69

El sacerdote de Outhenby había muerto a consecuencia de la peste, y no se habían celebrado oficios religiosos en la iglesia desde entonces, así que a Gwenda le sorprendió oír el tañido de la campana en domingo por la mañana.

Wulfric fue a ver qué ocurría y regresó contando que había llegado un nuevo sacerdote visitante, el padre Derek; de modo que Gwenda lavó la cara a los niños a toda prisa y salieron de inmediato hacia la iglesia.

Era una bonita mañana de primavera y el sol bañaba las viejas piedras grises de la humilde iglesia con su nítida luz. Todos los aldeanos se personaron en la casa del Señor, atraídos por la curiosidad de ver al recién llegado.

El padre Derek resultó ser un clérigo de ciudad con facilidad de palabra, vestido con un hábito demasiado lujoso para una iglesia de pueblo. Gwenda se preguntó si su visita tendría algún otro motivo oculto. ¿Había alguna razón para que la jerarquía eclesiástica se hubiera acordado de pronto de la existencia de esa parroquia? Se dijo que era una mala costumbre pensar siempre lo peor, aunque de todos modos seguía creyendo que algo no encajaba.

Se quedó de pie en la nave con Wulfric y los niños, observando al sacerdote mientras éste celebraba el ritual y albergando la creciente sensación de que algo malo iba a ocurrir. Los sacerdotes solían mirar a su congregación durante las oraciones o los cánticos para subrayar que todos esos actos eran por el bien del pueblo y que no se trataba de una forma de comunicación privada entre él y Dios, pero el padre Derek tenía la mirada perdida por encima de las cabezas de los presentes.

Gwenda no tardaría en descubrir el porqué. Al final del oficio, les habló de una nueva ley aprobada por el rey y el Parlamento.

—Los jornaleros sin tierras deben trabajar en su aldea de origen, si así lo requiere su señor feudal —anunció.

Gwenda estaba indignada.

—¿Cómo es eso posible? —exclamó—. El señor no tiene la obligación de ayudar a los jornaleros en tiempos difíciles; lo sé, mi padre era un jornalero sin tierras y, cuando no había trabajo, nos moríamos de hambre. Así que ¿cómo le va a deber lealtad el labriego a un señor que no le da nada?

Hubo un murmullo aprobatorio generalizado, y el sacerdote levantó la voz.

—Es la decisión que ha tomado el rey, y el rey fue escogido por Dios para gobernarnos, así que debemos acatar todos sus designios.

—¿Y el rey puede cambiar una costumbre de cientos de años? —insistió Gwenda.

—Vivimos tiempos difíciles. Sé que muchos de vosotros habéis llegado a Outhenby en las últimas semanas.

—Invitados por el labrador —lo interrumpió Cari Shaftesbury. Su rostro desfigurado estaba pálido de ira.

—Invitados por todos los aldeanos —reconoció el sacerdote—. Y ellos se sienten muy agradecidos con vuestra llegada. Pero el rey, en su inmensa sabiduría, ha ordenado que se ponga fin a este tipo de comportamiento.

—Y que los pobres sigan siendo pobres —apostilló Cari.

—Es un mandato de Dios. Cada hombre en el lugar que le corresponde.

Harry Ploughman intervino:

—¿Y ha dicho Dios cómo debemos trabajar nuestras tierras sin ayuda? Si se van todos los recién llegados, jamás finalizaremos las labores pendientes.

—Quizá no tengan que marcharse todos los recién llegados —dijo Derek—. La nueva ley dictamina que sólo deberán hacerlo aquéllos a quien requiera su señor.

Eso los tranquilizó. Los inmigrantes estaban intentando imaginar si sus señores serían capaces de encontrarlos, mientras que los oriundos del lugar se preguntaban cuántos jornaleros se quedarían. Sin embargo, Gwenda sabía qué le deparaba el futuro. Más tarde o más temprano, Ralph regresaría a buscarla a ella y a su familia.

Sin embargo, decidió que, cuando llegara ese momento, ellos ya se habrían marchado.

El sacerdote se retiró y la congregación empezó a salir de la iglesia.

—Tendremos que marcharnos de aquí —le dijo Gwenda a Wulfric en voz baja—. Antes de que Ralph vuelva a por nosotros.

—¿Adónde vamos a ir?

—No lo sé, pero tal vez eso sea lo mejor: si nosotros no sabemos adónde vamos, nadie lo sabrá.

—Pero ¿de qué vamos a vivir?

—Encontraremos otra aldea en la que necesiten jornaleros.

—Supongo que habrá muchas otras.

Siempre había sido más lento de reflejos que su esposa.

—Debe de haber muchísimas —respondió Gwenda con paciencia—. El rey no habrá creado esa ley sólo para Outhenby.

—Por supuesto.

—Deberíamos marcharnos hoy mismo —dijo Gwenda con decisión—. Es domingo, así que no perderemos ninguna jornada de trabajo. —Miró hacia las ventanas de la iglesia, para calcular la hora del día—. Es casi mediodía, deberíamos haber recorrido un buen trecho de camino antes de que caiga la noche. ¿Quién sabe?, podríamos estar trabajando en un nuevo lugar mañana por la mañana.

—Estoy de acuerdo —respondió Wulfric—. No sabemos lo rápido que podría moverse Ralph.

—No diremos nada a nadie. Iremos a casa, recogeremos lo que queramos llevarnos y nos marcharemos a escondidas.

—Está bien.

Llegaron a la puerta y salieron a la luz del sol, pero Gwenda se dio cuenta de que ya era demasiado tarde: seis hombres a caballo estaban esperando en la salida de la iglesia. Se trataba de Ralph, su secuaz Alan, un hombre alto ataviado como el típico habitante de Londres y tres rufianes zarrapastrosos con aspecto de maleantes, como los que cualquiera podría contratar en una taberna de mala muerte por unos pocos peniques.

Ralph miró a Gwenda y sonrió con soberbia.

Gwenda echó un vistazo a su alrededor con desesperación. Hacía muy pocos días los hombres de la aldea se habían mantenidos unidos para plantar cara a Ralph y a Alan, pero esta vez la situación era distinta. Se enfrentaban a seis hombres, y no sólo a dos. Los aldeanos iban desarmados, pues acababan de salir de la iglesia, mientras que en la ocasión anterior venían de los campos empuñando sus herramientas. Lo que era más importante, en ese primer encontronazo estaban convencidos de que la ley los amparaba, mientras que ese día ya no lo tenían tan claro.

Varios hombres cruzaron la mirada con ella pero la desviaron de inmediato. Eso confirmó las sospechas de Gwenda. Ese día, los aldeanos no estarían dispuestos a luchar.

Gwenda se quedó tan desilusionada que creyó desvanecer. Por miedo a desmayarse, se apoyó en el banco de piedra de la entrada en busca de sostén. El corazón se le había convertido en algo pesado, húmedo y gélido, como un montón de fango sobre una sepultura en invierno. Era presa de una desesperación aciaga.

Durante unos pocos días habían sido libres, pero no había sido más que un sueño. Y ahora, el sueño había terminado.

*

Ralph se dirigió tranquilamente a caballo hacia Wigleigh, tirando de Wulfric, al que llevaba con una cuerda atada al cuello.

Llegaron a última hora de la tarde. Para ir más deprisa, Ralph había permitido que los dos niños montaran con los hombres a los que había contratado. Gwenda iba caminando detrás. Ralph no se había molestado en atarla de ninguna forma. Podía confiar en que la madre seguiría a sus hijos.

Como era domingo, la mayoría de los habitantes de Wigleigh estaban fuera de sus casas, disfrutando del sol, tal como Ralph había previsto. Todos contemplaron con silencioso espanto la patética procesión. El señor feudal esperaba que la humillación sufrida por Wulfric disuadiera a otros hombres de huir en busca de mejores salarios.

Llegaron a la humilde casa que había sido el hogar de Ralph antes de que se trasladara a Tench Hall. Soltó a Wulfric y lo envió junto a su familia a su antigua residencia. Pagó a los rufianes contratados, y luego llevó a Alan y a sir Gregory a la casa señorial.

La mantenían aseada y lista para las visitas. Ordenó a Vira que sirviera vino y que preparase la cena. Era demasiado tarde para continuar hasta Tench; no habrían podido llegar antes del anochecer.

Gregory se sentó y estiró sus largas piernas. Parecía un hombre capaz de sentirse cómodo en cualquier parte. Su cabellera negra de pelo liso empezaba a encanecerse, pero su afilada nariz con sus amplias fosas nasales seguía dándole un aire altivo.

—¿Cómo creéis que ha ido todo? —preguntó.

Ralph había estado pensando en la nueva ordenanza durante todo el camino de regreso a casa, y ya tenía la respuesta lista.

—No funcionará —afirmó.

Gregory enarcó las cejas.

—¿Cómo?

—Coincido con sir Ralph —dijo Alan.

—¿Vuestros argumentos?

—En primer lugar, será difícil descubrir adónde han ido los fugitivos —respondió Ralph.

—Ha sido pura casualidad que hayamos dado con Wulfric —añadió Alan—. Alguien los escuchó a ambos, a él y a Gwenda, mientras planeaban su huida.

—En segundo lugar —prosiguió Ralph—, recuperarlos es problemático.

Gregory asintió en silencio.

—Hemos invertido todo el día en conseguirlo.

—Y he tenido que contratar a esos dos rufianes y conseguirles caballos. No puedo malgastar mi tiempo ni mi dinero viajando por todo el país a la caza de jornaleros fugados.

—Entiendo.

—En tercer lugar, ¿esto va a impedir que vuelvan a escapar la semana que viene?

—Si no revelaran a nadie su destino, podríamos no encontrarlos jamás —dijo Alan.

—La única forma en la que funcionará —empezó a decir Ralph— es si alguien visita las aldeas y averigua quiénes son los inmigrantes para castigarlos.

—Os referís a una especie de comisión para el control de los jornaleros —apuntó Gregory.

—Exacto. Hay que nombrar un tribunal en cada condado, doce hombres, más o menos, que vayan de un lugar a otro descubriendo a los fugitivos.

—Queréis que alguien os haga el trabajo.

Fue una provocación, pero Ralph se cuidó mucho de parecer ofendido.

—No necesariamente, yo seré uno de los miembros de la comisión, si así lo deseáis. Ésa es la forma en que deben hacerse las cosas. No se puede limpiar el campo de malas hierbas arrancándolas brizna a brizna.

—Interesante imagen —comentó Gregory.

Vira trajo una jarra y varios vasos, y les sirvió vino a los tres.

—Sois un hombre astuto, sir Ralph. No sois miembro del Parlamento, ¿verdad?

—No.

—Es una lástima. Creo que vuestros consejos podrían interesar al rey.

Ralph intentó reprimir una sonrisa complacida.

—Sois muy amable. —Se inclinó hacia delante—. Ahora que el conde William ha muerto, queda, por supuesto, una vacante… —Vio que se abría la puerta y se calló.

Entró Nate Reeve.

—Bien hecho, sir Ralph, si me permitís decirlo —lo felicitó—. Wulfric y Gwenda han vuelto al redil, los dos mejores trabajadores que teníamos.

Ralph estaba molesto con Nate por haber interrumpido en un momento tan crucial.

—Espero que ahora la aldea pueda pagar más obligaciones —respondió, irritado.

—Sí, señor… Si se quedan.

Ralph frunció el ceño. Nate pensó en lo delicado de su situación. ¿Cómo iba él a conseguir que Wulfric se quedara en Wigleigh? No podía tenerlo encadenado día y noche a un arado.

Gregory se dirigió a Nate.

—Cuéntame, alguacil, ¿tienes alguna propuesta para tu señor?

—Sí, la tengo.

—Eso me había parecido.

Nate lo consideró una invitación. Y dirigiéndose a Ralph, dijo:

—Hay algo que podríais hacer para garantizar que Wulfric se quedará aquí hasta el día en que muera.

Ralph intuyó qué tramaba, pero tuvo que decir:

—Continúa.

—Devolvedle las tierras que eran de su padre.

Ralph habría podido gritarle, pero no quería que Gregory se llevara una mala impresión de él. Controló su ira y respondió con firmeza:

—Me parece que no.

—No consigo terrateniente para esas tierras —insistió Nate—: Annet no puede administrarlas y no tiene a ningún pariente varón vivo.

—No me importa —dijo Ralph—. Wulfric no puede poseer esas tierras.

—¿Por qué no? —preguntó Gregory.

Ralph no quería admitir que guardaba rencor a Wulfric por una disputa ocurrida hacía doce años. Gregory se había creado una buena impresión de Ralph, y éste no quería estropearlo. ¿Qué pensaría el consejero del rey de un caballero que actuaba en contra de sus propios intereses sólo por una riña infantil? Buscó otra excusa plausible.

—Podría parecer que premio a Wulfric por haber huido —respondió con decisión.

—Difícilmente —le rebatió Gregory—. Por lo que dice Nate, estaríais dándole algo que nadie más quiere.

—No importa, transmitiría un mensaje equívoco a los demás aldeanos.

—Creo que estáis siendo demasiado precavido —comentó Gregory. No era un hombre dado a reservarse sus opiniones por cuestiones de tacto—. Todo el mundo debe de saber que estáis desesperado buscando terratenientes —prosiguió—. Es la situación en que se encuentra la mayoría de los señores feudales. Los aldeanos verán que estáis actuando movido por vuestros propios intereses, y pensarán que Wulfric es el afortunado beneficiario.

—Wulfric y Gwenda se esforzarían el doble si trabajasen sus propias tierras —añadió Nate.

Ralph se sintió acorralado. Estaba desesperado por quedar bien delante de Gregory. Había empezado, pero no finalizado, una conversación sobre quién sería el futuro conde, y no podía poner en peligro esa oportunidad sólo por Wulfric.

Tendría que dar su brazo a torcer.

—Puede que tengáis razón —admitió. Se dio cuenta de que estaba hablando con los dientes apretados e hizo un esfuerzo por parecer despreocupado—. Al fin y al cabo, lo he arrastrado de vuelta al hogar y lo he humillado. Eso debería bastar.

—Estoy seguro de que así es.

—Está bien, Nate —dijo Ralph. Por un instante se le atoraron las palabras en la garganta, odiaba ceder al deseo de Wulfric. Pero su objetivo final era más importante—. Dile a Wulfric que puede recuperar las tierras de su padre.

—Lo habré hecho antes del anochecer —respondió Nate y se marchó.

—¿Qué estabais diciendo sobre el nuevo conde? —preguntó Gregory.

Ralph escogió las palabras con cautela.

—Tras la muerte del conde Roland en la batalla de Crécy, creí que el rey podría pensar en nombrarme conde de Shiring, sobre todo teniendo en cuenta que le salvé la vida al joven príncipe de Gales.

—Pero Roland tenía un perfecto heredero, quien a su vez tenía dos hijos.

—Exacto. Y ahora han muerto los tres.

—Mmm… —Gregory tomó un buen sorbo de su vaso—. Es un vino excelente.

—De la Gascuña —aclaró Ralph.

—Supongo que también llega a Melcombe.

—Sí.

—Delicioso. —Gregory bebió un poco más. Parecía estar a punto de decir algo, así que Ralph permaneció callado. Gregory se tomó un rato para escoger sus palabras. Al final dijo—: Hay, en algún lugar de los alrededores de Kingsbridge, una carta que… no debería existir.

Ralph se quedó desconcertado. ¿A qué venía eso ahora?

Gregory prosiguió:

—Durante varios años, ese documento estuvo en manos de alguien en el que se podía confiar, por diversas y complicadas razones, para que lo mantuviera a salvo. Sin embargo, en los últimos tiempos se han hecho algunas preguntas, preguntas que me hacen pensar que el secreto corre el peligro de salir a la luz.

Todo aquello era demasiado enigmático. Ralph dijo con impaciencia:

—No lo entiendo. ¿Quién ha estado haciendo preguntas comprometedoras?

—La priora de Kingsbridge.

—¡Ah!

—Es posible que no haya averiguado más que detalles sin importancia y que sus preguntas sean inofensivas, pero lo que temen los amigos del rey es que la carta pueda llegar a sus manos.

—¿Qué dice en la carta?

Una vez más, Gregory meditó las palabras con cautela, pasando de puntillas por las saltanas de un río de corrientes traicioneras.

—Algo relacionado con la amada madre de nuestro rey.

—La reina Isabel. —La vieja bruja seguía en este mundo, vivía con manificencia en su castillo de Lynn, y pasaba el día leyendo romances en francés, su lengua materna, o eso decían.

—En resumen —concluyó Gregory—, necesito que averigüéis si la priora tiene esa carta en su poder o no. Pero nadie debe tener noticia de mi interés en este asunto.

—O bien tendréis que ir al priorato y registrar los documentos de las monjas o… los documentos deben llegar a vuestras manos.

—Prefiero la segunda de esas dos opciones.

Ralph hizo un gesto de asentimiento. Empezaba a entender lo que Gregory quería que hiciera.

—He hecho una serie de averiguaciones muy discretas y he descubierto que nadie conoce la localización exacta del tesoro de las monjas —dijo Gregory.

—Las monjas deben de saberlo, o al menos, alguna de ellas.

—Pero no lo revelarán. No obstante, tengo entendido que sois un experto en… convencer a la gente para que revele sus secretos.

Gregory estaba al corriente de las tareas que Ralph había realizado en Francia. Ralph se dio cuenta de que aquella conversación no había sido en absoluto casual. Gregory debía de haberla planeado. En realidad, ése debía de ser el verdadero motivo de su visita a Kingsbridge.

—Podría ayudar a los amigos del rey a solucionar su problema… —dijo Ralph.

—Bien.

—… si me prometieran nombrarme conde de Shiring como recompensa.

Gregory frunció el ceño.

—El nuevo conde tendrá que casarse con la condesa.

Ralph decidió ocultar su ansiedad. La intuición le decía que Gregory no respetaría tanto a un hombre que se dejara llevar por la lujuria que sentía hacia una mujer.

—Lady Philippa tiene cinco años más que yo, pero no tengo nada que objetar a estar con ella.

Gregory lo miró con recelo.

—Es una mujer muy hermosa —afirmó—. Quienquiera que escoja el rey debería sentirse un hombre muy afortunado.

Ralph se dio cuenta de que se había excedido.

—No me gustaría parecer indiferente —añadió a toda prisa—. Sin duda es una dama muy hermosa.

—Pero yo creía que ya estabais casado —dijo Gregory—. ¿Estaba en un error?

Ralph fue consciente de la mirada de Alan y se dio cuenta de que su adlátere estaba impaciente por escuchar qué diría a continuación.

Ralph suspiró.

—Mi esposa está muy enferma —dijo—. No le queda mucho tiempo de vida.

*

Gwenda encendió el fuego en la cocina de la vieja casa en la que Wulfric había vivido desde el día de su nacimiento. La mujer encontró sus cazos, llenó uno de agua del pozo y echó un par de cebollas tiernas, el primer paso para cocinar un estofado. Wulfric trajo más leña. Los niños salieron alegremente a jugar con sus antiguos amigos sin ser conscientes de la terrible tragedia que había azotado a su familia.

Gwenda se ocupó de las tareas de la casa hasta que oscureció. Intentaba no pensar. Todo cuanto se le ocurría la hacía sentir peor: el futuro, el pasado, su marido, ella misma… Wulfric se quedó sentado contemplando las llamas. Ninguno de los dos habló.

Su vecino, David Johns, se presentó con una enorme jarra de cerveza. Su esposa había fallecido a causa de la peste, pero su hija Joanna, ya crecidita, entró tras él. Gwenda no se alegró de verlos, pues quería regodearse en la autocompasión a solas. Sin embargo, lo cierto es que habían ido a visitarlos con buenas intenciones, así que era inadmisible rechazarlos. Gwenda limpió con melancolía el polvo de algunos vasos de madera, y David sirvió cerveza para todos.

—Sentimos que las cosas hayan salido así, pero nos alegramos de veros —dijo el vecino mientras bebían.

Wulfric vació su vaso de un trago y lo tendió para que le sirvieran más.

Más tarde aparecieron Aaron Appletree y su esposa, Ulla. Ésta llevaba un cesto con unos cuantos panecillos.

—Sabía que no tendríais pan, así que os he preparado un poco —dijo. Se lo entregó a Gwenda, y la casa se llenó del delicioso aroma a pan recién horneado. David Johns les sirvió más cerveza, y todos tomaron asiento—. ¿De dónde sacasteis el valor para huir? —preguntó Ulla con admiración—. ¡Yo me habría muerto de miedo!

Gwenda empezó a relatar sus aventuras. Jack y Eli Fuller llegaron del molino, traían consigo un plato de peras cocinadas con miel. Wulfric comió y bebió a placer. La atmósfera se relajó y Gwenda se animó un poco. Llegaron más vecinos, cada uno trajo un presente. Cuando Gwenda les contó cómo los aldeanos de Outhenby habían espantado a Ralph y a Alan con sus azadas y sus palas, todos rompieron a reír de satisfacción.

Pero entonces Gwenda llegó a los acontecimientos de ese mismo día y volvió a caer en la desesperación.

—Todo estaba en nuestra contra —dijo con amargura—. No sólo Ralph y sus rufianes, sino el rey y la Iglesia. No teníamos escapatoria.

Los vecinos asintieron con tristeza.

—Y entonces, cuando le ataron una cuerda al cuello a mi Wulfric… —La desesperación se apoderó de ella. Se le quebró la voz y no pudo continuar. Tomó un sorbo de cerveza y lo intentó de nuevo—. Cuando le ataron una cuerda al cuello a Wulfric… el hombre más fuerte y valiente que he conocido jamás, que cualquiera de nosotros haya conocido jamás… arrastrado por la aldea como un animal, y ese desalmado, grosero y violento de Ralph sosteniendo la cuerda… lo único que deseaba era que se hundiera el cielo y nos mataran.

Eran palabras muy duras, pero su público estuvo de acuerdo. De todas las cosas que los nobles podían hacer a los campesinos —dejarlos morir de hambre, estafarlos, atacarlos, robarles— lo peor era que los humillaran. Jamás lo olvidaban.

De pronto, Gwenda quiso que los vecinos se marcharan. El sol se había puesto y ya había oscurecido. Necesitaba acostarse, cerrar los ojos y quedarse a solas con sus pensamientos. Ni siquiera deseaba hablar con Wulfric. Estaba a punto de pedir a todo el mundo que se fuera cuando entró Nate Reeve.

La estancia se quedó en silencio.

—¿Qué quieres? —preguntó Gwenda.

—Te traigo buenas noticias —dijo, animado.

Ella torció el gesto.

—Hoy no puede haber buenas noticias para nosotros.

—Disiento. Todavía no las has escuchado.

—Está bien, ¿qué es?

Sir Ralph dice que Wulfric va a recuperar las tierras de su padre.

Wulfric se levantó de un salto.

—¿Como terrateniente? —preguntó—. ¿No sólo para trabajarlas?

—Como terrateniente, con las mismas condiciones de las que gozaba tu padre —dijo Nate explayándose, como si fuera él mismo quien estuviera haciendo la concesión y no sólo transmitiendo un mensaje.

Wulfric sonrió, encantado.

—¡Eso es maravilloso!

—¿Aceptas? —preguntó Nate con jovialidad, como si se tratara de una mera formalidad.

—¡Wulfric! ¡No aceptes! —exclamó Gwenda.

Su marido la miró, confundido. Como siempre, le había faltado astucia para ver más allá de la superficie.

—¡Negocia las condiciones! —le urgió en voz baja—. No te conviertas en un siervo como tu padre. Exige una tenencia libre sin obligaciones feudales. Jamás volverás a estar en una situación más favorable para negociar. ¡Negocia!

—¿Negociar? —preguntó. Titubeó durante un instante, pero luego se entregó a la euforia de la ocasión—. Éste es el momento que he estado esperando durante los últimos doce años. No pienso negociar. —Se volvió en dirección a Nate—. Acepto —dijo, y levantó su vaso.

Todos estallaron de júbilo.