67

A principios de marzo del año 1349, Gwenda y Wulfric acudieron con Nathan Reeve al mercado que se celebraba a mediados de semana en la ciudad de Northwood.

En ese momento trabajaban para sir Ralph. Gwenda y Wulfric se habían librado de la peste, hasta la fecha, pero muchos de los jornaleros del señor feudal habían muerto a causa de la grave epidemia, por eso Ralph necesitaba ayuda y Nate, el alguacil de Wigleigh, se había ofrecido a contratarlos. El señor de Tench podía permitirse pagar salarios normales, mientras que Perkin no les había dado más que comida.

En cuanto comunicaron que iban a trabajar para Ralph, Perkin anunció que ya podía pagarles con dinero, pero su oferta llegaba demasiado tarde.

Ese día llevaban un carro lleno de troncos del bosque de Ralph para venderlos en Northwood, ciudad que albergaba un mercado de leña desde tiempos inmemoriales. Los chicos, Sam y David, los acompañaban; no había nadie que pudiera cuidarlos. Gwenda no se fiaba de su padre, y su madre había fallecido hacía dos años. Los padres de Wulfric habían muerto hacía tiempo, en el hundimiento del puente de Kingsbridge.

Había muchos otros habitantes de Wigleigh en el mercado. El padre Gaspard estaba comprando semillas para su huerta de hortalizas, y el progenitor de Gwenda, Joby, estaba vendiendo conejos recién sacrificados.

Nate, el alguacil, era un hombre enfermo, con la columna atrofiada, y no podía levantar troncos. Él trataba con los clientes mientras Wulfric y Gwenda se dedicaban a descargar la mercancía. Al mediodía les daba un penique para que se compraran la comida en la Old Oak, una de las tabernas situadas alrededor de la plaza. Compraron tocino cocido con puerros y lo compartieron con los pequeños. David, a la sazón de ocho años, todavía tenía el apetito de un niño, pero Sam era un hombrecito de diez años que crecía deprisa y tenía hambre a todas horas.

Mientras estaban comiendo, escucharon por casualidad una conversación que atrajo la atención de Gwenda.

Había un grupo de jóvenes apostados en un rincón bebiendo grandes jarras de cerveza. Todos iban ataviados con pobres ropajes, salvo uno con una poblada barba rubia, que vestía las caras ropas de un próspero campesino o un artesano de la ciudad: calzas de cuero, buenas botas y sombrero nuevo. La frase que hizo que Gwenda aguzara el oído fue: «En Outhenby pagamos dos peniques diarios a los jornaleros».

La mujer escuchó con gran atención para intentar enterarse de más detalles, pero sólo logró captar palabras sueltas. Escuchó que algunos empleadores ofrecían más que el tradicional penique diario, por la falta de jornaleros provocada por la peste. Había dudado a la hora de creer esas historias, que parecían demasiado buenas para ser reales.

Por el momento prefirió no decir nada a Wulfric, quien no había escuchado las mágicas palabras, pero tenía el corazón desbocado. Su familia y ella habían sufrido muchos años de pobreza. ¿Era posible que la vida pudiera irles mejor?

Debía obtener más información.

Cuando terminaron de comer, se sentaron en un banco que había en el exterior para observar cómo sus hijos y otros niños corrían alrededor del grueso tronco del árbol que daba nombre a la taberna.

—Wulfric —empezó a decir en voz baja—, ¿y si pudiéramos ganar dos peniques diarios, cada uno?

—¿Cómo?

—Yendo a Outhenby. —Le contó lo que había escuchado de casualidad—. Podría ser el principio de una nueva vida para nosotros —dijo.

—Entonces, ¿no recuperaré jamás las tierras de mi padre?

A Gwenda le entraron ganas de darle un garrotazo en ese mismo instante. ¿Es que todavía imaginaba que eso podía llegar a ocurrir? ¿Cómo podía ser tan ingenuo?

La mujer intentó hablar con toda la amabilidad posible.

—Hace doce años que te desheredaron —le recordó—. En ese tiempo, Ralph se ha convertido en un señor cada vez más poderoso. Y jamás ha dado ni la más mínima señal de que quisiera suavizar su actitud contigo. ¿Qué posibilidades crees que existen?

Su esposo no respondió a la pregunta.

—¿Dónde viviríamos?

—En Outhenby tiene que haber casas.

—Pero ¿Ralph permitirá que nos vayamos?

—No puede detenernos. Somos jornaleros, no siervos. Ya lo sabes.

—Pero ¿lo sabe Ralph?

—No vamos a darle oportunidad de que se oponga…

—¿Cómo vamos a conseguirlo?

—Bueno… —Eso no lo había pensado, pero entonces entendió que debían hacerlo de forma inmediata—. Podríamos partir hoy mismo, desde aquí.

Era una propuesta terrorífica. Ambos habían vivido toda su vida en Wigleigh. Wulfric ni siquiera se había mudado de casa. En ese momento ambos estaban considerando la idea de ir a vivir a una aldea que jamás habían visto sin tan siquiera volver la vista atrás para despedirse.

Sin embargo, había algo más que preocupaba a Wulfric. Señaló al encorvado alguacil, que estaba cruzando la plaza en dirección al puesto del fabricante de velas.

—¿Qué dirá Nathan?

—No le comunicaremos nuestros planes. Le contaremos algún cuento, le diremos que queremos quedarnos a pasar la noche aquí, por algún motivo, y que regresaremos a casa mañana. De esa forma, nadie sabrá dónde estamos. Y no regresaremos jamás a Wigleigh.

—No regresaremos jamás —repitió Wulfric con desánimo.

Gwenda intentó controlar su impaciencia. Conocía bien a su marido. En cuanto Wulfric tomaba una decisión era imparable, pero le costaba mucho decidirse. Al final acabaría accediendo al plan. No era corto de miras, sólo precavido y juicioso. No le gustaba tomar decisiones de forma precipitada, mientras que ella creía que era el único modo de tomarlas.

El joven de la barba rubia salió de la taberna Old Oak. Gwenda miró a su alrededor: no se veía a nadie de Wigleigh por allí cerca. Se levantó y se acercó al desconocido.

—¿Es posible que te haya oído decir algo sobre dos peniques diarios para los jornaleros? —preguntó.

—Así es, señora —respondió—. En el valle de Outhenby, a medio día de jornada desde aquí, en dirección sudoeste. Necesitamos toda la mano de obra que podamos conseguir.

—¿Quién eres?

—Soy el labrador de Outhenby. Me llamo Harry.

Gwenda sacó la conclusión de que Outhenby tenía que ser una aldea grande y próspera para tener un labrador. La mayoría de los labradores trabajaban para un conjunto de varias aldeas.

—¿Y quién es el señor feudal?

—La priora de Kingsbridge.

—¡Caris! —Era una noticia maravillosa. En Caris sí podían confiar. Gwenda se sintió aún más animada.

—Sí, es la priora en la actualidad —informó Harry—. Es una mujer de ideas firmes.

—Lo sé.

—Quiere que se cultiven sus campos para poder alimentar a las hermanas y no quiere saber nada de objeciones a su propósito.

—¿Tenéis casas en Outhenby para acoger a los jornaleros con sus familias?

—Muchas, por desgracia. Hemos perdido a un gran número de habitantes debido a la peste.

—Has dicho que estaba al sudoeste de aquí.

—Tienes que tomar el camino del sur hacia Badford, y luego seguir corriente arriba por la orilla del Outhen.

Gwenda volvió a mostrarse precavida.

—No, si yo no voy a ir —dijo de forma precipitada.

—Ah, sí, claro. —No la había creído.

—En realidad te lo estaba preguntando para informar a un amigo. —Se volvió para irse.

—Bueno, pues dile a tu amigo que venga lo antes posible, todavía tenemos que arar la tierra y prepararla para la siembra de primavera.

—Está bien.

Se sentía un poco aturdida, como si hubiera tomado un buen trago de vino fuerte. Dos peniques diarios, trabajar para Caris, y a kilómetros de distancia de Ralph, Perkin y la coqueta de Annet… ¡Era un verdadero sueño!

Volvió a sentarse junto a Wulfric.

—¿Lo has escuchado todo? —le preguntó.

—Sí —respondió. Y señaló la silueta de alguien que estaba en la puerta de la taberna—. Y él también.

Gwenda miró. Era su padre.

*

—Enjaeza el caballo al carro para partir —le dijo Nate a Wulfric a media tarde—. Es hora de volver a casa.

—Necesitamos que nos pagues lo que nos debes por la semana de trabajo —dijo Wulfric.

—Se os pagará el sábado, como de costumbre —respondió Nate con tono despreciativo—. Engancha al jamelgo.

Wulfric no dio un solo paso para acercarse al caballo.

—Te exijo que me pagues el dinero que me debes —insistió—. Sé que lo tienes, has vendido muchos troncos.

Nate se volvió y lo miró directamente a la cara.

—¿Por qué iba a tener que pagarte antes? —preguntó, molesto.

—Porque no regresaré contigo a Wigleigh esta noche.

Nate se quedó asombrado.

—¿Por qué no?

Gwenda se adelantó.

—Nos vamos a Melcombe —respondió.

—¿Qué? —Nate estaba escandalizado—. ¡La gente como vosotros no tiene nada que hacer en Melcombe!

—Hemos conocido a un pescador que necesita tripulación a dos peniques diarios. —Gwenda se había inventado la historia para no dar ni una sola pista de su verdadero destino.

—Presenta nuestros respetos a sir Ralph, y que Dios siempre vele por él en el futuro —añadió Wulfric.

—Pero esperamos no volver a verlo jamás —apostilló Gwenda. Lo dijo sólo para escuchar lo bien que sonaba: no volver a ver a Ralph jamás.

—¡Puede que él no quiera que os marchéis! —exclamó Nathan con indignación.

—No somos siervos y no tenemos tierras. Ralph no puede detenernos.

—Eres hijo de un siervo —le recordó Nathan a Wulfric.

—Pero Ralph me negó mi herencia —respondió Wulfric—. Ahora no puede exigirme lealtad.

—Es peligroso para un pobre intentar defender sus derechos.

—Eso es cierto —admitió Wulfric—. Pero yo voy a hacerlo de todas formas.

Nate se sentía impotente.

—No creas que esto va a quedar así —lo amenazó.

—¿Quieres que enganche el caballo al carro?

Nate frunció el ceño. Él no podía hacerlo. Debido a su lesión de espalda, tenía problemas para realizar tareas físicas complicadas, y el caballo era más alto que él.

—Sí, por supuesto —respondió.

—Será un placer. ¿Serías tan amable de pagarme antes?

Enfurecido, Nate se sacó el portamonedas y contó seis peniques de plata.

Gwenda agarró el dinero y Wulfric enjaezó el caballo.

Nate se alejó sin decir más.

—¡Bueno! —exclamó Gwenda—. Ya está hecho. —Miró a Wulfric. Tenía una amplia sonrisa en el rostro. Ella le preguntó—: ¿De qué te ríes?

—No lo sé —respondió—. Siento como si hubiera estado llevando un yugo durante muchos años, y como si ahora de pronto me lo hubieran quitado.

—Bien. —Así es como ella quería que se sintiera—. Ahora vamos a buscar un lugar donde pasar la noche.

La taberna Old Oak estaba en un lugar prominente de la plaza del mercado y sus tarifas eran elevadas. Dieron una vuelta por la pequeña ciudad en busca de un lugar más barato. Al final se quedaron en la posada Gate House, donde Gwenda consiguió negociar alojamiento para los cuatro —cena, un jergón en el suelo y desayuno— por un penique. Los niños debían disfrutar de un sueño reconfortante y tomar algo de desayuno si tenían que caminar durante toda la mañana.

Ella apenas pudo pegar ojo de la emoción, aunque también estaba preocupada. ¿Adónde estaba llevando a su familia? No tenía más que la palabra de un hombre, un extraño, sobre lo que encontrarían cuando llegaran a Outhenby. En realidad tendría que haber confirmado la información antes de embarcarse en esa empresa tan comprometida.

Pero Wulfric y ella llevaban diez años atrapados en ese agujero, y Harry, labrador de Outhenby, era la primera persona que les ofrecía una alternativa para salir de allí.

El desayuno fue escaso: gachas y sidra aguadas. Gwenda compró una barra grande de pan para ir comiendo por el camino, y Wulfric llenó su odre de piel con agua fresca de un pozo. Atravesaron la puerta de la ciudad una hora después del amanecer y emprendieron camino al sur.

Mientras caminaban, Gwenda pensaba en su padre, Joby. En cuanto supiera que ella no había regresado a Wigleigh, recordaría la conversación que había escuchado por casualidad, y supondría que se había marchado a Outhenby. No se dejaría engañar por la historia de Melcombe; él mismo era un hábil mentiroso, demasiado experto para dejarse engatusar por aquella patraña. Pero ¿le preguntaría alguien adónde había ido su hija? Todo el mundo sabía que no se hablaba con su padre. Y, si le preguntaban, ¿revelaría sus sospechas? ¿O algún vestigio de amor paternal lo empujaría a protegerla?

Gwenda no podía hacer nada para controlar la decisión que acabaría tomando su padre, así que dejó de pensar en él.

Hacía buen tiempo para viajar. El suelo estaba reblandecido por la lluvia caída hacía poco, y no se levantaba tierra, pero la jornada era seca, con un sol irregular, y el ambiente no era frío ni caluroso. Los niños no tardaron en cansarse, sobre todo David, el pequeño, pero a Wulfric se le daba bien distraerlos con canciones y acertijos, iba haciéndoles preguntas sobre los árboles y plantas del camino, inventaba juegos con números y les contaba cuentos.

Gwenda apenas daba crédito a lo que habían hecho. El día anterior a esa misma hora podía haber parecido que la vida de su familia jamás cambiaría: trabajo duro, pobreza y sueños rotos serían su eterno destino. Y ahora estaban en camino hacia una nueva existencia.

Pensó en la casa donde había vivido con Wulfric durante diez años. No había abandonado muchas cosas: un par de cazos, una pila de leña recién cortada, medio jamón y cuatro mantas. No tenía más ropa que la que llevaba puesta, ni tampoco Wulfric ni los niños; ni joyas, ni lazos para el pelo, ni guantes ni cepillos. Hacía diez años, Wulfric había tenido gallinas y cerdos en el jardín, pero con el tiempo habían ido vendiéndolos o sacrificándolos para comerlos durante los años de penurias económicas. Sus escasas posesiones podrían comprarse con una semana de paga de los prometedores salarios que les esperaban en Outhenby.

Siguiendo las indicaciones de Harry viraron hacia el sur por un embarrado vado que cruzaba el Outhen, luego giraron hacia el oeste y siguieron por la orilla corriente arriba. A medida que avanzaban, el cauce del río fue estrechándose hasta que el terreno quedó flanqueado por dos cadenas montañosas.

—Es un terreno fértil —comentó Wulfric—. Pero necesitaría una buena labranza.

A medio día llegaron a una aldea de grandes dimensiones con una iglesia de piedra. Acudieron a la puerta de una casa de madera que estaba junto a la iglesia. Gwenda llamó con cierto temor. ¿Le dirían que Harry Ploughman no sabía de lo que hablaba, y que allí no tenían trabajo? ¿Había hecho viajar a su familia durante medio día para nada? Qué humillante habría sido tener que regresar a Wigleigh y suplicar a Nate Reeve que volviera a acogerlos…

Una mujer de pelo cano abrió la puerta. Miró a Gwenda con la misma mirada recelosa que dedicaban los aldeanos de todas partes a los foráneos.

—¿Sí?

—Buenos días, señora —saludó Gwenda—. ¿Esto es Outhenby?

—Lo es.

—Somos jornaleros en busca de trabajo. Harry Ploughman nos dijo que viniéramos a este lugar.

—¿Ah, sí? ¿Ahora?

Gwenda se preguntó si habría algún problema o si es que la vieja no era más que una gruñona amargada. Estuvo a punto de hacerle esa misma pregunta en voz alta. Pero se reprimió y dijo:

—¿Harry vive en esta casa?

—Desde luego que no —respondió la mujer—. No es más que el labrador. Ésta es la casa del alguacil.

«Habrá algún conflicto entre el alguacil y el labrador», supuso Gwenda.

—Entonces puede que debiéramos ver al alguacil.

—No está aquí.

Gwenda se armó de paciencia y preguntó:

—¿Sería tan amable de decirnos dónde podríamos encontrarlo?

La mujer señaló al otro lado del valle.

—En North Field.

Gwenda miró en la dirección que le indicaban. Cuando se volvió nuevamente, la mujer ya se había metido en la casa.

—No parecía muy contenta de vernos —comentó Wulfric.

—Las ancianas detestan los cambios —justificó Gwenda—. Vayamos a buscar al alguacil.

—Los niños están cansados.

—Pronto podrán descansar.

Empezaron a cruzar los campos. Las franjas de terreno eran un hervidero de actividad. Había niños quitando las piedras de las tierras de labranza, mujeres sembrando semillas y hombres acarreando estiércol. Gwenda vio el grupo de bueyes en la distancia: ocho poderosas bestias que tiraban con paciencia del arado por el terreno húmedo y denso.

Llegaron hasta un grupo de hombres y mujeres que intentaban mover una rastra tirada por un caballo que se había quedado varado en una zanja. Gwenda y Wulfric se sumaron al grupo para empujar. Wulfric dio un giro a la situación gracias a la fuerza de sus anchas espaldas, y la rastra quedó liberada.

Todos los aldeanos se volvieron para mirar al recién llegado. Un individuo alto con una cicatriz de quemadura que le desfiguraba la mitad del rostro le dijo con amabilidad:

—Eres un hombre muy útil, ¿cómo te llamas?

—Me llamo Wulfric, y ella es Gwenda, mi esposa. Somos jornaleros en busca de trabajo.

—Eres justo el hombre que necesitamos, Wulfric —dijo el hombre—. Me llamo Cari Shaftesbury. —Le tendió la mano para saludarlo—. Bienvenido a Outhenby.

*

Ralph llegó ocho días después.

Wulfric y Gwenda se trasladaron a una casa pequeña de sólida edificación, con chimenea de piedra y una estancia en el segundo piso donde podían dormir aparte de los niños. Recibieron una acogida más bien fría por parte de los aldeanos más ancianos y menos abiertos al cambio, sobre todo, en el caso de Will Bailiff y su esposa, Vi, quien había sido tan grosera con ellos el día de su llegada. Sin embargo, Harry Ploughman y el grupo de personas más jóvenes estaban entusiasmados con las reformas y contentos de tener ayuda en el campo.

Les pagaban dos peniques diarios, tal como les habían prometido, y Gwenda esperaba con ansia el final de su primera semana completa de trabajo, cuando cada uno de ellos recibiría doce peniques —¡un chelín!—, que era el doble de la suma más elevada que habían ganado jamás. ¿Qué iban a hacer con todo ese dinero?

Ni Wulfric ni Gwenda habían trabajado en otro sitio que no fuera Wigleigh, y les sorprendió descubrir que no todas las aldeas eran iguales. La máxima autoridad del lugar era la priora de Kingsbridge, y eso suponía una gran diferencia. El mandato de Ralph era subjetivo y arbitrario: intentar apelar a la razón al discutir con él era peligroso. En comparación, los habitantes de Outhenby parecían saber lo que preferiría la priora en la mayoría de las situaciones, y podían arreglar las disputas imaginando lo que ella diría si le pidieran que tomara una decisión.

Se había producido un pequeño desacuerdo de esa clase cuando llegó Ralph.

Era la hora del crepúsculo, y todos se dirigían a casa desde los campos; los adultos, agotados por el trabajo; los niños, corriendo por delante, y Harry Ploughman hacía avanzar a los rezagados con los bueyes desenganchados. Cari Shaftesbury, el hombre de la cara quemada, que era un recién llegado como Gwenda y Wulfric, había pescado tres anguilas al amanecer para su familia, pues era viernes. La cuestión era si los jornaleros tenían el mismo derecho que los terratenientes a pescar en el río Outhen en los días de ayuno. Harry Ploughman afirmaba que el privilegio era extensible a todos los residentes en Outhenby. Vi Bailiff decía que los terratenientes pagaban las acostumbradas obligaciones al señor feudal, cosa que no hacían los jornaleros, y que las personas que tenían más obligaciones debían gozar de más privilegios.

Will Bailiff fue convocado para tomar una decisión, y él falló en contra de su esposa.

—Creo que la madre priora diría que si la Iglesia desea que los feligreses coman pescado, debería proporcionarse pescado a todos —dijo, y no hubo nadie que estuviera en contra.

Al mirar hacia la aldea, Gwenda vio a dos hombres a caballo.

De pronto se levantó una corriente de aire frío.

Los visitantes se hallaban a un kilómetro de distancia, cruzando los campos, y se dirigían hacia las casas situadas en un recodo del mismo camino que estaban tomando los aldeanos. Gwenda vio que eran hombres de armas. Montaban cabalgaduras de talla imponente y sus vestiduras les daban un aspecto corpulento; los hombres que solían hacer uso de la violencia por lo general vestían pesados jubones acolchados. La mujer dio un codazo a Wulfric.

—Ya los he visto —advirtió él con disgusto.

Esos hombres no podían estar de visita en la aldea por casualidad. Despreciaban a las personas que sembraban los campos y cuidaban del ganado. Solían visitar a los campesinos para robarles aquello que su orgullo no les permitía procurarse por cuenta propia: pan, carne y bebida. Su visión de lo que merecían por derecho y de lo que debían pagar siempre difería de la que tenían los aldeanos; así que, sin excepción, siempre traían problemas.

En los minutos siguientes, todos los presentes los divisaron, y el grupo reunido se quedó en silencio. Gwenda se dio cuenta de que Harry hacía virar ligeramente a los bueyes y se dirigía al extremo más distante de la aldea, aunque la mujer no entendió de inmediato la razón de tal movimiento.

Gwenda tenía la certeza de que esos dos hombres habían llegado en busca de jornaleros huidos. Se descubrió rezando para que fueran los antiguos empleadores de Cari Shaftesbury o de otro de los recién llegados. Sin embargo, a medida que los aldeanos fueron acercándose a los jinetes, Gwenda reconoció a Ralph Fitzgerald y a Alan Fernhill, y fue presa de la angustia.

Ése era el momento que tanto había temido. Había imaginado que existía una probabilidad de que Ralph averiguase adónde habían ido: su padre podría haberlo adivinado, y no se podía confiar en que supiera mantener la boca cerrada. Y aunque Ralph no tuviera derecho a llevárselos de allí, era un caballero, y noble, y por lo general, las personas de su estamento solían hacer lo que se les antojaba.

Era demasiado tarde para huir. Los jornaleros caminaban por un sendero entre vastos campos arados: si alguno se separaba del grupo y escapaba, Ralph y Alan habrían salido de inmediato en su busca; y entonces Gwenda y su familia habrían desaprovechado la protección que suponía la compañía de los demás aldeanos. Estaban atrapados en el exterior.

Gwenda llamó a los niños:

—¡Sam! ¡David! ¡Venid aquí!

Los pequeños no la oyeron, o no quisieron oírla, y siguieron corriendo. Gwenda salió tras ellos, pero los niños creyeron que se trataba de un juego e intentaron escapar de ella. Estaban a punto de llegar a la aldea, y Gwenda se sentía demasiado cansada para atraparlos. Prácticamente a punto de romper a llorar, gritó:

—¡Volved!

Wulfric la adelantó. Pasó corriendo y alcanzó enseguida a David. Agarró al niño por los brazos. Pero no llegó a atrapar a Sam, quien corría muerto de la risa entre las casas desperdigadas.

Los jinetes habían amarrado los caballos junto a la iglesia. Como Sam corría hacia ellos, Ralph avanzó con su caballo, se agachó sin bajar de la silla y agarró al niño por la camisa. Sam soltó un grito aterrorizado.

Gwenda chilló.

Ralph sentó al niño en la cruz del caballo.

Wulfric, quien llevaba a David, se detuvo delante de Ralph.

—Es tu hijo, supongo —dijo Ralph.

Gwenda estaba horrorizada. Temía por su hijo. Ralph no cometería la indignidad de dañar a un niño, pero podía producirse un accidente. Y existía otro peligro: al ver a Ralph y a Sam juntos, Wulfric podía darse cuenta de que eran padre e hijo.

Sam era todavía un niño pequeño, por supuesto, con cuerpo y rostro infantil, pero tenía el pelo hirsuto de Ralph y sus ojos negros, y sus huesudos hombros eran anchos y rectangulares.

Gwenda miró a su marido. La expresión de Wulfric no daba señal alguna de haberse apercibido de algo que para ella resultaba evidente. Estudió las caras de los demás aldeanos. Parecían no advertir la clarísima verdad, salvo Vi Bailiff, quien miraba a Gwenda con recelo. Esa vieja mandona podría haberlo adivinado. Pero era la única, de momento…

Will dio un paso al frente y saludó a los visitantes.

—Buenos días tengáis, señores. Me llamo Will, soy el alguacil de Outhenby. ¿Podría preguntarles que…?

—No digas ni una palabra más, alguacil —ordenó Ralph. Señaló a Wulfric—. ¿Qué está haciendo este hombre aquí?

Gwenda se percató de que la tensión se aliviaba entre los demás aldeanos cuando se dieron cuenta de que el objeto de la ira del señor no eran ellos.

—Mi señor —respondió Will—, es un jornalero, contratado con la autorización de la priora de Kingsbridge…

—Es un fugitivo y debe regresar a casa —dijo Ralph.

Will se quedó sin palabras, asustado.

—¿Y con qué autoridad lo exige? —intervino Cari Shaftesbury.

Ralph miró Cari como si estuviera memorizando su rostro.

—Cuidado con esa lengua o te desfiguraré el otro lado de la cara.

—No queremos enfrentamientos violentos —advirtió Will con nerviosismo.

—Muy inteligente, alguacil —dijo Ralph—. ¿Quién es este campesino insolente?

—A ti no te importa quién sea yo, caballero —respondió Cari con acritud—. Yo sí sé quién eres tú. Eres Ralph Fitzgerald, y fui testigo de cómo te acusaban de violación y te condenaban a muerte en el tribunal de Shiring.

—Pero no estoy muerto, ¿verdad? —preguntó Ralph.

—Pero deberías estarlo. Y no tienes derechos feudales sobre los trabajadores. Si intentas usar la fuerza, te daremos una buena lección.

Varias personas soltaron un grito ahogado. Hablarle así a un caballero armado era una verdadera temeridad.

—Cállate, Cari. No quiero que te maten por mí —le rogó Wulfric.

—No es por ti —respondió Cari—. Si permitimos que esta bestia te lleve, la semana que viene alguien vendrá a por mí. Debemos permanecer unidos. No estamos indefensos.

Cari era un hombre corpulento, más alto que Wulfric y casi igual de ancho, y Gwenda supo que estaba hablando en serio. Se sentía aterrorizada. Si empezaban a pelear, se produciría un terrible estallido de violencia, y su pequeño Sam seguía montado en el caballo con Ralph.

—Nos iremos con Ralph —dijo, ansiosa—. Será lo mejor.

—No, no lo será. Voy a impedir que os lleve de aquí, queráis o no queráis. Será por mi propio bien.

Se produjo un murmullo de asentimiento. Gwenda miró a su alrededor. La mayoría de los hombres portaban palas o azadas y parecían dispuestos a utilizarlas, aunque también se les veía asustados.

Wulfric volvió la espalda a Ralph y habló en tono grave y apresurado.

—Mujeres, llevad a los niños a la iglesia, deprisa, ¡ya!

Varias mujeres agarraron a los más pequeños y a los mayorcitos los arrastraron por los brazos. Gwenda se quedó en el sitio, al igual que otras jornaleras más jóvenes. Los aldeanos se juntaron más de forma instintiva, para plantar cara al enemigo hombro con hombro.

Ralph y Alan parecían desconcertados. No habían previsto tener que enfrentarse a un grupo de una cincuentena o más de campesinos airados. Pero iban a caballo, así que podían huir en cuanto quisieran.

—Bueno, entonces puede que sólo me lleve a este niñito a Wigleigh —dijo Ralph.

Gwenda gritó, horrorizada.

—Y si sus padres quieren recuperarlo, pueden regresar al lugar al que pertenecen.

Aquello era más de lo que Gwenda podía soportar. Ralph tenía a Sam y podía salir al galope en cualquier momento. Reprimió un chillido histérico. La mujer decidió que si el captor de su hijo daba un quiebro con el caballo, se abalanzaría sobre él e intentaría tirarlo de la silla. Se acercó un paso.

Entonces, justo detrás de Ralph y Alan, Gwenda vio a los bueyes. Harry Ploughman estaba llevándolos hacia la aldea desde el otro lado. Ocho corpulentas bestias avanzaban con pesadez hacia el espacio de enfrente de la iglesia donde estaban desarrollándose los hechos. Entonces se detuvieron y miraron a su alrededor como atontados, sin saber hacia dónde ir. Harry estaba detrás de ellos. Ralph y Alan se encontraron en una trampa triangular, flanqueados por los aldeanos, los bueyes y la iglesia de piedra.

Harry lo había planeado, en un principio, para evitar que Ralph huyera con Wulfric y con ella, supuso Gwenda. Pero la táctica también servía para la situación actual.

—Soltad al niño, sir Ralph, e id con Dios —dijo Cari.

Gwenda pensó que para Ralph sería difícil retirarse sin quedar en ridículo, y eso era un problema. Tendría que hacer algo para evitar quedar como un idiota, que era la deshonra más importante para el orgullo de un caballero. Se pasaban el día hablando de su honor, pero eso no significaba nada; eran una verdadera deshonra para los de su clase cuando les convenía. Lo que en realidad valoraban era su dignidad. Habrían preferido la muerte a la humillación.

El retablo permaneció estático durante varios minutos: el caballero y el niño a caballo, los aldeanos amotinados y los bueyes desorientados.

Entonces Ralph dejó a Sam en el suelo.

A Gwenda le corrían lágrimas de alivio por las mejillas.

Sam corrió hacia su madre, la rodeó con los bracitos por la cintura y rompió a llorar.

Los aldeanos se tranquilizaron; los hombres bajaron las palas y las azadas.

Ralph tiró de las riendas de su caballo y gritó: «¡Atrás! ¡Atrás!». El caballo retrocedió. Clavó las espuelas en los flancos del animal y atravesó la multitud a galope tendido. Los presentes se apartaron. Alan salió cabalgando tras él. Los aldeanos salieron despavoridos del camino y acabaron unos sobre otros y llenos de barro. Se aplastaron entre sí, pero los caballos no los pisotearon, milagrosamente.

Ralph y Alan se alejaron riendo a carcajadas de la aldea, como si el encuentro no hubiera sido más que una broma pesada.

Sin embargo, la realidad era que Ralph había quedado en ridículo.

Y eso significaba que regresaría, a Gwenda no le cabía ninguna duda.