l hospital volvía a estar atestado. La peste, que durante el primer trimestre de 1349 parecía haber empezado a remitir, había regresado en abril con una virulencia intensificada. Al día siguiente del domingo de Pascua, Caris miraba con preocupación entre las hileras de jergones apiñados en forma de espiga, tan juntos que las monjas cubiertas con sus mascarillas tenían que avanzar pisando con mucho cuidado entre ellos. No obstante, moverse a su alrededor era algo más sencillo, porque había muy pocos familiares junto a los enfermos. Estar sentado junto a un pariente moribundo resultaba en extremo peligroso —era probable que el visitante acabara contagiándose—, y las personas se habían vuelto despiadadas. Cuando empezó la epidemia, habían permanecido junto a sus seres queridos a pesar de todo, madres con hijos, maridos con esposas, personas de mediana edad con sus ancianos padres; el amor era más fuerte que el miedo. Pero eso había cambiado. El ácido que derramaba la muerte había empezado a corroer hasta el más fuerte de los lazos familiares. En ese momento, el típico paciente llegaba al hospital con ayuda de una madre o un padre, de un esposo o esposa, que se limitaba a marcharse haciendo oídos sordos de los lastimeros gritos que lo seguían hasta que desaparecía de la escena. Sólo las monjas, con sus mascarillas y las manos empapadas en vinagre, eran capaces de desafiar a la enfermedad.
Podría parecer sorprendente, pero a Caris no le faltaba ayuda. El convento disfrutaba de una nueva remesa de novicias que habían llegado para sustituir a las religiosas fallecidas. Este fenómeno se debía, en parte, a la reputación de mujer santa que tenía Caris. No obstante, el monasterio estaba experimentando un momento similar de recuperación, y Thomas tenía ahora una clase llena de novicios a los que formar. Todos buscaban el orden en un mundo que había enloquecido.
En esa ocasión, la peste había afectado a algunos de los próceres de la ciudad que, hasta entonces, habían conseguido librarse de ella. Caris se quedó destrozada por el fallecimiento de John Constable. Nunca le había gustado demasiado su improvisado enfoque de la justicia —que consistía en propinar primero un buen porrazo a los buscabroncas y preguntarles luego—, pero iba a resultar más difícil mantener el orden sin su presencia. La rechoncha Betty Baxter, panadera que elaboraba los panecillos especiales para todas las celebraciones de la ciudad, incansable interrogadora durante las reuniones de la cofradía gremial, también había muerto, y sus cuatro hijas se habían repartido el negocio tras encarnizadas disputas. También había perdido la vida Dick Brewer, el último superviviente de la generación del padre de Caris; una generación de hombres que sabían cómo hacer dinero y cómo disfrutarlo.
Caris y Merthin habían conseguido frenar en cierta forma la propagación de la enfermedad cancelando las principales concentraciones populares. No se había celebrado la gran procesión de Pascua en la catedral, y no se llevaría a cabo la feria del vellón ese Pentecostés. El mercado semanal tenía lugar en los extramuros de la ciudad, en Lovers’ Field, y gran parte de los ciudadanos se mantenían alejados del recinto. Caris ya había querido aplicar esas mismas medidas cuando se inició la peste, pero Godwyn y Elfric se habían opuesto a su propuesta. Según Merthin, algunas ciudades italianas habían llegado incluso a cerrar sus puertas durante un período de treinta o cuarenta días, lo que llamaban una treintena o cuarentena. Ya era demasiado tarde para evitar la entrada de la enfermedad a la ciudad, pero Caris seguía estando convencida de que las restricciones podrían salvar vidas.
Sin embargo, un problema que no tenía era el del dinero. Cada vez eran más las personas que donaban sus riquezas a las monjas, pues no tenían parientes vivos, y muchas de las novicias aportaban con su ingreso tierras, rebaños, huertos y oro. El convento jamás había sido tan rico.
Era un triste consuelo. Por primera vez en su vida, Caris se sentía cansada, no sólo exhausta por el trabajo agotador, sino privada de empuje, debilitada en su fuerza de voluntad, desprovista de firmeza por la adversidad. La peste azotaba con más intensidad que nunca, sesgaba la vida de doscientas almas a la semana, y ella no sabía cómo iba a ser capaz de seguir adelante. Tenía los músculos doloridos, sufría jaquecas y algunas veces se le nublaba la visión. Se preguntaba con desolación cómo acabaría aquello. ¿Morirían todos?
Dos hombres irrumpieron de forma repentina en el hospital; ambos llegaron sangrando. Caris se apresuró a ir a su encuentro. Antes de llegar a tocarlos captó el hedor dulzón de la borrachera. Ambos estaban prácticamente inconscientes, aunque todavía no era la hora del almuerzo. Gruñó disgustada; era algo demasiado corriente.
Conocía de forma superficial a aquellos hombres: eran Barney y Lou, dos jóvenes fornidos que trabajaban en el matadero de Edward Slaughterhouse. Barney llevaba un brazo colgando, como si se lo hubiera roto. Lou tenía una terrible herida en el rostro: la nariz rota y un ojo que amenazaba con saltarle de la cuenca. Ambos parecían demasiado borrachos para sentir dolor.
—Ha sido una pelea —balbuceó Barney, apenas se le entendía al hablar—. Yo no quería discutir. Es mi mejor amigo y le quiero.
Caris y la hermana Nellie acostaron a los hombres ebrios en dos jergones contiguos. Nellie examinó a Barney, diagnosticó que no tenía el brazo roto, sino dislocado, y envió a una novicia en busca de Matthew Barber, el cirujano, para que intentara recolocárselo. Caris limpió la cara a Lou. No había nada que pudiera hacer para salvarle el ojo: le había saltado como un huevo duro.
Ese tipo de cosas la ponían furiosa. Esos dos hombres no padecían ninguna enfermedad ni eran víctimas de heridas provocadas durante un accidente; se habían lastimado ellos mismos por beber en exceso. Tras la primera oleada de la peste, había conseguido convencer a los ciudadanos de que lucharan por el restablecimiento de la ley y el orden; pero la segunda oleada de la epidemia había tenido terribles consecuencias en los habitantes de la ciudad. Cuando repitió su llamada al comportamiento civilizado, la respuesta del pueblo había sido una apatía total. Ya no sabía qué más hacer y se sentía demasiado cansada.
Mientras contemplaba a los dos hombres lisiados tendidos uno junto al otro en el suelo, oyó un extraño ruido en el exterior. Durante un instante retrocedió tres años, hasta la batalla de Crécy y al terrorífico estruendo de la explosión producido por las terribles máquinas de guerra nuevas del rey Eduardo, que disparaban sus balas a las filas enemigas. Pasado un instante volvió a oírse el ruido, y Caris se dio cuenta de que era un tambor, varios tambores, de hecho, percutidos sin seguir ningún ritmo en particular. A continuación oyó gaitas y campanas, cuyas notas no conseguían urdir ninguna clase de melodía; luego gritos desesperados, gemidos y chillidos que bien podrían haber sido expresiones de triunfo o agonía, o ambas cosas a la vez. No era muy distinto al clamor de la batalla, aunque le faltaba el zumbido de las letales saetas y los relinchos de los caballos heridos. Frunciendo el ceño, salió a ver qué ocurría.
Un grupo de unas cuarenta personas se había acercado al césped de la catedral, bailando una enloquecida jiga. Algunos tocaban instrumentos, o mejor dicho, los hacían sonar, porque ese ruido no podía compararse a armonía ni melodía alguna. Sus frágiles ropas desteñidas estaban hechas jirones y sucias, y algunos iban semidesnudos, sin vergüenza de dejar al descubierto sus partes pudendas. Todos los que no portaban un instrumento llevaban un látigo. Les seguía una multitud de ciudadanos que los miraba con curiosidad y asombro.
En la cabeza del grupo de bailarines iba fray Murdo, más gordo que nunca pero bailando con brío, con el sucio rostro empapado de sudor que le chorreaba sobre la despeinada barba. Condujo al grupo hasta la puerta del muro occidental de la catedral, donde se volvió hacia ellos.
—¡Todos hemos pecado! —gritó.
Sus seguidores respondieron con gritos, chillidos y gruñidos inarticulados.
—¡Estamos mancillados! —exclamó, emocionado—. Nos revolcamos en la lascivia como cerdos en la mugre. Nos entregamos, estremecidos de deseo, a la lujuria carnal. ¡Nos merecemos la peste!
—¡Sí!
—¿Qué debemos hacer?
—¡Sufrir! —respondieron todos a una—. ¡Debemos sufrir!
Uno de los seguidores avanzó de improviso restallando su látigo, que tenía tres trenzas de cuero, cada una de las cuales llevaba atadas afiladas piedras. Se tiró a los pies de Murdo y empezó a flagelarse en la espalda. El látigo desgarró la tela de sus ropas y le abrió sangrantes heridas en la piel. Gritó de dolor, y los demás seguidores de Murdo expresaron con gemidos su compasión.
Entonces se adelantó una mujer. Se bajó la túnica hasta la cintura y se volvió mostrando sus senos a la multitud; a continuación se fustigó la espalda con un látigo similar al del hombre. Los seguidores volvieron a gritar.
A medida que fueron separándose del grupo, de uno en uno o de dos en dos, fustigándose, Caris se dio cuenta de que muchos de ellos tenían cardenales o heridas a medio curar; ya lo habían hecho antes, algunos de ellos, en numerosas ocasiones. ¿Irían de ciudad en ciudad repitiendo aquella misma actuación? Teniendo en cuenta el grado de implicación de Murdo, Caris tuvo la certeza de que, más tarde o más temprano, alguien empezaría a recolectar dinero.
Una mujer presente entre la multitud que los contemplaba se adelantó gritando:
—¡Yo también debo sufrir! —A Caris le sorprendió ver que se trataba de Mared, la joven y recatada esposa de Marcel Chandler. Caris no podía imaginar que hubiera cometido muchos pecados, aunque quizá viera la oportunidad de dar a su vida cierto giro teatral. Se arrancó el vestido y se quedó en cueros delante del fraile. No tenía ni una sola imperfección en la piel, de hecho, era una mujer hermosa.
Murdo se quedó contemplándola durante largo rato y luego ordenó:
—Bésame los pies.
Ella se postró de rodillas ante él, cometiendo así la obscenidad inconsciente de dejar su trasero a la vista de la multitud, y hundió el rostro en los mugrientos pies del religioso.
El hombre le quitó el látigo a otro penitente y se lo entregó a la joven. Ella se fustigó, chilló de dolor y no tardaron en aparecer manchas rojas en su inmaculada piel.
Muchas otras personas se acercaron hasta ese lugar desde la multitud observante, sobre todo hombres, y Murdo llevó a cabo el mismo ritual con cada una de ellas. No tardó en organizarse una verdadera orgía. Cuando no se fustigaban, aporreaban sus tambores, tañían las campanas y bailaban su enloquecida jiga.
Sus actos estaban teñidos de cierto abandono frenético, pero el ojo profesional de Caris se apercibió de que las laceraciones de sus látigos, aunque dramáticas y sin duda dolorosas, no parecían infligir un daño permanente.
Merthin apareció junto a Caris y le preguntó:
—¿Tú qué opinas de todo esto?
—¿Por qué me hace sentir tanta indignación? —respondió Caris frunciendo el ceño.
—No lo sé.
—Si la gente quiere flagelarse, ¿por qué debería impedirlo? Tal vez eso haga que se sientan mejor.
—Estoy de acuerdo contigo, pero —objetó Merthin— suele haber algo fraudulento en todo lo que Murdo organiza.
—No es por eso.
Caris creía que el ánimo de esos actos no era de penitencia. Esos bailarines no estaban considerando su existencia de forma contemplativa, ni se lamentaban ni se arrepentían de los pecados cometidos. Las personas verdaderamente arrepentidas solían permanecer calladas y pensativas, y no hacían grandes alardes. Lo que Caris respiraba en el ambiente era algo muy distinto. Era excitación.
—Esto es una orgía —sentenció.
—Sólo que en lugar de emborracharse con bebida, están ebrios del odio que sienten hacia su propia persona.
—Y lo viven con una suerte de éxtasis.
—Pero no hay sexo.
—De momento.
Murdo volvió a poner en marcha la procesión; llevaba a sus fieles hasta la zona del priorato. Caris se percató de que algunos de los flageladores habían sacado sus cuencos y estaban pidiendo dinero a los espectadores. Supuso que recorrerían las principales calles de la ciudad. Seguramente finalizarían la procesión en una importante taberna, donde los participantes comprarían comida y bebida.
Merthin le tocó un brazo.
—Te veo pálida —dijo—. ¿Cómo te encuentras?
—Sólo estoy cansada —respondió de manera cortante. Debía seguir al pie del cañón al margen de cómo se sintiera, y no le ayudaba en nada que alguien le recordara lo cansada que parecía. Sin embargo, había sido amable por parte de Merthin el darse cuenta, y suavizó el tono al responder—: Vamos a la casa del prior. Ya es casi la hora de almorzar.
Cruzaron el césped justo cuando la procesión desaparecía. Entraron en el palacio. En cuanto estuvieron a solas, Caris rodeó a Merthin con los brazos y lo besó. De pronto, la mujer sintió una viva conciencia de su cuerpo y le introdujo la lengua en la boca, cosa que sabía que a él lo enloquecía. Como respuesta, Merthin tomó sus senos entre las manos y los apretó con delicadeza. Jamás se habían besado así dentro del palacio, y Caris se preguntó si la bacanal de fray Murdo no habría tenido algo que ver con esa debilitación de sus inhibiciones.
—Te arde la piel —le susurró Merthin al oído.
Ella deseaba que su amante le arrancara la túnica y le chupara los pezones. Sintió que estaba perdiendo el control y que podía entregarse a hacer el amor con pasión desenfrenada allí mismo, en el suelo, donde cualquiera podría sorprenderlos.
Entonces se oyó la voz de una muchacha:
—No pretendía fisgonear.
Caris se quedó paralizada por el miedo. Llena de culpabilidad, se alejó precipitadamente de Merthin. Se volvió hacia la muchacha que le estaba hablando. Al fondo de la habitación, sentada en un banco, había una joven con una criatura en brazos. Era la esposa de Ralph Fitzgerald.
—¡Tilly! —exclamó Caris.
Tilly se levantó. Parecía agotada.
—Siento haberte sobresaltado —se disculpó.
Caris se sintió aliviada. Tilly había asistido al colegio de las monjas y había vivido en el convento durante varios años; además, apreciaba a Caris. Podían confiar en que no armaría un escándalo por el beso del que había sido testigo. Pero ¿qué estaba haciendo allí?
—¿Te encuentras bien? —le preguntó Caris.
—Estoy un poco cansada —respondió Tilly. Se tambaleó, y Caris la agarró por un brazo.
El pequeño empezó a llorar. Merthin tomó al niño y lo acunó con habilidad de padre experimentado.
—Vamos, vamos, sobrinito —lo consoló. El llanto se debilitó hasta convertirse en un leve gemido quejumbroso.
—¿Cómo has llegado hasta aquí? —le preguntó Caris a Tilly.
—Caminando.
—¿Desde Tench Hall? ¿Con Gerry en brazos? —La criatura ya tenía seis meses y no era una carga muy ligera.
—He tardado tres días.
—Por el amor de Dios. ¿Ha ocurrido algo?
—Me he escapado.
—¿Y Ralph no ha salido en tu busca?
—Sí, con Alan. Permanecí oculta en el bosque cuando ellos pasaron. Gerry fue muy bueno y no lloró.
La imagen hizo que a Caris se le hiciera un nudo en la garganta.
—Pero… —Tragó saliva—. Pero ¿por qué huiste?
—Porque mi esposo quiere matarme —respondió Tilly, y rompió a llorar.
Caris la ayudó a sentarse y Merthin le sirvió una copa de vino. La dejaron sollozar. Caris se sentó a su lado y le rodeó los hombros con un brazo mientras Merthin acunaba al pequeño Gerry. Cuando Tilly por fin dejó de llorar, Caris le preguntó:
—¿Qué ha hecho Ralph?
Tilly sacudió la cabeza.
—Nada. Pero me mira de forma extraña. Sé que quiere asesinarme.
—Ojalá pudiera decir que mi hermano sería incapaz de hacerlo —murmuró Merthin.
—Pero ¿por qué iba a querer hacerte algo tan espantoso? —preguntó Caris.
—No lo sé —respondió Tilly, desconsolada—. Ralph asistió al funeral de tío William. Allí había un letrado de Londres, sir Gregory Longfellow.
—Lo conozco —dijo Caris—. Es un hombre inteligente, pero no me gusta.
—Todo empezó después de aquello. Tengo la sensación de que todo está relacionado con Gregory.
—No tendrías que haber recorrido ese largo camino, con un chiquillo en brazos, por una simple suposición —añadió Caris.
—Sé que sólo parecen imaginaciones mías, pero es que se pasa horas enteras sentado mirándome, lleno de odio. ¿Cómo puede un marido mirar así a su esposa?
—Bueno, has acudido al lugar adecuado —la tranquilizó Caris—. Aquí estarás a salvo.
—¿Puedo quedarme? —le suplicó—. No me obligarás a regresar, ¿verdad?
—Por supuesto que no —respondió Caris. Se quedó mirando a Merthin. Sabía lo que estaba pensando: era precipitado garantizarle eso a Tilly. Los fugitivos debían acogerse a sagrado en las iglesias, por norma general, pero no estaba claro que un convento tuviera el derecho de dar cobijo a la esposa de un caballero y separarla de él de forma definitiva. Además, seguramente Ralph tenía el derecho de exigir que le entregara a su hijo, su primogénito y único heredero. En cualquier caso, Caris imprimió tanta confianza como pudo en su voz al decir—: Puedes quedarte aquí el tiempo que desees.
—¡Oh, gracias!
Caris rezó en silencio para ser capaz de cumplir su promesa.
—Puedes ocupar una de las cámaras especiales para invitados en el primer piso del hospital —le indicó.
Tilly parecía preocupada.
—Pero ¿y si entra Ralph?
—No se atreverá. Pero si eso te hace sentir más segura, puedes ocupar la antigua cámara de la madre Cecilia, que está al fondo del dormitorio de las monjas.
—Sí, por favor.
Una sirvienta del priorato entró para poner la mesa. Caris le dijo a Tilly:
—Te llevaré al refectorio. Puedes almorzar con las monjas, luego ve a tu cámara y échate un rato para descansar. —Se levantó.
Sintió un mareo repentino. Apoyó una mano en la mesa para estabilizarse. Merthin, quien todavía sostenía en brazos al pequeño Gerry, preguntó, preocupado:
—¿Qué ocurre?
—Me repondré enseguida —dijo Caris—. Estoy cansada, eso es todo.
Entonces cayó desplomada al suelo.
Merthin se sintió abrumado por el miedo. Durante un instante se quedó paralizado. Caris jamás había estado enferma, ni indefensa; era ella quien se ocupaba de cuidar a los enfermos. No podía verla como una víctima.
Ese momento pasó en un abrir y cerrar de ojos. Combatió el miedo y entregó con cuidado el niño a Tilly.
La sirvienta había dejado de poner la mesa y se había quedado quieta al ver el cuerpo desmayado de Caris en el suelo. Merthin se esforzó por hablar con tranquilidad, aunque sin dilación, cuando le ordenó:
—Ve corriendo al hospital y diles que la madre Caris ha caído enferma. Que venga la hermana Oonagh. Vamos, ve, ¡lo más rápido que puedas!
La criada salió corriendo.
Merthin se arrodilló junto a Caris.
—¿Puedes oírme, amor mío? —le preguntó.
Le agarró la mano inerte y le dio unas palmaditas, luego le acarició una mejilla y le levantó un párpado. Estaba inconsciente.
—Tiene la peste, ¿verdad? —preguntó Tilly.
—¡Oh, Dios mío! —Merthin levantó a Caris en brazos. Era un hombre delgado, pero siempre había sido capaz de levantar objetos pesados, piedras de la construcción y vigas de madera. La levantó con facilidad y se enderezó, luego la colocó con delicadeza sobre la mesa—. No te mueras —le susurró—. Por favor, no te mueras.
La besó en la frente. Le ardía la piel. Lo había notado hacía unos minutos cuando estaban abrazándose, pero estaba demasiado excitado para preocuparse. Tal vez había sido ésa la razón por la que ella estaba tan fogosa: la fiebre podía tener ese efecto.
Llegó la hermana Oonagh. Merthin se sintió tan agradecido al verla aparecer que le brotaron las lágrimas. Era una monja joven, recién salida del noviciado hacía un par de años, pero Caris tenía mucha confianza en sus dotes como enfermera y estaba preparándola para que asumiera la dirección del hospital algún día.
Oonagh se tapó la boca y la nariz con la mascarilla de lino y se hizo un nudo al cuello. Luego tocó la frente y las mejillas de Caris.
—¿Ha estornudado? —preguntó.
Merthin se enjugó las lágrimas.
—No —respondió. Estaba seguro de que se habría dado cuenta: un estornudo era muy mala señal.
Oonagh le bajó a Caris el hábito. A Merthin le pareció terriblemente desvalida con sus pequeños senos al desnudo. Pero se alegró de ver que no había manchas moradas en el pecho. Oonagh volvió a taparla. Examinó las fosas nasales de Caris.
—No sangra —anunció. Le tomó el pulso a conciencia.
Pasados unos minutos, miró a Merthin.
—Podría no ser la peste, pero parece una dolencia grave. Tiene fiebre, el pulso acelerado y respira con dificultad. Llévala arriba, túmbala y dale friegas con agua de rosas. Cualquiera que la atienda debe llevar mascarilla y lavarse las manos como si tuviera la peste. Eso te incluye a ti. —Le entregó una tira de tela.
Merthin no paró de llorar mientras se ataba la mascarilla. Llevó arriba a Caris, la colocó sobre el jergón de su habitación y le quitó la ropa. Las monjas trajeron agua de rosas y vinagre. Merthin les dijo lo que había dispuesto Caris con respecto a Tilly, y ellas se llevaron a la joven madre y a su hijo al refectorio. Merthin se sentó junto a Caris, y no dejó de mojarle la frente y las mejillas con un trapo empapado en el aromático líquido, mientras rezaba por su recuperación.
Al final, ella recobró el conocimiento. Abrió los ojos, frunció el ceño, confusa, miró con impaciencia a Merthin y le preguntó:
—¿Qué ha ocurrido?
—Te has desmayado —respondió él.
Ella intentó incorporarse.
—No te muevas —le ordenó—. Estás enferma. Seguramente no es la peste, pero tienes una dolencia grave.
Debía sentirse débil, porque se recostó sobre la almohada sin protestar.
—Descansaré sólo una hora —dijo.
Estuvo dos semanas en cama.
Tres días después, el blanco de los ojos se le tornó color mostaza, y la hermana Oonagh diagnosticó que tenía ictericia. Oonagh preparó una infusión de hierbas curativas endulzada con miel que Caris bebía caliente tres veces al día. La fiebre remitió, pero la priora seguía sintiéndose débil. A diario preguntaba impaciente por Tilly, y Oonagh respondía sus preguntas, pero se negaba a hablar sobre cualquier otro aspecto de la vida del convento para evitar que la enferma se cansase. Caris se sentía demasiado debilitada para discutir.
Merthin no salía del palacio del prior. Durante el día se quedaba sentado en la planta baja, lo bastante cerca de Caris para escuchar la llamada de ésta, y sus peones acudían a él para que les diera instrucciones sobre los diversos edificios que estaban construyendo o derruyendo. Por la noche se acostaba en un jergón junto a la cama de Caris y se despertaba cada vez que su respiración sufría alguna variación o se movía. Lolla dormía en la estancia contigua.
Al final de la primera semana, se presentó Ralph.
—Mi esposa ha desaparecido —dijo mientras entraba caminando en la cámara principal del palacio del prior.
Merthin levantó la vista de un plano que estaba dibujando sobre un trozo grande de pizarra.
—Hola, hermano —lo saludó.
Pensó que Ralph tenía una mirada sospechosa. Estaba claro que albergaba sentimientos encontrados sobre la desaparición de Tilly. No sentía aprecio por ella, pero, por otro lado, nunca era plato de gusto para un esposo que su mujer se escapara.
«Quizá yo también tenga sentimientos encontrados —pensó Merthin con culpabilidad—. Al fin y al cabo, la he ayudado a abandonarlo».
Ralph se sentó en un banco.
—¿Tienes vino? Vengo muerto de sed.
Merthin se acercó al aparador y le sirvió de una jarra. Pensó en decirle que no tenía ni la menor idea de cuál podía ser el paradero de Tilly, pero su naturaleza le impedía mentir a su propio hermano, sobre todo en un asunto tan importante. Además, la presencia de Tilly en el priorato no podía mantenerse en secreto: demasiadas monjas, novicias y empleados la habían visto pululando por el lugar. «Siempre es mejor ser sincero —pensó Merthin—, salvo en casos de fuerza mayor». Al tiempo que le pasaba el vaso de vino a Ralph dijo:
—Tilly está aquí, en el convento, con el niño.
—Imaginé que podría estar aquí. —Ralph levantó el vaso con la mano izquierda, dejando a la vista los muñones de sus tres dedos mutilados. Tomó un buen trago—. ¿Qué le ocurre?
—Ha huido de ti, Ralph.
—Deberías haberme avisado.
—No me enorgullezco de no haberlo hecho, pero no podía traicionarla. Te tiene miedo.
—¿De parte de quién estás? ¡Soy tu hermano!
—Te conozco. Si te teme, seguramente le sobran los motivos.
—Esto es escandaloso. —Ralph intentaba parecer indignado, pero su actuación resultaba poco convincente.
Merthin se preguntó qué estaría sintiendo su hermano en realidad.
—No podemos entregarla —dijo Merthin—. Se ha acogido a sagrado.
—Gerry es mi hijo y mi heredero. No puedes quitármelo…
—No para siempre. Si inicias una acción legal, estoy seguro de que ganarás. Pero no intentarías separarlo de su madre, ¿verdad?
—Si el niño regresa a casa, ella vendrá tras él.
Probablemente fuera cierto. Merthin intentaba pensar en otra forma de convencer a Ralph cuando entró el hermano Thomas acompañado de Alan Fernhill. Con su única mano, Thomas tenía agarrado a Alan por el brazo, como si quisiera evitar que saliera huyendo.
—Lo he pillado fisgoneando —informó.
—Sólo estaba echando un vistazo —protestó Alan—. Creía que el monasterio estaba vacío.
—Como verás, no lo está —dijo Merthin—. Hemos conseguido el ingreso de un monje, seis novicios y más de una veintena de niños huérfanos.
—De todas formas, no estaba en el monasterio, sino en el claustro de las monjas —aclaró Thomas.
Merthin frunció el ceño. Oía que alguien cantaba un salmo en la distancia. Alan había planeado bien el momento de su incursión: todas las monjas y novicias se encontraban en la catedral para celebrar el oficio de sexta. A esa hora, la mayoría de los edificios del priorato estaban deshabitados. Seguramente Alan llevaba un buen rato rondando por ahí sin necesidad de ocultarse.
No parecía un acto de mera curiosidad.
Thomas añadió:
—Por suerte, una cocinera lo ha visto y ha venido a buscarme a la iglesia.
Merthin se preguntó qué habría estado buscando Alan. ¿A Tilly? No cabía duda de que no se habría atrevido a raptarla de un convento a plena luz del día. Se volvió hacia Ralph.
—¿Qué andáis tramando vosotros dos?
Ralph le endilgó la pregunta a Alan.
—Pero ¿qué te has creído que estabas haciendo? —preguntó, enfurecido, aunque Merthin se dio cuenta de que su ira era puro fingimiento.
Alan se encogió de hombros.
—Sólo estaba echando un vistazo mientras te esperaba.
No resultaba creíble. Los hombres de armas esperaban a sus amos en los establos o en las tabernas, no en los claustros.
—Bueno… pues no vuelvas a hacerlo —le advirtió Ralph.
Merthin se dio cuenta de que su hermano iba a persistir en esa mentira. «Yo he sido sincero con él, pero él no lo está siendo conmigo», pensó con tristeza. Retomó el tema más importante.
—¿Por qué no dejas a Tilly tranquila durante una temporada? —le preguntó a Ralph—. Aquí estará perfectamente atendida. Y quizá, después de un tiempo, se dé cuenta de que no quieres hacerle ningún daño y regrese a tu lado.
—Es demasiado humillante —respondió Ralph.
—En realidad, no. Una dama de la nobleza puede pasar algunas semanas en un monasterio si siente la necesidad de retirarse del mundo durante algún tiempo.
—Por lo general, eso sólo ocurre cuando ha enviudado o cuando su marido se ha marchado a la guerra.
—Aunque no siempre.
—Cuando no existe una razón evidente, la gente siempre dice que ella ha querido escapar de su marido.
—¿Y qué tiene eso de malo? Puede que a ti te convenga pasar un tiempo alejado de tu esposa.
—Tal vez tengas razón —respondió Ralph.
Merthin se quedó muy sorprendido por su contestación. No había imaginado poder convencer a su hermano tan fácilmente. Tardó un rato en recuperarse de la sorpresa y entonces dijo:
—Eso es. Dale tres meses y luego vuelve a buscarla. —Merthin tenía la sensación de que Tilly jamás cedería, pero al menos su propuesta pospondría la crisis.
—Tres meses —dijo Ralph—. Está bien. —Y se levantó para marcharse.
Merthin le estrechó la mano.
—¿Cómo se encuentran padre y madre? Hace meses que no los veo.
—Envejeciendo. Padre no quiere dejar la casa.
—Iré a visitaros en cuanto Caris mejore. Se está recuperando de la ictericia.
—Dale recuerdos de mi parte.
Merthin se dirigió a la puerta y vio a Ralph y a Alan alejarse a caballo. Se sintió muy incómodo. Ralph estaba tramando algo, y no se trataba sólo de recuperar a Tilly.
Volvió a su bosquejo y se quedó sentado delante de él sin llegar a verlo durante largo rato.
Al final de la segunda semana estaba claro que Caris iba a ponerse mejor. Merthin estaba agotado pero feliz. Se sentía como un hombre indultado, así que acostó a Lolla temprano y salió al exterior por primera vez en mucho tiempo.
Era una agradable tarde de primavera, y el sol y el aire fresco lo hicieron sentirse animado. Su propia taberna, la Bell, estaba cerrada por reformas, pero la Holly Bush era un hervidero de actividad, incluso con clientes sentados en los bancos del exterior con sus jarras de cerveza. Había tanta gente fuera disfrutando del buen tiempo que Merthin se detuvo a preguntar a los bebedores si era día festivo, pensando que había olvidado la fecha.
—Todos los días son festivos —respondió uno—. ¿Qué sentido tiene trabajar si vamos todos a morir por la peste? Toma una jarra de cerveza.
—No, gracias. —Merthin se alejó del lugar.
Se fijó en que muchas personas vestían con elegancia, con ornamentados tocados y túnicas bordadas que por lo general no podrían haberse permitido. Supuso que eran ropas heredadas, o que tal vez las habían robado de los cadáveres de personas adineradas. El efecto era de pesadilla: sombreros de terciopelo sobre cabezas mugrientas, hilos de oro, calzas hechas jirones y zapatos con joyas incrustadas en unas piernas escuálidas y unos pies sucios.
Vio a dos hombres vestidos de mujer, con vestidos que les arrastraban por el suelo y griñones. Caminaban por la calle agarrados del brazo, como esposas de mercaderes presumiendo de su riqueza, pero sin duda alguna eran varones, con manos y pies muy grandes, y vello en la barbilla. Merthin empezó a sentirse desorientado, como si ya no pudiera confiarse en nada ni en nadie.
Justo cuando empezaba a oscurecer, cruzó el puente hacia la isla de los Leprosos. Había construido una calle de tiendas y tabernas en ese lugar, entre las dos extensiones del puente. La obra estaba terminada, pero los edificios habían quedado desatendidos, con las puertas y ventanas tapiadas con tablones de madera clavados a los marcos para evitar que los vagabundos se metieran dentro. Allí sólo había conejos. Merthin supuso que las instalaciones seguirían vacías hasta que la peste hubiera remitido y Kingsbridge volviera a la normalidad. Si la peste no remitía, jamás estarían ocupados; pero, en ese caso, alquilar esa propiedad sería la última de sus preocupaciones.
Regresó a la vieja ciudad justo cuando empezaban a cerrar las puertas. Parecía que estaba celebrándose una gran fiesta en la posada White Horse. La casa estaba llena de luz, y la multitud se apiñaba en el sendero que llevaba al edificio.
—¿Qué ocurre? —preguntó Merthin a un bebedor.
—El joven Davey ha contraído la peste y no tiene herederos para dejarles la posada así que está regalando toda la cerveza —dijo el hombre sonriendo de felicidad—. Bebe cuanto puedas, ¡es gratis!
Tanto ese hombre como muchos otros se habían empleado a fondo en ese sentido, y docenas de ellos apestaban a borrachera. Merthin se abrió paso a codazos entre la multitud. Alguien aporreaba un tambor y los demás bailaban. Vio un corro de hombres y miró por encima de sus hombros para ver qué estaban ocultando. Una muchacha ebria de unos veinte años de edad estaba tendida sobre una mesa mientras un hombre la penetraba por detrás. Muchos otros individuos estaban esperando su turno. Merthin se volvió, repugnado. En el solar de la construcción, medio oculto por toneles vacíos, se fijó en Ozzie Ostler, un rico comerciante de caballos, arrodillado delante de un hombre más joven que estaba practicándole una felación. Eso era ilegal y, de hecho, se castigaba con la pena de muerte, pero estaba claro que no les importaba. Ozzie, casado y respetable miembro de la cofradía gremial, se dio cuenta de que Merthin estaba viéndolo, pero eso no le hizo detenerse, sino que continuó con mayor entusiasmo, como si le excitara tener testigos. Merthin sacudió la cabeza, horrorizado. Justo en la puerta de la taberna había una mesa cubierta de alimentos a medio consumir: piernas de carne asada, pescados ahumados, pudines y queso. Había un perro sobre la mesa devorando un trozo de jamón. Un hombre vomitaba en una olla de estofado. Junto a la puerta de la taberna, Davey Whitehorse se encontraba sentado en una silla de madera con una gran jarra de vino. Estaba estornudando y sudando, y el hilillo de sangre típico de la peste le salía por la nariz, pero él estaba mirando a su alrededor y jaleando a los juerguistas. Era como si quisiera suicidarse bebiendo antes de esperar que la enfermedad acabara con su vida.
Merthin sintió náuseas. Abandonó el lugar y se apresuró a regresar al priorato.
Para su sorpresa, encontró a Caris levantada y vestida.
—Ya estoy mejor —le dijo ella—. Mañana regresaré a mis labores de siempre. —Al ver cómo él la miraba con escepticismo, añadió—: La hermana Oonagh me ha dicho que podía.
—Si acatas las órdenes de otra persona, quiere decir que todavía no estás preparada para retomar tu actividad normal —respondió él, y ella rio.
Verla reír lo hizo llorar de emoción. Hacía dos semanas que no reía, y había habido momentos en los que había llegado a preguntarse si volvería a oír ese sonido.
—¿Dónde estabas? —preguntó ella.
Le habló sobre su paseo por la ciudad y le contó las cosas tan desagradables que había visto.
—Ninguno de esos actos era completamente malintencionado —comentó—, pero me pregunto qué será lo siguiente. Cuando hayan desaparecido todas las inhibiciones, ¿empezarán a matarse los unos a los otros?
Una cocinera les sirvió sopa para la cena. Caris la tomó a pequeños sorbos con gran esfuerzo. Durante mucho tiempo, toda la comida que ingería la hacía sentir náuseas. Sin embargo, le gustaba la sopa de puerros y se bebió toda la escudilla.
Cuando la criada recogió la mesa, Caris dijo:
—Mientras estuve enferma, pensé mucho en la muerte.
—No pediste un sacerdote.
—Sin importar si he sido buena o mala, no creo que Dios se deje engañar por un cambio de actitud de última hora.
—¿Y qué pensaste?
—Me pregunté si había algo de lo que me arrepintiera.
—¿Y había algo?
—Muchas cosas. No soy buena amiga de mi hermana. No he tenido hijos. Perdí la capa escarlata que mi padre le entregó a mi madre el día en que ésta murió.
—¿Cómo la perdiste?
—No me permitieron conservarla al ingresar en el convento. No sé qué sería de ella.
—¿Qué es aquello de lo que más te arrepientes?
—Son dos cosas: no he logrado construir mi hospital y no he pasado suficiente tiempo en la cama contigo.
Él enarcó las cejas.
—Bueno, podemos cambiar fácilmente lo segundo…
—Ya lo sé.
—¿Y las monjas?
—A nadie le importa ya. Ya has visto cuál es la situación en la ciudad. Aquí en el convento estamos demasiado ocupadas para respetar las viejas normas. Joan y Oonagh duermen juntas todas las noches en una de las alcobas del primer piso del hospital. No importa.
Merthin frunció el ceño.
—Es extraño que hagan eso y que sigan asistiendo al oficio de nona. ¿Cómo reconcilian ambas cosas?
—Escucha. El Evangelio según San Lucas dice: «El que tenga dos túnicas que las reparta con quien no tenga ninguna». ¿Cómo crees que concilia eso el obispo con su arcón lleno de túnicas? Todos toman lo que les conviene de las enseñanzas de la Iglesia y dejan de lado aquello que no se adapta a su forma de vida.
—¿Y tú?
—Yo hago lo mismo, pero soy coherente con mis actos. Así que voy a vivir contigo, como tu esposa, y si alguien me pregunta por qué, contestaré que vivimos una época extraña. —Se levantó, se dirigió hacia la puerta y echó el cerrojo—. Llevas dos semanas durmiendo aquí. No te vayas.
—No tienes que encerrarme —le dijo riendo—. Me quedaré de forma voluntaria. —La rodeó con los brazos.
—Unos minutos antes de que me desmayara acabábamos de empezar algo. Y Tilly nos interrumpió —recordó ella.
—Tenías fiebre.
—En ese sentido, todavía la tengo.
—Quizá podríamos retomarlo donde lo dejamos.
—Podríamos meternos en la cama antes.
—Está bien.
Subieron la escalera cogidos de la mano.