complicidad.

—Vos cultiváis la humildad, padre prior, pero yo sé que esta monja lo ha copiado aquí mismo, en el botica.

—¿El libro? —se extrañó Caris—. Eso no es ninguna panacea.

—Pero contiene la cura de todas las enfermedades.

Caris advirtió que en la afirmación había cierta lógica.

—¿Cómo sabes de su existencia?

—He viajado mucho en busca de extrañas hierbas e ingredientes mientras mis hijos se hacían cargo de la botica. Una vez conocí a una monja de Southampton que me mostró una copia del libro. Ella lo llamaba «la panacea» y me explicó que se había escrito en Kingsbridge.

—¿La hermana Claudia?

—Sí. Le rogué que me prestara el libro, sólo el tiempo suficiente para poder copiarlo, pero no estaba dispuesta a desprenderse de él.

—La recuerdo bien. —Claudia había acudido en peregrinación a Kingsbridge y se había alojado en el convento, donde se había volcado para atender a las víctimas de la peste sin velar en absoluto por su propia seguridad. En agradecimiento, Caris le había entregado el libro.

—Es una obra extraordinaria —alabó Jonas con efusión—. ¡Y está escrita en inglés!

—Está pensada para las personas laicas que se dedican a sanar y no saben mucho latín.

—No existe un libro igual en ningún idioma.

—¿Tan raro es?

—¡Lo que es raro es la forma en que está organizado! —exclamó Jonas con entusiasmo—. En lugar de estar ordenado por los humores corporales o los tipos de enfermedad, los capítulos hacen referencia a los síntomas. Así, según el paciente esté aquejado de dolor de estómago, hemorragia, fiebre, diarrea o congestión nasal, lo único que hay que hacer es consultar la página apropiada.

Philemon, impaciente, intervino.

—Seguro que eso basta a los boticarios y a su clientela.

Jonas aparentó no haber percibido el ligero tono burlón.

—Supongo, padre prior, que vos sois el autor de esa obra de valor incalculable.

—¡Claro que no! —respondió.

—Entonces, ¿quién…?

—Lo escribí yo —confesó Caris.

—¡Una mujer! —se extrañó Jonas admirado—. Pero ¿de dónde obtuviste toda la información? Prácticamente nada de todo eso aparece en otros textos.

—Los textos antiguos nunca me han parecido especialmente útiles, Jonas. La primera persona que me enseñó a preparar medicinas fue una sabia mujer de Kingsbridge llamada Mattie. Por desgracia, tuvo que abandonar la ciudad por miedo a que la sometieran a un juicio por brujería. Luego aprendí más cosas de la madre Cecilia, que fue priora antes que yo. Sin embargo, lo difícil no es reunir recetas y métodos de curación; quien más quien menos conoce muchísimos. Lo difícil es distinguir los tratamientos efectivos de las meras patrañas. Lo que yo hice fue confeccionar durante años un diario donde anotaba los efectos de cada uno de los tratamientos que aplicaba. En el libro, incluí sólo los que había comprobado que funcionaban con mis propios ojos una y otra vez.

—Me maravilla estar hablando contigo en persona.

—Tendrás una copia de mi libro. Me halaga que alguien haya recorrido tan larga distancia por él. —Abrió un armario—. Éste estaba destinado al priorato de St.-John-in-the-Forest, pero pueden esperar a que se haga otra copia.

Jonas lo tomó como si de un objeto sagrado se tratara.

—Te estoy sumamente agradecido. —Sacó una suave bolsa de piel y se la entregó a Caris—. Como prueba de mi gratitud, acepta un modesto regalo de mi familia para las monjas de Kingsbridge.

Caris abrió la bolsa y extrajo de ella un pequeño objeto envuelto en lana. Cuando lo destapó, descubrió que se trataba de un crucifijo de oro con incrustaciones de piedras preciosas.

La codicia hizo brillar los ojos de Philemon.

Caris se quedó estupefacta.

—¡Es un regalo muy caro! —exclamó, pero enseguida se dio cuenta de que las palabras no resultaban muy elegantes y añadió—: Es un gesto extraordinariamente generoso por parte de tu familia, Jonas.

El hombre hizo un ademán para quitarle importancia.

—Gracias a Dios, gozamos de prosperidad.

—Todo eso… a cambio de los remedios de unas cuantas ancianas —comentó Philemon con envidia.

—Ah, padre prior, entiendo que vos estéis por encima de cosas como ésta —respondió Jonas—. Nosotros no aspiramos a tener vuestro nivel intelectual y no tratamos de entender los humores corporales. Igual que un niño se succiona el corte del dedo porque le alivia el dolor, a nosotros nos basta con saber que los tratamientos que administramos funcionan; dejamos para mentes más privilegiadas el averiguar cómo y por qué ocurren las cosas. Lo que Dios creó nos resulta demasiado misterioso para sentir gusto por comprenderlo.

A Caris le pareció que Jonas hablaba con una ironía finísima que apenas podía ocultar. Vio que Oonagh disimulaba una sonrisa. También Sime captó el trasfondo burlón y sus ojos centellearon con rabia. Philemon, en cambio, no lo notó y el halago pareció aplacarlo. En su rostro se dibujó una mirada maliciosa y Caris dedujo que estaba tratando de encontrar un modo de atribuirse parte del mérito y así hacerse también con algún crucifijo adornado con piedras preciosas.

*

La feria del vellón empezó el día de Pentecostés, como siempre. Era un día en que solía haber mucha actividad en el hospital, y ese año no fue ninguna excepción. Las personas ancianas se sentían mal después del largo viaje hasta la feria; los recién nacidos y los niños tenían diarrea por culpa de una comida y unas aguas a las que no estaban habituados; y los adultos consumían demasiado alcohol en las tabernas y acababan teniendo problemas y causándoselos a los demás.

Por primera vez, Caris pudo separar a los pacientes en dos grupos: el cada vez menos numeroso de enfermos de peste y el de los afectados por enfermedades infecciosas como los trastornos estomacales o la viruela eran acomodados en el nuevo edificio, bendecido por el obispo ese mismo día por la mañana. Las víctimas de accidentes y peleas eran atendidas en el viejo hospital, para que no corrieran riesgo alguno de contagio. Atrás habían quedado los días en que una persona entraba al priorato con un dedo dislocado y moría por culpa de una pulmonía.

La crisis se desencadenó el lunes de Pentecostés.

Por la tarde, temprano, Caris se encontraba en la feria. Había salido a dar una vuelta después de cenar. El ambiente era tranquilo comparado con el de hacía años, cuando centenares de visitantes y millares de ciudadanos atestaban no sólo el recinto de césped de la catedral sino también las calles principales. No obstante, ese año la feria tuvo más éxito del esperado tras no haberse celebrado el año anterior. Caris suponía que la gente era consciente de que la peste parecía estarse extinguiendo. Los que habían sobrevivido se consideraban invulnerables, aunque en realidad unos lo eran y otros no, pues la epidemia continuaba cobrándose víctimas mortales.

El paño de Madge Webber era el tema de conversación de la feria. Los nuevos telares diseñados por Merthin no sólo eran más rápidos sino que también hacían más fácil tejer motivos complejos. Ya había vendido la mitad de las existencias.

Caris estaba hablando con Madge cuando empezó la pelea. La mujer la estaba poniendo en un apuro al asegurar, tal como había hecho muchas veces antes, que sin Caris seguiría siendo una tejedora sin dinero. Ella estaba a punto de desmentirlo, como de costumbre, cuando oyeron unos gritos.

Caris reconoció de inmediato el inerte sonido de la voz de unos jóvenes en actitud agresiva; procedía de cerca de un barril de cerveza que se encontraba a unos treinta metros de distancia. Los gritos no tardaron en aumentar de volumen y una mujer se puso a chillar. Caris acudió corriendo al lugar de los hechos con la esperanza de poder interrumpir la riña antes de que las cosas se salieran de madre.

Por desgracia, llegó un poco tarde.

Hacía rato que la reyerta estaba en pleno apogeo: cuatro de los mayores alborotadores de la ciudad se enfrentaban encarnizadamente a un grupo de campesinos, identificables por sus prendas rústicas, que con toda probabilidad procedían de la misma aldea. Una atractiva joven, que era sin duda quien había chillado, se esforzaba por separar a dos hombres que se estaban asestando puñetazos mutuamente sin piedad alguna. Uno de los muchachos de la ciudad había sacado un cuchillo y los campesinos contaban con pesadas palas de madera. Cuando Caris llegó, más personas se habían unido a ambos bandos.

Se volvió hacia Madge, que la había seguido.

—Envía a alguien a buscar a Mungo Constable, lo más rápido posible. Es probable que esté en el sótano de la sede del gremio.

Madge se marchó a toda prisa.

La pelea se estaba poniendo fea. Varios de los muchachos de la ciudad empuñaban sendos cuchillos; uno de los campesinos yacía en el suelo y el brazo no cesaba de sangrarle, y otro seguía peleando a pesar del tajo que tenía en la cara. Ante la mirada de Caris, otros dos muchachos de la ciudad la emprendieron a puntapiés con el campesino tendido en el suelo.

Caris vaciló un instante, pero enseguida avanzó hacia el muchacho más cercano y lo aferró por la camisa.

—¡Willie Bakerson! ¡Detente ahora mismo! —gritó con la voz más autoritaria de que fue capaz.

Y casi surtió efecto.

Willie, sorprendido, se alejó de su adversario y miró a Caris con expresión de culpabilidad. Ella abrió la boca para volver a hablar, pero en ese mismo instante recibió un violento palazo en la cabeza que con toda seguridad iba dirigido a Willie.

Le dolía como un demonio. Se le nubló la visión y perdió el equilibrio, y lo siguiente que notó fue que caía al suelo. Aturdida, yació allí tumbada tratando de recobrar la lucidez mientras todo a su alrededor parecía dar vueltas. Entonces, alguien la asió por debajo de los brazos y la arrastró lejos de allí.

—¿Estás herida, madre Caris? —La voz le resultaba familiar, pero no era capaz de identificarla.

Al fin se espabiló y se puso en pie con esfuerzo y la ayuda de su rescatadora, a quien ya pudo reconocer. Se trataba de Megg Robbins, la robusta vendedora de cereales.

—Sólo estoy un poco atontada —respondió Caris—. Tenemos que impedir que esos muchachos se maten.

—Ya han llegado los alguaciles. Mejor será que dejemos que lo hagan ellos.

En efecto, allí estaba Mungo junto con seis o siete ayudantes; todos blandían sendas porras. Se introdujeron en la pelea y empezaron a golpear cabezas a diestro y siniestro. Causaban tanto daño como los iniciadores de la pelea, pero su presencia sirvió para confundir a los contendientes. Los muchachos se quedaron perplejos y algunos huyeron a toda prisa. En pocos segundos la refriega hubo terminado.

—Megg, ve corriendo al convento y haz venir a la hermana Oonagh; dile que traiga vendas —ordenó Caris.

Megg se fue a toda prisa.

Los que pudieron marcharse por su propio pie, lo hicieron enseguida. Caris empezó a examinar a los que quedaban. Un joven campesino que había recibido una cuchillada en el estómago trataba de sujetarse las tripas; había pocas esperanzas para él. El muchacho del tajo en el brazo sobreviviría si Caris lograba detener la hemorragia. Se despojó del cinturón, lo enrolló en la parte superior del brazo del joven y apretó hasta ver que sólo fluía un hilillo de sangre.

—Mantenlo así —le pidió, y se dirigió a uno de los muchachos de la ciudad que parecía haberse roto varios huesos de la mano. A Caris seguía doliéndole la cabeza, pero hizo caso omiso.

Oonagh apareció junto con varias monjas más. Al cabo de unos instantes, Matthew Barber acudió con sus enseres y entre los dos curaron a los heridos. Siguiendo las instrucciones de Caris, unos cuantos voluntarios recogieron a los que estaban peor y los trasladaron al convento.

—Llevadlos al viejo hospital, no al nuevo —les ordenó.

Estaba arrodillada, y al incorporarse se sintió mareada. Se asió a Oonagh para recuperar el equilibrio.

—¿Qué te ocurre? —le preguntó Oonagh.

—Estoy bien. Será mejor que vayamos al hospital.

Se abrieron paso a través de los puestos del mercado hasta el viejo hospital. Nada más entrar se dieron cuenta de que ninguno de los heridos se encontraba allí. Caris empezó a renegar.

—Esos zopencos los han llevado al lugar equivocado —dijo, y llegó a la conclusión de que la gente tardaría un tiempo en darse cuenta de la importancia de la diferenciación.

Se dirigió junto con Oonagh al nuevo edificio. Para acceder al claustro había que atravesar un amplio pasaje abovedado. En el mismo momento en que ellas entraban, los voluntarios salían.

—¡Los habéis traído al lugar equivocado! —exclamó Caris enojada.

—Pero, madre Caris… —protestó uno.

—No discutas, no hay tiempo que perder —soltó ella con impaciencia—. Limitaos a llevarlos al viejo hospital.

Al entrar en el claustro vio que alguien llevaba al chico del brazo herido a una cámara en la que sabía que había cinco afectados de peste. Atravesó a toda prisa el patio cuadrángular.

—¡Deteneos! —gritó furiosa—. ¿Se puede saber qué estáis haciendo?

Un hombre le respondió:

—Cumplen mis instrucciones.

Caris se detuvo y miró alrededor. Quien había hablado era el hermano Sime.

—No digas tonterías —le espetó—. Lo han herido con un cuchillo. ¿Es que quieres que muera de peste?

Un ligero rubor afluyó al redondo rostro del hombre.

—No pienso someter mi decisión a tu criterio, madre Caris.

Era una respuesta estúpida y Caris la pasó por alto.

—Esos muchachos están heridos y deben mantenerse alejados de los enfermos de peste. ¡Si no, se contagiarán!

—Me parece que estás demasiado exaltada. Te aconsejo que vayas a acostarte.

—¿Acostarme? —Caris se sintió indignada—. Acabo de vendarles las heridas a esos muchachos y aún tengo que examinarlos con detenimiento. ¡Pero no aquí!

—Gracias por atender la urgencia, madre. Ahora deja que examine a fondo a los pacientes.

—¡Idiota! ¡Vas a matarlos!

—Por favor, sal del hospital hasta que te hayas calmado.

—¡No puedes echarme de aquí, estúpido! ¡Este hospital se ha construido gracias al dinero de las monjas! ¡Yo soy quien manda aquí!

—¿De verdad? —preguntó él con descaro.

Caris se dio cuenta de que, a diferencia de ella, Sime había previsto lo que estaba sucediendo. Estaba alterado pero mantenía las emociones bajo control. Se enfrentaba a un hombre que había trazado un plan. Hizo una pausa que aprovechó para pensar con rapidez. Miró alrededor y se percató de que tanto las monjas como los voluntarios observaban la escena aguardando a ver cómo se resolvía.

—Tengo que atender a los muchachos —dijo—. Mientras nosotros nos peleamos, ellos se están desangrando y pueden morir. Vamos a adoptar una solución provisional. —Prosiguió en voz más alta—: Dejad a todo el mundo donde está, por favor. —Hacía una temperatura cálida y no era preciso que los pacientes estuvieran a cubierto—. Primero tengo que ver qué necesitan, luego ya decidiré dónde los acostamos.

Los voluntarios y las monjas conocían y respetaban a Caris, mientras que Sime era nuevo allí; por eso, la obedecieron con presteza.

Sime sabía que Caris lo había derrotado y a su rostro afloró una expresión completamente enfurecida.

—Yo no puedo hacerme cargo de los pacientes en estas circunstancias —concluyó, y se marchó con paso airado.

Caris se quedó de piedra. Al ofrecerse a adoptar una solución provisional, había tratado de preservar su amor propio, pero en ningún momento se le había ocurrido que él pudiera marcharse y abandonar a los heridos en un arranque de mal genio.

Lo apartó enseguida de su mente y empezó a examinar otra vez a los heridos.

Durante las siguientes horas se mantuvo ocupada lavando heridas, cosiendo cortes, administrando bálsamos calmantes y sirviendo bebidas reconfortantes. Matthew Barber trabajaba a su lado inmovilizando huesos rotos y recolocando articulaciones dislocadas. Matthew ya estaba en la cincuentena pero su hijo Luke lo ayudaba con igual destreza.

La tarde refrescaba y empezaba a anochecer cuando acabaron. Se sentaron junto a la pared del claustro para descansar. La hermana Joan les sirvió unas jarras de sidra fría. Caris seguía padeciendo dolor de cabeza. Al mantenerse ocupada, no le había prestado atención; sin embargo, ahora volvía a molestarle. Decidió acostarse pronto.

Mientras se tomaban la sidra, apareció el joven Joshie.

—Monseñor obispo solicita que acudáis a verlo al palacio del prior cuando os sea más conveniente, madre priora.

Caris gruñó malhumorada.

—Dile que iré inmediatamente —respondió. Y en voz más baja, añadió—: Será mejor que acabe con esto cuanto antes. —Se terminó la bebida y se puso en marcha.

Recorrió el césped con paso cansino. Como ya anochecía, los puesteros estaban recogiendo sus cosas, tapaban la mercancía y cerraban con llave los baúles. Atravesó el cementerio y entró en el palacio.

El obispo Henri estaba sentado a la cabeza de la mesa. El canónigo Claude y el arcediano Lloyd se encontraban junto a él. Philemon y Sime también estaban presentes. Arzobispo, el gato de Godwyn, estaba sentado en el regazo de Henri con aire pretencioso.

—Por favor, siéntate —la invitó el obispo.

Caris se sentó al lado de Claude, quien con amabilidad le dijo:

—Pareces cansada, madre Caris.

—Me he pasado toda la tarde curando a unos muchachos estúpidos que se habían enzarzado en una dura pelea, y encima he recibido un golpe en la cabeza.

—Ya nos han contado lo de la pelea.

—Y lo de la discusión en el nuevo hospital —añadió Henri.

—Supongo que por eso estoy aquí.

—Sí.

—Si se ha creado un nuevo espacio ha sido precisamente para separar a los pacientes con enfermedades contagiosas…

—Ya sé cuál es el motivo de la discusión —la interrumpió Henri. El hombre se dirigió al grupo—. Caris ha ordenado que los que habían resultado heridos en la pelea fueran trasladados al viejo hospital, pero Sime ha revocado sus órdenes y ambos se han enzarzado en una disputa muy indecorosa delante de todo el mundo.

—Os presento mis disculpas, monseñor —dijo Sime.

Henri hizo caso omiso de sus palabras.

—Antes de proseguir, quisiera dejar una cosa clara. —El hombre volvió la mirada de Sime a Caris, y de ésta otra vez a Sime—. Yo soy el obispo y, ex officio, el abad del priorato de Kingsbridge. Tengo el derecho y el poder de daros órdenes y vuestro deber es obedecerme. ¿Lo aceptas así, hermano Sime?

Sime agachó la cabeza.

—Sí.

Henri se volvió hacia Caris.

—¿Y tú, madre priora?

Era evidente que sus palabras no admitían discusión. Henri estaba en su completo derecho de exigir obediencia.

—Sí —respondió Caris, con la confianza de que Henri no fuera tan estúpido de hacer que unos gamberros heridos contrajeran la peste.

—Permitidme que exponga los argumentos —prosiguió Henri—. El nuevo hospital se construyó con el dinero de las monjas según el plan detallado de la madre Caris. Su intención era proporcionar cobijo a las víctimas de la peste y a otras personas afectadas por enfermedades que, según ella, pueden transmitirse a las sanas. Cree imprescindible separar a los dos tipos de pacientes y siente que tiene derecho a insistir en que se cumpla su plan cualesquiera que sean las circunstancias. ¿Es eso cierto, madre?

—Sí.

—El hermano Sime no se encontraba aquí cuando Caris concibió su plan, así que no pudimos pedirle opinión. No obstante, ha dedicado tres años a estudiar medicina en la universidad y ha obtenido un título. Él señala que Caris no tiene formación y, aparte de lo que ha aprendido por experiencia, conoce pocas cosas sobre la naturaleza de las enfermedades. El hermano Sime es un médico cualificado; de hecho, es el único médico del priorato e incluso de Kingsbridge.

—Exacto —respondió Sime.

—¿Cómo podéis decir que no tengo formación? —saltó Caris—. Después de todos los años que llevo atendiendo a los pacientes…

—Guarda silencio, por favor —la interrumpió Henri alzando la voz; y algo en su tono tranquilo hizo que Caris se callara—. Estaba a punto de mencionar tu historial de servicio. Has ejercido aquí un trabajo de un valor inestimable; eres ampliamente reconocida por tu dedicación durante la epidemia de peste que aún dura; tu experiencia y tus conocimientos prácticos no tienen precio.

—Gracias, obispo.

—Por otra parte, Sime es sacerdote, titulado universitario… y, además, un hombre. El saber que aporta es esencial para el correcto funcionamiento del hospital del priorato. No queremos perderlo.

—Algunas eminencias universitarias aprueban mis métodos —aseguró Caris—. Podéis preguntarle al hermano Austin.

—El hermano Austin ha sido trasladado a St.-John-in-the-Forest —terció Philemon.

—Y ya sabemos por qué —soltó Caris.

El obispo intervino.

—La decisión me corresponde tomarla a mí, no a Austin ni a las eminencias universitarias.

Caris se dio cuenta de que no estaba preparada para un enfrentamiento semejante. Se sentía agotada, le dolía la cabeza y no era capaz de pensar con claridad. Se encontraba en plena lucha de poder y no tenía ninguna estrategia. De haber sido plenamente consciente de ello, no habría acudido en cuanto el obispo la había avisado. En lugar de eso, se habría ido a la cama, el dolor de cabeza habría remitido y por la mañana se habría despertado fresca, y no habría ido a encontrarse con Henri hasta haber trazado un plan de ataque.

¿Era ya demasiado tarde para eso?

—Monseñor —dijo—, esta noche no me siento en condiciones de proseguir con la conversación. Tal vez podamos dejarlo para mañana, seguro que me sentiré mejor.

—No es necesario —respondió Henri—. Ya hemos oído cuál es la queja de Sime y conocemos tu punto de vista. Además, me marcharé al amanecer.

Caris se dio cuenta de que el hombre ya había tomado una determinación y nada de lo que ella dijera cambiaría las cosas. Pero ¿cuál era su decisión? ¿Por qué se decantaba? No tenía ni idea y estaba demasiado cansada para hacer nada excepto permanecer sentada y escuchar lo que le deparaba el destino.

—El género humano es débil —empezó Henri—. Tal como dice el apóstol San Pablo, vemos las cosas a través de un cristal, con poca nitidez. Erramos, nos equivocamos de camino y razonamos mal. Necesitamos ayuda. Por eso Dios nos ha dado la Iglesia, al Papa y al clero; para guiarnos, porque nuestros propios recursos son falibles e insuficientes. Si actuamos según nuestra forma de pensar, nos equivocaremos. Debemos consultar a quien tiene autoridad.

Parecía que iba a respaldar a Sime, concluyó Caris. ¿Cómo podía ser tan estúpido? Pero la cuestión es que lo era.

—El hermano Sime ha estudiado los antiguos textos sobre medicina en la universidad, bajo la supervisión de sus profesores, y la Iglesia aprueba la trayectoria de su preparación. Debemos aceptar la autoridad de dicha preparación y, en consecuencia, la del hermano Sime. Su juicio no puede someterse al de una persona sin estudios, por muy valiente y admirable que ésta sea. Las decisiones de él deben prevalecer.

Caris se sentía tan cansada y enferma que casi se alegró de que hubiera terminado la reunión. Sime había vencido; ella había perdido y todo cuanto deseaba era dormir. Se puso en pie.

—Siento darte un disgusto, madre Caris… —se disculpó Henri.

Su voz se iba apagando a medida que ella se alejaba. Oyó que Philemon decía:

—Qué comportamiento tan insolente.

—Déjala ir —respondió Henri en tono tranquilo.

Caris llegó a la puerta y salió de la cámara sin volverse.

Mientras atravesaba con paso lento el cementerio, comprendió el verdadero significado de lo ocurrido. Sime era el responsable del hospital y ella tendría que someterse a sus órdenes. No separarían a los diferentes tipos de pacientes, ni tampoco utilizarían mascarillas ni se lavarían las manos con vinagre. Los enfermos perderían más fuerzas aún por culpa de las sangrías; las purgas debilitarían aún más a los hambrientos; las heridas se cubrirían con cataplasmas hechas con excrementos de animales para que el cuerpo produjera pus. Nadie se preocuparía de la limpieza ni de renovar el aire.

Hablaba consigo misma mientras atravesaba el claustro, subía la escalera y entraba al dormitorio hasta llegar a su alcoba. Se tendió en la cama boca abajo; le martilleaba la cabeza.

Había perdido a Merthin; había perdido el hospital; lo había perdido todo.

Los golpes en la cabeza podían resultar mortales, lo sabía muy bien. Tal vez se durmiera y nunca más volviera a despertarse.

Tal vez eso fuera lo mejor.