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En el mismo momento en que Ralph se convertía en conde de Shiring, un joven llamado David Caerleon hacía otro tanto como conde de Monmouth. Sólo tenía diecisiete años y estaba lejanamente emparentado con el difunto conde, pero todos los parientes cercanos y posibles herederos al título habían sucumbido a la peste.

Pocos días antes de Navidad, el obispo Henri ofició una misa en la catedral de Kingsbridge para bendecir a los dos nuevos condes. Después de la ceremonia, asistieron en calidad de invitados de honor al banquete que Merthin ofrecía en la sede del gremio, donde los comerciantes también celebraban la concesión del fuero municipal de Kingsbridge.

Ralph consideraba a David un joven de suerte extraordinaria. A pesar de no haber salido nunca del reino ni de haber participado jamás en una guerra, era conde con tan sólo diecisiete años. Ralph había marchado por toda Normandía con el rey Eduardo, había arriesgado su vida en una batalla tras otra, había perdido tres dedos y había cometido infinidad de pecados al servicio del monarca, y aun así había tenido que esperar hasta los treinta y dos.

Sin embargo, por fin lo había conseguido y ahora, vestido con un lujoso jubón de brocado tejido con hilos de oro y plata, ocupaba un asiento al lado del obispo Henri en la mesa. Quienes lo conocían, lo señalaban por la calle para informar a los forasteros de quién era, los comerciantes prósperos se hacían a un lado y lo saludaban con respeto al pasar y la mano de la criada temblaba al servirle vino. Su padre, sir Gerald, postrado en su lecho, aunque aferrándose a la vida con uñas y dientes, le había dicho: «Soy descendiente de un conde y padre de un conde. No puedo pedir más». Se sentía enormemente satisfecho.

Ralph tenía esperanzas de poder comentar con David la cuestión de los aparceros. El problema había remitido temporalmente con el fin de la siega y el arado de las tierras. En otoño los días se acortaban y empezaba a hacer frío, por lo que el trabajo en el campo disminuía. Por desgracia, los problemas regresarían en cuanto hubiera que volver a arar con la llegada de la primavera y la tierra estuviera suficientemente blanda para que los siervos pudieran sembrar las semillas. Los labriegos volverían a molestarle con sus peticiones salariales y si se negaba a atenderlas, se fugarían para ir a servir a otros señores más espléndidos.

El único modo de ponerle fin era que la nobleza se plantara en firme de manera conjunta, se negara a aumentar los jornales y rehusara contratar desertores, todos ellos temas que Ralph deseaba comentar con David.

Sin embargo, el nuevo conde de Monmouth no demostraba demasiados deseos de conversar con Ralph, en cambio parecía más interesado en la hijastra de éste, Odila, casi de su misma edad. Ralph tenía entendido que se conocían de antes. Philippa y su primer marido, William, habían acudido en numerosas ocasiones al castillo en calidad de invitados cuando David era escudero al servicio del viejo conde. Tanto daba cómo se hubieran conocido, entre ellos había surgido la amistad. David charlaba animadamente y Odila estaba pendiente de sus palabras. La joven apoyaba sus opiniones, se sobresaltaba con sus historias y reía sus bromas.

Ralph siempre había envidiado a los hombres que conseguían fascinar a las mujeres. Su hermano tenía ese don y, por ende, a pesar de ser bajo, pelirrojo y poco agraciado, era capaz de atraer a las féminas más bellas.

Pese a todo, Ralph se compadecía de Merthin. Desde el día en que el conde Roland había hecho escudero a Ralph y había condenado a Merthin a ser aprendiz de carpintero, éste estaba sentenciado. Aun siendo el mayor, había sido Ralph el destinado a convertirse en conde. Merthin, sentado al otro lado del joven David, tenía que conformarse con el cargo de mero mayordomo… y su poder de seducción.

Ni tan siquiera a su esposa lograba seducir Ralph. Philippa apenas le dirigía la palabra. Incluso tenía más temas de conversación con su perro que con él.

Ralph se preguntaba cómo era posible que un hombre deseara algo tanto como él había deseado a Philippa y se sintiera tan insatisfecho tras conseguirlo. Había bebido los vientos por ella desde que no era más que un pobre escudero de diecinueve años y ahora, después de tres meses de matrimonio, anhelaba con todas sus fuerzas poder deshacerse de ella.

Sin embargo, no tenía motivo de queja. Philippa hacía todo lo que una esposa estaba obligada a hacer: administraba el castillo con suma eficiencia, como lo había estado haciendo desde que nombraran conde a su primer marido después de la batalla de Crécy, nunca faltaban provisiones, las deudas se pagaban puntualmente, no llevaba agujeros en la ropa, siempre había leña en el hogar y la comida y el vino estaban dispuestos en la mesa sin falta. Además, se sometía a los requerimientos sexuales de Ralph. Podía hacer todo lo que le viniera en gana: arrancarle las ropas, penetrarla con los dedos con urgencia, poseerla de pie o por detrás… Nunca se quejaba.

Sin embargo, ella no le devolvía sus atenciones. Sus labios jamás respondían a los suyos, su lengua nunca se introducía en su boca, ella nunca lo acariciaba. Philippa siempre tenía a mano un frasco con aceite de almendras con el que lubricaba su indiferente cuerpo cada vez que él deseaba acostarse con ella. Se tumbaba como un cadáver mientras él gruñía encima. En cuanto él rodaba a un lado, ella se levantaba para ir a lavarse.

Lo único bueno de su matrimonio era que Odila le había cogido cariño a Gerry. El pequeño había despertado su incipiente instinto maternal y Odila le hablaba, le cantaba y lo acunaba hasta que se dormía. Le proporcionaba un afecto que jamás habría encontrado en una niñera.

Pese a todo, Ralph estaba arrepentido. El voluptuoso cuerpo de Philippa, el que había anhelado con deseo durante tantos años, se volvía contra él. Hacía semanas que no la tocaba y seguramente no volvería a hacerlo. Miró su generoso pecho y las redondeadas caderas y añoró los delgados muslos y la suave piel de Tilly. Tilly, a quien había apuñalado con un largo y afilado cuchillo que le había clavado en las costillas hasta traspasarle el corazón. Era un pecado que no se había atrevido a confesar. Le atormentaba pensar cuánto tiempo sufriría por ello en el purgatorio.

Puesto que el obispo y sus acólitos se alojaban en el palacio del prior, y el séquito de Monmouth ocupaba las alcobas de invitados del priorato, Ralph, Philippa y sus criados se albergaban en un mesón. Ralph había escogido la Bell, la posada reconstruida de la que su hermano era el propietario. Era la única construcción de tres pisos de Kingsbridge, con un gran salón en la planta baja, dormitorios para hombres y mujeres encima y un último piso con seis onerosas alcobas individuales. Una vez finalizado el banquete, Ralph y sus hombres se retiraron a la posada, donde se instalaron delante de la chimenea, pidieron más vino y empezaron a jugar a los dados. Philippa se demoró y se quedó charlando con Caris para hacer de carabina a Odila y el conde David.

Ralph y sus compañeros atrajeron a una multitud de jóvenes admiradores como los que solían reunirse alrededor de los nobles derrochadores. Poco a poco, la euforia que le proporcionaba la bebida y la emoción del juego ayudó a Ralph a ir olvidando sus problemas.

Se fijó en una muchacha rubia que no le quitaba el ojo de encima mientras él perdía alegremente un penique de plata tras otro cada vez que lanzaba los dados. Le hizo una seña para que se sentara a su lado en el banco y la joven le dijo que se llamaba Ella. En los momentos de mayor tensión, Ella le apretaba el muslo como atrapada por el suspense, aunque probablemente sabía muy bien lo que estaba haciendo, como todas las mujeres.

Poco a poco, Ralph fue perdiendo interés en el juego y concentrándolo en la muchacha. Sus hombres siguieron apostando mientras él intimaba con Ella. Era todo lo opuesto a Philippa: alegre, atractiva y Ralph la fascinaba. No dejaba las manos quietas ni un solo segundo: se retiraba el pelo de la cara, le daba una palmadita en el brazo, después se llevaba la mano al cuello y le daba un juguetón empujoncito en el hombro… Y parecía muy interesada por sus vivencias en Francia.

Con gran disgusto de Ralph, Merthin entró en la posada y se sentó a su lado. Merthin no dirigía personalmente el establecimiento, sino que se lo había arrendado a la hija menor de Betty Baxter, pero le interesaba que la joven sacara el negocio adelante y le preguntó a Ralph si todo era de su gusto. Ralph le presentó a su acompañante y Merthin contestó, en un tono desdeñoso de una descortesía inusitada, que la conocía de sobra.

Contando con ese día, los hermanos no se habían visto en más de tres o cuatro ocasiones desde la muerte de Tilly, y en las veces anteriores, como en el enlace de Ralph con Philippa, apenas habían tenido tiempo para hablar. Con todo, por el modo en que su hermano lo miraba, Ralph sabía que Merthin sospechaba que él era el asesino de Tilly, una muda acusación de presencia amenazadora, callada pero ineludible, como la vaca en la única estancia de la atestada casucha de un pobre labriego. Ralph sabía que, de salir a la luz, sería la última vez que se dirigirían la palabra.

Por ese motivo, como de tácito acuerdo, esa noche volvieron a intercambiar unos cuantos tópicos inocuos y luego Merthin se fue, aduciendo que tenía trabajo que hacer. Ralph se preguntó qué trabajo lo reclamaría una oscura noche de diciembre. En realidad ignoraba por completo en qué empleaba el tiempo. No cazaba, no recibía en audiencia y no servía al rey. ¿Cómo era posible que pasara todo el santo día haciendo dibujos y supervisando obras? Una vida así habría enloquecido a Ralph. No sólo eso, tampoco se explicaba cómo era posible que sus ocupaciones le reportaran tanto dinero. Mientras que a Merthin nunca parecía faltarle, Ralph siempre había andado corto, incluso siendo señor de Tench.

Ralph concentró su atención en Ella.

—Mi hermano anda un poco malhumorado —se disculpó.

—Eso es porque lleva medio año sin catar hembra —comentó la muchacha, riéndose tontamente—. Antes se refocilaba con la priora, pero ella tuvo que echarlo tras la vuelta de Philemon.

—Se supone que no hay que fornicar con las monjas —repuso Ralph, fingiéndose escandalizado.

—La madre Caris es una buena mujer, pero le pica la cosa, es fácil de adivinar por el modo en que camina.

Ralph se excitó al oír hablar a una mujer con tanta franqueza.

—Eso es muy malo para un hombre —dijo él, siguiéndole el juego—. Tanto tiempo sin una mujer…

—Lo mismo pienso yo.

—Así la cosa acaba… hinchándose.

Ella ladeó la cabeza y enarcó las cejas. Ralph le echó un rápido vistazo a su propio regazo y la muchacha siguió la mirada.

—Válgame Dios, qué molesto tiene que ser eso.

La joven colocó la mano sobre el pene erecto en el preciso momento en que aparecía Philippa.

Ralph se quedó helado. Se sintió culpable y cohibido, y al mismo tiempo furioso consigo mismo por permitir que le importara lo que Philippa pudiera pensar sobre lo que él hacía o dejaba de hacer.

—Me subo arriba… Vaya —se interrumpió la condesa.

La muchacha no lo soltó. De hecho, apretó el pene de Ralph con suavidad mientras miraba a Philippa y sonreía triunfante.

En el semblante ruborizado de la condesa se adivinaba la vergüenza y la incredulidad.

Ralph abrió la boca con intención de decir algo, aunque sin saber el qué. No deseaba disculparse ante la arpía de su esposa, pues la creía la única culpable de hacer recaer sobre ella esa humillación. Sin embargo, también se sentía como un tonto, allí sentado con una fulana de posada que le sujetaba el miembro mientras tenía delante a su abochornada esposa, la condesa.

La escena de cuadros vivos apenas duró unos segundos. A Ralph se le trabó la lengua, Ella rio tontamente y Philippa, tras exclamar un «¡Oh!» cargado de exasperación y desdén, dio media vuelta y subió la escalera con la misma majestuosidad que una cierva por una ladera, y desapareció en un recodo sin mirar atrás.

Ralph se sentía enojado y azorado al mismo tiempo, aunque concluyó que no existía motivo por el que sentirse de ninguno de los dos modos. Sin embargo, su interés por Ella había disminuido visiblemente y le apartó la mano.

—Bebe un poco de vino —dijo la joven, sirviéndole de la jarra que había encima de la mesa, pero Ralph apartó el vaso barruntando el inicio de un dolor de cabeza—. ¿No irás a dejarme en la estacada ahora que me has puesto…, ya sabes, caliente? —insistió Ella en voz baja y sugerente, tratando de retenerlo agarrándolo del brazo. Ralph le apartó la mano de una sacudida y se puso en pie—. Entonces será mejor que me des algo a modo de compensación —dijo la muchacha, haciéndose más dura su expresión.

Ralph se llevó la mano a la bolsa y sacó un puñado de peniques de plata. Sin mirarla, arrojó el dinero sobre la mesa sin molestarse en comprobar si era demasiado o se quedaba corto.

La muchacha se lanzó a por las monedas.

Ralph la dejó y subió la escalera.

Philippa estaba sentada en la cama, con la espalda apoyada contra el cabezal. Se había descalzado, pero por lo demás seguía vestida. Lo recibió con una mirada acusadora.

—¡No tienes derecho a enfadarte conmigo!

—Yo no estoy enfadada. Pero tú sí. —Siempre conseguía darle la vuelta a las palabras para alzarse con la razón y dejarlo a él en ridículo—. ¿Quieres que te deje? —preguntó, sin darle tiempo a idear una réplica.

Ralph la miró fijamente, sin salir de su asombro. Era lo último que habría esperado.

—¿Adónde irías?

—Me quedaría aquí —contestó Philippa—. No voy a tomar los hábitos, pero podría vivir en el convento. Me traería apenas unos cuantos criados: una doncella, un secretario y mi confesor. Ya he hablado con la madre Caris y ella no ve ningún inconveniente.

—Mi última esposa hizo lo mismo. ¿Qué pensará la gente?

—Muchas nobles se retiran a conventos o bien por una temporada o bien para siempre en algún momento de sus vidas. La gente pensará que me has repudiado porque ya no tengo edad para darte hijos, cosa que seguramente es cierta. De todos modos, ¿qué te importa lo que diga la gente?

Por breves momentos pensó en lo triste que sería que Gerry perdiera a Odila, pero la perspectiva de librarse de la altanería de Philippa y su desaprobadora presencia le resultaba irresistible.

—Muy bien, ¿qué te detiene? Tilly no me pidió permiso.

—Primero quiero ver casada a Odila.

—¿Con quién? —Philippa lo miró como si fuera estúpido—. Ah, con el joven David, supongo.

—Está enamorado de ella y creo que sería muy conveniente para ambos.

—Él es menor… Tendrá que pedir permiso al rey.

—Es por eso que te lo planteo. ¿Lo acompañarás a ver al rey y hablarás en favor de su matrimonio? Si haces eso por mí, te juro que jamás volveré a pedirte nada. Te dejaré en paz.

No le estaba pidiendo que hiciera ningún sacrificio. Una alianza con Monmouth sólo podía ser beneficiosa.

—¿Abandonarías Earlscastle y te trasladarías al convento?

—Sí, en cuanto Odila estuviera casada.

Ralph comprendió que era el final de un sueño que, por desgracia, se había hecho amarga realidad. No le quedaba más opción que admitir el fracaso y volver a empezar de nuevo.

—Muy bien —aceptó, sintiendo una mezcla de pesar y liberación—. Trato hecho.