erthin abrió los ojos ante la insistente luz de la mañana. Por la inclinación de los rayos de sol que se colaban por la ventana de la alcoba dedujo que había dormido hasta tarde y que ya debía de ser mediodía. Los sucesos de la noche anterior acudieron a su mente como si de una pesadilla se tratara, y por unos instantes le reconfortó pensar que tal vez no habían ocurrido en realidad. Sin embargo, el pecho le dolía al respirar y le tiraba la piel quemada de la cara. El cruel asesinato de Tilly regresó a su memoria, y también el de la hermana Nellie, ambas jóvenes inocentes. ¿Cómo permitía Dios que ocurrieran esas cosas?
Al ver a Caris, quien estaba dejando una bandeja en la mesita que había junto al lecho, comprendió qué lo había despertado. Aunque la tenía de espaldas, le resultó fácil adivinar su enojo por la depresión de los hombros y la rigidez del cuello. No era de extrañar: la muerte de Tilly era un duro golpe, y la sacaba de quicio que hubieran violado un lugar sagrado como era un convento.
Merthin se levantó. Caris acercó dos bancos a la mesa y ambos tomaron asiento. Merthin la miró con afecto y se preguntó si habría dormido al descubrir signos de cansancio en sus ojos. Tenía una mancha de hollín en la mejilla, por lo que se chupó el pulgar y se la limpió con suavidad.
Caris le había llevado pan recién hecho, mantequilla fresca y una jarra de sidra. Merthin se descubrió famélico y sediento, y comió con apetito. Caris, reprimiendo su cólera, no probó bocado.
—¿Cómo se encuentra Thomas esta mañana? —preguntó Merthin con la boca llena de pan.
—Está descansando en el hospital. Le duele la cabeza, pero habla con coherencia y responde a lo que se le pregunta, por lo que es probable que no haya sufrido daños permanentes.
—Bien. Tendrá que indagarse el asunto de Tilly y Nellie.
—Le he enviado un mensaje al sheriff de Shiring.
—Seguramente le echarán la culpa a Tam Hiding.
—Tam Hiding está muerto.
Merthin asintió. Sabía lo que venía a continuación. El desayuno le había levantado el ánimo, pero enseguida volvió a sentirse abatido. Tragó y apartó la bandeja.
—Quienquiera que fuese el de anoche, deseaba ocultar su identidad, por eso mintió sin saber que hace tres meses que Tam murió en mi hospital —insistió Caris.
—¿Quién crees que puede haber sido?
—Alguien que conocemos, de ahí las máscaras.
—Tal vez.
—Los proscritos no llevan máscaras.
Tenía razón. Ya vivían al margen de la ley, por tanto no les importaba quién los reconociera o los crímenes que cometían; sin embargo, los intrusos de la noche anterior eran diferentes. Las máscaras daban a entender que se trataba de ciudadanos respetables temerosos de que los identificaran.
—Asesinaron a Nellie para que Joan abriera el tesoro, pero ya estaban dentro del tesoro cuando asesinaron a Tilly, por lo tanto no había necesidad de matarla —prosiguió Caris con lógica aplastante—. Querían que muriera por otra razón. Y no se contentaron con abandonarla para que se asfixiara con el humo y se quemara viva, sino que además la apuñalaron con saña. No sé por qué, pero querían estar seguros de que moriría.
—¿Qué crees que significa eso?
Caris prefirió eludir la respuesta.
—Tilly creía que Ralph quería asesinarla —contestó al fin.
—Lo sé.
—Uno de los hombres encapuchados iba a matarte —continuó Caris, aunque se le hizo un nudo en la garganta y tuvo que detenerse. Bebió un trago de la sidra de Merthin para reponerse y poder continuar—. Sin embargo, el cabecilla se lo impidió. ¿Por qué? Ya habían asesinado a una monja y a una noble, ¿a qué venían esos escrúpulos ante un mero albañil?
—Tú piensas que ha sido Ralph.
—¿Tú no?
—Sí. —Merthin lanzó un hondo suspiro—. ¿Viste su mitón?
—Me fijé en que llevaba guantes.
Merthin sacudió la cabeza.
—Sólo uno, en la izquierda. Y no tenía dedos: era un mitón.
—Para ocultar la amputación.
—No estoy seguro, y es evidente que no podemos demostrarlo, pero tengo la triste convicción de que así es.
—Vamos a comprobar los daños —propuso Caris, poniéndose en pie.
Se dirigieron al claustro del convento. Los novicios y los huérfanos estaban limpiando la cámara del tesoro: subían sacos de madera chamuscada y cenizas por la escalera de caracol. Lo que no había quedado completamente destruido se lo entregaban a la hermana Joan y los escombros los sacaban al estercolero.
Merthin vio que habían dispuesto los ornamentos de la catedral sobre una mesa del refectorio: candelabros, crucifijos y vasijas de oro y plata de delicado labrado, engastados en piedras preciosas.
—¿No se llevaron nada de esto? —preguntó, sorprendido.
—Sí, pero debieron de cambiar de opinión y lo tiraron en una acequia fuera de la ciudad. Los ha encontrado esta mañana un labriego que venía a vender huevos al mercado. Por suerte se trataba de un buen cristiano.
Merthin escogió un jarro para lavarse las manos, un aguamanil de oro en forma de gallo con las plumas del cuello delicadamente cinceladas.
—Es difícil vender algo así. En primer lugar, porque hay muy poca gente que pueda permitirse ese lujo, y en segundo lugar, porque la mayoría sospecharía que es un objeto robado.
—Los ladrones podrían haberlo fundido para vender el oro.
—Está claro que creyeron que era demasiado trabajo.
—Tal vez.
No estaba convencida. Ni Merthin tampoco, su explicación no acababa de satisfacerle. Era evidente que el robo había sido planeado hasta el último detalle, por tanto era ilógico que los ladrones no hubieran decidido de antemano qué hacer con los ornamentos, si llevárselos o dejarlos.
Caris y Merthin descendieron los escalones y entraron en la cámara. Merthin sintió que se le encogía el estómago al recordar los horrores de la noche anterior. Se toparon con más novicios, que estaban limpiando las paredes y el suelo con trapos y baldes.
Caris los envió fuera para que descansaran. Cuando Merthin y ella se quedaron solos, Caris cogió un trozo de madera de un estante y lo utilizó para hacer palanca en una de las losas del suelo. Merthin no se había fijado hasta ese momento en que la piedra no encajaba tan bien como casi todas las demás y que la bordeada un pequeño espacio. Bajo la piedra se ocultaba un amplio hueco que albergaba una caja de madera. Caris metió la mano en el agujero, la sacó y la abrió con una llave que llevaba colgando del cinturón. Estaba llena de monedas de oro.
—¡Se les pasó por alto! —exclamó Merthin, sorprendido.
—Existen tres escondites más —dijo Caris—. Otro en el suelo y dos en las paredes. No han dado con ninguno.
—Debieron de buscar con poco ánimo. Todo el mundo sabe que la mayoría de los tesoros contienen cámaras secretas.
—Sobre todo los ladrones.
—Entonces no venían por el dinero.
—Exacto —contestó Caris, cerrando el cofre y devolviéndolo al agujero.
—Si no querían los ornamentos y el dinero no les interesaba lo bastante para rebuscar a fondo las cámaras ocultas, ¿a qué vinieron?
—A matar a Tilly. El robo era una tapadera.
Merthin se quedó pensativo.
—No tenían ninguna necesidad de montar una farsa tan compleja —opinó al cabo de unos instantes—. Si lo único que querían era matar a Tilly, podrían haberlo hecho en el dormitorio y estar muy lejos de aquí cuando las monjas hubieran regresado del oficio de maitines. Con un poco de maña, por ejemplo, podrían haberla asfixiado con una almohada y nosotros ni siquiera habríamos sospechado un asesinato: todos habríamos creído que había muerto mientras dormía.
—Entonces, ¿cómo se explica el asalto? Prácticamente, al final no se llevaron nada, apenas unas monedas de oro.
Merthin miró a su alrededor.
—¿Dónde están los cartularios? —preguntó.
—Deben de haberse quemado. No importa, guardo copias de todo.
—El pergamino no arde bien.
—Nunca he intentado quemar uno.
—Se consume, se encoge y se arruga, pero no arde.
—Tal vez los hayan recuperado de entre los escombros.
—Vayamos a comprobarlo.
Volvieron a subir los escalones y salieron de la cámara.
—¿Has encontrado algún pergamino entre las cenizas? —le preguntó Caris a Joan cuando salieron al claustro.
—Nada de nada —contestó la monja, negando con la cabeza.
—¿Y si se te ha pasado por alto?
—Difícilmente, a menos que haya quedado reducido a cenizas.
—Merthin dice que no arde. —Se volvió hacia él—. ¿A quién pueden interesarle nuestros cartularios? Si a ellos no les sirve de nada…
Merthin siguió tirando del hilo que había empezado a deshilvanar para descubrir hasta dónde le conducía.
—Supongamos que existe un documento que tú tienes y que ellos quieren, o que creen que tú puedes tener.
—¿Como cuál?
Merthin frunció el ceño.
—Los documentos se redactan para que sean públicos; el objetivo de dejar algo por escrito es para que los demás puedan consultarlo en un futuro, por tanto, la existencia de un documento secreto es algo extraño…
En ese momento recordó algo.
Se llevó a Caris a pasear despreocupadamente por el claustro para alejarse de Joan hasta que estuvo convencido de que nadie podía oírles.
—¡Claro, claro que sabemos que existe un documento secreto! —le dijo entonces.
—La carta que Thomas enterró en el bosque.
—Sí.
—Pero ¿por qué iba a imaginar nadie que pudiera estar en el tesoro del convento?
—Bueno, pensemos. ¿Ha ocurrido algo últimamente que hubiera podido dar a entender algo así?
—¡Oh, por todos los santos! —exclamó Caris, turbada.
—¿Qué?
—¿Te acuerdas de que te conté que la reina Isabel nos había entregado Lynn Grange por haber acogido a Thomas en su momento?
—¿Has hablado con alguien más del asunto?
—Sí, con el administrador de Lynn. Thomas se enfadó mucho cuando se enteró y dijo que mi curiosidad acarrearía funestas consecuencias.
—Entonces alguien teme que la carta secreta de Thomas haya podido caer en tus manos.
—¿Ralph?
—No creo que Ralph sepa de la existencia de la carta. De todos nosotros, yo fui el único que vio cómo la enterraba Thomas, y estoy seguro de que él jamás ha sacado el tema a relucir. Ralph debe de estar actuando a las órdenes de alguien.
—¿La reina Isabel? —preguntó Caris, impresionada.
—O el mismo rey.
—¿Y el rey sería capaz de ordenarle a Ralph que invadiera un convento?
—No, personalmente no, habría utilizado un intermediario, alguien que le fuera leal, alguien ambicioso y sin escrúpulos. Conocí hombres de esa calaña en Florencia que no hacían más que revolotear por el palacio del gobernador. Son la escoria de la sociedad.
—Me pregunto quién será.
—Creo que es fácil de adivinar —contestó Merthin.
Gregory Longfellow se encontró con Ralph y Alan dos días después en Wigleigh, en la pequeña casa señorial de madera. Wigleigh era más discreto que Tench Hall, donde había demasiada gente atenta a los movimientos de Ralph: siervos, adeptos, sus padres… En cambio en Wigleigh, los labriegos estaban demasiado ocupados en sus agotadores quehaceres como para interesarse por el contenido del saco que arrastraba Alan.
—Por lo que veo todo ha salido según lo planeado —comentó Gregory.
Las nuevas acerca del asalto al convento no habían tardado en propagarse por todo el condado.
—No hemos tenido muchos problemas —aseguró Ralph.
Se sintió un poco decepcionado ante la parca reacción de Gregory. Después de todas las molestias que se había tomado para hacerse con los documentos, el abogado podría haber demostrado un poco más de entusiasmo.
—Supongo que el sheriff habrá anunciado que hará indagaciones —dijo Gregory con gesto adusto.
—Le echarán la culpa a los proscritos.
—¿No os reconocieron?
—Llevábamos capuchas.
—No sabía que tu esposa estuviera en el convento —comentó Gregory, mirándolo de una manera extraña.
—Una grata coincidencia —contestó Ralph—. Eso me ha permitido sacar provecho de la situación.
El brillo indescifrable en la mirada de Gregory se acentuó. ¿Qué estaría pensando el abogado? ¿Acaso iba a fingir que lo escandalizaba que Ralph hubiera matado a su mujer? En el caso de que así fuese, Ralph estaría presto en señalarle que, como instigador, era cómplice de todo lo que había ocurrido en el convento. No tenía derecho a juzgarlo. Ralph esperaba que Gregory hablara.
—Echémosle un vistazo a esos cartularios —fue lo único que dijo Gregory al cabo de una larga pausa.
Enviaron a Vira, el ama de llaves, a un encargo que la mantendría ocupada un buen rato, y Ralph le pidió a Alan que se apostara junto a la puerta para despachar a las visitas inoportunas. A continuación, Gregory vació el saco encima de la mesa, se puso cómodo y empezó a examinar los documentos uno a uno. Algunos estaban enrollados y atados con una tira, otros estaban doblados y había unos pocos cosidos como en un cuadernillo. Abrió uno, leyó unas cuantas líneas bajo la deslumbrante luz que se colaba por las ventanas y devolvió el documento al saco antes de escoger uno nuevo.
Ralph no sabía qué buscaba, pues lo único que Gregory le había dicho era que esa cédula podía comprometer al rey. Sin embargo, no llegaba a imaginar qué tipo de documento podía tener Caris que pudiera poner al rey en un aprieto.
Le aburría ver leer a Gregory, pero no pensaba irse. Le había entregado lo que le había pedido y se iba a quedar allí sentado hasta que le asegurara que cumpliría con su mitad del acuerdo.
Con suma paciencia, el alto abogado repasó concienzudamente documento tras documento. Uno en especial llamó su atención, pero tras leerlo de cabo a rabo, acabó en el saco con los demás. Ralph y Alan habían pasado prácticamente la semana entera en Bristol, y aunque era bastante improbable que les pidieran razón de sus andanzas, de todas formas habían tomado precauciones. Habían salido de jarana todas las noches salvo la de la incursión en Kingsbridge. Era probable que sus compadres recordasen las rondas gratuitas, pero no que una de las noches Ralph y Alan se habían ausentado. Además, en el caso de que así fuese, seguro que no sabrían si se había tratado del cuarto miércoles después de Pascua o un jueves a dos semanas del día de Pentecostés.
Al cabo de un rato la mesa quedó despejada y el saco lleno de nuevo.
—¿No has encontrado lo que buscabas? —preguntó Ralph.
—¿Lo has traído todo? —inquirió Gregory, obviando la pregunta de Ralph.
—Todo.
—Bien.
—Entonces, ¿no lo has encontrado?
—El documento en cuestión no se encuentra en el saco —contestó Gregory, escogiendo las palabras con cuidado—. Sin embargo, he dado con una escritura que podría explicar por qué este… tema ha suscitado tanto interés en los últimos meses.
—Por tanto, estás satisfecho —insistió Ralph.
—Sí.
—Y el rey no tiene de qué preocuparse.
—A ti no te incumben las preocupaciones del rey —le espetó Gregory, perdiendo la paciencia—. De eso ya me ocuparé yo.
—Por consiguiente, obtendré mi gratificación sin más dilación.
—Por descontado —aseguró Gregory—. Serás el conde de Shiring para la cosecha.
Ralph se sintió hondamente satisfecho. Por fin sería conde de Shiring. Se había ganado a pulso el premio que siempre había anhelado, y su padre todavía vivía para verlo.
—Gracias.
—Yo que tú iría a cortejar a lady Philippa —le recomendó Gregory.
—¿Cortejarla? —repitió Ralph, atónito.
Gregory se encogió de hombros.
—En realidad no le queda otra elección, pero de todos modos deben observarse las formalidades. Dile que el rey te ha concedido permiso para pedir su mano en matrimonio y que sólo deseas que algún día llegue a amarte como tú la amas a ella.
—Ah, de acuerdo.
—Agasájala con un presente.