l obispo Henri y los demás invitados abandonaron Kingsbridge a la mañana siguiente. Caris, que había estado durmiendo en el dormitorio de las monjas, regresó al palacio del prior después del almuerzo y subió a su alcoba.
Allí encontró a Philemon.
Era la segunda vez en dos días que la sorprendía la presencia de hombres en su habitación, aunque en esta ocasión Philemon estaba solo y completamente vestido, hojeando un libro junto a la ventana. Viéndolo de perfil, Caris comprendió hasta qué punto las vicisitudes de los últimos seis meses le habían pasado factura.
—¿Qué haces aquí?
—Es la casa del prior —contestó Philemon, fingiendo sorpresa ante la pregunta—. ¿Por qué no debería estar aquí?
—¡Porque no es tu alcoba!
—Nunca me echaron del cargo, así que sigo siendo el suprior de Kingsbridge y, teniendo en cuenta que el prior ha muerto, ¿quién otro iba a vivir aquí?
—Yo, por descontado.
—Si ni siquiera eres monje.
—El obispo Henri me nombró prior en funciones, y anoche me mantuvo en el cargo a pesar de tu regreso. Por ende, soy tu superiora y me debes obediencia.
—Pero eres una monja, y las monjas deben vivir con las monjas, no con los hermanos.
—Llevo meses viviendo aquí.
—¿Sola?
Caris comprendió de inmediato que se movía por terreno resbaladizo. Philemon sabía que Merthin y ella habían estado conviviendo poco más o menos como marido y mujer. Habían sido discretos y no habían hecho alarde de su relación, pero la gente solía acabar averiguando ese tipo de cosas, y Philemon tenía un olfato muy desarrollado para las debilidades.
Lo sopesó. Podía insistirle en que abandonara el edificio de inmediato y, en caso de ser necesario, incluso podía hacer que lo echaran. Thomas y los novicios la obedecerían, pero Philemon no. Sin embargo, ¿luego qué? Philemon haría todo cuanto estuviese en sus manos para airear lo que Merthin y ella habían estado haciendo en el palacio. Avivaría la polémica y los próceres de la ciudad tomarían partido. Gracias a la reputación de Caris, la mayoría se sentirían inclinados a respaldarla en casi todo lo que hiciera, pero habría quienes censurarían su comportamiento. El conflicto resultante debilitaría su autoridad y siempre se cernería una sombra sobre sus proyectos. Lo mejor era admitir la derrota.
—Puedes quedarte con la alcoba —dijo al fin—, pero no con el salón. Lo utilizo para las reuniones con los ciudadanos prominentes y los dignatarios de visita. Cuando no estés oficiando en la iglesia, estarás en el claustro, no aquí. Los supriores no tienen palacio.
Se fue sin darle oportunidad de réplica. Caris había conseguido conservar su prestigio, pero él había ganado.
El suceso de la noche anterior le había recordado lo artero que era Philemon, quien, ante las preguntas del obispo Henri, había demostrado tener una explicación convincente para todos sus actos deshonrosos. ¿Cómo justificaba el haber abandonado sus deberes en el priorato y haber huido a St.-John-in-the-Forest? El monasterio estaba en peligro de extinción y el único modo de salvarlo había sido huir atendiendo al dicho: «Vete pronto, vete lejos y no tengas prisa en volver». Por consenso general, ése seguía siendo el único método efectivo de esquivar la peste. El único error que había cometido era permanecer demasiado tiempo en Kingsbridge. Si así era, ¿por qué nadie había informado al obispo de dicho plan? Philemon lo sentía, pero los demás monjes y él sólo obedecían órdenes del prior Godwyn. Entonces, ¿por qué había huido de St. John cuando la peste los alcanzó? Había partido con el permiso de Godwyn para ir a atender las necesidades de la gente de Monmouth en respuesta a la llamada del Señor. ¿Cómo era posible que el hermano Thomas no supiera nada de ese permiso y que, de hecho, negara categóricamente que jamás se le hubiera concedido? Godwyn no había comunicado la noticia a los demás monjes por miedo a despertar sus celos. Siendo así, ¿por qué había abandonado Monmouth? Porque había coincidido con fray Murdo, quien le había comunicado que el priorato de Kingsbridge lo necesitaba y él lo había considerado como una nueva llamada del Señor.
Caris concluyó que Philemon había estado huyendo de la peste hasta darse cuenta de que debía de ser uno de los pocos afortunados que no era propenso a padecerla. Luego se había enterado a través de Murdo de que Caris se acostaba con Merthin en el palacio del prior y de inmediato había visto el terreno abonado para sacar provecho de la situación y mejorar su situación. El Señor no tenía nada que ver con todo aquello.
Pese a todo, el obispo Henri había creído las patrañas de Philemon, quien se había cuidado de mostrar una humildad rayana en el servilismo. Henri no lo conocía, por lo que no había sabido leer entre líneas.
Caris dejó a Philemon en el palacio y se dirigió a la catedral. Subió la larga y estrecha escalera de caracol de la torre noroccidental y encontró a Merthin en el taller del maestro albañil, dibujando en el suelo, bajo la luz que se colaba por los altos ventanales de la fachada norte.
Caris observó con interés lo que había hecho y, como siempre, le costó interpretar los esbozos. Las delgadas líneas dibujadas en la argamasa tenían que transformarse en gruesos muros de piedra con puertas y ventanas en la imaginación de quien las contemplaba.
Merthin la miró expectante mientras Caris estudiaba el dibujo. Era obvio que esperaba una reacción entusiasta. Sin embargo, a Caris no le acababa de convencer lo que había proyectado, pues no se parecía en nada a un hospital.
—Pero si has dibujado un… ¡claustro!
—Exacto —dijo Merthin—. ¿Por qué un hospital tiene que ser un edificio alargado y estrecho como la nave de una iglesia? Tú quieres que sea amplio y luminoso, así que en vez de comprimir todas las estancias juntas, las he dispuesto alrededor de un cuadrángulo.
Caris intentó proyectar una imagen mental: el patio de hierba, el edificio que lo envolvía, las puertas que darían a cámaras de cuatro o seis camastros, las monjas pasando de estancia a estancia al abrigo de la arcada cubierta…
—¡Es magnífico! —exclamó—. Jamás se me habría ocurrido, pero es perfecto.
—Puedes cultivar el herbario en el cuadrángulo, donde las plantas recibirán sol y al mismo tiempo estarán a resguardo del viento. Habrá una fuente en medio para que tengáis agua fresca, que a la vez puede desaguar por la letrina, en el ala sur, y de ahí al río.
Lo besó sin caber en sí de gozo.
—¡Eres un genio! —Sin embargo, en ese momento recordó lo que venía a decirle y al preguntarle Merthin qué ocurría, Caris supuso que debía de adivinársele en la cara—. Tenemos que mudarnos del palacio. —Le contó la conversación con Philemon y sus razones para haber dado su brazo a torcer—. Preveo que tendré graves conflictos con Philemon y no deseo hacer un estandarte de este motivo en concreto.
—Es lo más razonable —convino Merthin.
Sin embargo, Caris sabía por su expresión que estaba enfadado. A pesar de tener la mirada fija en sus bocetos, en realidad no pensaba en ellos.
—Y hay algo más. Estamos diciéndole a todos los habitantes de Kingsbridge que deben llevar una vida lo más normal posible, que deben ser cívicos, que deben recuperar los valores familiares, que deben olvidar las orgías de borrachos… Deberíamos predicar con el ejemplo.
Merthin asintió con la cabeza.
—Y supongo que no hay nada menos normal que una priora viviendo con su amante.
Su tono ecuánime contradijo de nuevo su expresión furiosa.
—Lo siento mucho.
—Yo también.
—Pero no podemos poner en peligro todo lo que queremos: tu torre, mi hospital, el futuro de la ciudad.
—No, pero estamos sacrificando nuestra vida de pareja.
—No del todo. Tendremos que dormir separados y eso será duro, pero habrá muchas ocasiones de estar juntos.
—¿Dónde?
Caris se encogió de hombros.
—Aquí, por ejemplo. —En ese momento se sintió invadida por un espíritu juguetón. Atravesó la habitación hasta el otro extremo, levantando sus faldas ligeramente al caminar, y se acercó a la entrada en lo alto de la escalera—. No viene nadie —dijo, subiéndose el vestido hasta la cintura.
—Y si viniera alguien, lo oiríamos de todos modos —añadió él—. La puerta de abajo hace ruido.
Caris se inclinó, fingiendo que miraba por el hueco de la escalera.
—¿Desde ahí ves algo?
Merthin rio entre dientes. Caris solía curarle el mal humor con sus juegos.
—No tan de cerca como me gustaría —contestó, riendo.
Caris regresó junto a él, sujetando las faldas por encima de la cintura y con una sonrisa triunfal.
—Ya lo ves, no tenemos que dejarlo todo.
Merthin se sentó en un banco y la atrajo hacia él. Caris se sentó a horcajadas en su regazo.
—Será mejor que te subas un jergón de paja aquí arriba —dijo Caris, con la voz preñada de deseo.
Merthin frotó la nariz contra sus pezones.
—¿Cómo voy a explicar que necesito una cama en un taller de albañil? —murmuró él.
—Di que los albañiles necesitan algo suave donde poner sus herramientas…
Una semana después, Caris y Thomas de Langley fueron a visitar la reconstrucción de la muralla de la ciudad. A pesar de ser una gran obra, no revestía complicación, y una vez establecidas las directrices, el trabajo de cantería podían realizarlo jóvenes albañiles sin experiencia y aprendices. Caris estaba encantada con la celeridad con que habían empezado las obras. Era fundamental que la ciudad pudiera protegerse en tiempos convulsos, aunque tenía un motivo más importante: esperaba que si lograba que sus habitantes se guardaran del caos exterior, eso les condujera lógicamente a una nueva concienciación de la necesidad de orden y civismo entre ellos mismos.
Le resultaba irónico que el destino le hubiera deparado ese papel precisamente a ella, que jamás había seguido las normas, que siempre había desdeñado la ortodoxia y desobedecido los convencionalismos. Ella, que se creía con pleno derecho a dictar sus propias normas, en esos momentos se encontraba tomando medidas drásticas contra los que se apartaban del redil. Era un milagro que todavía nadie la hubiera tachado de hipócrita.
Lo cierto era que algunas personas prosperaban en un ambiente anárquico y otras no, y Merthin era una de las que estaba mucho mejor sin constricciones. Caris recordó la talla que había hecho de las diez vírgenes: no se parecía a nada de lo que nadie hubiera visto antes, motivo que Elfric había utilizado como excusa para destruirla. Las regulaciones sólo servían para obstaculizar a Merthin. Sin embargo, las personas como Barney y Lou, los matarifes, necesitaban leyes que les impidieran hacerse daño el uno al otro cuando se emborrachaban y se enzarzaban en una pelea.
Pese a todo, su postura se tambaleaba. Era difícil encontrar una explicación convincente de por qué las normas no se aplicaban a uno mismo cuando estaba intentando que todos observaran la ley y el orden.
Iba dándole vueltas a todas estas cuestiones mientras regresaba al priorato acompañada por Thomas. A la puerta de la catedral se encontró con la hermana Joan, que paseaba arriba y abajo con semblante preocupado.
—Estoy muy enfadada con Philemon —dijo—. Dice que le has robado su dinero ¡y que tengo que devolvérselo!
—Cálmate. —Acompañó a Joan al porche de la iglesia y se sentaron en un poyo—. Respira hondo y cuéntame qué ha pasado.
—Philemon vino a verme después de hablar con Tierce y me dijo que necesitaba diez chelines para comprar velas para la capilla de San Adolfo. Yo le dije que tendría que preguntarte primero.
—Muy bien hecho.
—Se enfadó mucho y me gritó que ese dinero era de los monjes y que no tenía derecho a negárselo. Me pidió las llaves y creo que habría intentado quitármelas si no le hubiera dicho que de nada le iban a servir si no sabía dónde estaba el tesoro.
—Fue una buena idea mantenerlo en secreto —opinó Caris.
—Ya veo que el muy cobarde escoge el momento en que yo no estoy rondando por aquí —comentó Thomas, de pie junto a ellas.
—Joan, has hecho muy bien en negarte a darle nada, siento que haya intentado coaccionarte —dijo Caris—. Thomas, ve a buscarlo y llévamelo al palacio.
Después de hablar con ellos se dirigió al cementerio, ensimismada en sus pensamientos. Era evidente que Philemon estaba decidido a crearle problemas. Además, el hombre no era de esos fanfarrones envalentonados a los que podía domeñar con facilidad, sino un rival artero, por lo que tendría que andarse con mucho cuidado.
Al abrir la puerta de la casa del prior vio que Philemon estaba en el salón, sentado a la cabeza de la larga mesa.
Caris se detuvo en la entrada.
—No deberías estar aquí. Te dije específicamente…
—Estaba buscándote —la interrumpió él.
Caris comprendió que tendría que cerrar la casa con llave, de lo contrario él siempre encontraría el pretexto para desobedecer sus órdenes.
—Me buscabas en el lugar equivocado —contestó, reprimiendo la rabia.
—Ya te he encontrado, ¿no?
Caris lo observó detenidamente. Desde que había llegado, iba afeitado, se había cortado el pelo y llevaba un hábito nuevo: la viva estampa del típico prior reposado y autoritario.
—He estado hablando con la hermana Joan. Está muy enfadada.
—Yo también.
Caris cayó en la cuenta de que el hombre había elegido el sitial y que ella estaba de pie delante de él, como si Philemon estuviera al mando y ella hubiera ido a solicitarle algo. Con qué maestría manipulaba las situaciones…
—Si necesitas dinero, tendrás que pedírmelo a mí.
—¡Soy el suprior!
—Y yo el prior en funciones, lo que me convierte en tu superiora —respondió Caris, alzando la voz—. ¡De modo que lo primero que debes hacer es levantarte cuando hables conmigo!
Philemon dio un respingo, sorprendido por el tono, aunque no tardó en recobrar la compostura. Se puso en pie con insultante lentitud.
Caris se sentó en el lugar que él había ocupado hasta esos instantes y no lo invitó a tomar asiento.
—Por lo que me han dicho, estás utilizando el dinero del monasterio para pagar la nueva torre —dijo Philemon, impertérrito.
—Sí, por orden del obispo.
Por unos instantes lo traicionó una fugaz expresión de fastidio. El hombre había planeado congraciarse con el obispo y ganárselo como aliado contra Caris. Incluso de pequeño adulaba incansablemente a la gente con autoridad, gracias a lo cual había conseguido que lo admitieran en el monasterio.
—Debo poder acceder al dinero del monasterio, por derecho. Debería ser yo quien administrara las rentas de los monjes.
—La última vez que las administraste, les robaste.
Philemon palideció. Esa flecha había dado en el blanco.
—¡Ridículo! —protestó, tratando de ocultar su bochorno—. El prior Godwyn se las llevó para ponerlas a buen recaudo.
—Muy bien, pero nadie se las va a llevar para ponerlas a «buen recaudo» mientras yo sea el prior en funciones.
—Pues los ornamentos como mínimo. Son joyas sagradas que sólo deben tocar los sacerdotes, no las mujeres.
—Thomas se ocupa de ellas de forma adecuada, las saca para las misas y después las devuelve al tesoro.
—No me complace…
—Además, todavía no has devuelto todo lo que te llevaste —lo interrumpió Caris, recordando algo de repente.
—El dinero…
—Los ornamentos. Falta un candelabro de oro, un presente de la cofradía de los fabricantes de velas. ¿Qué le sucedió?
La reacción de Philemon la sorprendió. Caris esperaba una nueva sarta de excusas, pero no fue así.
—Ese candelabro siempre estuvo en la alcoba del prior —contestó, avergonzado.
Caris frunció el ceño.
—¿Y…?
—Lo mantuve separado de los demás ornamentos.
—¿Me estás diciendo que tú has tenido el candelabro todo este tiempo? —preguntó atónita, sin dar crédito a lo que estaba oyendo.
—Godwyn me pidió que me encargara de él.
—Y por eso te lo llevaste contigo en tus viajes a Monmouth y a todas partes.
—Ése era su deseo.
Era una patraña totalmente inverosímil, y Philemon lo sabía. En realidad, él había robado el candelabro.
—¿Todavía lo tienes?
El hombre asentía, incómodo, cuando entró Thomas.
—¡Estás aquí!
—Thomas, sube y registra la alcoba de Philemon —dijo Caris.
—¿Qué he de buscar?
—El candelabro de oro que se había perdido.
—No hace falta que busques nada. Lo encontrarás en el reclinatorio —dijo Philemon.
Thomas subió la escalera y regresó con el candelabro, que le entregó a Caris. Pesaba bastante. Caris lo examinó con curiosidad. En la base estaban grabados los nombres de los doce miembros del gremio de fabricantes de velas en letras diminutas. ¿Para qué lo querría Philemon? Había tenido tiempo de sobra para venderlo o fundirlo y no lo había hecho, así que era obvio que no deseaba desprenderse de él. Al parecer sólo quería tener su propio candelabro de oro. ¿Lo contemplaría y lo acariciaría a solas en su dormitorio?
Lo miró y vio lágrimas en sus ojos.
—¿Vas a llevártelo? —preguntó Philemon.
—Por supuesto —contestó Caris, sin comprender cómo podía dudarlo siquiera—. Su lugar está en la catedral, no en tu alcoba. Los fabricantes de velas lo donaron por la gloria de Dios y el embellecimiento de los oficios, no para el regalo personal de un monje.
Philemon no protestó. Parecía desvalido, no arrepentido. No comprendía que había obrado mal. Su pesar no era remordimiento por sus erradas acciones, sino desesperación por lo que se le había arrebatado. Caris adivinó que Philemon desconocía qué era la contrición.
—Me temo que esto pone fin a la discusión sobre la administración de los objetos valiosos del priorato —sentenció Caris—. Puedes irte. —Caris le tendió el candelabro a Thomas cuando el suprior salió de la sala—. Llévaselo a la hermana Joan y dile que lo guarde. Informaremos a los veleros de su aparición y lo utilizaremos el próximo domingo.
Thomas obedeció.
Caris permaneció sentada unos minutos más, pensando. Philemon la odiaba, pero ni siquiera se molestó en averiguar la razón: el hombre hacía enemigos con más rapidez que amigos un hojalatero. Sin embargo, no debía olvidar que se trataba de un adversario temible y sin escrúpulos decidido a crearle problemas en cuanto tuviera ocasión, y que las cosas no iban a mejorar. Cada vez que ella saliera victoriosa de sus pequeñas escaramuzas, estaría alimentando la mezquindad que lo consumía; aun así dejarle ganar sería una invitación a la insubordinación.
Iba a ser una guerra sangrienta de la que desconocía el resultado.
Los flagelantes regresaron un sábado por la tarde, en junio.
Caris se encontraba en el scriptorium, terminando su libro. Había decidido empezar por la peste y las formas de combatirla y luego pasaría a enfermedades más benignas. Estaba describiendo las mascarillas de lino que había introducido en el hospital de Kingsbridge y no sabía cómo explicar que eran efectivas, a pesar del hecho de no garantizar una inmunidad absoluta. Lo único infalible era abandonar la ciudad antes de que llegara la peste y permanecer bien alejado hasta que hubiera pasado, pero eso casi nadie podía permitírselo. Además, el concepto de protección parcial era una idea peregrina para mentes que creían en curaciones milagrosas. Ciertamente algunas monjas con mascarilla se habían infectado de todas maneras, aunque no tantas como habría cabido esperar si no las hubieran llevado. Al final decidió comparar las mascarillas con los escudos: un escudo no garantizaba que un hombre sobreviviera a un ataque, pero sí le proporcionaba una valiosa protección, por lo que ningún caballero entablaba combate sin su escudo. Justamente eso mismo escribía en una prístina página de pergamino cuando oyó a los penitentes y resopló irritada.
El retumbo de los tambores era tan caprichoso como los pasos de un borracho; las gaitas, una criatura salvaje aullando de dolor; y el repiqueteo de las campanillas, la parodia de un funeral. Salió en el momento en que la procesión entraba en el recinto. Esta vez eran más, setenta u ochenta, y daban la impresión de estar más enajenados que antes: llevaban el pelo largo y enmarañado, apenas los tapaban unos harapos y sus alaridos erizaban la piel. Venían de la ciudad, por lo que arrastraban una larga cola de seguidores que o bien los contemplaban entretenidos o bien se sumaban a ellos y empezaban a rasgarse las vestiduras para compartir su penitencia.
No esperaba volver a verlos. El papa Clemente VI había condenado a los flagelantes, pero estaba muy lejos, en Aviñón, y recaía en los demás la tarea de procurar que sus providencias se observaran.
Como en la ocasión anterior, fray Murdo iba al frente, encaminándolos hacia la entrada oeste de la catedral, cuyas puertas, para incredulidad de Caris, estaban abiertas de par en par. Puesto que ella no lo había autorizado y Thomas no lo habría hecho sin consultarlo antes con ella, el culpable debía de ser Philemon. Recordó que el suprior había coincidido con fray Murdo en sus viajes, así que supuso que el fraile habría avisado a Philemon de su visita con antelación y que juntos habían conspirado para introducir a los penitentes en la iglesia. Sabía que Philemon alegaría ser el único sacerdote ordenado del priorato y que, por tanto, tenía derecho a decidir qué tipo de oficios se celebraban en el templo.
Con todo, ¿cuál era la intención de Philemon? ¿Por qué se tomaba tantas molestias por Murdo y los flagelantes?
Murdo condujo la procesión al interior de la nave, seguidos por las gentes de Kingsbridge. Caris dudó si sumarse a aquel espectáculo, pero creyó necesario saber qué ocurría, así que por mucho que le pesase, los acompañó al interior de la catedral.
Fray Murdo se reunió con Philemon en el altar, donde lo esperaba con las manos levantadas para pedir silencio.
—Hoy estamos aquí para confesar nuestras faltas, arrepentirnos de nuestros pecados y hacer debida penitencia —anunció.
Philemon no era un buen orador, por lo que sus palabras fueron recibidas con un mutismo generalizado, pero el carismático Murdo tomó el relevo de inmediato.
—¡Confesamos que tenemos pensamientos lascivos y que nuestros actos son pecaminosos! —gritó, y los feligreses se le unieron alzando sus voces.
El proceso siguió el mismo curso que la vez anterior: llevados a la exaltación por las palabras de Murdo, los penitentes se adelantaron hasta la parte de delante, confesaron sus pecados a voz en cuello y empezaron a azotarse. La gente de la ciudad los miraba fascinada por la violencia y la desnudez. A pesar de lo que aquello tuviera de actuación, los látigos eran reales y Caris se estremeció al ver los verdugones y los cortes de las espaldas de los flagelantes. Algunos lo habían hecho muchas veces antes y ya tenían cicatrices, pero otros mostraban heridas recientes que los nuevos azotes volvían a abrir.
Los ciudadanos de Kingsbridge no tardaron en sumarse a ellos. A medida que iban acercándose al altar, Philemon les tendía el cepillo para recolectar limosnas, lo cual le reveló a Caris la verdadera motivación del monje: el dinero. Hasta depositar una moneda en el cepillo de Philemon nadie podía confesarse y besar los pies de Murdo, quien no le quitaba el ojo de encima a lo que iba recolectándose, razón por la que Caris dedujo que éste y Philemon se repartirían la recaudación después del oficio.
A medida que la gente de la ciudad iba avanzando, el rumor de los tambores y las gaitas aumentaba progresivamente. El cepillo de Philemon se llenó en un abrir y cerrar de ojos. Los que habían recibido la absolución bailaban extasiados al son de la delirante música.
Terminada la cola, todos los penitentes danzaban. El concierto alcanzó su climax y se detuvo con brusquedad, momento en que Caris reparó en la ausencia de Murdo y Philemon y supuso que se habrían escabullido por el transepto sur hacia el claustro de los monjes para contar lo recaudado.
El espectáculo había terminado. Los bailarines se dejaron caer exhaustos mientras los demás empezaban a dispersarse y salían por las puertas abiertas bajo el aire limpio de la tarde estival. Al poco, los acólitos de Murdo hallaron las fuerzas para abandonar la iglesia y Caris los imitó. Vio que la mayoría de los flagelantes se dirigía a la posada Holly Bush.
Regresó aliviada al reposado fresco del convento. A medida que la noche iba cayendo sobre el claustro, las monjas atendieron el oficio de vísperas y cenaron. Antes de acostarse, Caris fue a echar un vistazo al hospital. El lugar seguía lleno: la peste continuaba causando estragos.
Apenas encontró motivo de queja, pues la hermana Oonagh seguía los preceptos de Caris al pie de la letra: mascarillas, nada de sangrías y una higiene rayana en la obsesión. Caris estaba a punto de irse a dormir cuando entraron a uno de los flagelantes.
Era un hombre que se había desmayado en la posada y se había abierto la cabeza al golpearse con un banco. Todavía tenía la espalda ensangrentada y Caris supuso que la pérdida de sangre tenía tanto que ver con la pérdida del conocimiento como el golpe en la cabeza.
Oonagh le limpió las heridas con agua salada mientras seguía inconsciente. Para reanimarlo, prendió un asta de ciervo, la paseó bajo su nariz para que aspirara el apestoso humo y a continuación le hizo beber dos pintas de agua mezclada con canela y azúcar para restituir el líquido que había perdido su organismo.
Sin embargo, después de él vendrían más. Poco a poco fueron llegando hombres y mujeres con diagnósticos diversos, aunque todos relacionados con pérdidas de sangre, exceso de alcohol y heridas recibidas de resultas de accidentes o peleas. El desenfreno flagelador multiplicó por diez el número de pacientes de una noche de sábado. Incluso había un hombre que se había azotado la espalda tantas veces que se le había gangrenado. Como colofón, pasada la media noche ingresaron a una mujer a la que habían atado, flagelado y violado.
La ira de Caris iba en aumento conforme ayudaba a las monjas a atender a aquellos pacientes. Todas las heridas se derivaban de la perversión de los principios religiosos que divulgaban hombres como Murdo, quienes aseguraban que la peste era un castigo divino por los pecados cometidos por los hombres, aunque la gente ya podía evitar la peste castigándose de otro modo. Era como si Dios fuera un monstruo vengativo distrayéndose con un juego de reglas dementes. Caris creía que Dios debía tener un sentido de la justicia algo más complejo que el del cabecilla de una panda de descerebrados.
Trabajó hasta el oficio de maitines, durmió un par de horas y nada más levantarse fue a ver a Merthin.
Merthin vivía entonces en la casa más soberbia que había construido en la isla de los Leprosos. Se alzaba en la orilla sur, en medio de un gran jardín donde acababan de plantar manzanos y perales. Había contratado a una pareja de mediana edad para que cuidara de Lolla y se ocupara de la casa. Se llamaban Arnaud y Emily, aunque entre ellos usaban los diminutivos Arn y Em. Caris encontró a Em en la cocina, quien la envió al jardín.
Merthin estaba enseñando a Lolla a escribir su nombre ayudándose de un palo afilado con que trazar las letras en un pequeño claro de tierra que había despejado. La pequeña tenía cuatro años, una niñita preciosa de piel aceitunada y ojos castaños, que reía al ver que su padre había dibujado una cara en la o.
Al verlos, a Caris le entraron remordimientos. Llevaba acostándose con Merthin cerca de medio año y aunque no deseaba tener hijos, pues eso significaría renunciar a sus ambiciones, una parte de ella lamentaba no haberse quedado embarazada. Se hallaba dividida entre esos dos sentimientos, razón por la que probablemente había asumido el riesgo. Sin embargo, no había ocurrido. Se preguntó si aún sería capaz de concebir; tal vez la poción que Mattie Wise le había dado para abortar hacía tanto tiempo también le hubiera dañado la matriz. Como siempre en esos casos, deseó saber más sobre el cuerpo y sus dolencias.
Merthin la besó y fueron a dar un paseo por la finca. Lolla corría delante de ellos, entretenida en un juego imaginativo y muy enrevesado que la obligaba a hablar con todos los árboles. Entre las plantas recién trasplantadas y la tierra transportada a carretadas hasta allí para enriquecer el suelo pedregoso de la isla, el terreno todavía parecía un jardín en ciernes.
—He venido para hablar contigo de los penitentes —dijo Caris, y le contó lo que había sucedido la noche anterior en el hospital—. Quiero prohibirles la entrada a Kingsbridge —concluyó.
—Buena idea —convino Merthin—. Todo ese montaje no es más que una nueva fuente de ingresos para Murdo.
—Y para Philemon, no olvides que era él quien pasaba el cepillo. ¿Hablarás con la cofradía?
—Por supuesto.
En calidad de prior en funciones, Caris era el equivalente al señor del feudo, por lo que en teoría podía prohibir la entrada de los flagelantes sin tener que consultarlo con nadie. Sin embargo, había presentado una solicitud de fuero municipal ante el rey y Caris esperaba poder traspasar pronto el gobierno de la ciudad al gremio, por lo que consideraba su situación actual como una mera transición. Además, siempre era mucho más inteligente ganarse cierto apoyo antes de intentar imponer una norma.
—Me gustaría que el alguacil acompañara a Murdo y sus seguidores fuera de la ciudad antes de la misa del mediodía.
—Philemon se pondrá hecho un basilisco.
—No debería haberles abierto las puertas de la iglesia sin consultárselo a nadie. —Caris sabía que habría problemas, pero no podía permitir que el miedo a la reacción de Philemon le impidiera hacer lo correcto para la ciudad—. Tenemos al Papa de nuestro lado. Si manejamos la situación con discreción y diligencia, podremos solucionar el problema antes del almuerzo de Philemon.
—Perfecto —dijo Merthin—. Intentaré congregar a los miembros de la cofradía en la posada Holly Bush.
—Me reuniré allí contigo dentro de una hora.
La cofradía se encontraba lamentablemente diezmada como cualquier otra organización ciudadana, pero un puñado de comerciantes prominentes había sobrevivido a la plaga, entre los que se encontraban Madge Webber, Jake Chepstow y Edward Slaughterhouse. Mungo, hijo de John y nuevo alguacil, también asistió a la reunión mientras sus ayudantes esperaban fuera sus instrucciones.
La sesión no se alargó demasiado. Ninguno de los ciudadanos prominentes había tomado parte en el desfile y todos desaprobaban ese tipo de espectáculos públicos. La providencia del Papa zanjó la cuestión. En calidad de prior, Caris promulgó oficialmente una ordenanza por la que se prohibía la flagelación y la impudicia públicas, y mediante la que se facultaba al alguacil para expulsar de la ciudad, a requerimiento de tres miembros cualesquiera de la cofradía, a aquéllos que la infringieran. La cofradía aprobó acto seguido una resolución que apoyaba la nueva ordenanza.
A continuación, Mungo subió la escalera y sacó a fray Murdo de su lecho.
Murdo no lo acompañó en silencio. Bajó la escalera despotricando, implorando, rezando y maldiciendo. Dos de los ayudantes de Mungo lo agarraron por los brazos y casi tuvieron que arrastrarlo fuera de la posada. Ya en la calle, el fraile redobló sus baladros. Mungo iba delante, seguido de los miembros de la cofradía. Varios simpatizantes del fraile se acercaron a protestar y por ese mismo motivo fueron arrestados de inmediato. Unos cuantos ciudadanos se sumaron a la procesión al tiempo que el grupo salía a la calle principal y enfilaba hacia el puente de Merthin, aunque ninguno puso reparos a la actuación del alguacil y Philemon no hizo acto de presencia. Incluso algunos de los que el día anterior se habían flagelado, prefirieron no abrir la boca, tal vez ligeramente avergonzados.
El gentío empezó a dispersarse cuando la comitiva cruzó el puente. Murdo perdía fuelle a medida que perdía audiencia, y una sulfurada inquina fue sustituyendo su justa indignación. Puesto en libertad al otro lado del puente, se alejó renqueante a través de los arrabales sin mirar atrás, seguido por un puñado de discípulos desconcertados.
Caris tuvo la sensación de que no volvería a verlo y, tras dar las gracias a Mungo y a sus hombres, regresó al convento.
En el hospital, Oonagh estaba dando el alta a los pacientes de la noche anterior para hacer sitio a las nuevas víctimas de la peste. Caris trabajó allí hasta el mediodía, momento en que tuvo que marcharse, aunque agradecida, para incorporarse a la procesión al interior de la iglesia, donde iba a celebrarse la misa del domingo. Se descubrió pensando con ilusión en las dos horas de salmos y oraciones y en el aburrido sermón que le esperaban por delante; eso al menos le parecía descansado.
Por el semblante iracundo de Philemon al encabezar la entrada en la catedral de los novicios y de Thomas, se adivinaba que le habían llegado las noticias acerca de la expulsión de Murdo. Era evidente que había considerado a los penitentes una fuente de ingresos propia e independiente de Caris. La frustración de esa esperanza había dado paso a la rabia.
Por unos momentos, Caris se preguntó hasta dónde sería capaz de llegar cegado por la ira, aunque luego pensó que bien podía hacer lo que le viniera en gana. Si no hubiera sido eso, habría acabado siendo cualquier otra cosa: tanto daba lo que hiciera, más tarde o más temprano Philemon se enojaría con ella y, por tanto, no valía la pena preocuparse.
Caris se adormiló durante las oraciones, aunque se despertó cuando Philemon empezaba a predicar. El púlpito parecía poner de relieve su desabrimiento y sus sermones solían ser recibidos con desencanto. Con todo, ese día consiguió llamar la atención de los feligreses desde el principio con el anuncio del tema del día: el fornicio.
Escogió como texto un versículo de la primera carta de San Pablo a los corintios, que primero leyó en latín y luego tradujo con voz resonante.
—¡Más bien os escribí para que no os juntéis con ninguno que, llamándose hermano, sea fornicario! —A continuación se dedicó a desarrollar tediosamente el significado de «juntarse»—: No comer con ellos, no beber con ellos, no vivir con ellos, no hablar con ellos.
Caris empezó a preguntarse con cierta ansiedad adónde querría ir a parar. ¿Se atrevería a atacarla desde el púlpito? Buscó a Thomas entre los monjes novicios del coro del otro lado y descubrió en su rostro una mirada recíproca de preocupación.
Se volvió de nuevo hacia Philemon y al ver su semblante ensombrecido por el rencor comprendió que el hombre era capaz de cualquier cosa.
—¿A quién atañe esto? —preguntó Philemon a modo retórico—. No a los que están fuera, escribe el santo específicamente, pues a ésos será Dios quien los juzgue. Pero dice que sois vosotros los jueces dentro de vuestra hermandad. —Señaló a los feligreses—. ¡Vosotros! —Volvió a mirar el libro y leyó—: ¡Quitad, pues, a ese perverso de entre vosotros!
La congregación guardaba silencio sabiendo que no se trataba de la exhortación general y habitual al buen comportamiento. Philemon tenía un mensaje.
—Debemos buscar entre nosotros —dijo—. ¡En nuestra ciudad, en nuestra iglesia, en nuestro priorato! ¿Existe algún fornicario? ¡Si es así, hay que expulsarlo!
A Caris ya no le cupo la menor duda de que estaba refiriéndose a ella y de que todo aquél con dos dedos de frente habría llegado a la misma conclusión. Aun así, ¿qué podía hacer? No podía levantarse y replicar. Ni siquiera podía abandonar el recinto, pues con eso no haría más que hacer hincapié en las palabras de Philemon y desvelar ante los feligreses más tardos que ella era el motivo del sermón.
Así pues siguió escuchando, avergonzada. Philemon predicaba bien por primera vez en su vida. Ni vacilaba ni se atropellaba, enunciaba con claridad y proyectaba una voz entonada habitualmente carente de matices. Para él, el odio era una fuente de inspiración.
Con todo, sabía que nadie iba a echarla del priorato. Aunque hubiera sido una priora incompetente, el obispo la habría seguido manteniendo en el cargo debido a la crónica carestía de clérigos. Las iglesias y los monasterios de todo el país estaban cerrando por falta de alguien que dijera misa o entonara los salmos. Los obispos necesitaban nombrar sacerdotes, monjes y hermanas, no echarlos. En cualquier caso, los habitantes de la ciudad se habrían opuesto al obispo que hubiera tratado de deshacerse de Caris.
Sin embargo, era evidente que el sermón de Philemon tampoco la beneficiaba. A partir de entonces a los próceres de la ciudad les resultaría más difícil hacer la vista gorda ante la relación de Caris y Merthin. Ese tipo de cosas minaban el respeto de la gente. Además, no sólo sabía que perdonarían antes el desliz de un hombre que el de una mujer, sino que comprendió con todo su pesar que la posición que ocupaba invitaba a que la acusaran de hipócrita.
Permaneció sentada y rechinando los dientes el resto de la perorata, que no se apartó del mismo tema aunque vociferado con saña, y lo que quedaba de misa. En cuanto las monjas y los hermanos salieron de la iglesia, se dirigió a la botica y se dispuso a escribir una carta dirigida al obispo Henri para pedirle el traslado de Philemon a otro monasterio.
Sin embargo, Henri lo ascendió.
Ocurrió dos semanas después de la expulsión de fray Murdo. Ese día de verano hacía un calor sofocante, pero en el interior de la iglesia siempre se estaba fresco, por lo que se habían reunido en el transepto norte de la catedral. El obispo se sentaba en una silla de madera tallada y los demás en los bancos: Philemon, Caris, el arcediano Lloyd y el canónigo Claude.
—Voy a nombrarte prior de Kingsbridge —le comunicó Henri a Philemon.
Philemon sonrió satisfecho, mirando triunfante a Caris.
La mujer se quedó consternada. Dos semanas atrás, había facilitado a Henri una larga lista de razones de peso por las cuales no podía permitirse que Philemon siguiera ocupando un cargo de responsabilidad en el priorato, empezando por el robo de un candelabro de oro. Sin embargo, al parecer la carta había tenido el efecto contrario.
Caris abrió la boca para protestar, pero Henri la fulminó con la mirada y levantó una mano. La mujer decidió permanecer en silencio y descubrir qué tenía que añadir. El obispo siguió dirigiéndose a Philemon.
—Lo hago a pesar de tu comportamiento desde tu llegada al priorato, no en recompensa a éste. No has sido más que un agitador malintencionado y si la Iglesia no estuviera necesitada de gente, no te ascendería ni en un millón de años.
Caris se preguntó cuáles serían entonces sus razones.
—Sin embargo, no podemos prescindir de prior y sencillamente no es adecuado que la priora ocupe ese cargo, a pesar de su incuestionable capacidad.
Caris habría preferido que hubiera nombrado a Thomas, aunque sabía que éste habría rechazado el nombramiento. Doce años atrás, la enconada lucha por la sucesión del prior Anthony le había dejado una profunda cicatriz, y había jurado que jamás volvería a verse implicado en un proceso de elección. De hecho, era muy probable que el obispo ya hubiera hablado con Thomas sin que Caris lo supiera y que estuviera al tanto de todo aquello.
—Sin embargo, tu nombramiento está supeditado a ciertas condiciones —continuó Henri—. Primero, no serás confirmado en el cargo hasta que Kingsbridge no obtenga el fuero municipal. No estás capacitado para gobernar la ciudad y no estoy dispuesto a concederte ese privilegio. Por tanto, mientras la madre Caris continúe como prior en funciones, tú vivirás en el dormitorio de los monjes y se clausurará el palacio. Si en el ínterin no eres capaz de comportarte, revocaré el nombramiento.
Philemon lo miró iracundo y ofendido, pero mantuvo la boca bien cerrada. Era consciente de su triunfo y no iba a discutir las condiciones.
—Segundo, tendrás tu propio tesoro, pero el hermano Thomas será el tesorero y no se sacará ni numerario ni ningún objeto valioso sin su conocimiento y consentimiento. Es más, he ordenado la construcción de una nueva torre y he autorizado los pagos ateniéndonos a un calendario confeccionado por Merthin Bridger. El priorato efectuará dichos pagos extrayéndolos de los fondos de los monjes, y ni tú ni nadie tendrá potestad para variar este arreglo. No quiero media torre, sino una entera.
Caris pensó agradecida que al menos Merthin conseguiría ver cumplido su sueño.
—Aún queda una disposición, y te incumbe a ti, madre priora —continuó Henri, volviéndose hacia ella.
«Y ahora ¿qué?», se dijo Caris.
—Ha habido acusación de fornicio.
Caris miró fijamente al obispo pensando en la vez que los había sorprendido, a él y a Claude, desnudos. ¿Cómo se atrevía a sacar ese tema?
—No es mi intención pronunciarme sobre lo pasado, pero en lo que respecta al futuro, es inadmisible que la priora de Kingsbridge mantenga una relación con un hombre.
Caris estuvo a punto de estallar acusándolo de vivir con su propio amante cuando reparó en la expresión del obispo y en la mirada suplicante que le dirigía y con la que le rogaba abstenerse de delatarlo y, como él bien sabía, descubrirlo como un hipócrita. Caris comprendió que el obispo era muy consciente de la injusticia que cometía, pero también que no le quedaba otra opción. Philemon lo había colocado en una situación muy delicada.
De todos modos, Caris se sintió tentada de contestar con un reproche, pero se contuvo sabiendo que de nada iba a servirle. Henri estaba entre la espada y la pared y hacía lo que podía, así que optó por mantener la boca cerrada.
—Madre priora, ¿puedo tener la seguridad de que desde este mismo instante no habrá motivo en el cual fundamentar tal acusación?
Caris bajó la mirada. Aquello no era nuevo para ella. Una vez más debía elegir entre todo por lo que había luchado, como el hospital, el fuero municipal y la torre, o Merthin. Y una vez más escogió su trabajo.
Levantó la cabeza y lo miró directamente a los ojos.
—Sí, ilustrísimo señor —contestó—. Tenéis mi palabra.
Habló con Merthin en el hospital, rodeada de otras personas. Temblaba y estaba al borde de las lágrimas, pero no podía verlo a solas. Sabía que en privado su resolución flaquearía, se arrojaría a sus brazos, le diría que lo amaba y le prometería que dejaría el convento y se casaría con él. Por dicho motivo lo mandó llamar, salió a recibirlo a la puerta del hospital y estuvo hablando con él con toda naturalidad, con los brazos cruzados con fuerza sobre el pecho para evitar la tentación de alargarlos en un gesto cariñoso y tocar el cuerpo que tanto amaba.
Cuando terminó de comunicarle el ultimátum del obispo y su propia decisión, Merthin la miró como si deseara verla muerta.
—Es la última vez —dijo.
—¿A qué te refieres?
—Si lo haces, será para siempre. No voy a seguir esperándote con la esperanza de que algún día quieras ser mi esposa. —Aquello fue como un bofetón para Caris, y cada palabra de Merthin era como recibir uno nuevo—. Si estás dispuesta a hacer lo que dices, intentaré olvidarte desde este mismo instante. Tengo treinta y tres años y no me queda todo el tiempo del mundo. Mi padre se está muriendo y tiene cincuenta y ocho. Desposaré a otra mujer, tendré más hijos y seré feliz en mi jardín.
La imagen que Merthin acababa de conjurar atormentó a Caris, quien se mordió el labio tratando de contener el dolor, aunque unas lágrimas calientes empezaron a rodar por sus mejillas.
—No voy a desperdiciar mi vida en este amor imposible —continuó Merthin, implacable. Caris sintió que la apuñalaba—. O abandonas el convento ahora o te quedas en él para siempre.
Caris intentó mirarlo sin flaquear.
—No te olvidaré. Te amaré siempre.
—Pero no lo suficiente.
Caris permaneció en silencio largo rato. Sabía que no era así, que su entrega a él era absoluta, pero sencillamente no le quedaba otra elección. Sin embargo, también sabía que discutiendo no iba a solucionar nada.
—¿Es eso lo que crees?
—Eso es lo que parece.
Caris asintió con la cabeza, aunque en realidad no afirmaba nada.
—Lo siento —dijo—. Lo siento con toda el alma.
—Yo también.
Merthin dio media vuelta y salió del edificio.