ir Gregory Longfellow se fue por fin a Londres, aunque regresó sorprendentemente rápido, como si hubiera rebotado a modo de pelota en la muralla de esa gran ciudad. Se presentó en Tench Hall a la hora de la cena, con aspecto agitado, resollando a través de sus ensanchados orificios nasales y con el cabello gris empapado de sudor. Entró con sus habituales aires de superioridad y seguridad en sí mismo algo mermados. Ralph y Alan se encontraban junto a una ventana, examinando un nuevo puñal de hoja ancha llamado daga de rodela. Sin mediar palabra, Gregory se dejó caer cuan largo era en la gran silla labrada de Ralph. Tanto daba lo ocurrido, seguía creyéndose demasiado distinguido para esperar a que lo invitaran a tomar asiento.
Ralph y Alan se lo quedaron mirando, intrigados. La madre de Ralph resopló indignada: no soportaba la mala educación.
—Al rey no le gusta que le desobedezcan —dijo el abogado al fin.
Ralph se estremeció y miró angustiado a Gregory preguntándose qué habría hecho para que pudiera interpretarse como una desobediencia al rey. No se le ocurría nada.
—Siento que Su Majestad esté molesto —se apresuró a decir, inquieto—. Espero que no sea conmigo.
—Algo tienes que ver —contestó Gregory, con exasperante vaguedad—. Y yo también. El rey cree que sienta un mal precedente cuando no se obedecen sus deseos.
—Estoy totalmente de acuerdo.
—Por eso mismo tú y yo partiremos mañana, cabalgaremos hasta Earlscastle, veremos a lady Philippa y la obligaremos a casarse contigo.
Entonces era eso. Ralph se sintió en gran parte aliviado. Siendo justos, no podía culpársele de la terquedad de Philippa, aunque la justicia era un concepto que tampoco preocupaba en demasía a los reyes. Sin embargo, Ralph adivinó leyendo entre líneas que la persona sobre la que recaía la culpa era Gregory, y el abogado estaba decidido a acudir en rescate del plan del rey, con ánimo de redimirse.
La ira y la inquina animaban el semblante de Gregory.
—Puedes creerme, cuando haya acabado con ella, te suplicará que la desposes.
Ralph era incapaz de imaginar cómo iba a lograrlo. Recordó las palabras de la propia Philippa: podían obligarla a recorrer el pasillo hasta el altar, pero no a aceptarlo como marido.
—No sé quién me dijo que la Carta Magna garantiza el derecho de las viudas a negarse a casarse —apuntó Ralph.
—No me lo recuerdes —contestó el abogado, dirigiéndole una mirada aviesa—. Cometí el error de comentárselo a Su Majestad.
En ese caso, Ralph se preguntó qué amenazas o promesas iba a emplear Gregory para someter la voluntad de Philippa. A él no se le ocurría ningún otro modo de casarse con ella como no fuera raptándola y llevándosela a una iglesia remota donde un sacerdote debidamente sobornado hiciera oídos sordos a la rotunda negativa de la dama.
Se pusieron en marcha a la mañana siguiente, acompañados de un pequeño séquito. Era tiempo de cosecha y en North Field los hombres segaban los altos tallos del centeno mientras las mujeres los seguían detrás, atando las gavillas.
En los últimos tiempos, Ralph había sentido más preocupación por la cosecha que por Philippa, y eso nada tenía que ver con el clima, que era bueno, sino con la peste. Apenas le quedaban arrendatarios y casi ningún labriego. Muchos le habían sido arrebatados por señores sin escrúpulos como la priora Caris, quien seducía a los labradores de los demás feudos ofreciéndoles altos estipendios y tenencias atractivas. Desesperado, Ralph había concedido lo que daba en llamarse tenencias libres a varios de sus siervos, lo que significaba que éstos estaban exentos de la obligación de trabajar en las tierras del señor, acuerdo que dejaba a Ralph sin mano de obra en tiempo de cosecha y, por tanto, era muy probable que muchos de sus cultivos se pudrieran en los campos.
Sin embargo, tenía la impresión de que todos sus problemas se solucionarían casándose con Philippa, puesto que gracias a ese matrimonio poseería diez veces más tierras de las que administraba en esos momentos, además de los ingresos procedentes de otras fuentes como los tribunales, los mercados y los molinos. Asimismo, su familia volvería a ocupar el lugar que le correspondía, entre los nobles, y sir Gerald sería padre de un conde antes de morir.
Volvió a preguntarse qué tendría Gregory en mente. Philippa se había impuesto una tarea nada desdeñable al enfrentarse a la voluntad férrea y a las poderosas amistades del abogado. Ralph no la envidiaba.
Llegaron a Earlscastle poco antes del mediodía. El gorjeo vocinglero de los grajos sobre las almenas siempre transportaba a Ralph a los tiempos en que vivía allí como escudero al servicio del conde Roland, los días más felices de su existencia, según solía recordarlos. Sin embargo, el lugar estaba muy tranquilo desde que faltaba el conde. No había escuderos entrenándose con juegos violentos en el recinto, ni corceles piafando y estampando las patas mientras los acicalaban y ejercitaban fuera de las caballerizas, ni hombres de armas lanzando dados en los escalones de la torre del homenaje.
Philippa se encontraba en el anticuado salón, acompañada de Odila y un puñado de doncellas. Madre e hija trabajaban en un tapiz, sentadas en un banco delante del telar una al lado de la otra. Supuso que cuando estuviera terminado mostraría una escena de bosque. Philippa tejía con un hilo de color pardo para los troncos de los árboles y Odila con uno verde oscuro para las hojas.
—Muy bonito, pero le falta vida —opinó Ralph, adoptando un tono alegre y desenfadado—. Unos cuantos pájaros y unos conejos, y tal vez algunos perros detrás de un ciervo.
La condesa se mostró tan indiferente a sus encantos como siempre. Philippa se puso en pie y dio un paso atrás para alejarse de él. La joven hizo otro tanto. Ralph se fijó en que madre e hija eran de la misma altura.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Philippa.
«Como tú quieras», pensó Ralph, ofendido. Se volvió de soslayo.
—Sir Gregory tiene algo que deciros —contestó, acercándose a una ventana para mirar fuera, como si lo invadiera el tedio.
Gregory cumplió con las cortesías de rigor y dijo que esperaba no estar molestándolas, a pesar de que pocas cosas había que le importaran menos que perturbar la intimidad de aquellas mujeres. Sin embargo, la fingida caballerosidad pareció ablandar a Philippa, quien lo invitó a tomar asiento.
—El rey está muy decepcionado con vos, condesa —anunció el abogado a continuación.
Philippa asintió con la cabeza.
—Siento mucho haber disgustado a Su Majestad.
—Desea recompensar a su fiel vasallo, sir Ralph, con el condado de Shiring y al mismo tiempo entregaros un marido joven y vigoroso y un buen padrastro para vuestra hija. —Philippa se estremeció, pero Gregory fingió no darse cuenta—. Le desconcierta vuestra terca oposición.
Philippa parecía asustada y bien hacía en estarlo. Todo habría sido diferente si hubiera contado con un hermano o un tío que pudiera responder por ella, pero la peste se había ensañado con su familia, y carente por tanto de parientes masculinos, no tenía quien la defendiera de la ira del rey.
—¿Qué piensa hacer? —preguntó, acongojada.
—No ha mencionado la palabra traición… todavía.
Ralph dudaba que hubiera argumentos sólidos para acusar a Philippa de traición, pero de todos modos la amenaza la hizo palidecer.
—En primer lugar, me ha pedido que intente haceros entrar en razón —continuó Gregory.
—Es evidente que el rey considera el matrimonio como un asunto político…
—Es política —la interrumpió Gregory—. Si a vuestra bella hija aquí presente le diera por enamorarse del encantador hijo de una criada, le diríais, igual que ahora hago yo con vos, que las damas nobles no pueden casarse con quien les plazca. La encerraríais en su alcoba y haríais azotar al muchacho delante de su ventana hasta que renunciara a ella para siempre.
Philippa parecía ofendida. No le gustaba que un mero abogado la sermoneara sobre las obligaciones de su condición social.
—Conozco los deberes de una viuda de mi posición —contestó altiva—. Soy condesa, igual que lo fueron mi abuela y mi hermana antes de morir a causa de la peste. Sin embargo, el matrimonio no incumbe sólo a la política, sino también al corazón. Las mujeres nos hallamos a merced de los hombres, que son nuestros amos y señores, quienes tienen el deber de decidir sabiamente nuestra suerte, por lo que sólo nos queda rogar para que la voz de nuestro corazón no sea del todo ignorada. Un tipo de petición que suele ser escuchada.
A Ralph no se le escapaba la preocupación de Philippa y, sin embargo, la dama no se dejaba arredrar, irreductible. Ese «sabiamente» había sonado ligeramente sarcástico.
—En circunstancias normales, tal vez tendríais razón, pero corren tiempos extraños —repuso Gregory—. Por lo general, cuando el rey mira en derredor en busca de alguien digno de un condado, sobran hombres justos, fuertes y vigorosos, hombres leales y dispuestos a servirle del modo que fuera necesario, a los que poder entregar el título con total confianza. Sin embargo, ahora que la peste se ha llevado a tantos de sus mejores hombres, el rey es como la esposa que acude al pescadero al final de la tarde y se ve obligada a aceptar lo que quede en el puesto.
Ralph admiró la contundencia de la argumentación, aunque también se sintió insultado. Sin embargo, fingió no haberse dado por aludido.
Philippa decidió cambiar de táctica. La condesa le hizo una señal a un criado para que se acercara.
—Tráenos una jarra del mejor vino gascón que tengamos. Sir Gregory se quedará a comer, así que sirve cordero lechal guisado con ajo y romero.
—Sí, mi señora.
—Sois muy amable, condesa —dijo Gregory.
Philippa era incapaz de coquetear. Le resultaba imposible fingir una hospitalidad que ocultara un motivo ulterior, por lo que regresó derecha al tema que los ocupaba.
—Sir Gregory, debo deciros que mi corazón, mi alma y todo mi ser se sublevan ante la perspectiva de casarme con sir Ralph Fitzgerald.
—Pero ¿por qué? —protestó Gregory—. Es un hombre como otro cualquiera.
—No, no lo es.
Hablaban de Ralph como si él no estuviera allí, lo que el caballero encontró ofensivo. Sin embargo, la desesperación de Philippa la llevaría a decir cualquier cosa. Además, Ralph tenía curiosidad por descubrir qué era lo que tanto la disgustaba de él.
Philippa hizo una pausa para ordenar sus ideas.
—Creo que ni siquiera las palabras violador, torturador o asesino alcanzan a definirlo.
Ralph se quedó estupefacto. No se consideraba nada por el estilo. Por descontado que estando al servicio del rey había torturado a personas, y había violado a Annet, y había asesinado a varias mujeres y niños insignificantes en sus días de prófugo. Se consoló con la idea de que al menos Philippa no parecía sospechar que él había sido la figura encapuchada que había asesinado a Tilly, su propia esposa.
—Hay algo en los seres humanos que les impide hacer esas cosas —continuó Philippa—. Es la capacidad… no, la disposición de compartir el dolor de los demás. No podemos evitarlo. Vos, sir Gregory, no podríais violar a una mujer porque sentiríais su dolor y su agonía, sufriríais con ella y eso apelaría a vuestra piedad. Por la misma razón tampoco podríais torturar ni asesinar. Quien carece de la facultad de compartir el dolor de los demás no es un hombre, aunque camine sobre dos piernas y hable nuestra lengua, es una bestia. —Se inclinó hacia delante y bajó la voz, aunque Ralph siguió oyéndola con claridad—. Y no pienso acostarme con una bestia.
—¡No soy una bestia! —estalló Ralph, esperando que Gregory saliera en su defensa. En cambio, el abogado pareció claudicar.
—¿Es vuestra última palabra?
Ralph lo miró incrédulo. ¿Gregory iba a dejarlo correr sin más, como si le diera la razón aunque sólo fuese en parte?
—Quiero que regreséis junto al rey y le digáis que soy su leal y obediente súbdita y que deseo ganarme su favor —prosiguió Philippa—, pero ni aunque me lo ordenara el arcángel Gabriel me casaría con Ralph.
—Ya veo. —Gregory se puso en pie—. No nos quedaremos a comer.
¿Eso era todo? Ralph esperaba que Gregory utilizara su baza secreta, un arma oculta, un soborno irresistible o una amenaza. ¿Acaso el inteligente abogado no se guardaba nada en su cara manga de brocado?
A Philippa también la desconcertó el brusco final de la entrevista.
Gregory se dirigió a la puerta y Ralph se vio obligado a imitarlo. Philippa y Odila los siguieron atentas con la mirada, sin saber qué pensar de esa glacial retirada. Las doncellas guardaron silencio.
—Por favor, pedidle al rey que sea misericordioso.
—Lo será, mi señora —contestó Gregory—. Me ha autorizado a comunicaros que, en vista de vuestra obstinación, no os obligará a casaros con el hombre que tanto despreciáis.
—¡Gracias! Me habéis salvado la vida.
Ralph abrió la boca para protestar. ¡Se lo habían prometido! Había cometido sacrilegio y asesinato a cambio de esa recompensa. ¿Cómo iban a negárselo ahora?
—En cambio, es voluntad del rey que Ralph despose a vuestra hija —se le adelantó Gregory. Hizo una pausa y señaló a la espigada quinceañera de pie junto a su madre—. Odila —sentenció, como si fuera necesario constatar de quién estaba hablando.
Philippa ahogó un grito, pero el de Odila fue audible.
Gregory hizo una reverencia.
—Que tengáis buen día.
—¡Esperad! —lo llamó Philippa.
El abogado no se dio por enterado y continuó su camino.
Ralph lo siguió boquiabierto.
Gwenda estaba extenuada cuando se despertó. Era tiempo de cosecha y pasaba los largos días de agosto en el campo. Wulfric empuñaba la guadaña con que segaba el trigo mientras Gwenda lo seguía detrás, atando las gavillas, de sol a sol. Desde el alba hasta el anochecer no hacía otra cosa que agacharse y recoger los tallos segados sin descanso, una y otra vez, hasta que el dolor de espalda se hacía insoportable. Cuando oscurecía y apenas se veía, volvía a casa tambaleante y se dejaba caer en la cama mientras su familia daba cuenta de lo que encontrara en la despensa.
Wulfric se levantó al alba y sus movimientos consiguieron colarse en el profundo sueño de Gwenda, quien se puso en pie como pudo. Todos necesitaban un buen desayuno, por lo que dispuso cordero, pan, mantequilla y cerveza fuerte sobre la mesa. Sam, de diez años, se desperezó enseguida, pero a David, de sólo ocho, tuvieron que zarandearlo y animarlo a salir de la cama.
—Esas tierras nunca las cultivaron un hombre y su mujer solos —comentó Gwenda malhumorada mientras almorzaban.
—Tú y yo recogimos la cosecha sin ayuda de nadie el año que se derrumbó el puente —contestó Wulfric con desenfado, irritantemente optimista.
—Entonces tenía doce años menos.
—Pero tú ganas con el tiempo.
Gwenda no estaba de humor para galanterías.
—Incluso en tiempos de tu padre y tu hermano contratabais jornaleros cuando llegaba la cosecha.
—¿Qué más da? La tierra es nuestra y nosotros la sembramos, por eso sacaremos provecho de la cosecha en vez de ganar un miserable penique al día. Cuanto más trabajemos, más ganaremos. ¿No es lo que siempre has querido?
—Nunca he querido depender de nadie, si es eso a lo que te refieres. —Gwenda se acercó a la puerta—. Viento del oeste y unas cuantas nubes en el cielo.
Wulfric frunció el ceño.
—Espero que el sol aguante todavía un par o tres de días.
—Creo que lo hará. Vamos, niños, hora de ir al campo. Id comiendo por el camino. —Empezó a hacer un atado con el pan y la carne para la hora de la comida cuando Nate Reeve entró cojeando por la puerta—. ¡Oh, no! Hoy no, ¡ya casi hemos acabado de segar!
—El señor también tiene sembrados —repuso el administrador.
Jonathan, el hijo de Nate, apareció detrás. Jonno, como lo llamaba todo el mundo, también tenía diez años y enseguida se puso a hacerle muecas a Sam.
—Déjanos tres días más en nuestras tierras —pidió Gwenda.
—No pierdas el tiempo, no hay nada que discutir. Debéis al señor un día de trabajo a la semana y dos en tiempo de cosecha. Hoy y mañana segaréis su cebada en Brook Field.
—El segundo día suele perdonarse. Así ha venido siendo por costumbre desde hace mucho tiempo.
—Así ha sido en tiempos en que sobraban aparceros, pero ahora el señor está en una situación desesperada. Hay tanta gente que ha negociado tenencias libres que apenas le queda nadie que le recoja la cosecha.
—Por tanto se recompensa a los que llegaron a un acuerdo contigo y pidieron estar exentos de sus deberes tradicionales mientras que a la gente como nosotros, que aceptamos los viejos términos, se nos castiga haciéndonos trabajar el doble en las tierras del señor.
Gwenda miró acusadoramente a Wulfric, recordando que no le había hecho caso cuando ella le dijo que discutiera los términos con Nate.
—Algo así —contestó Nate, indiferente.
—¡Demontre! —Se le escapó a Gwenda.
—No seas malhablada. No tendrás que preocuparte por la comida. Habrá pan de trigo y un nuevo barril de cerveza. ¿No es motivación suficiente?
—Sir Ralph alimenta con avena los caballos que piensa reventar.
—¡No tardéis!
Nate siguió su camino.
Su hijo, Jonno, le sacó la lengua a Sam. Éste hizo el amago de ir a agarrarlo, pero Jonno se escabulló y salió corriendo detrás de su padre.
Cansinamente, Gwenda y su familia se encaminaron hacia los campos donde la cebada de Ralph se balanceaba con el viento y se pusieron a trabajar. Wulfric segaba y Gwenda engavillaba. Sam les seguía detrás, recogiendo los tallos que se le escapaban a su madre y juntándolos hasta que tenía bastantes para formar una gavilla. Luego se los pasaba a Gwenda para que ésta los uniese. David tenía dedillos pequeños y hábiles, e iba tegiendo pajas para formar cuerdas resistentes con que atar las gavillas. Las otras familias que todavía trabajaban fieles a las antiguas costumbres los seguían a los lados mientras los siervos más avispados segaban sus propias cosechas.
Cuando el sol alcanzó su cénit, Nate apareció con un carro y un barril en la parte de atrás. Fiel a su palabra, entregó a cada familia una enorme hogaza de delicioso pan de trigo recién hecho. Después de dar cuenta de su ración, los adultos se tumbaron a la fresca para descansar mientras los niños jugaban.
Gwenda se adormecía cuando oyó una algarabía de voces infantiles. Sabía por el sonido que no se trataba de ninguno de sus hijos, pero de todas maneras se puso en pie de un salto, momento en que vio a Sam peleándose con Jonno Reeve. A pesar de que casi eran de la misma edad y estatura, Sam tenía a Jonno en el suelo y lo pateaba y lo golpeaba sin misericordia. Gwenda se dirigió hacia los críos, pero Wulfric se le adelantó y apartó a Sam agarrándolo del brazo.
Gwenda miró a Jonno preocupada. El muchacho sangraba por la nariz y la boca y tenía un ojo enrojecido que empezaba a hinchársele. El pequeño se había llevado las manos a la barriga y no paraba de gemir y sollozar. Gwenda había visto muchas peleas entre chicos, pero eso era diferente. Jonno había recibido una paliza.
Gwenda miró fijamente a su hijo de diez años. No tenía ni un solo rasguño, era como si Jonno ni siquiera lo hubiera tocado. Sam no parecía arrepentido por lo que había hecho, al contrario, tenía una expresión triunfal y soberbia que a Gwenda le resultó vagamente familiar. Rebuscando en la memoria no tardó en dar con la similitud y recordar a quién le había visto esa misma expresión después de haber propinado una tunda a alguien.
Era idéntica a la que había visto en el semblante de Ralph Fitzgerald, el verdadero padre de Sam.
Dos días después de la visita de Ralph y Gregory a Earlscastle, lady Philippa se presentó en Tench Hall.
Ralph había estado dándole vueltas a la posibilidad de contraer matrimonio con Odila. Era una jovencita muy guapa, pero en Londres podía encontrar jovencitas guapas a patadas por unos cuantos peniques. Además, ya había vivido la experiencia de estar casado con alguien que apenas había abandonado la infancia. Después de la novedad inicial, la joven le había resultado irritante y aburrida.
Por un momento acarició la idea de desposar a Odila y yacer con Philippa al mismo tiempo. Casarse con la hija y tener a la madre de amante era una perspectiva que merecía toda su atención. Tal vez incluso podría acostarse con ambas a la vez. Ya lo había hecho en una ocasión con un par de prostitutas de Calais que eran madre e hija, y el elemento incestuoso le había dado un excitante toque de depravación.
Sin embargo, siendo sensato, sabía que eso no iba a suceder. Philippa jamás accedería a un arreglo de ese tipo. Podía intentar coaccionarla, pero no se la intimidaba con facilidad.
—No quiero casarme con Odila —le dijo a Gregory cuando volvían de Earlscastle.
—No tendrás que hacerlo —contestó el abogado, aunque se negó a explicarle la razón.
Philippa llegó acompañada de una dama de honor y un escolta, pero sin Odila. Al entrar en Tench Hall, Ralph pensó que la condesa había olvidado su altivez por primera vez en la vida, ni siquiera la encontró bella. Era evidente que llevaba dos noches sin dormir.
Ralph, Alan, Gregory, un puñado de escuderos y un administrador acababan de sentarse a comer. Philippa era la única mujer en la estancia.
La condesa se acercó a Gregory.
La cortesía que el abogado le había demostrado el día anterior había quedado olvidada: no se levantó, y la miró de abajo arriba con grosería, como si se tratara de una sierva con una queja.
—¿Y bien? —preguntó al fin.
—Me casaré con Ralph.
—¡Vaya! —exclamó Gregory, fingiendo sorpresa—. ¿Ahora sí?
—Sí. Prefiero contraer matrimonio con él antes que sacrificar a mi hija.
—Mi señora, por lo visto pensáis que el rey os ha invitado a un banquete y os ha pedido que escojáis el plato que más os apetezca —contestó, sarcástico—. Estáis equivocada. Al rey no le importa qué es lo que más os place, el rey ordena. Desobedecisteis una orden y él emitió otra. No os ofreció elegir.
Philippa bajó la vista.
—Lamento mi conducta. Por favor, perdonad a mi hija.
—Si estuviera en mis manos, declinaría vuestra petición como castigo a vuestra obcecación. Sin embargo, tal vez deberíais rogarle a sir Ralph.
Philippa miró a Ralph, quien se excitó al ver la ira y la desesperación en sus ojos. Era la mujer más altiva que jamás había conocido, y él había conseguido quebrantar su orgullo. De inmediato sintió deseos de acostarse con ella.
Sin embargo, todavía no había terminado.
—¿Tenéis algo que decirme? —preguntó Ralph.
—Os pido disculpas.
—Venid aquí. —Ralph estaba sentado a la cabeza de la mesa. Philippa se acercó y se detuvo a su lado. Ralph acarició la cabeza de león tallada en uno de los brazos de la silla—. Adelante.
—Siento haberos rechazado y quisiera retirar mis palabras. Acepto vuestra proposición: me casaré con vos.
—Pero yo no la he renovado. Es deseo del rey que despose a Odila.
—Si vos le pedís que vuelva al plan original, atenderá vuestro ruego.
—Y eso es lo que me solicitáis que haga.
—Sí. —Lo miró a los ojos y se tragó su definitiva humillación—. Os lo pido… Os lo suplico. Por favor, sir Ralph, hacedme vuestra esposa.
Ralph retiró la silla hacia atrás y se puso en pie.
—Besadme, entonces.
Philippa cerró los ojos.
Ralph le pasó el brazo por los hombros, la atrajo hacia él y la besó en la boca. Philippa se sometió sin corresponderle. Ralph le estrujó un pecho con la mano libre. Era tan firme y colmado como siempre había imaginado. A continuación, fue bajándola por el cuerpo de la mujer hasta detenerse entre las piernas. Philippa dio un respingo, pero no intentó apartarse y él apretó la palma contra la horcajadura de sus muslos. Ralph ahuecó la mano y la afianzó contra la carnosidad triangular.
Sin soltarla, apartó los labios de su boca y se volvió hacia sus amigos.