71

Ralph y sus hombres se ocultaron en el bosque que se encontraba al norte de Kingsbridge y permanecieron a la espera. Era mayo y las tardes eran largas. Al anochecer, Ralph animó a los demás a echar una cabezadita mientras él se quedaba vigilando.

Con él se encontraba Alan Fernhill y cuatro hombres a los que había contratado, soldados desmovilizados del ejército de Su Majestad, guerreros que no habían logrado encontrar otra ocupación en tiempos de paz. Alan había dado con ellos en la taberna Red Lion de Gloucester. No sabían quién era Ralph y no lo habían visto nunca a plena luz del día. Harían lo que les habían encomendado, tomarían el dinero y no harían preguntas.

Ralph permaneció despierto, calculando el paso del tiempo de forma mecánica, como había hecho durante su estancia en Francia con el rey. Había descubierto que si se concentraba demasiado en calcular las horas que habían pasado, dudaba; pero si se limitaba a adivinarlo, el resultado siempre era acertado. Los monjes utilizaban una vela encendida, marcaban con campanas el paso de las horas, usaban un reloj de arena o el goteo del agua a través de un delgado embudo; pero Ralph contaba con un instrumento de medición más preciso en su mente.

Permaneció sentado en silencio con la espalda apoyada en un árbol, contemplando la hoguera que habían encendido. Oía los movimientos furtivos de las pequeñas criaturas que deambulaban por el manto del bosque y el ocasional ululato de la lechuza depredadora. Nunca se sentía tan relajado como en las horas previas a un momento de acción. Tenía silencio, oscuridad y tiempo para pensar. La conciencia del peligro inminente, que ponía nerviosa a la mayoría de los hombres, a él lo tranquilizaba.

El mayor riesgo de esa noche no lo constituían los peligros de la lucha. Habría combate cuerpo a cuerpo, pero sus enemigos no serían más que hombres de la ciudad o enclenques monjes. El verdadero peligro era que podían reconocer a Ralph. Lo que estaba a punto de hacer era inaudito. Se hablaría de ello con escándalo en todas las iglesias del país, quizá en todas las de Europa. Gregory Longfellow, por quien Ralph iba a hacerlo, sería quien condenaría esa actuación con más fervor. Si llegaba a saberse que Ralph era el villano, moriría en la horca.

Pero si conseguía su propósito, se convertiría en conde de Shiring.

Cuando calculó que habían pasado dos horas desde la medianoche, despertó a los demás.

Dejaron a los caballos atados y salieron del bosque para dirigirse hacia el camino que conducía a la ciudad. Alan llevaba el equipo, como siempre había hecho durante las batallas de Francia. Iba equipado con una escalera de mano, una bobina de cuerda y un garfio de hierro que habían utilizado para asaltar las murallas de ciudades en Normandía. En el cinturón llevaba un escoplo de albañil y un martillo. Quizá no tuvieran que usar esas herramientas, pero habían aprendido que era mejor prevenir.

Alan también portaba varios sacos de gran tamaño, enrollados y bien atados con una cuerda formando un hatillo.

Cuando divisaron la ciudad, Ralph les dio unos embozos con agujeros para los ojos y la boca, y todos se los pusieron. El señor de Tench llevaba, además, un guante en la mano izquierda para ocultar los delatores muñones de sus tres dedos amputados. Tenía un aspecto del todo irreconocible, salvo, por supuesto, que lo capturasen.

Todos se cubrieron las botas con unas sacas de fieltro y se las ataron a las rodillas para amortiguar el ruido de sus pisadas.

Habían pasado cientos de años desde el último ataque perpetrado por un ejército contra Kingsbridge, y las medidas de seguridad de la ciudad no eran muy buenas, sobre todo desde la propagación de la peste. Sin embargo, la entrada sur de la población estaba cerrada a cal y canto. En el extremo del gran puente de Merthin que daba a la ciudad había una caseta de piedra cerrada con una imponente puerta de madera. Sin embargo, el río protegía la ciudad sólo por los lados del este y el sur. En el norte y en el oeste no hacía falta puente alguno, y la ciudad estaba protegida por una muralla muy deteriorada. Ésa era la razón por la que Ralph realizó la maniobra de aproximación por el norte.

Una serie de chozas miserables se amontonaban en los extramuros de la ciudad como perros en la trastienda de una carnicería. Alan había estudiado el recorrido hacía varios días, cuando los dos habían ido a Kingsbridge y habían preguntado por Tilly. En ese momento, Ralph y los hombres contratados seguían a Alan, caminando entre las casuchas con el mayor sigilo posible. Incluso los pobres de las afueras podían despertar la alarma si interrumpían su descanso nocturno. Un perro ladró y Ralph se puso en tensión, pero alguien insultó al animal y éste se calló. Pasado un rato llegaron a un lugar donde la muralla estaba derruida y pudieron escalar por las piedras caídas.

Salieron a un estrecho callejón que estaba detrás de los almacenes. Daba justo a la puerta norte de entrada a la ciudad. Allí, Ralph lo sabía, estaba la caseta del centinela. Los seis hombres se aproximaron con sigilo. Aunque ya se encontraban en el interior de la muralla, un centinela podría haberles interrogado al verlos y habría llamado pidiendo ayuda de no satisfacerle sus respuestas. Pero, para alivio de Ralph, el hombre estaba profundamente dormido, sentado en una banqueta y apoyado contra el costado de su garita, con un cabo de vela consumiéndose sobre una balda situada a su vera.

De todas formas, Ralph decidió no arriesgarse a que el hombre se despertara. Se acercó de puntillas, se introdujo en la caseta y degolló al centinela con su alargada daga. El hombre se despertó e intentó gritar de dolor, pero lo único que le salió de la boca fue sangre. Cuando se desplomó, Ralph lo agarró para que no cayera y lo sostuvo durante unos segundos hasta que el infeliz se quedó inconsciente. Luego lo dejó apoyado contra la pared de la garita.

Limpió la ensangrentada daga en la túnica del hombre muerto y envainó el arma.

La alta puerta de doble hoja que les cortaba el paso tenía una portezuela de menores dimensiones, de la altura de un hombre adulto. Ralph la abrió y la dejó lista para escapar por allí más adelante.

Los seis hombres caminaron en silencio por la calle que llevaba al priorato.

No había luna —ésa era la razón por la que Ralph había decidido actuar esa noche—, aunque la tenue luz de las estrellas los iluminaba. El señor de Tench miró con impaciencia hacia las ventanas del piso superior de las casas de ambos lados de la calle. Si los habitantes que permanecían despiertos se asomaban por casualidad al exterior, contemplarían sin duda la siniestra visión de seis hombres embozados. Por suerte, la noche no era lo bastante cálida como para dejar las ventanas abiertas, y los postigos estaban cerrados. De todas formas, Ralph se puso la capucha de la capa y se la bajó cuanto pudo, con la esperanza de ensombrecerse el rostro y ocultar el embozo; hizo una señal a los demás para que hicieran lo propio.

Ésa era la ciudad en la que había vivido toda su adolescencia, y las calles le resultaban conocidas. Su hermano, Merthin, todavía vivía allí, aunque Ralph no estaba seguro de dónde.

Pasaron por la calle principal y dejaron atrás la taberna Holly Bush, cerrada durante la noche y hacía ya horas. Llegaron al recinto de la catedral. En la entrada había altas puertas de madera, pero se mantenían abiertas; hacía años que no las cerraban y las bisagras estaban oxidadas e inservibles.

El priorato estaba completamente a oscuras salvo por una tenue luz encendida en una de las ventanas del hospital. Ralph calculó que sería el momento en que los monjes y las monjas estarían sumidos en un sueño más profundo. En el espacio de una hora se levantarían para asistir al oficio de maitines, que empezaba y finalizaba antes del amanecer.

Alan, quien había realizado una labor previa de reconocimiento del claustro, guio al grupo por el ala norte de la iglesia. Atravesaron con sigilo el camposanto y pasaron junto al palacio del prior, luego giraron por la angosta franja de terreno que separaba el ala este de la catedral de la orilla del río. Alan apoyó la escalera de mano que llevaba sobre la pared y susurró:

—El claustro de las monjas. Seguidme.

Ascendió por la pared y llegó hasta el tejado. Hizo algo de ruido al pisar el empizarrado. Por suerte no había usado el garlin de hierro, que habría producido un chacoloteo capaz de despertar la alarma de los que allí dormían.

Los demás lo siguieron, con Ralph a la cola.

Una vez dentro saltaron desde el tejado y aterrizaron sobre los mullidos montones de césped del cuadrángulo. En cuanto estuvieron todos abajo, Ralph observó con cautela las columnas de piedra del claustro que tenía a su alrededor. Los arcos parecían contemplarlo cual vigilantes, pero allí no se movía ni un alma. Era una suerte que no se permitiera a los religiosos tener animales de compañía.

Alan los condujo por un corredor oculto entre las sombras y a través de una pesada puerta.

—La cocina —susurró. La habitación estaba tenuemente iluminada por el fulgor que emitían las ascuas encendidas de una gran hoguera—. Avanzad con cuidado para no tirar ningún cazo.

Ralph se quedó esperando mientras intentaba adaptar su visión a la luz de la estancia. Pronto fue capaz de distinguir los contornos de una gran mesa, varios toneles y una pila de vasijas.

—Buscad algún sitio para sentaros o acostaros e intentad poneros cómodos —les aconsejó—. Vamos a quedarnos aquí hasta que se levanten y vayan a la iglesia.

*

Una hora después, mirando a hurtadillas desde la puerta de la cocina, Ralph contó las monjas y novicias que salían del dormitorio arrastrando los pies y se dirigían hacia el claustro en dirección a la catedral; algunas portaban lámparas de aceite que proyectaban extrañas sombras en el techo abovedado.

—Veinticinco —le susurró a Alan.

Tal como había imaginado, Tilly no se encontraba entre ellas. No se esperaba que las damas de la nobleza que estaban de visita asistieran a los oficios divinos de la madrugada.

Cuando hubieron desaparecido, Ralph avanzó. Los otros se quedaron atrás.

Sólo había dos lugares donde Tilly podía estar durmiendo: el hospital y el dormitorio de las monjas. Ralph había imaginado que ella se sentiría más segura en el dormitorio y se dirigió hacia allí en primer lugar.

Subió con cuidado los escalones de piedra, con las calzas de fieltro que se había colocado sobre las botas para amortiguar el ruido. Echó un vistazo al dormitorio. Estaba iluminado por una única vela. Había esperado que todas las monjas estuvieran en la iglesia, porque no quería que nadie ajeno al asunto pudiera complicar las cosas. Le asustaba que hubieran podido quedarse una o dos religiosas allí, por cansancio u holgazanería. Pero la estancia estaba vacía, ni siquiera Tilly se encontraba allí. Estaba a punto de marcharse cuando vio una puerta abierta al fondo de la cámara.

Recorrió todo el dormitorio, recogió la vela y pasó por la puerta con sigilo. La inestable luz reveló la joven cabeza de su esposa sobre una almohada, con el pelo despeinado alrededor de la cara. Parecía tan inocente y hermosa que Ralph sintió una punzada de arrepentimiento y tuvo que recordarse lo mucho que la odiaba por interponerse en el camino de su ascensión a la nobleza.

El niño, su hijo Gerry, estaba acostado en una cunita a su lado, con los ojos cerrados y la boquita abierta, sumido en un plácido sueño.

Ralph se acercó más y, con un rápido movimiento, le tapó la boca a Tilly con una mano, la despertó y al mismo tiempo impidió que pudiera gritar.

Con los ojos desorbitados, Tilly se quedó mirándolo, espantada.

Su marido dejó la vela. Llevaba en el bolsillo una serie de útiles retales, incluyendo trapos de todas clases y cordeles de cuero. Le metió a Tilly un pedazo de tela en la boca para mantenerla callada. Pese al embozo y los guantes, tenía la impresión de que ella lo había reconocido, aunque no hubiera hablado. Quizá hubiera reconocido su olor, como una perra. Daba igual. No podría contárselo a nadie.

La ató de pies y manos con los cordeles de cuero. Ella había dejado de luchar, pero ya lo haría más adelante. Ralph comprobó que la había atado bien. Entonces se sentó a esperar.

Desde allí podía escuchar los cánticos de la iglesia: un sonoro coro de féminas y un par de voces varoniles sueltas intentando destacar entre ellas. Tilly seguía mirándolo con los ojos muy abiertos y gesto suplicante. Ralph le dio la vuelta para no verle la cara.

Ella ya había adivinado que iba a matarla. Le había leído el pensamiento. Tenía que ser una bruja. Quizá todas las mujeres eran brujas. En cualquier caso, había descubierto sus intenciones casi en el preciso instante en que se le ocurrieron. Había empezado a vigilarlo, sobre todo por las noches, siguiéndolo con su mirada temerosa por toda la estancia, sin importar qué estuviera haciendo. Ella permanecía en tensión y despierta a su lado hasta que él se dormía, y cuando se despertaba por las mañana, ella ya estaba siempre lista para empezar el día. Luego, después de un tiempo manteniendo esa misma actitud, se había dado a la fuga. Ralph y Alan la habían buscado sin éxito, luego le había llegado un rumor de que había solicitado refugio en el priorato de Kingsbridge.

Lo que vino como anillo al dedo para los planes de Ralph.

El niño se agitó mientras dormía, y su padre pensó que podía empezar a llorar. ¿Y si las monjas regresaban justo en ese momento? Lo pensó un rato. Seguramente volverían un par de ellas para ver si Tilly necesitaba ayuda. Decidió que las mataría. No sería la primera vez. Ya había matado monjas en Francia.

Al final oyó los pasos que se arrastraban de regreso al dormitorio.

Alan estaría vigilando desde la cocina, contándolas a medida que regresaban. Cuando estuvieran todas a salvo en el interior del dormitorio, Alan y los otros cuatro hombres desenvainarían sus espadas y entrarían en acción.

Ralph levantó a Tilly. La mujer tenía el rostro empapado de lágrimas. Él le dio la vuelta para que le diera la espalda, entonces la rodeó con un brazo por la cintura, la levantó y se la colocó sobre la cadera. Era ligera como una niña.

Sacó su alargada daga.

Oyó que un hombre decía fuera:

—¡Silencio o morirás! —Supo que era Alan, aunque el embozo le apagaba la voz.

Se trataba de un momento decisivo. Había otras personas en el recinto —monjas y pacientes del hospital, y monjes en sus aposentos—, y Ralph no quería que se presentaran y lo complicaran todo.

Pese a la advertencia de Alan, se oyeron varios gritos de espanto y chillidos de miedo, pero no demasiado altos. Hasta ese momento todo iba bien.

Ralph abrió la puerta de golpe y entró en el dormitorio, con Tilly apoyada en la cadera.

Vio la luz de las lámparas de aceite de las monjas. Al fondo de la habitación, Alan tenía atrapada a una mujer, amenazándola con un cuchillo en el cuello, en la misma postura que Ralph tenía a Tilly. Había otros dos hombres detrás de Alan. Los otros dos mercenarios estaban montando guardia al pie de la escalera.

—Escuchad —ordenó Ralph.

Cuando habló, Tilly empezó a removerse con fuerza. Había reconocido su voz, pero a él no le importaba mientras fuera la única en haberlo hecho.

Se hizo un silencio aterrador.

—¿Cuál de vosotras es la tesorera? —preguntó Ralph.

Nadie dijo nada.

Ralph apretó el filo de su daga contra la piel del cuello de Tilly. Ella empezó a luchar, pero era demasiado menuda, y él la retuvo con facilidad. «Ahora —pensó—, ahora es el momento de matarla», pero titubeó. Había sesgado la vida de muchas personas, hombres y mujeres, pero de pronto le pareció terrible clavar el cuchillo en el cuerpo cálido que había besado y abrazado, con el que se había acostado, la mujer que había dado a luz a su hijo.

Además, conseguiría un resultado más efectivo entre las monjas si moría una de ellas.

Hizo un gesto de asentimiento a Alan.

Con un poderoso tajo, su secuaz le rajó el pescuezo a la monja que tenía agarrada. La sangre salió a borbotones del cuello de la víctima y ésta cayó al suelo.

Alguien gritó.

No fue un simple grito o chillido, sino un agudo alarido de puro terror que podría haber resucitado a los muertos, y prosiguió hasta que uno de los esbirros de Ralph golpeó a la mujer que chillaba en la cabeza y ésta cayó inconsciente al suelo, con un hilillo de sangre en la mejilla.

—¿Quién de vosotras es la tesorera? —volvió a preguntar Ralph.

*

Merthin se había despertado cuando tañó la campana llamando a maitines y Caris se levantó de la cama. Como siempre, él dio media vuelta y se quedó en un agradable duermevela, por lo que cuando ella regresaba le daba la sensación de que no habían pasado más que un par de minutos. Cuando regresó a la cama, ella estaba helada, y él la atrajo hacia sí y la envolvió con sus brazos. Solían quedarse despiertos durante un rato, hablando, y por lo general hacían el amor antes de volver a dormir. Era el momento favorito de Merthin.

Caris presionó su cuerpo contra el de su amante, sus senos se aplastaron delicadamente sobre el masculino torso. Él la besó en la frente. Cuando ella ya había entrado en calor, él metió una mano entre sus piernas y separó con delicadeza el vello púbico.

Pero ella tenía ganas de hablar.

—¿Oíste el rumor que corría ayer? Decían que había unos forajidos en el bosque del norte de la ciudad.

—Parece poco probable —comentó él.

—No sé. Las murallas están en bastante mal estado en ese lado.

—Pero ¿qué iban a robar? Pueden llevarse libremente cuanto quieran. Si quieren carne, hay miles de ovejas y cabezas de ganado sin vigilancia en los campos, y nadie los reclamaría.

—Por eso resulta extraño.

—En estos tiempos, robar es como asomarse por la valla del vecino para respirar su aire.

Ella lanzó un suspiro.

—Hace tres meses creí que esta terrible epidemia había terminado.

—¿Cuántas personas más hemos perdido?

—Hemos enterrado a un millar desde Pascua.

A Merthin le parecía un cálculo correcto.

—He oído que en otras ciudades se habla de la misma cifra.

Él notó que el cabello de Caris se movía sobre sus hombros al asentir en la oscuridad.

—Creo que ya ha desaparecido un cuarto de la población de Inglaterra —afirmó ella.

—Y más de la mitad de los sacerdotes.

—La razón es que entran en contacto con tantas personas cuando se celebra un oficio religioso que difícilmente pueden escapar al contagio.

—Por eso la mitad de las iglesias están cerradas.

—Y eso es bueno, en mi opinión. Estoy segura de que las multitudes propagan con mayor facilidad la enfermedad.

—De todas formas, hay demasiadas personas que han perdido el respeto a la religión.

Para Caris, eso no era una gran tragedia. Y añadió:

—Así puede que dejen de creer en la medicina de esos cantamañanas y empiecen a optar por los tratamientos que tienen un efecto real.

—Es cierto, pero para las personas comunes y corrientes resulta difícil distinguir entre un tratamiento efectivo y un falso remedio.

—Te enseñaré cuatro normas.

Merthin sonrió en la oscuridad. Caris siempre confeccionaba listas.

—Está bien.

—Primera: si existe una docena de remedios diferentes para una afección, puedes estar seguro de que ninguno de ellos funcionará.

—¿Por qué?

—Porque si uno funcionara, la gente se olvidaría de los demás.

—Lógico.

—Segunda: que un remedio sea repugnante no lo convierte en bueno. El cerebro podrido de alondra no sirve para el dolor de garganta, aunque te dé arcadas; mientras que una rica taza de agua caliente con miel puede aliviar el escozor.

—Es bueno saberlo.

—Tercera: las heces humanas o animales jamás serán buenas para nada. Por lo general empeoran las cosas.

—También es bueno saberlo.

—Cuarta: si el remedio parece una enfermedad, como las plumas manchadas de un tordo para las paperas, por ejemplo, u orina de oveja para la ictericia, seguramente se trata de un cuento.

—Deberías escribir un libro con esas normas.

Ella emitió un gruñido desdeñoso.

—En las universidades prefieren los textos de los antiguos griegos.

—No me refiero a un libro para estudiantes universitarios, sino a un libro para personas como tú: monjas, comadronas, barberos y sanadoras.

—Las sanadoras y las comadronas no saben leer.

—Algunas sí saben, además, podrían leérselo otras personas.

—Supongo que a la gente podría gustarles un librillo que les contara qué hacer contra la peste.

Se quedó pensativa durante unos minutos.

Se oyó un grito en el silencio.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Merthin.

—Parecía una musaraña atrapada por un búho —dijo ella.

—No, ha sido otra cosa —respondió él y se levantó.

*

Una de las monjas dio un paso adelante y se dirigió a Ralph. Era joven —casi todas lo eran—, con el pelo negro y los ojos azules.

—Por favor, no le hagáis daño a Tilly —suplicó—. Soy la hermana Joan, la tesorera. Os daremos lo que queráis. Por favor, no sigáis utilizando la violencia.

—Soy Tam Hiding —dijo Ralph—. ¿Dónde están las llaves del tesoro de las monjas?

—Las llevo en el cinto.

—Tráemelas.

Joan dudó por un instante. Tal vez se había dado cuenta de que Ralph no sabía dónde estaba el tesoro. En su misión de reconocimiento, Alan había estudiado el convento con bastante detenimiento antes de que lo descubrieran. Había planeado el lugar de entrada, había identificado la cocina como escondite perfecto y había localizado el dormitorio de las monjas; pero no había sido capaz de encontrar el tesoro. Estaba claro que Joan no quería revelar su emplazamiento.

Ralph no tenía tiempo que perder. No sabía quién podría haber oído el grito. Presionó el cuello de Tilly con la punta de su cuchillo hasta que la hizo sangrar.

—Quiero ir al tesoro —exigió.

—Está bien, pero ¡no le hagáis daño a Tilly! Os mostraré el camino.

—Así me gusta —dijo Ralph.

Dejó a dos de los mercenarios en el dormitorio para que mantuvieran a las monjas en silencio. Alan y él siguieron a Joan por la escalera que llevaba al claustro, sin soltar a Tilly.

Al pie de la escalera, los otros dos esbirros tenían retenidas con sus cuchillos a otras tres monjas. Ralph supuso que las que estaban de guardia en el hospital se habrían acercado a ver de dónde procedía el grito. Estaba encantado, una nueva amenaza neutralizada. Pero ¿dónde estaban los monjes?

Envió a aquellas monjas al dormitorio. Dejó a un mercenario de guardia al pie de la escalera y se llevó al otro consigo.

Joan los condujo hasta el refectorio, que estaba en la planta baja, justo debajo del dormitorio. La temblorosa luz de la lámpara de aceite dejó a la vista mesas sobre caballetes, bancos, un facistol y un mural de Jesucristo como invitado a un banquete de bodas.

Al fondo de la habitación, Joan desplazó una mesa y dejó a la vista una trampilla en el suelo. Tenía una cerradura como la de una puerta normal y corriente. Encajó la llave y levantó la trampilla. Daba a una estrecha escalera de caracol con escalones de piedra. Descendieron por ella. Ralph dejó al mercenario de guardia y bajó, sin soltar a Tilly, aunque incómodo, y con Alan a la zaga.

Ralph llegó al final de la escalera y miró a su alrededor con aire de satisfacción. Era el lugar más sagrado de todos: el tesoro secreto de las monjas. Era una estrecha cámara subterránea similar a una mazmorra, pero mejor construida: las paredes eran de lisas piedras cuadradas como las utilizadas para la catedral, y el suelo estaba pavimentado con losas muy juntas. La atmósfera era fresca y seca. Ralph soltó a Tilly, tirándola al suelo como si fuese una gallina.

Gran parte de la cámara estaba ocupada por una enorme caja con tapa, como el ataúd de un gigante, encadenada a una argolla de la pared. No había muchas más cosas: dos banquetas, un escritorio y una estantería con una pila de pergaminos que debían de ser los libros de cuentas de las monjas. En un gancho de la pared había colgadas dos gruesas capas de lana, y Ralph supuso que serían para la tesorera y su ayudante, para cuando trabajaban allí durante los meses más crudos del invierno.

La caja era demasiado voluminosa para que la hubieran bajado por la escalera. Debían de haberla llevado por partes y montado allí mismo. Ralph señaló la cerradura y Joan la abrió con otra de las llaves que llevaba en el cinto.

Ralph miró en el interior. Había más pergaminos, seguramente eran los cartularios y los títulos de propiedad del convento; una pila de sacas de cuero y lana que sin duda contenían los ornamentos engastados de piedras preciosas; y un cofre más pequeño que debía de contener dinero.

Llegado a ese punto, Ralph debía obrar con sutileza. Su objetivo eran los cartularios, pero no quería que resultara evidente. Debía robarlos, pero aparentar que no lo había hecho.

Ordenó a Joan que abriera el pequeño cofre. Contenía unas cuantas monedas de oro. Ralph se sorprendió al ver la poca cantidad que había. Tal vez tuvieran más dinero oculto en otro lugar de la cámara, seguramente tras las piedras de las paredes. No obstante, no se entretuvo en adivinarlo; sólo estaba fingiendo estar interesado en el dinero. Metió el dinero en el portamonedas que llevaba al cinto. Mientras tanto, Alan desenvolvió un enorme saco y empezó a llenarlo con los ornamentos de la catedral.

Tras haber permitido que Joan lo presenciara, Ralph le ordenó que volviera a subir la escalera.

Tilly seguía allí, contemplándolo todo con los ojos abiertos de par en par, aterrorizada, aunque no importaba lo que ella viera. No tendría oportunidad de contarlo.

Ralph desenrolló su saco y empezó a cargarlo con pergaminos todo lo deprisa que pudo.

Cuando lo tuvieron todo embolsado, Ralph le dijo a Alan que rompiera los cofres de madera con su martillo y su escoplo. Descolgó las capas del gancho, las enrolló y las prendió con la llama de su vela. La lana ardió de inmediato. Apiló la madera de los cofres sobre el tejido ardiente. Pronto se formó una viva hoguera y a Ralph se le metió el humo en la garganta.

Miró a Tilly, indefensa y tendida en el suelo. Desenvainó su daga, pero, una vez más, volvió a dudar.

*

Había una puertecilla en el palacio del prior que comunicaba con la sala capitular, que a su vez comunicaba con el transepto norte de la catedral. Merthin y Caris tomaron esa ruta en su búsqueda de la procedencia del grito. La sala capitular estaba vacía, así que entraron en la iglesia. La única vela que portaban daba una luz demasiado tenue para iluminar el espacioso interior, pero se quedaron en el centro del crucero y escucharon con atención.

Oyeron el ruido de un pestillo.

—¿Quién va? —preguntó Merthin y se avergonzó al oír que le temblaba la voz.

—El hermano Thomas —oyeron.

La voz provenía del transepto sur. Pasado un rato, Thomas llegó a la zona iluminada por su vela.

—Me ha parecido oír a alguien gritar —dijo.

—A nosotros también. Pero no hay nadie aquí en la iglesia.

—Echemos un vistazo.

—¿Y los novicios, los muchachos?

—Les he dicho que volvieran a la cama.

Pasaron por el transepto norte y entraron en el claustro de los monjes. Seguían sin oír ni ver nada. Desde allí, recorrieron un pasadizo que llevaba por las despensas hasta el hospital. Los pacientes yacían en sus camas con normalidad, algunos dormían y otros se agitaban y gemían de dolor, pero Merthin se dio cuenta de que no había monjas en la sala.

—Qué raro… —comentó Caris.

El grito debía de haber llegado desde allí, pero no había señal alguna de emergencia, ni de ninguna otra clase de problema.

Entraron a la cocina, que estaba vacía, como habían imaginado.

Thomas olisqueó el aire, como si intentara encontrar algún rastro.

—¿Qué ocurre? —Merthin se dio cuenta de que estaba susurrando.

—Los monjes son limpios —murmuró Thomas—. Alguien sucio ha estado aquí.

Merthin no captó ningún olor llamativo.

Thomas agarró un cuchillo, de los que usaban las cocineras para cortar huesos y piezas grandes de carne.

Atravesaron la puerta de la cocina. Thomas levantó el muñón del brazo izquierdo con gesto de advertencia y se detuvieron. Llegaba una tenue luz del claustro de las monjas. Parecía proceder de la entrada del fondo. Era el reflejo de la luz de una vela lejana, supuso Merthin. Podía provenir del refectorio de las monjas, o de la escalera de piedra que llevaba al dormitorio, o de ambos lugares.

Thomas se quitó las sandalias y siguió avanzando sin hacer ruido, con los pies descalzos sobre las losas. Se confundió entre las sombras del claustro. Merthin apenas lo divisaba cuando iba aproximándose a la entrada del fondo.

Un ligero aunque penetrante aroma le entró a Merthin por la nariz. No era el hedor a cuerpos sucios que Thomas había detectado en la cocina, sino un olor bastante distinto e inusual. Pasado un rato, Merthin se dio cuenta de que era humo.

Thomas debió de olerlo también, porque se quedó paralizado y apoyado contra la pared.

Un cuerpo invisible lanzó un gruñido de sorpresa, luego salió alguien por la entrada del fondo y apareció en el corredor del claustro. No se le distinguía muy bien, pero se le vislumbraba: la tenue luz reveló la silueta de un hombre con una especie de embozo que le tapaba la cabeza y la cara. El hombre se volvió hacia la puerta del refectorio.

Thomas atacó.

El cuchillo de carnicero destelló por un instante en la oscuridad, y luego se oyó un golpe seco cuando el arma blanca se clavó en el cuerpo del desconocido. La víctima lanzó un grito aterrorizado de dolor. Mientras se desplomaba, Thomas volvió a avanzar, el alarido del hombre se tornó en gemido y se acalló. El desconocido dio de bruces contra la piedra del pavimento con un golpe seco y mortal.

Junto a Merthin, Caris lanzó un grito ahogado de pavor.

Merthin salió corriendo.

—¿Qué ocurre? —preguntó, alarmado.

Thomas se volvió haciendo movimientos con el cuchillo para que retrocediera.

—¡Silencio! —susurró.

La intensidad de la luz varió en un abrir y cerrar de ojos. De pronto el claustro quedó iluminado con el intenso fulgor de una llama.

Alguien salió corriendo del refectorio con una pesada carga. Era un hombre corpulento con un saco en una mano y una antorcha ardiendo en la otra. Parecía un fantasma, hasta que Merthin se dio cuenta de que llevaba un tosco embozo con agujeros para los ojos y la boca.

Thomas se colocó delante del hombre a la fuga y levantó su cuchillo. Pero había llegado demasiado tarde: antes de que pudiera atacar, el intruso lo derribó al suelo de un empujón.

Thomas fue a dar contra una columna y se oyó un crujido como si se hubiera golpeado la cabeza contra la piedra. Cayó al suelo, inconsciente. El hombre a la fuga perdió el equilibro y cayó de rodillas.

Caris apartó a Merthin de un empujón y se arrodilló junto a Thomas.

Aparecieron varios hombres más, todos encapuchados, algunos portaban antorchas. A Merthin le dio la impresión de que algunos salían del refectorio y otros descendían por la escalera del dormitorio. Al mismo tiempo oyó gritos de mujeres. Durante un instante, la escena fue un verdadero caos.

Merthin acudió corriendo junto a Caris e intentó protegerla de la estampida con su cuerpo.

Los intrusos vieron a su compañero caído y todos se detuvieron un momento, sorprendidos por su inmovilidad. A la luz de sus antorchas se dieron cuenta de que había muerto; estaba prácticamente decapitado, y la sangre corría a borbotones sobre las piedras del suelo del claustro. Miraron a su alrededor, volviendo la cabeza a derecha e izquierda, intentando ver a través de los agujeros de sus embozos, como presas acorraladas.

Uno de ellos vio el cuchillo de Thomas, enrojecido por la sangre, tirado en el suelo junto a Caris y al monje caído, y lo señaló para que los demás lo vieran. Con un gruñido de ira desenvainó su espada.

Merthin sintió miedo por Caris. Avanzó un paso y atrajo la atención del atacante. El hombre avanzó hacia Merthin y levantó su arma. Merthin retrocedió y consiguió alejar al rufián de Caris. Cuando ella quedó fuera de peligro, Merthin temió más por su propia seguridad. Mientras iba retrocediendo, temblando de miedo, resbaló con la sangre del hombre muerto. Tropezó con el cuerpo inerte y cayó al suelo de espaldas.

Su atacante se colocó delante de él con la espada levantada, dispuesto a matarlo.

Entonces intervino uno de los demás hombres. Era el más alto de todos los intrusos, que avanzó con una rapidez sorprendente. Con la mano izquierda asió el brazo con el que el asaltante de Merthin sostenía la espada. Debía de ser el jefe, porque sin necesidad de decir nada, con un simple movimiento de cabeza, el hombre de la espada la envainó con obediencia.

Merthin se fijó en que su salvador llevaba una manopla en la mano izquierda, pero nada en la derecha.

La incursión fue un verdadero visto y no visto. Uno de los encapuchados se dirigió hacia la cocina, entró corriendo en ella y los demás lo siguieron. Merthin se dio cuenta de que debían de haber planeado huir por allí; en la cocina había una puerta que daba a la zona cubierta de césped de la catedral y era la salida más rápida. Desaparecieron y, sin el fulgor de sus antorchas, el claustro quedó sumido en la oscuridad.

Merthin se quedó quieto, sin saber muy bien qué hacer. ¿Debía salir corriendo tras los intrusos, subir al dormitorio y ver por qué estaban gritando las monjas, o descubrir dónde se había declarado el incendio? Se arrodilló junto Caris.

—¿Thomas está vivo? —preguntó.

—Creo que se ha golpeado en la cabeza y está inconsciente, pero respira y no está sangrando.

A sus espaldas, Merthin oyó la voz de la hermana Joan.

—¡Ayuda, por favor!

Merthin se volvió. La joven estaba en la puerta del refectorio; la luz de la vela le iluminaba la cara de forma grotesca, tenía una aureola de humo alrededor de la cabeza, que parecía un moderno tocado.

—¡Por el amor de Dios, date prisa!

Se levantó. Joan volvió a desaparecer en el interior del refectorio, y Merthin salió corriendo tras ella.

La luz de la vela proyectaba sombras confusas, pero consiguió no tropezar con los muebles mientras la seguía hasta el fondo de la habitación. El humo penetraba por un agujero del suelo. Merthin se dio cuenta de inmediato de que el agujero era obra de un cuidadoso maestro constructor: era un cuadrado perfecto, con bordes definidos y una trampilla muy bien hecha. Supuso que era el tesoro oculto de las monjas, construido en secreto por Jeremiah. Pero esa noche, los ladrones lo habían descubierto.

Se le llenaron los pulmones de humo y empezó a toser. Se preguntó qué estaría ardiendo allí abajo, y por qué, aunque no tenía intención de averiguarlo; parecía demasiado peligroso.

Entonces Joan le gritó:

—¡Tilly está ahí abajo!

—¡Dios mío! —exclamó Merthin con desesperación y bajó la escalera.

Tuvo que contener la respiración. Intentó ver algo a través del humo y, pese al miedo que sentía, su ojo de constructor se apercibió de que la escalera de caracol estaba muy bien construida, con todos los escalones de la misma forma y tamaño, y cada tramo situado en el mismo ángulo que el siguiente; así que pudo bajar con confianza aunque no pudiera ver dónde pisaba.

En cuestión de segundos llegó a la cámara subterránea. Vio las llamas justo en el centro de la habitación. El calor era intenso, y supo que no sería capaz de soportarlo durante más de un par de minutos. El humo era denso. Seguía aguantando la respiración, pero empezaron a llorarle los ojos y la visión se le nubló. Se secó las lágrimas con la manga e intentó ver algo entre la bruma. ¿Dónde estaba Tilly? Era incapaz de ver el suelo.

Se puso de rodillas. La visibilidad mejoró un poco; el humo era menos denso allí abajo. Avanzó a gatas, mirando en los rincones de la cámara, palpando con las manos en los lugares que no veía.

—¡Tilly! —gritó—. Tilly, ¿dónde estás?

El humo se le metió en la garganta y sufrió un ataque de tos que le impedía oír cualquier posible respuesta que ella le hubiera dado.

No podría aguantar mucho más. Tosía de forma convulsiva; con cada inspiración parecía tragar más humo. Tenía los ojos muy llorosos y estaba casi ciego. A causa de la desesperación, se acercó tanto al fuego que las llamas le prendieron la manga. Si se desmayaba y se quedaba inconsciente, moriría allí casi con total seguridad.

Entonces tocó un cuerpo con la mano.

Lo palpó. Era la pierna de alguien, una pierna delgada, una pierna de muchacha. La atrajo hacia sí. La joven tenía las ropas chamuscadas. Apenas le veía la cara y no supo determinar si estaba consciente, pero se dio cuenta de que estaba atada de pies y manos con cordeles de cuero, así que no podía moverse con libertad. Haciendo un esfuerzo por dejar de toser, le metió los brazos por debajo del cuerpo y la levantó.

En cuanto se incorporó, el denso humo lo cegó del todo. De pronto no recordaba dónde se encontraba la escalera. Se alejó tambaleante de las llamas, chocó contra la pared y estuvo a punto de dejar caer a Tilly. ¿Izquierda o derecha? Se dirigió hacia la izquierda y se encontró en un rincón. Cambió de idea y redirigió sus pasos hacia otro lugar.

Tenía la sensación de estar ahogándose. Le fallaban las fuerzas y cayó arrodillado al suelo. Eso le salvó la vida: una vez más, descubrió que veía mejor cuanto más cerca del pavimento estaba, y entonces apareció un escalón de piedra, como una visión celestial, justo delante de él.

Sujetando con desesperación a la inconsciente Tilly, avanzó de rodillas y llegó a la escalera. Con un último esfuerzo logró ponerse en pie. Pisó el escalón más bajo y tomó impulso para subir, y así consiguió llegar al siguiente escalón. Tosiendo de forma descontrolada, se obligó a seguir ascendiendo hasta que no quedaron más escalones. Se tambaleó, cayó de rodillas, tiró a Tilly y se desplomó sobre el suelo del refectorio.

Alguien se inclinó sobre él. Merthin dijo farfullando:

—Cierra la trampilla… ¡Que no pase el fuego!

Un minuto después oyó el golpe de la portezuela de madera al cerrarse.

Lo agarraron por los brazos. Abrió los ojos un momento y vio el rostro de Caris al revés; entonces se le nubló la visión. La monja lo arrastró por el suelo. La capa de humo se hizo más fina y empezó a entrar el aire en sus pulmones. Notó el cambio al pasar del interior al exterior, y saboreó el aire limpio de la noche. Caris lo soltó y Merthin oyó cómo regresaba corriendo al interior.

Él resollaba, tosía, resollaba y volvía a toser. Poco a poco, volvió a respirar con normalidad. Los ojos habían dejado de llorarle y vio que empezaba a amanecer. La tenue luz le mostró una multitud de monjas arremolinadas en torno a él.

Se incorporó. Caris y otra monja sacaron a Tilly a rastras del refectorio y la colocaron a su lado. Caris se agachó sobre ella. Merthin intentó hablar, tosió y volvió a intentarlo.

—¿Cómo se encuentra?

—Le han dado una puñalada en el corazón —dijo Caris. Empezó a llorar—. Ya estaba muerta antes de que la encontraras.