a Pascua llegó a principios del año 1350, y la noche de Viernes Santo había un gran fuego ardiendo en el hogar de Merthin. En la mesa había dispuesta una cena fría: pescado ahumado, queso blando, pan recién hecho, peras y una jarra de vino renano. Merthin llevaba unos calzones limeños y una túnica amarilla nueva. La casa estaba barrida y un jarrón con narcisos decoraba una mesa auxiliar.
Lolla estaba con los criados, por lo que nadie acompañaba a Merthin. La casita de madera de Arn y Em se encontraba en la otra punta del jardín, pero a Lolla, que tenía cinco años, le encantaba quedarse allí a pasar la noche. Decía que se iba de peregrinación y se hacía un hatillo de viaje con su cepillo y su muñeca preferida.
Merthin abrió una ventana y asomó la cabeza. Una fresca brisa soplaba sobre el río desde los prados de la otra orilla. Empezaba a oscurecer. Daba la impresión de que la luz se derramaba desde del cielo y se hundía en el río, absorbida por las negras aguas.
En ese momento imaginó a una figura encapuchada saliendo del convento. El misterioso personaje enfilaba el gastado sendero que atravesaba el césped de la catedral en diagonal, pasaba corriendo junto a las luces de la posada Bell y descendía la embarrada calle principal, con el rostro oculto entre las sombras, sin hablar con nadie. Lo imaginaba alcanzando la orilla. ¿Miraría de soslayo las oscuras aguas del río recordando un momento de desesperación tan profundo como para alentar ideas suicidas? Si así era, las apartaba de inmediato de su mente y echaba a andar por la calzada adoquinada del puente hasta llegar al otro lado, a la isla de los Leprosos. Una vez allí, abandonaba el camino principal, cruzaba una espesura de intrincados arbustos y maleza mordisqueada por conejos y rodeaba las ruinas del viejo lazareto hasta llegar a la orilla sudoeste. Luego llamaba a la puerta de Merthin.
El constructor cerró la ventana y esperó. No oyó nada. El anhelo había espoleado su imaginación.
Sintió deseos de echar un trago, pero no lo hizo. Se había acostumbrado a cierto ritual y no quería modificar el orden de los acontecimientos.
La llamada a la puerta llegó instantes después. Fue a abrirla. El misterioso personaje entró, se quitó la capucha y dejó resbalar la pesada capa gris de sus hombros.
La mujer le sacaba varios centímetros en altura y varios años en edad. A pesar de su habitual porte altivo, en esos momentos su radiante sonrisa iluminaba la estancia. Vestía un atuendo de paño escarlata Kingsbridge fuerte. Merthin la abrazó, atrajo su voluptuoso cuerpo hacia él y la besó en sus carnosos labios.
—Philippa, amor mío…
Hicieron el amor de inmediato, allí mismo, en el suelo, sin apenas desvestirse. A pesar de su evidente desesperación, ella parecía incluso más anhelante. Merthin estiró la capa sobre la paja y ella se levantó las faldas y se tendió. Se aferró a él como un náufrago a una tabla de salvación, lo envolvió con sus piernas, lo rodeó con los brazos, apretándolo contra su suave cuerpo, y hundió la cara en su cuello.
Philippa le había confesado que, tras abandonar a Ralph y trasladarse al priorato, había dado por sentado que nadie volvería a tocarla hasta que las monjas prepararan su cuerpo inerte para el entierro. Merthin casi lloró al pensarlo.
Por su parte, Merthin había amado a Caris hasta tal punto que dudaba que pudiera volver a querer nunca a ninguna otra mujer. Ese amor había llegado como un regalo inesperado para ambos, como un arroyo de agua clara que borbotea en un desierto sofocante del que ambos habían bebido como si murieran de sed.
Después, descansando jadeantes y entrelazados junto al fuego, Merthin recordó la primera vez. Poco después de que Philippa se mudara al priorato, la condesa se había interesado por la construcción de la nueva torre. Por su mentalidad más bien pragmática, le costaba llenar las largas horas que supuestamente debía dedicar a la oración y la meditación. Disfrutaba en la biblioteca, pero no podía pasarse todo el día leyendo. En cierta ocasión fue a verlo al taller, él le mostró los planos y pronto se habituó a visitarlo a diario y a charlar con él mientras Merthin trabajaba. Él siempre había admirado su inteligencia y su integridad, y en la intimidad del taller del maestro albañil, Merthin conoció a la afectuosa y generosa persona que se ocultaba bajo el majestuoso porte de la condesa. También descubrió su agudo sentido del humor y aprendió a hacerla reír. Ella respondía con una risa sonora y gutural que, sin saber cómo, despertaba sus más bajos instintos.
—Eres un buen hombre —le dijo un día—. Los hombres como tú no abundan.
Su sinceridad le llegó al alma y le besó la mano. Sólo fue un gesto afectuoso que ella podía rechazar si quería sin mayores dramatismos: únicamente tenía que retirar la mano y retroceder un paso para hacerle comprender que se había sobrepasado. Sin embargo, no la retiró. Al contrario, ella sujetó la suya y alzó la vista con algo parecido al deseo en la mirada. Merthin la abrazó y la besó en la boca.
Hicieron el amor en el camastro del taller y Merthin no recordó hasta después que había sido Caris quien lo había animado a subir el jergón hasta allí arriba con la velada excusa de que los albañiles necesitan algo suave donde poner sus herramientas.
Caris ignoraba la relación que mantenía con Philippa. A excepción de la doncella de Philippa, Arn y Em, nadie más lo sabía. Philippa se retiraba a su alcoba privada del primer piso del hospital poco después de que cayera la noche, a la misma hora en que las monjas se dirigían al dormitorio y, cuando las demás dormían, se escabullía por la escalera exterior, la que permitía las idas y venidas de los invitados importantes sin tener que atravesar las dependencias comunes. Regresaba por el mismo camino antes del alba, durante los cantos del oficio de maitines de las monjas, y aparecía para el desayuno como si hubiera pasado toda la noche en su alcoba.
A Merthin le sorprendió descubrir que era capaz de amar a otra mujer cuando aún no había pasado un año desde que Caris lo dejara de manera definitiva. No la había olvidado; al contrario, pensaba en ella a diario. Sentía la necesidad de compartir con ella algo divertido que hubiera ocurrido o consultar con ella problemas intrincados, o se descubría haciendo algo del modo que ella hubiera querido, como limpiar con sumo cuidado el raspón de la rodilla de Lolla con vino caliente. Además, la veía casi todos los días. El nuevo hospital estaba poco más o menos terminado, pero apenas se habían iniciado los trabajos de la torre de la catedral y Caris inspeccionaba muy de cerca la evolución de ambas obras. Aunque el priorato ya no controlaba la vida diaria de la ciudad, Caris seguía interesándose por el trabajo que Merthin y el gremio llevaban a cabo para crear las instituciones de un burgo, como la constitución de los tribunales, la organización de una lonja de lana o la concienciación de los gremios artesanos para la estandarización de pesos y medidas. Sin embargo, siempre que pensaba en ella le quedaba un regusto desagradable, como el resabio amargo que deja la cerveza ácida. La había amado sin condiciones y ella había acabado rechazándole. Era como recordar un día feliz tras el que hubieran acabado peleados.
—¿Crees que me siento especialmente atraído por mujeres que no son libres? —le preguntó distraído.
—No, ¿por qué?
—¿No es extraño que después de pasarme doce años amando a una monja y nueve meses de celibato me enamore de la esposa de mi hermano?
—No me llames así —se apresuró a contestar ella—. Eso no fue un matrimonio. Me desposaron en contra de mi voluntad, sólo compartí el lecho con él unos días y te aseguro que nada le haría más feliz que no volver a verme.
Merthin le dio unas palmaditas en el hombro para disculparse.
—Y sin embargo debemos mantener lo nuestro en secreto, igual que hice con Caris.
No obstante, se ahorró mencionar el hecho de que la ley concedía al hombre el derecho de matar a su mujer si la descubría cometiendo adulterio. Merthin no conocía ningún caso, como mínimo entre la nobleza, pero nunca debía olvidar la vanidad de Ralph. Merthin sabía, y le había confesado a Philippa, que Ralph había asesinado a su primera esposa, Tilly.
—Tu padre amó perdidamente a tu madre durante mucho tiempo, ¿no es así? —preguntó la condesa.
—¡Así es! —Merthin casi había olvidado esa vieja historia.
—Y tú te enamoraste de una monja.
—Y mi hermano estuvo muchos años prendado de ti, la felizmente casada mujer de un noble. Como dicen los sacerdotes: los hijos sufren los pecados de los padres. Hablemos de otra cosa: ¿te apetece cenar?
—Dentro de un rato.
—¿Hay algo que quieras hacer primero?
—Ya lo sabes.
Lo sabía. Merthin se arrodilló entre las piernas de Philippa y le besó la barriga y los muslos. Una de sus características era que siempre quería repetir sus orgasmos. Merthin empezó a excitarla con la lengua. Philippa gimió y lo agarró por la nuca.
—Sí —dijo—. Ya sabes cómo me gusta eso, sobre todo cuando estoy colmada de tu semilla.
Merthin levantó la cabeza.
—Lo sé —dijo, y volvió a agacharse para retomar su tarea.
La peste les dio una tregua con la llegada de la primavera. La gente seguía muriendo, pero cada vez eran menos los que enfermaban. El Domingo de Resurrección, el obispo Henri anunció que la feria del vellón tendría lugar como venía siendo habitual.
Seis novicios hicieron sus votos durante la misa y se convirtieron en monjes. Todos habían finalizado un noviciado extraordinariamente corto, pero al obispo le interesaba aumentar la plantilla de Kingsbridge y aseguró que lo mismo ocurría por todo el país. Asimismo ordenaron a cinco sacerdotes, quienes también se habían beneficiado de un adoctrinamiento acelerado, que fueron enviados a sustituir, en las aldeas de los alrededores, a los que habían sucumbido víctimas de la peste. Y celebraron la vuelta de la universidad de dos monjes de Kingsbridge, quienes se habían licenciado en medicina en tres años en vez de los cinco o los siete habituales.
Los nuevos médicos eran Austin y Sime. Caris los recordaba vagamente de sus tiempos de hospedera, tres años atrás, cuando se habían ido a la escuela universitaria que Kingsbridge tenía en Oxford. La tarde del lunes de Pascua les enseñó el nuevo hospital, que ya casi estaba terminado. Ese día no había albañiles trabajando puesto que era festivo.
Ambos monjes se paseaban con ese aire de suficiencia que la universidad parecía imbuir en sus licenciados junto a las teorías médicas y cierto gusto por el vino gascón. Sin embargo, los años de trato con los pacientes habían afianzado la seguridad de Caris en sí misma, por lo que les explicó con diligencia y confianza cómo estaba dispuesto el hospital y el modo en que planeaba dirigirlo.
Austin era un estilizado y apasionado joven de cabello rubio y ralo. Al monje le impresionó la innovadora distribución de los recintos, que imitaba a un claustro. Sime, algo mayor y de cara redonda, no parecía compartir la emoción de su compañero por aprender de la experiencia de la priora. Caris se fijó en que continuamente parecía distraído en otros asuntos cuando ella hablaba.
—Soy de la opinión de que un hospital ha de estar siempre limpio —comentó Caris.
—¿En qué te basas? —preguntó Sime con tono condescendiente, como si le preguntara a una niñita por qué su muñeca se merecía una regañina.
—La higiene es una virtud.
—Ya. Por tanto no tiene nada que ver con el equilibrio de los humores del cuerpo.
—Lo ignoro, por aquí no hacemos demasiado caso de los humores. Ese planteamiento se ha demostrado totalmente inútil frente a la peste.
—¿Y barrer los suelos ha surtido efecto?
—Como mínimo, una sala limpia levanta el ánimo de los pacientes.
—Sime, debes admitir que algunos de los maestros de Oxford comparten las nuevas ideas de la madre priora —intervino Austin.
—Un pequeño grupo de heterodoxos.
—Lo primordial es identificar a los pacientes que padecen males que se transmiten de enfermos a personas sanas y aislarlos de los demás.
—¿Con qué fin? —preguntó Sime.
—Para atajar la propagación de dichas enfermedades.
—¿Y cómo se transmiten éstas?
—Nadie lo sabe.
—Entonces, si me permites la pregunta —dijo Sime, esbozando una sonrisita triunfante—: ¿cómo sabes mediante qué medios atajar la propagación de la enfermedad?
Sime creía que la había derrotado con sus artes dialécticas, una de las materias más importantes que se impartían en Oxford, pero no conocía a Caris.
—Gracias a la experiencia —contestó ella—. Un pastor no comprende el milagro por el cual los corderos crecen en el vientre de una oveja, pero sabe que ese milagro no se produce si mantiene al carnero apartado del rebaño.
—Ya.
A Caris le desagradó el modo en que dijo «Ya». Pensó que Sime era inteligente, pero no tenía los pies en la tierra. Le sorprendió el contraste entre ese tipo de capacidad de raciocinio y el de Merthin. El constructor atesoraba amplios conocimientos y su capacidad mental para comprender lo complejo era notable, pero sus reflexiones nunca se apartaban de las realidades del mundo material, pues era consciente de que si se equivocaba, sus edificios caían. Su padre, Edmund, se le parecía mucho, era inteligente y práctico. Sime, igual que Godwyn y Anthony, se aferraba a su fe en los humores del cuerpo sin importarle si el paciente moría o sobrevivía al tratamiento.
Austin sonreía abiertamente.
—En eso tiene razón, Sime —dijo, con evidente satisfacción de que su petulante amigo no hubiera logrado acallar a aquella mujer inculta—. Puede que no sepamos con exactitud cómo se propagan las enfermedades, pero nada perdemos separando a los enfermos de los sanos.
La hermana Joan, la tesorera de las monjas, interrumpió la conversación.
—El administrador de Outhenby pregunta por ti, madre Caris.
—¿Ha traído un rebaño de terneros?
Outhenby estaba obligada a entregar a las monjas doce becerros por Pascua.
—Sí.
—Llévatelos al establo y pídele al administrador que venga, por favor.
Sime y Austin se fueron y Caris fue a inspeccionar el suelo embaldosado de las letrinas, donde se encontró con el administrador, Harry Ploughman. Caris había despedido al anterior administrador por responder con demasiada lentitud a los cambios y había ascendido al joven más despabilado de la aldea.
A pesar del atrevimiento que suponía estrecharle la mano, el joven le gustaba, por lo que Caris restó importancia al gesto natural del muchacho.
—Debe de ser un incordio tener que conducir el rebaño hasta aquí —comentó Caris—, sobre todo ahora que es tiempo de arar la tierra.
—Así es —afirmó él.
Como la mayoría de los labriegos, tenía hombros anchos y brazos fornidos, la robustez y la maña que se requerían para conducir la boyada de ocho bestias que tiraban del pesado arado para romper el húmedo suelo arcilloso. Era la viva estampa de la salud.
—¿No preferiríais hacer un pago en numerario? —preguntó Caris—. Hoy día la mayoría de los deberes para con el señor se pagan con dinero.
—Sería más cómodo. —Entornó los ojos y la miró con rústica sagacidad—. Pero ¿cuánto?
—Un ternero de un año suele andar por unos diez o doce chelines en el mercado, aunque los precios han bajado esta temporada.
—Tienes razón, a la mitad. Puedes comprar doce terneros por tres libras.
—O seis libras en un año bueno.
El joven sonrió abiertamente, disfrutando de la negociación.
—Ése es el problema.
—Pero seguiríais prefiriendo pagar en numerario.
—Si llegamos a un acuerdo en cuanto al precio.
—Dejémoslo en ocho chelines por ternero.
—Pero si no podemos vender un becerro por más de cinco chelines, ¿de dónde sacaremos los aldeanos la diferencia?
—Hagamos lo siguiente: de ahora en adelante, que Outhenby elija entre pagar al convento cinco libras o doce terneros.
Harry lo meditó, buscando algún inconveniente.
—De acuerdo, ¿sellamos el trato? —respondió al fin, al no encontrarlo.
—¿De qué manera?
Para su sorpresa, Harry la besó.
Agarró los finos hombros de Caris con sus manos callosas, inclinó la cabeza y acercó su boca a los labios de la priora. Si el hermano Sime hubiera hecho una cosa semejante, ella se habría apartado, pero Harry era diferente y tal vez ese aire de vigorosa masculinidad la había excitado. Tanto daba la razón, se rindió al beso. No opuso resistencia cuando él la atrajo hacia sí y acercó su boca rodeada de barba a sus labios. Harry la apretó contra su cuerpo para que pudiera sentir su erección. Caris comprendió que estaba dispuesto a tomarla allí mismo, sobre el suelo recién embaldosado de la letrina, y la idea la hizo entrar en razón. Dejó de besarlo y lo apartó de un empujón.
—¡Basta! ¿Se puede saber qué haces?
—Besarte, mi amor —contestó él, sin amilanarse.
Caris comprendió que tenía un problema. Era evidente que los rumores acerca de Merthin y ella se habían extendido, y que seguramente eran las dos personas más conocidas de todo Shiring. Era probable que Harry no supiera de la misa la media, pero las murmuraciones habían bastado para envalentonarlo. Ese tipo de cosas podía minar su autoridad y tendría que cortarlo de raíz.
—No vuelvas a hacer una cosa así jamás —le advirtió, muy seria.
—¡Pero si creía que te gustaba!
—Entonces tu pecado es aún mayor, pues has tentado a una mujer débil para que rompiera sus votos sagrados.
—Pero te amo.
Caris comprendió que era cierto y adivinó la razón. Había irrumpido en su aldea, lo había reorganizado todo y había manejado a los labriegos a su voluntad. No sólo eso, había descubierto el potencial de Harry y lo había distinguido por encima de sus iguales; el joven debía de pensar que era una diosa. No era de extrañar que se hubiera enamorado de ella, aunque tendría que bajarlo de las nubes cuanto antes.
—Si vuelves a hablarme así, tendré que buscar otro administrador para Outhenby.
—Ah.
Eso lo detuvo en seco con más efectividad que acusarlo de pecador.
—Vuelve a casa.
—Muy bien, madre Caris.
—Y búscate otra mujer… Preferiblemente una que no haya hecho voto de castidad.
—Eso jamás —contestó él, aunque Caris no lo tomó en serio.
Harry se fue, pero ella decidió esperar un poco más en el mismo sitio. Sentía una lúbrica desazón. Si hubiera estado segura de que nadie la iba a molestar en un rato, se habría tocado. Era la primera vez en nueve meses que el deseo físico la importunaba. Después de romper definitivamente con Merthin había recaído en una especie de estado asexuado en el que no pensaba en el sexo. La relación con otras monjas le proporcionaba el afecto y el calor humano que necesitaba. Se sentía profundamente unida tanto a Joan como a Oonagh, aunque ninguna la amaba en el sentido físico en que Mair lo había hecho. Eran otras las pasiones que hacían palpitar su corazón: el nuevo hospital, la torre y el renacer de la ciudad.
Abandonó el hospital pensando en la torre y atravesó el prado que la separaba de la catedral. Merthin había excavado cuatro enormes agujeros en el exterior, los más profundos que nadie había visto jamás, alrededor de los cimientos de la vieja torre. Había construido unas grúas gigantescas para sacar la tierra que, durante los húmedos meses de otoño, los carros de bueyes habían arrastrado a diario en lenta y trabajosa procesión por la calle principal camino del puente, para luego depositarla en la rocosa isla de los Leprosos. Una vez allí, la intercambiaban por sillares que recogían en el muelle de Merthin, deshacían el camino calle arriba y acababan amontonándolos en los terrenos de la iglesia, en pilas cada vez más altas.
Con la desaparición de las últimas escarchas del invierno, los albañiles empezaron a construir los cimientos. Caris se dirigió al norte de la catedral y echó un vistazo al agujero abierto en el ángulo formado por los muros externos de la nave y del transepto norte. La profundidad del hoyo producía vértigo. El fondo estaba tapizado con sillares bien cortados dispuestos en hileras rectas y unidos por finas capas de argamasa. Dado que no podían aprovechar los viejos cimientos para la nueva torre, la estaban construyendo sobre unos nuevos e independientes. Ésta se alzaría por encima de los muros existentes de la iglesia, por lo que no habría que realizar trabajos de demolición ni por encima ni por debajo de lo que Elfric ya había hecho al bajar los pisos más altos de la vieja torre. Cuando estuviera acabada, Merthin retiraría el tejado provisional que Elfric había construido sobre el crucero. El proyecto llevaba el sello de Merthin: era sencillo, pero innovador; una solución brillante que se adaptaba a las características propias del lugar.
Igual que en el hospital, allí tampoco había albañiles, siendo lunes de Pascua, pero Caris atisbó movimiento en el fondo del hoyo y dedujo que alguien se paseaba por los cimientos. Momentos después vio a Merthin y se dirigió a una de las sorprendentemente inestables escaleras de soga que utilizaban los albañiles para bajar por ella, aunque sin tenerlas todas consigo.
Sintió un gran alivio cuando por fin colocó un pie en el suelo. Un sonriente Merthin la ayudó a apearse del último travesaño.
—Estás un poco pálida —comentó.
—Hay que bajar mucho trecho. ¿Cómo va el asunto?
—Bien. Aún quedan unos años.
—¿Por qué? El hospital parece más complicado y está acabado.
—Por dos razones: cuanto más alto subamos, menos albañiles podrán trabajar en la obra. Ahora mismo tengo a doce hombres en los cimientos, pero a medida que vayamos subiendo, la torre irá haciéndose más estrecha y no habrá espacio para todos. La otra razón es que la argamasa tarda mucho en secarse. Tenemos que dejar que se endurezca durante todo el invierno antes de colocar demasiado peso sobre ella.
Caris no estaba escuchándolo. Al mirarlo a la cara, le vino a la memoria el tiempo en que hacían el amor en el palacio del prior, entre el oficio de maitines y el de laudes, con el primer rayo de la mañana que se colaba por la ventana abierta y bendecía sus cuerpos desnudos.
Le dio unas palmaditas en el brazo.
—Bueno, al menos no necesitas tanto tiempo para el hospital.
—En Pentecostés ya podrás mudarte.
—Me alegra saberlo. Aunque la peste nos está dando un pequeño respiro, cada vez hay menos muertos.
—Alabado sea Dios —dijo Merthin con fervor—. Puede que esté remitiendo.
—Ya una vez creímos que se había acabado, ¿recuerdas? —repuso Caris, sacudiendo la cabeza ligeramente—. El año pasado por estas fechas, pero luego regresó con mayor virulencia.
—Dios no lo permita.
—Al menos tú estás bien —dijo Caris, acariciando la hirsuta barba con la palma de la mano.
Merthin la miró con ligera incomodidad.
—En cuanto el hospital esté acabado, nos pondremos con la lonja de la lana.
—Espero que estés en lo cierto cuando dices que el mercado se animará pronto.
—Si no lo hace, de todas formas moriremos.
—No digas eso.
Lo besó en la mejilla.
—Debemos comportarnos como si diéramos por sentado que sobreviviremos —dijo Merthin con voz crispada, como si Caris lo irritara—. Pero en realidad no lo sabemos.
—No pensemos en lo peor que pudiera ocurrir.
Caris le rodeó la cintura con los brazos y lo atrajo hacia sí. Al apretar sus pechos contra el enjuto cuerpo del constructor, sintió los duros huesos contra su anhelante cuerpo.
Merthin la apartó con brusquedad y Caris retrocedió tambaleándose, a punto de caer.
—¡Quieres estarte quieta! —se quejó Merthin.
La reacción de Merthin la sorprendió tanto como si la hubiera abofeteado.
—¿Qué ocurre?
—¡Deja de tocarme!
—Yo sólo…
—¡No me toques y ya está! Fuiste tú la que puso fin a nuestra relación hace nueve meses. Te dije que era la última vez y te lo dije en serio.
—Pero si sólo te he abrazado… —protestó Caris, incapaz de comprender el motivo de su enojo.
—Bueno, pues no me abraces. No soy tu amante. No tienes derecho.
—¿No tengo derecho a tocarte?
—¡No!
—No sabía que se necesitara un permiso.
—Por supuesto que lo sabes. Tú no dejas que la gente te toque.
—Tú no eres la gente. No somos unos extraños.
Sin embargo, Caris era muy consciente de que se equivocaba y que Merthin tenía razón. Ella lo había rechazado, pero no había aceptado las consecuencias. El encuentro con Harry de Outhenby había despertado su lujuria y había acudido a Merthin en busca de alivio. Había intentado engañarse diciéndose que lo estaba tocando de modo afectuoso y amistoso, pero no era cierto. Lo había tratado como si todavía pudiera disponer de él a su antojo, como una dama rica y ociosa que deja un libro y luego vuelve a retomarlo. Después de haberle negado el derecho a tocarla todo ese tiempo, no estaba bien que ella tratara de volver a gozar de ese privilegio porque un joven y fornido labriego la hubiera besado.
De todos modos, habría esperado de Merthin una explicación comedida y afectuosa y, sin embargo, se había mostrado crispado y arisco. ¿Acaso no sólo habría echado a perder su amor sino también su amistad? Las lágrimas acudieron a sus ojos. Dio media vuelta y regresó a la escalera de soga.
La subida fue ardua. El esfuerzo que había que hacer era agotador y ella parecía haber perdido sus energías. Se detuvo a medio camino para descansar y miró abajo. Merthin estaba al pie de la escalera, afianzándola con su peso.
Casi había llegado arriba cuando volvió a echar un vistazo abajo. Él seguía allí. En ese momento pensó que soltar la cuerda pondría fin a su desdicha. La caída era mortal hasta las inexorables piedras. La muerte sería instantánea.
Merthin debió de presentir lo que pensaba porque le hizo un gesto impaciente para indicarle que despabilara y subiera de una vez. Caris pensó en cómo le destrozaría la vida si se suicidaba, y por un momento se regodeó en su dolor y en su sentimiento de culpabilidad. Estaba segura de que Dios no la castigaría en la otra vida, si es que tal cosa existía.
Subió los últimos travesaños y puso pie en tierra firme. Menuda locura se le había pasado por la cabeza. ¿Cómo iba a poner fin a su vida con todo lo que tenía que hacer?
Regresó al convento. Era la hora de vísperas, por lo que condujo la procesión al interior de la catedral. Cuando era novicia siempre se quejaba del tiempo que se perdía en los oficios y por eso la madre Cecilia se ocupaba de encontrarle quehaceres que le permitieran excusarse la mayoría de las veces. Sin embargo, en esos momentos agradeció la oportunidad que la tediosa liturgia le brindaba para descansar y reflexionar.
Concluyó que esa tarde había tenido un resbalón, pero se sobrepondría. Sin embargo, tuvo que reprimir las lágrimas al entonar los salmos.
Esa noche había anguila ahumada para cenar. Dura y de sabor fuerte, no era el plato preferido de Caris, pero hambrienta como estaba, al final comió un poco de pan.
Después de la cena se retiró a su botica, donde encontró a dos novicias que estaban copiando su libro. Lo había terminado poco después de Navidad. Boticarios, prioras, barberos, incluso un par de médicos le habían solicitado copias. Al final, la reproducción del libro se había convertido en parte del adiestramiento de las monjas que quisieran trabajar en el hospital. Los ejemplares eran baratos, ya que el libro era breve y no llevaba dibujos elaborados ni tintas caras, y la demanda iba en alza.
En una estancia tan pequeña, tres personas eran multitud. Caris no veía el momento de poder disfrutar del espacio y la luz de la botica del nuevo hospital.
Deseaba estar a solas, por lo que despidió a las novicias; sin embargo, no era su destino ver cumplidos sus deseos: momentos después se presentó lady Philippa.
La reservada condesa no le resultaba especialmente simpática, pero se compadecía de su situación y le complacía poder dar asilo a cualquier mujer que huyera de un marido como Ralph. Además, Philippa era una huésped ejemplar: casi nunca pedía nada y pasaba mucho tiempo en su alcoba. No parecía interesarle demasiado la vida de oración de las monjas, pero quién mejor que Caris para comprenderla.
La priora la invitó a tomar asiento en un banco.
—Quiero que dejes a Merthin en paz —le espetó la condesa sin preámbulos. A pesar de sus maneras corteses, Philippa era una mujer muy directa.
—¿Cómo? —preguntó Caris, atónita y ofendida.
—Es evidente que debes hablar con él, pero no debes besarlo ni tocarlo.
—¿Cómo os atrevéis?
¿Qué sabía Philippa… y qué le importaba?
—Ya no es tu amante. Deja de molestarle.
Merthin debía de haberle contado la riña de esa tarde.
—Pero ¿por qué habría él de contaros…?
Adivinó la respuesta antes incluso de acabar de formular la pregunta y Philippa no hizo más que confirmarlo a continuación.
—Ya no es tuyo. Es mío.
—¡Por todos los santos! —Caris no salía de su asombro—. ¿Merthin y vos…?
—Sí.
—¿Estáis…? ¿Habéis…?
—Sí.
—¡No lo sabía! —A pesar de que era consciente de que no tenía derecho, se sentía traicionada. ¿Cuándo había ocurrido?—. Pero ¿cuándo…? ¿Dónde…?
—Los detalles no son de tu incumbencia.
—Por descontado que no. —En la casa de la isla de los Leprosos, supuso. De noche—. ¿Cuánto hace que…?
—Eso no te importa.
A Caris no le resultó difícil calcularlo: Philippa no llevaba más de un mes allí.
—No perdéis el tiempo.
Philippa tuvo la consideración de pasar por alto el inmerecido menosprecio.
—Él habría hecho cualquier cosa por ti, pero tú lo abandonaste. Déjalo en paz de una vez. Le ha costado mucho amar a otra persona después de ti… Pero lo ha conseguido. Ni se te ocurra entrometerte.
Caris deseó encontrar el modo de contraatacar con dignidad, de reprenderla porque no tenía derecho a darle órdenes o reprobarla; sin embargo, sabía que Philippa tenía razón. Caris había dejado a Merthin para siempre.
No quiso que Philippa fuera testimonio de su desolación.
—¿Os importaría iros, por favor? —dijo, tratando de emular el digno porte de Philippa—. Me gustaría estar a solas.
Philippa no se daba por vencida con facilidad.
—¿Harás lo que te pido? —insistió la condesa.
A Caris no le gustaba que la acosaran, pero ya no le quedaban fuerzas.
—Sí, por descontado —contestó.
—Gracias.
Philippa se fue.
Caris se echó a llorar en cuanto estuvo segura de que la condesa no podía oírla.