73

La mañana del entierro de Tilly, Caris y Merthin se encontraron al amanecer en el tejado de la catedral.

El tejado era un mundo aparte. El cálculo de la superficie de tejas era el ejercicio de geometría habitual en las clases de matemáticas avanzadas de la escuela del priorato. Los peones subían a él constantemente para llevar a cabo el mantenimiento o realizar reparaciones, por lo que una red de pasillos y escaleras de mano comunicaba pendientes y caballetes, esquinas y quiebros, torrecillas y pináculos, canalones y gárgolas. Todavía no habían reconstruido la torre del crucero, pero la vista desde lo alto de la fachada occidental era imponente.

El priorato ya bullía de actividad: iba a ser un funeral por todo lo alto. Tilly se había convertido en la víctima de un crimen ultrajante, una noble asesinada en un convento, y mucha gente que jamás había cruzado ni media palabra con ella la lloraría. Caris habría deseado poder disuadir a los dolientes por miedo a que la peste se extendiera, pero no estaba en sus manos.

El obispo ya había llegado y había tomado aposento en la mejor alcoba del palacio del prior, razón por la cual Caris y Merthin habían pasado la noche separados, ella en el dormitorio de las monjas y Lolla y él en la posada Holly Bush. El afligido viudo, Ralph, se alojaba en una alcoba privada del primer piso del hospital mientras las monjas se hacían cargo de su hijo, Gerry. Lady Philippa y su hija, Odila, las únicas parientes supervivientes de la joven fallecida, también se hospedaban en el hospital.

Ni Merthin ni Caris habían hablado con Ralph desde su llegada a Kingsbridge el día anterior. ¿Qué iban a hacer? El asesinato de Tilly quedaría impune porque no podían demostrar nada; sin embargo, sabían la verdad, aunque hasta el momento no le hubieran confesado a nadie sus sospechas, pues con ello tampoco llegarían a ningún puerto. Tendrían que fingir cierta normalidad ante Ralph durante las exequias, y no iba a resultarles sencillo.

Mientras las personalidades que asistirían al sepelio dormían, las monjas y los subalternos del priorato se afanaban en los preparativos del banquete funerario. El horno, donde ya estaba cociéndose un regimiento de largas hogazas de pan de trigo de cuatro libras, echaba humo. Dos hombres empujaban una nueva cuba de vino hasta la casa del prior y varias novicias estaban colocando bancos y una mesa de caballetes en el prado para los dolientes de la plebe.

A medida que el sol asomaba sobre el río y cubría los tejados de Kingsbridge con su luz sesgada y ambarina, Caris fue repasando las huellas que nueve meses de peste habían dejado en la ciudad. Desde aquella altura distinguía con claridad los huecos que había entre las hileras de casas, como si se trataran de dientes arrancados. No había día que no se desmoronara una vivienda de madera, ya fuera a causa de un incendio, por los daños provocados por la lluvia, por su defectuosa construcción o de puro vieja. La diferencia estribaba en que en aquellos momentos ya nadie se molestaba en volver a levantarla. Si la casa caía, sólo había que mudarse a uno de los hogares vacíos de la misma calle. La única persona que construía en esos días era Merthin, considerado por todos un excéntrico optimista que no sabía qué hacer con su dinero.

Al otro lado del río, los enterradores ya estaban cavando el nuevo cementerio recién consagrado, pues la peste no daba señales de querer remitir. ¿Adónde irían a parar? ¿Las casas seguirían cayéndose una tras otra hasta que ya no quedara ni una en pie y la ciudad se convirtiera en un páramo de tejas rotas y madera carbonizada con una catedral abandonada en medio y un camposanto de cuarenta hectáreas a un lado?

—No voy a permitirlo —dijo.

—¿El funeral? —preguntó Merthin extrañado, sin saber de qué estaba hablando.

—Todo —contestó Caris, abarcando con un gesto la ciudad y el mundo que se extendía más allá de ésta—. Borrachos que se mutilan entre ellos, padres que abandonan a sus hijos enfermos a las puertas de mi hospital, hombres que hacen cola para fornicar con una mujer borracha sobre una mesa a las puertas de la taberna, el ganado que se muere en los pastos, penitentes medio desnudos que se azotan para recoger los peniques que les lanzan los transeúntes y, por descontado, el brutal asesinato de una joven madre en mi convento. Me importa bien poco si vamos a morir todos de la peste. Mientras estemos vivos, no voy a permitir que nuestro mundo se venga abajo.

—¿Qué vas a hacer?

Le sonrió agradecida. Casi todo el mundo le habría dicho que no podía hacer nada para cambiar las cosas, en cambio él siempre creía en ella. Caris miró los rostros de los ángeles de piedra esculpidos en un pináculo, desdibujados tras siglos de viento y lluvia, y pensó en el espíritu que había inspirado a los constructores de la catedral.

—Vamos a restablecer el orden y la cordura. Vamos a obligar a la gente de Kingsbridge a volver a la normalidad, tanto si les gusta como si no. A pesar de la peste, vamos a reconstruir la ciudad y a devolverle la vida.

—Muy bien.

—Es el momento idóneo para hacerlo.

—Porque todo el mundo está indignado por lo de Tilly.

—Y porque les angustia pensar que unos hombres armados puedan entrar en la ciudad de noche y asesinar a quien les plazca. Creen que nadie está a salvo.

—¿Qué vas a hacer?

—Voy a decirles que no puede volver a suceder.

*

—¡Esto no puede volver a suceder! —gritó.

Su voz resonó por todo el cementerio y los ancianos y grises muros de la catedral la devolvieron en un eco.

Las mujeres no podían hablar durante el oficio dentro de la iglesia, pero la ceremonia en el camposanto era un terreno poco definido, un momento solemne que se oficiaba fuera del recinto, una ocasión que los legos, como los familiares del difunto, aprovechaban a veces para decir unas palabras o rezar en voz alta.

Así y todo, Caris se arriesgó. Oficiaba el obispo Henri, asistido por el arcediano Lloyd y el canónigo Claude. Lloyd había sido secretario diocesano durante décadas y Claude había servido con Henri en Francia. En compañía clerical tan distinguida, era toda una audacia que una monja hiciera una alocución tan imprevista.

Sin embargo, Caris jamás había tenido demasiado en cuenta ese tipo de consideraciones.

Se pronunció en cuanto empezaron a bajar el pequeño ataúd a la tumba. Varios asistentes al entierro se habían echado a llorar. En total habría allí reunidas unas quinientas personas, pero todas se callaron al oír su voz.

—Hombres armados han entrado de noche en nuestra ciudad y han asesinado a una joven mujer en el convento… Y yo no voy a tolerarlo —dijo, y un rumor de aprobación recorrió el cementerio. Alzó la voz—. ¡El priorato no va a tolerarlo, el obispo no va a tolerarlo y los hombres y las mujeres de Kingsbridge no van a tolerarlo! —Las muestras de apoyo fueron más elocuentes y se oyeron varios «¡No!» y «¡Amén!»—. Por ahí se dice que el Señor nos ha enviado la peste. Pues yo digo que cuando el Señor nos envía la lluvia, nos refugiamos; cuando el Señor nos envía el invierno, encendemos un fuego y cuando el Señor nos envía malas hierbas, las arrancamos de raíz. ¡Por eso debemos defendernos!

Caris miró de reojo al obispo Henri, quien parecía desconcertado. Nadie le había avisado de que iba a producirse esa intervención, aunque, de haberle solicitado su permiso, se habría negado. Con todo, el hombre sabía que Caris tenía a la gente de su parte, por lo que no se atrevió a intervenir.

—¿Qué podemos hacer?

Caris miró a su alrededor. Todas las miradas estaban fijas en ella, esperando ansiosas a que les dijera lo que tenían que hacer, pues lo ignoraban y querían que fuera ella quien les ofreciera una solución. Acogerían de buen grado cualquier cosa que les propusiera en esos momentos si con ello podían seguir aferrándose a una esperanza.

—¡Debemos reconstruir la muralla de la ciudad! —dijo, quedando su voz ahogada por las exclamaciones de aprobación—. Una nueva muralla más alta, más sólida y más larga que la vieja y desmoronada. —Cruzó una mirada con Ralph—. ¡Una muralla que nos proteja de los asesinos!

—¡Sí! —aullaron los asistentes.

Ralph desvió la mirada.

—Y debemos elegir un nuevo alguacil y una milicia de ayudantes y centinelas que hagan cumplir la ley y el orden público.

—¡Sí!

—Esta noche se celebrará una reunión en la sede del gremio donde se concretarán los detalles, y el próximo domingo se anunciarán en la iglesia las decisiones acordadas. Gracias y que Dios os bendiga.

*

El obispo Henri presidía la mesa del banquete funerario que se celebraba en el amplio comedor del palacio del prior. A su derecha se sentaba lady Philippa, la condesa viuda de Shiring, y, al lado de ésta, el doliente principal, el viudo de Tilly, sir Ralph Fitzgerald.

Ralph estaba encantado junto a Philippa, así podía contemplar sus pechos mientras ella se concentraba en su comida. Cada vez que la condesa se inclinaba hacia delante, él echaba una mirada furtiva al escote cuadrado de su ligero vestido de verano. Aunque Philippa no lo supiera, no quedaba muy lejos el día en que él podría ordenarle que se quitara la ropa y se quedara desnuda delante de él para poder regodearse con la visión de aquellos magníficos pechos.

Ralph reparó en que la comida que había servido Caris era abundante, aunque sin ostentaciones. No había cisnes dorados ni torres de azúcar, pero sí gran cantidad de carne asada, pescado hervido, pan fresco, judías y bayas. Le sirvió a Philippa un poco de sopa de picadillo de pollo con leche de almendras.

—Es una terrible tragedia —le dijo Philippa con gravedad—. Mi más sentido pésame.

La gente se había mostrado tan compungida en sus condolencias que había momentos en que Ralph se había considerado la desconsolada víctima de un desgraciado infortunio, olvidando que había sido él quien había hundido el cuchillo en el joven corazón de Tilly.

—Gracias —respondió él, con la misma circunspección—. Tilly era muy joven, pero los soldados estamos acostumbrados a las muertes violentas. No bien un hombre te ha salvado la vida y te ha jurado amistad y lealtad eterna, cuando al día siguiente una saeta de ballesta le atraviesa el corazón y acabas olvidándolo.

Philippa le dirigió una mirada extraña que le recordó mucho a la de sir Gregory. Lo miraba con una mezcla de curiosidad y desagrado, y Ralph se preguntó qué sería lo que provocaba esa reacción en su actitud acerca de la muerte de Tilly.

—Creo que tienes un niño pequeño —comentó lady Philippa.

—Gerry. Las monjas cuidan de él, pero mañana me lo llevaré a casa, a Tench Hall. Ya le he encontrado un ama de cría. —En ese momento creyó ver la ocasión de lanzarle una indirecta—. Claro que necesita a alguien que lo cuide como una madre.

—Sí.

—Aunque vos ya sabéis qué es perder a un esposo —dijo Ralph, recordando la propia tragedia de Philippa.

—Puedo sentirme afortunada de haber compartido veintiún años con mi amado William.

—Debéis de sentiros muy sola.

Tal vez no fuera el momento más adecuado para hacerle la proposición, pero de todos modos decidió desviar la conversación hacia el tema.

—Desde luego. He perdido a mis tres hombres, a William y dos hijos. El castillo se me antoja vacío.

—Quizá no por mucho tiempo.

Philippa lo fulminó con la mirada, como si no diera crédito a lo que acababa de oír, y Ralph comprendió que había dicho una grosería. Lady Philippa le dio la espalda y entabló conversación con el obispo Henri, a quien tenía al otro lado.

Ralph se volvió a su vez hacia Odila, la hija de Philippa, sentada a su derecha.

—¿Quieres un poco de empanada? —le preguntó—. Es de pavo y liebre. —La muchacha asintió con la cabeza y él le cortó un trozo—. ¿Qué edad tienes?

—Este año cumpliré los quince.

Era alta y ya poseía la figura de su madre: pecho generoso y caderas anchas y femeninas.

—Pareces mayor —comentó Ralph, mirándole el escote.

Lo había dicho a modo de cumplido, ya que por lo general los jóvenes deseaban aparentar más edad, pero ella se había sonrojado y había apartado la vista.

Ralph miró su gruesa rebanada de pan y pinchó un pedazo de cerdo guisado con jengibre. Se lo comió con aire taciturno. No era muy ducho en lo que Gregory daba en llamar el arte del cortejo.

*

Caris estaba sentada entre el obispo Henri y Merthin, quien asistía al banquete en calidad de mayordomo del gremio. Al lado de Merthin se hallaba sir Gregory Longfellow, quien todavía no había abandonado la comarca después de tres meses, desde que había acudido al funeral del conde William. Caris tenía que reprimir su repulsión a compartir mesa con un asesino como Ralph y el hombre que casi con toda certeza lo había instigado a cometer sus crímenes; sin embargo, tenía otros asuntos más importantes de los que ocuparse durante el banquete. La reconstrucción de las murallas sólo era la primera parte de su plan para hacer resucitar a la ciudad. Para la segunda necesitaba el apoyo del obispo Henri.

Sirvió un vaso de vino rosado gascón al obispo y el hombre lo apuró de un trago.

—Magnífico discurso —la felicitó, después de limpiarse la boca.

—Gracias —contestó Caris, percibiendo la reprobación irónica que se soterraba bajo el cumplido—. La vida de la ciudad está degenerando en desorden y libertinaje y, si queremos enmendarlo, debemos inspirar a nuestros ciudadanos. Estoy segura de que estaréis de acuerdo conmigo.

—Es un poco tarde para pedirme mi aprobación. Sin embargo, así es.

Henri era un hombre pragmático que no perdía el tiempo tratando de ganar batallas perdidas, algo con lo que Caris contaba. La mujer se sirvió un poco de garza asada con pimiento y clavo, pero no probó bocado; tenía muchas cosas de las que hablar.

—Mi plan va mucho más allá de las murallas y las fuerzas del orden.

—Así lo suponía.

—Creo que deberíais tener la catedral más alta de Inglaterra como obispo de Kingsbridge que sois.

—Eso sí que no me lo esperaba —confesó Henri, enarcando las cejas.

—Hace doscientos años éste era uno de los prioratos más importantes de Inglaterra, y así debería de volver a ser. Una nueva torre simbolizaría el resurgimiento… y vuestra preeminencia entre los obispos.

Henri sonrió con sarcasmo, aunque no pudo ocultar su complacencia. Sabía que lo estaban adulando y le gustaba.

—La torre también prestaría un servicio a la ciudad. Al ser visible desde lejos, ayudaría a los peregrinos y a los comerciantes a encontrar el camino hasta aquí —insistió Caris.

—¿Cómo se pagaría?

—El priorato es próspero.

—El prior Godwyn se quejaba de problemas económicos —repuso, sorprendido.

—Era una nulidad como administrador.

—Lo tenía por alguien bastante competente.

—Vos y mucha gente, pero siempre tomaba las decisiones equivocadas. No bien acababa de ocupar el cargo cuando se negó a reparar el batán, lo que le habría reportado grandes beneficios, pero prefirió invertir el dinero en este palacio, que nada le rentaba.

—¿Y en qué medida han cambiado las cosas?

—He despedido a la mayoría de los administradores y los he sustituido por hombres más jóvenes dispuestos a introducir cambios. He recalificado casi la mitad de las tierras en pastos, más sencillas de administrar en estos tiempos en que tan cortos vamos de labriegos. El resto de las tierras las he arrendado por un pago al contado sin las obligaciones de costumbre. Y todos nos hemos beneficiado de los impuestos de sucesión y de los legados de las personas que han muerto a causa de la peste sin dejar herederos. En estos momentos, el monasterio es tan rico como el convento.

—Entonces, ¿todos los labriegos están en régimen de tenencia libre?

—La mayoría de ellos. En vez de trabajar un día a la semana en las tierras del priorato, acarrear el heno de su señor, recoger las ovejas en los rediles del señorío y todo ese tipo de complicados y obligados servicios, se limitan a pagar una cantidad a cambio. Ellos lo prefieren así y cierto es que nos simplifica la vida.

—Muchos señores, sobre todo los abades, se resisten a ese tipo de arriendo. Dicen que echa a perder al campesinado.

Caris se encogió de hombros.

—¿Qué hemos perdido? La potestad de imponer variaciones arbitrarias para favorecer a unos siervos y perseguir a otros con el objetivo de que sigan siempre sometidos a nuestra voluntad. No es labor de los monjes ni de las hermanas tiranizar a los campesinos. Ellos saben qué cultivos han de plantarse y qué pueden vender en el mercado. Trabajan mejor si se les deja en paz.

—Entonces crees que el priorato podría pagar la nueva torre —dijo el obispo, no demasiado convencido.

Caris supuso que el hombre estaba esperando que le pidiera dinero.

—Sí, con la ayuda de los comerciantes de la ciudad. Y ahí es donde vos podéis ayudarnos.

—Ya sabía yo que llegaríamos a esto tarde o temprano.

—No os pido dinero, lo que yo os pido vale mucho más que el dinero.

—Me tienes intrigado.

—Quiero solicitar al rey un fuero municipal.

Caris sintió que le empezaban a temblar las manos. Se retrotrajo a la batalla que había tenido que librar con Godwyn diez años atrás y en la que acabó siendo acusada de brujería. El motivo de sus desavenencias de entonces había sido el fuero municipal, y casi había perdido la vida en el intento. Las circunstancias en esos momentos eran completamente distintas, pero no por ello el fuero era menos importante. Soltó el cuchillo y unió las manos en el regazo para controlar el temblor.

—Ya veo —dijo Henri, sin comprometerse a nada.

Caris tragó saliva y continuó:

—Es imprescindible para resucitar el comercio de la ciudad. Kingsbridge se ha visto lastrada por el peso muerto del gobierno del priorato durante mucho tiempo. Los priores son cautelosos y conservadores, y se niegan por principio a cualquier cambio o innovación. Los comerciantes viven del cambio, siempre están buscando nuevas formas de hacer dinero, al menos los competentes. Si queremos que los hombres de Kingsbridge ayuden a financiar la nueva torre, debemos concederles la libertad que necesitan para prosperar.

—Un fuero municipal.

—La ciudad tendría su propio tribunal, establecería sus propias regulaciones y estaría dirigida por una hermandad como es debido en vez de la cofradía que tenemos ahora, que en realidad no tiene poder alguno.

—¿Y el rey lo concederá?

—A los reyes les gustan los burgos porque les reportan impuestos. Sin embargo, el prior de Kingsbridge siempre se ha opuesto a que tuviéramos un fuero.

—Crees que los priores son demasiado conservadores.

—Timoratos.

—Bueno, de timorata no es algo de lo que se te pueda acusar —dijo el obispo, soltando una risotada.

—Creo que un fuero es imprescindible si queremos construir la nueva torre —insistió Caris.

—Sí, así es.

—Entonces, ¿estáis de acuerdo?

—¿Con la torre o con el fuero?

—Son todo uno.

Henri parecía complacido.

—¿Estás haciendo un trato conmigo, madre Caris?

—Si estáis dispuesto a aceptarlo.

—De acuerdo. Tú constrúyeme una torre y yo te conseguiré el fuero.

—No, tiene que ser al revés: primero necesitamos el fuero.

—Entonces no me queda más remedio que confiar en ti.

—¿Supone eso un obstáculo?

—Para ser sinceros, no.

—Bien, entonces hemos llegado a un acuerdo.

—Así es.

Caris se inclinó hacia delante y se dirigió al invitado sentado al lado de Merthin.

—¿Sir Gregory?

—¿Sí, madre Caris?

—¿Habéis probado este conejo en salsa dulce? —le preguntó, obligándose a mostrarse cortés—. Os lo recomiendo.

—Gracias —contestó Gregory, aceptando la escudilla y sirviéndose.

—Supongo que recordáis que Kinsgbridge no es un burgo —prosiguió Caris.

—Así es.

Gregory había utilizado ese argumento hacía más de diez años para derrotar a Caris ante el tribunal del rey en la disputa sobre el batán.

—El obispo opina que ha llegado el momento de solicitar un fuero al rey.

—Creo que el rey consideraría de manera favorable una solicitud de esas características… Sobre todo si se le presentara del modo adecuado —contestó Gregory, asintiendo con la cabeza.

—¿Y seríais tan amable de aconsejarnos? —preguntó Caris, rezando por que su rostro no traicionara el desprecio que sentía por aquel hombre.

—¿Qué os parece si discutimos más tarde este asunto con detenimiento?

Evidentemente Gregory pediría un soborno a cambio, aunque él lo llamaría honorarios.

—Por descontado —contestó Caris, reprimiendo un escalofrío.

Los criados empezaron a retirar la comida. Caris miró su rebanada de pan. No había probado bocado.

—Nuestras familias están emparentadas —le comentó Ralph a lady Philippa—. No es un parentesco cercano, claro —se apresuró a añadir—, pero mi padre es descendiente del conde de Shiring, que era hijo de lady Aliena y Jack Builder. —Miró al otro lado de la mesa, a su hermano Merthin, el mayordomo—. Creo que yo heredé la sangre de los condes y mi hermano la de los albañiles. —La miró a la cara para ver su reacción. No parecía impresionada—. Me crie en el hogar de vuestro difunto suegro, el conde Roland —continuó.

—Te recuerdo de cuando eras escudero.

—He servido en el ejército del rey en Francia, a las órdenes del conde, y le salvé la vida al príncipe de Gales en la batalla de Crécy.

—Cuánto me alegro por ti —contestó ella con educación.

Ralph estaba intentando que Philippa lo considerase como a un igual para que le resultara más natural la petición de matrimonio. Sin embargo, tenía la impresión de que no estaba consiguiéndolo. Lady Philippa parecía aburrida y un poco confundida por los derroteros que estaba tomando la conversación. Habían servido el postre: fresas azucaradas, obleas con miel, dátiles, pasas y vino especiado. Ralph apuró un vaso y se sirvió más, con la esperanza de que el vino le ayudase a serenarse delante de Philippa. No entendía por qué le resultaba tan difícil hablar con ella. ¿Acaso sería porque se encontraba en el funeral de su propia esposa? ¿O porque Philippa era una condesa? ¿O acaso llevaba tantos años enamorado de ella que no podía creer que por fin fuera a ser su mujer?

—Cuando partáis, ¿regresaréis a Earlscastle? —le preguntó.

—Sí, saldremos mañana.

—¿Os quedaréis mucho tiempo allí?

—¿A qué otro sitio quieres que vaya? —Philippa frunció el ceño—. ¿Por qué lo preguntas?

—Si me lo permitís, iré a haceros una visita.

—¿Con qué fin? —preguntó con voz gélida.

—Me gustaría comentar con vos un asunto que no sería apropiado sacar a relucir aquí y ahora.

—¿Se puede saber a qué te refieres?

—Iré a veros dentro de unos días.

Philippa empezó a preocuparse.

—¿Qué puedes tener que decirme? —preguntó, en voz alta y agitada.

—Como ya os he dicho, no sería apropiado hablar de ello hoy.

—¿Porque nos encontramos en el funeral de tu esposa? —Philippa palideció al ver que Ralph asentía con la cabeza—. Oh, Dios mío, no estarás sugiriendo…

—Ya os lo he dicho, no quiero discutir este tema ahora.

—¡Debo saberlo! —exclamó—. ¿Tienes intención de pedirme en matrimonio?

Ralph vaciló, se encogió de hombros y asintió.

—Pero ¿a santo de qué? —preguntó la dama—. ¡Necesitas el permiso del rey!

La miró y enarcó las cejas brevemente. Lady Philippa se levantó con brusquedad.

—¡No! —exclamó. Todo el mundo se volvió hacia ella. Philippa se dirigió a Gregory—: ¿Es eso cierto? ¿El rey va a entregarme en matrimonio a él? —preguntó, mirándolo a los ojos y señalando a Ralph con el pulgar.

Ralph se ofendió. No hubiera esperado que ella demostrara tal rechazo. ¿Tan repulsivo le resultaba?

—No era el momento de sacar el tema —le reprochó Gregory.

—¡Entonces es cierto! ¡Que Dios me ampare!

Ralph se encontró con la mirada horrorizada de Odila. ¿Qué había hecho para ganarse su desprecio?

—Esto es superior a mis fuerzas —dijo Philippa.

—¿Por qué? —preguntó Ralph—. ¿Por qué lo encontráis tan terrible? ¿Qué derecho tenéis a despreciarme a mí y a mi familia?

Ralph miró a los demás comensales: su hermano, su aliado Gregory, el obispo, la priora, la baja nobleza y los ciudadanos prominentes. Todos habían guardado silencio, sorprendidos e intrigados por el arrebato de Philippa.

La condesa hizo caso omiso de su pregunta, pero se dirigió a Gregory.

—¡No lo haré! No lo haré, ¿lo oís bien?

Estaba pálida de ira, pero las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Ralph pensó que estaba bellísima, a pesar de que estuviera rechazándolo y humillándolo de modo tan ofensivo.

—No os corresponde a vos tomar esa decisión, lady Philippa, y ciertamente a mí tampoco —contestó Gregory con toda calma—. El rey hará lo que así desee.

—Puede que me obliguéis a vestir un traje de novia y puede que me hagáis caminar hasta el altar —repuso Philippa furiosa. Señaló al obispo Henri—. ¡Pero cuando el obispo me pregunte si quiero a Ralph Fitzgerald como esposo no daré mi consentimiento! ¡No lo haré! ¡Nunca jamás!

Salió de la estancia como un huracán, seguida de Odila.

*

Una vez finalizado el banquete, la gente de la ciudad regresó a sus hogares y los invitados importantes se dirigieron a sus alcobas para echar la siesta mientras hacían la digestión. Caris supervisó la limpieza. Lo sentía profundamente por Philippa, sobre todo sabiendo que Ralph había asesinado a su propia esposa, hecho que la condesa desconocía, pero estaba comprometida con el futuro de toda una ciudad y no con el de una sola persona, y en su mente no cabían más preocupaciones que las de su plan para Kingsbridge. Las cosas habían ido mucho mejor de lo que había imaginado. La gente de la ciudad la había respaldado y el obispo había accedido a todo lo que le había propuesto. Tal vez conseguiría restablecer el orden en Kingsbridge, a pesar de la peste.

Vio al gato de Godwyn, Arzobispo, en la puerta de atrás, junto a una pila de huesos y cortezas de pan, hurgando con remilgo en una carcasa de pato. Lo espantó. El animal salió corriendo, pero se detuvo a unos cuantos metros y siguió caminando muy digno, con la cola de punta blanca en alto.

Ensimismada en sus pensamientos, ascendió la escalera del palacio pensando cómo iba a empezar a poner en práctica los cambios acordados con Henri. Sin detenerse, abrió la puerta de la alcoba que compartía con Merthin y entró.

Por un momento se sintió desorientada: había dos hombres en medio de la estancia. Primero pensó que se había confundido de casa, luego que se había equivocado de alcoba, pero entonces recordó que, lógicamente, al ser la mejor de todas, le había cedido su cámara al obispo.

Los dos hombres eran Henri y su ayudante, el canónigo Claude. Caris aún tardó unos segundos en reparar en que ambos se abrazaban desnudos y se estaban besando.

Se los quedó mirando boquiabierta.

—¡Oh! —exclamó.

Sin embargo, ellos no habían oído la puerta, por lo que no se dieron cuenta de que alguien los estaba mirando hasta que a Caris se le escapó el pequeño grito ahogado, momento en que ambos se volvieron hacia ella. Atónito, Henri la miró con horrorizada expresión de culpabilidad.

—¡Lo siento! —se excusó Caris.

Los hombres se separaron de golpe, como esperando que de ese modo pudieran negar lo que ocurría, aunque recordaron demasiado tarde que iban desnudos. Henri era un hombre metido en carnes, de barriga prominente, piernas y brazos rollizos y vello canoso en el pecho. Claude era más joven y delgado, sin apenas pelo en el cuerpo salvo por la mata castaña de la ingle. Caris nunca había visto dos penes erectos a la vez.

—¡Disculpadme! —repitió, muerta de vergüenza—. Es culpa mía, lo olvidé.

Caris se dio cuenta de que balbuceaba y de que ellos estaban estupefactos. De todos modos, nada de lo que ninguno de ellos pudiera decir iba a aligerar la situación.

Cuando, tras el desconcierto, Caris recobró por fin el buen juicio, salió de la alcoba y cerró la puerta de golpe.

*

Merthin se marchó del banquete con Madge Webber. Le gustaba aquella mujercilla fornida de barbilla sobresaliente y trasero respingón. Admiraba los arrestos que había tenido para seguir adelante después de que la peste se hubiera llevado a su marido y sus hijos. Madge había seguido con el negocio, tejiendo y tiñendo el paño de color escarlata de acuerdo con la fórmula de Caris.

—Bien por Caris —comentó la mujer—. Tiene razón, como siempre: no podemos seguir así.

—Sin embargo tú has salido adelante a pesar de todo —repuso Merthin.

—El único problema que tengo es encontrar gente para el trabajo.

—Todos estamos igual. Yo no encuentro albañiles.

—La lana sin cardar es barata, pero la gente rica todavía pagaría buenos precios por un paño escarlata de calidad —dijo Madge—. Cuanto más produjera, más vendería.

—¿Sabes? En Florencia tenían un telar más rápido —le comentó Merthin, pensativo—. Un telar a pedales.

—¿Ah, sí? —Madge lo miró con sincero interés—. Nunca había oído hablar de algo así.

Merthin pensó unos instantes cómo explicárselo.

—En los telares normales y corrientes se colocan varios hilos en un armazón, paralelos y bien tirantes, para formar lo que se llama la urdimbre, y luego hay que ir pasando otro hilo a través para formar la trama, por encima y por debajo de los hilos de la urdimbre y de uno a otro lado.

—Así funcionan los telares más sencillos, sí, pero los nuestros son mejores.

—Lo sé. Para acelerar el proceso, se unen los hilos pares de la urdimbre a una varilla móvil llamada lizo, de modo que cuando tiras del lizo, la mitad de los hilos se separan del resto. Luego, en vez de hacer pasar la trama por encima y por debajo de cada hilo, sólo hay que pasarla a través del espacio que se abre entre los hilos de la urdimbre, con un solo movimiento. A continuación se vuelve a accionar el lizo para que la trama pase en el sentido contrario.

—Exacto. Por cierto, el hilo de la trama va enrollado en una lanzadera.

—Y cada vez que pasas la lanzadera de un lado al otro a través de la urdimbre, tienes que soltarla, utilizar ambas manos para accionar el lizo y luego volver a coger la lanzadera para realizar el camino inverso.

—Así es.

—Sin embargo, en un telar a pedales el lizo se acciona con los pies, así te ahorras tener que soltar la lanzadera.

—¿De verdad? ¡Válgame Dios!

—Eso cambiaría las cosas, ¿no crees?

—Ya lo creo. Podría tejer… ¡el doble!

—Es lo que pensaba. ¿Quieres que te fabrique uno para probar?

—¡Sí, por favor!

—No sé si me acordaré de cómo funcionaba exactamente. Creo que el lizo se accionaba mediante un sistema de poleas y palancas… Da igual, estoy seguro de que me las apañaré.

*

Ese mismo día, ya avanzada la tarde, Caris pasaba junto a la biblioteca cuando se topó con el canónigo Claude, que salía de ésta con un pequeño libro. Claude la vio y se detuvo. Ambos revivieron de inmediato la escena que Caris había presenciado hacía una hora. Al principio Claude parecía azorado, pero entonces una leve sonrisilla asomó a la comisura de los labios e intentó ocultar el rostro con una mano, consciente de lo inapropiado que era que le divirtiera la situación. Caris recordó los rostros estupefactos de ambos hombres desnudos y ella también tuvo que refrenar la inadecuada carcajada que sintió a punto de brotar de sus labios.

—¡Teníais los dos una pinta muy graciosa! —dijo sin pensarlo, llevada por un impulso.

A Claude se le escapó una risita, igual que a Caris, y mirarse no les ayudó precisamente: al final tuvieron que apoyarse el uno en los brazos del otro sin poder reprimir las carcajadas mientras las lágrimas les rodaban por las mejillas.

*

Esa noche, Caris llevó a Merthin hasta la parte más meridional del extremo oeste de las tierras del priorato, donde cultivaban un huerto que seguía la orilla del río. El aire no era muy frío y la tierra húmeda desprendía una fragancia a brotes nuevos. Caris ya veía asomar las cebollas y los rábanos.

—De modo que tu hermano va a ser el próximo conde de Shiring.

—No si lady Philippa puede evitarlo.

—Una condesa está obligada a obedecer al rey, ¿no es así?

—En teoría todas las mujeres deberían supeditarse a los hombres —respondió Merthin, con una sonrisa en los labios—. Aunque hay quien no suele observar los convencionalismos.

—No sé a quién te refieres.

—Qué mundo este…, un hombre asesina a su esposa y el rey lo eleva a la dignidad de alta nobleza —comentó Merthin, cambiando de humor de forma brusca.

—Ya se sabe que esas cosas ocurren, pero no deja de ser terrible cuando se trata de tu propia familia. Pobre Tilly.

Merthin se frotó los ojos como si quisiera ahuyentar visiones.

—¿Por qué me has traído aquí?

—Para hablarte de la última pieza de mi plan: el nuevo hospital.

—Ah. Ya me estaba preguntando…

—¿Podrías construirlo aquí?

Merthin miró a su alrededor.

—No veo por qué no. El terreno es inclinado, pero todo el priorato está en una loma y no estamos hablando de levantar una catedral. ¿De uno o dos pisos?

—Uno, pero quiero que esté dividido en recintos de un tamaño medio en los que quepan unos seis camastros, para que las enfermedades no se transmitan tan deprisa de un paciente a otro. Debe tener su propia botica, espaciosa y bien iluminada para la preparación de las medicinas, con un herbario fuera. Y una letrina grande y aireada con agua canalizada, fácil de limpiar. De hecho, todo el hospital ha de tener espacio y luz. Con todo, lo más importante es que debe estar bastante apartado del priorato. Hemos de separar a los sanos de los enfermos, ésa es la clave.

—Dibujaré los planos por la mañana.

Caris echó un vistazo a su alrededor y, viendo que no estaban al alcance de miradas indiscretas, lo besó.

—Será la culminación del trabajo de toda una vida, ¿te das cuenta?

—Tienes treinta y dos años, ¿no es un poco pronto para hablar de la culminación del trabajo de tu vida?

—Todavía está en ciernes.

—Irá rápido. Me pondré en ello mientras excavo los cimientos para la torre nueva. Luego, en cuanto el hospital esté listo, pondré a trabajar a mis alhamíes en la catedral.

Emprendieron el camino de vuelta.

—¿Qué altura tendrá? —preguntó Caris, consciente de que la torre era lo que verdaderamente entusiasmaba a Merthin.

—Ciento veinticuatro metros.

—¿Qué altura tiene la de Salisbury?

—Ciento veintitrés.

—Entonces será el edificio más alto de Inglaterra.

—Sí, hasta que alguien construya uno más alto.

Caris pensó que de ese modo él también satisfacía sus ambiciones. Asió a Merthin del brazo mientras regresaban al palacio del prior. Se sentía feliz, aunque le resultaba extraño. A pesar de que millares de personas habían muerto en Kingsbridge a causa de la peste y pese al asesinato de Tilly, Caris se sentía esperanzada y sabía que se debía al plan; siempre se sentía mejor cuando tenía un proyecto. La muralla nueva, las fuerzas del orden, la torre, el fuero municipal y, sobre todo, el nuevo hospital. ¿De dónde iba a sacar el tiempo para organizarlo todo?

Entró en la casa del prior del brazo de Merthin y allí encontró al obispo Henri y a sir Gregory enfrascados en una conversación con un tercer hombre que le daba la espalda a Caris. La mujer tuvo la desagradable impresión de percibir un aire familiar en el desconocido, incluso por detrás, y sintió cierta desazón. En ese momento el hombre se volvió y Caris vio la expresión de su cara: burlona, triunfante, desdeñosa y llena de maldad.

Era Philemon.