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En cuanto Caris regresó a Kingsbridge, decidió partir de nuevo. La imagen de St.-John-in-the-Forest que no había podido olvidar no era la del cementerio, ni la de los cadáveres que Merthin y Thomas habían exhumado, sino la de los campos desiertos sin nadie para labrarlos. Mientras se dirigía de vuelta a casa con Merthin a su vera y Thomas conduciendo el carro, vio grandes extensiones de tierra en las mismas condiciones y previó una crisis.

Los hermanos y las monjas obtenían gran parte de sus ingresos de las rentas que les pagaban por esos terrenos. Los siervos plantaban sus cosechas y criaban ganado en tierras que eran propiedad del priorato y, en lugar de pagar a un caballero o al conde por ese privilegio, entregaban el dinero al prior o a la priora. Era una costumbre tradicional que llevaran una parte de sus cosechas y cabezas de ganado a la catedral —una docena de costales de harina, tres ovejas, un ternero, un carro de cebollas—, pero en esos tiempos la mayoría de los vasallos pagaba en metálico.

Si nadie cultivaba la tierra, las rentas no podrían satisfacerse, era una deducción lógica. Y entonces, ¿qué comerían las monjas?

Los ornamentos de la catedral, el dinero y los cartularios que había recogido en St.-John-in-the-Forest estaban escondidos y a buen recaudo en la nueva sala del tesoro secreto que la madre Cecilia había encargado construir a Jeremiah en un lugar que no pudiera ser localizado con facilidad. Habían encontrado todos los ornamentos salvo uno, un candelabro de oro donado por el gremio de los fabricantes de velas, el grupo que representaba a los artesanos de la cerería de Kingsbridge. Ese regalo había desaparecido.

Caris ofició una misa dominical en tono triunfalista, protagonizada por las reliquias rescatadas del santo. Dejó a Thomas a cargo de los niños del orfanato; algunos de ellos eran tan mayores que su vigilancia requería la presencia de un fornido varón. Ella se trasladó al palacio del prior y se regodeó con la idea de lo ultrajado que se habría sentido el difunto Godwyn al saber que el edificio tenía una ocupante femenina. Luego, en cuanto hubo ultimado todos los detalles relativos a esa nueva situación, partió hacia Outhenby.

El valle del Outhen era una tierra fértil de suelo arcilloso que se hallaba a un día de camino desde Kingsbridge. Un malvado y anciano caballero lo había entregado a las monjas hacía un siglo en un último y agónico intento de ganarse el perdón eterno tras una vida de pecados. Había cinco aldeas distribuidas a intervalos a lo largo de las márgenes del río Outhen. En ambas riberas, los vastos campos cubrían la tierra y las vertientes más bajas de las colinas.

Los terrenos estaban divididos en franjas adjudicadas a distintas familias. Tal como Caris había temido, había muchas parcelas sin cultivar. La peste había cambiado el paisaje, pero nadie había tenido la inteligencia —ni la valentía, quizá— necesaria para reformar la labranza adaptándose a las nuevas circunstancias. Ahora debía ser la propia Caris quien se encargara de ello. Tenía una ligera idea de las acciones más urgentes que debía llevar a cabo, ya se centraría en los detalles a medida que pusiera en marcha sus planes.

La acompañaba la hermana Joan, una joven monja que acababa de abandonar su condición de novicia. Joan era una muchacha inteligente que a Caris le recordaba a sí misma con diez años menos, no por su apariencia, pues tenía el pelo negro y los ojos azules, sino por su afición a las preguntas y su enérgico escepticismo.

Se dirigían hacia la aldea de mayores dimensiones, Outhenby. El alguacil de todo el valle, Will, vivía en una gran casona de madera junto a la iglesia. No estaba en casa, sino que lo encontraron en el campo más alejado, sembrando avena; era un hombre corpulento y de movimientos parsimoniosos. La franja contigua se había dejado en barbecho y en ella empezaba a crecer la mala hierba, que servía de pastura a unas pocas ovejas.

Will Bailiff visitaba el priorato varias veces al año, por lo general, para llevar el dinero de las rentas de las aldeas, por eso conocía a Caris; aunque le desconcertó encontrarla en sus tierras.

—¡Hermana Caris! —exclamó al reconocerla—. ¿Qué te trae por aquí?

—Ahora soy la madre Caris, Will, y debo asegurarme de que las tierras de las monjas estén bien administradas.

—Ah. —El hombre sacudió la cabeza—. Como verás, estamos haciéndolo lo mejor que podemos, pero hemos perdido tantos hombres que es una labor en extremo difícil.

Los alguaciles siempre decían que los tiempos eran difíciles, pero en este caso era verdad.

Caris desmontó del caballo.

—Acompáñame y cuéntamelo.

A unos cientos de metros de distancia, en la suave pendiente de una colina, Caris vio a un jornalero arando con un grupo de ocho bueyes. El hombre dio el alto a los animales y se quedó mirándola con curiosidad, así que ella se encaminó hacia él.

Will empezó a recuperar el aliento después del trabajo. Mientras caminaba junto a la monja, dijo:

—Una mujer de Dios como tú no tiene por qué saber mucho sobre labranza del terreno, claro está; pero haré cuanto esté en mi mano por explicarte los aspectos más importantes.

—Sería muy amable por tu parte. —Estaba acostumbrada a que los hombres como Will tuvieran una actitud condescendiente con ella. Había descubierto que era mejor no desafiarlos, sino más bien dejar que se confiaran y se abrieran dándoles una falsa sensación de seguridad. De esa forma, ella aprendía más—. ¿Cuántos hombres has perdido con la peste?

—¡Oh, muchos hombres!

—¿Cuántos?

—Bueno, veamos, primero fueron William Jones y sus dos hijos; luego Richard Carpenter y su esposa…

—No necesito los nombres —aclaró ella intentando controlar su exasperación—. ¿Cuántos aproximadamente?

—Tendría que pensarlo.

Habían llegado a la parte arada. Dirigiendo al grupo de ocho bueyes había un habilidoso jornalero; los hombres encargados de esos trabajos solían ser los aldeanos más inteligentes. Caris se dirigió al joven.

—¿Cuántos habitantes de Outhenby han muerto a causa de la peste?

—Yo diría que unas doscientas personas.

La monja se quedó mirándolo. Era bajito pero musculoso, con una poblada barba rubia. Tenía una mirada petulante, como solía ocurrir con todos los jóvenes.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Caris.

—Me llamo Harry, y mi padre se llamaba Richard, hermana.

—Soy la madre Caris. ¿Cómo has calculado esa cifra de doscientos muertos?

—Aquí en Outhenby murieron cuarenta y dos personas. La misma cifra aciaga se alcanzó en Ham y en Shortacre, y eso nos da unos ciento veinte muertos. Longwater se ha librado por completo, pero cayó hasta la última alma en Oldchurch, menos el viejo Roger Breton, y allí eran ochenta y dos habitantes, así que el total asciende a doscientas personas.

Caris se volvió hacia Will.

—¿Cuántos habitantes tenía antes todo el valle?

—Bien, veamos…

Harry Ploughman intervino:

—Más o menos, un millar antes de la peste.

—Por eso me ves arando mi propia franja de terreno —dijo Will—, trabajo que deberían hacer los peones, pero me he quedado sin ellos. Todos han muerto.

—O se han ido a trabajar a otro lugar donde pagan mejores salarios —añadió Harry.

—¿Ah, sí? —se animó a preguntar Caris—. ¿Quién ofrece pagas más altas?

—Algunos de los campesinos más ricos del valle vecino —respondió Will, indignado—. La nobleza paga un penique diario, que es lo que los jornaleros siempre han recibido y deberían seguir recibiendo; pero hay personas que creen poder hacer lo que se les antoje.

—Pero supongo que logran sembrar sus cosechas —comentó la religiosa.

—Pero hay cosas que están bien y cosas que están mal, madre Caris —replicó Will.

Caris señaló el terreno en barbecho donde pastaban las ovejas.

—¿Y qué pasa con esa tierra? ¿Por qué no la han arado?

—Eso es propiedad de William Jones —respondió Will—. Tanto él como sus hijos fallecieron, y su esposa se ha ido a vivir con su hermana, a Shiring.

—¿Has buscado a un nuevo arrendatario?

—No los conseguimos, madre.

Harry volvió a intervenir.

—Y menos si siguen imperando las antiguas condiciones.

Will lo fulminó con la mirada, pero Caris preguntó:

—¿Qué has querido decir con eso?

—Los precios han bajado, aunque sea primavera, que es cuando el grano suele ser más caro.

Caris asintió en silencio. Así era como funcionaban los mercados, lo sabía todo el mundo: si había menos compradores, los precios caían.

—Pero la gente debe tener una forma de sustento.

—No quieren plantar trigo, ni cebada ni avena, pero tienen que plantar lo que les ordenan, al menos en este valle. Por eso, un hombre que busque una propiedad prefiere ir a otra población.

—¿Y qué conseguirá en otro sitio?

—Quieren hacer lo que se les antoje —interrumpió Will, airado.

Harry respondió a la pregunta de Caris.

—Quieren ser terratenientes libres y pagar el arrendamiento en efectivo, en lugar de ser siervos que trabajan un día a la semana en las tierras del señor; y quieren poder cultivar distintas cosechas.

—¿Qué cosechas?

—Cáñamo o lino, o manzanas y peras, productos que saben que podrán vender en el mercado. Tal vez algo distinto cada año. Pero en Outhenby jamás lo permitirán. —Harry pareció repensárselo y añadió—: Y lo digo sin ánimo de ofender a tu santa orden, madre priora, ni a Will Bailiff, quien es un hombre honrado, por todos es sabido.

Caris entendió la situación. Los alguaciles siempre adoptaban una actitud conservadora. En los tiempos de bonanza eso apenas importaba, con las viejas costumbres se las arreglaban bien, pero en esos momentos estaban viviendo una auténtica crisis.

La monja adoptó su actitud más autoritaria.

—Está bien, Will, ahora escucha con atención, y te diré lo que vas a hacer. —El alguacil se quedó anonadado; creía que habían venido a consultarle, no a darle órdenes—. En primer lugar, vas a dejar de arar las laderas. Es una locura cuando tenemos tierra en buenas condiciones sin cultivar en el valle.

—Pero…

—Calla y escucha. Ofrece a todos los terratenientes un cambio, hectárea por hectárea, un buen terreno en el fondo del valle en lugar de la ladera.

—Entonces, ¿qué haremos con los terrenos de las vertientes?

—Los convertiremos en tierras de pastura, las reses bovinas en la parte más baja de la vertiente y las ovejas en la más alta. No hacen falta muchos hombres para supervisarlo, sólo un par de muchachos que se encarguen del pastoreo.

—¿Ah, sí? —exclamó Will. Estaba claro que quería discutir, pero en ese preciso instante no se le ocurrió nada que objetar.

Caris prosiguió:

—Segundo, cualquier terreno en la depresión del valle que siga sin terrateniente deberá ser ofrecido como tenencia libre, cuya renta será satisfecha en efectivo, a cualquiera que esté dispuesto a cultivarla. —Una tenencia libre significaba que el terrateniente no era un siervo y no tenía que trabajar en la tierra del señor feudal, ni pedir su permiso para casarse ni para construir una casa. Su única obligación era pagar el arrendamiento.

—Estás acabando con todas las tradiciones.

Caris señaló la franja de tierra en barbecho.

—Las costumbres tradicionales están haciendo que mis tierras se tornen yermas. ¿Se te ocurre alguna otra forma de impedir que esto siga ocurriendo?

—Bueno… —empezó a decir Will, y se hizo una larga pausa. A continuación sacudió la cabeza en silencio.

—Tercero, ofrece pagas de dos peniques diarios a cualquiera que quiera labrar la tierra.

—¡Dos peniques diarios!

Caris sintió que no podía confiar en Will para introducir todas esas reformas de inmediato. El alguacil haría todo lo posible por retrasarlas y buscaría cualquier excusa para conseguirlo, de modo que la priora se volvió hacia el jornalero de mirada petulante: convertiría a ese joven en defensor de sus reformas.

—Harry, quiero que vayas a todos los mercados del país en las próximas semanas. Cuéntale al mundo que cualquier persona dispuesta a trasladarse tiene un próspero porvenir en Outhenby. Si hay jornaleros en busca de un salario quiero que vengan a estas tierras.

Harry sonrió de oreja a oreja y asintió, aunque Will todavía parecía un poco desconcertado.

—Quiero ver esas tierras fértiles cultivadas para el verano —ordenó Caris—. ¿Queda claro?

—Sí —respondió Will—. Gracias, madre priora.

*

Caris repasó todos los cartularios con la hermana Joan, y ambas fueron tomando nota de la fecha y contenido de cada uno de ellos. Decidió ordenar que los copiaran todos; era la idea que había propuesto Godwyn, aunque sólo hubiera fingido copiarlos como pretexto para quitárselos a las monjas. No obstante, había sido una idea interesante. Cuantas más copias existieran, más difícil sería que un documento se extraviara.

Llamó su atención un hecho acontecido en 1327, que adjudicaba a los monjes la posesión de una granja próxima a Lynn, en Norfolk, que llamaban Lynn Grange. El donativo se había hecho con la condición de que el priorato aceptase como monje novicio a un caballero llamado sir Thomas de Langley.

Caris retrocedió hasta su niñez y al día en que se había adentrado en el bosque con Merthin, Ralph y Gwenda, y habían visto a Thomas sufrir la herida que lo había hecho perder el brazo.

Le enseñó el cartulario a Joan, quien se encogió de hombros y dijo:

—Es normal que se haga un donativo así cuando un miembro de una familia adinerada se ordena monje.

—Pero mira quién es el donante.

Joan releyó el documento.

—¡La reina Isabel! —Isabel era la viuda de Eduardo II y madre de Eduardo III—. ¿Estaba interesada en Kingsbridge?

—O en Thomas —aventuró Caris.

Tuvo oportunidad de averiguarlo un par de días más tarde. El alguacil de Lynn Grange, Andrew, llegó a Kingsbridge en su visita bianual. Como hombre oriundo de Norfolk que ya había superado la cincuentena, había dirigido la granja desde que ésta fuera donada al priorato. Ya peinaba canas y era un individuo rechoncho, lo que indujo a Caris a pensar que la granja continuaba siendo próspera pese a la peste. Como Norfolk se encontraba a varios días de viaje, la propiedad pagaba sus obligaciones al priorato en monedas, y no en cabezas de ganado o productos que tuvieran que trasladar por ese largo camino, y Andrew llevaba el dinero en nobles de oro, la nueva moneda que valía un tercio de libra, con la imagen del rey Eduardo de pie en la cubierta de un barco. Cuando Caris hubo contado el dinero y se lo hubo entregado a Joan para que lo guardara en el nuevo tesoro, le dijo a Andrew:

—¿Por qué la reina Isabel nos entregó esta granja hace veintidós años, lo sabes?

Para su sorpresa, el rostro sonrosado de Andrew se tornó blanco como la cera. Empezó varias veces a dar una respuesta titubeante y al final contestó:

—No me compete cuestionar las decisiones de Su Majestad.

—No, cierto es —admitió Caris, dándole la razón—. Simplemente siento curiosidad por el motivo.

—La reina es una santa dama que ha realizado un gran número de obras piadosas.

«Como asesinar a su esposo», pensó Caris, aunque dijo:

—Pero tiene que haber una razón para que nombrara a Thomas.

—Él pidió a la reina un favor, como otros cientos, y ella graciosamente se lo concedió, como suelen hacer las grandes damas.

—Pero eso suele ocurrir sólo cuando tienen alguna relación con quien solicita el favor.

—No, no; estoy seguro de que no existe ninguna relación.

Su ansiedad confirmó a Caris que estaba mintiendo, y sobre todo, que no le diría la verdad, así que decidió dejar de hablar del tema y envió a Andrew a cenar en el hospital.

A la mañana siguiente, el hermano Thomas se acercó a ella en el claustro, era el único monje que quedaba en el monasterio. Tenía cara de pocos amigos.

—¿Por qué has interrogado a Andrew Lynn? —le preguntó.

—Porque sentía curiosidad —respondió, desconcertada.

—¿Qué estás tramando?

—No estoy tramando nada. —Se sintió ofendida por sus agresivos modales, pero no quería enzarzarse en una discusión con él. Para relajar la tensión, se sentó en el muro bajo que rodeaba el borde de la arcada. Un sol primaveral brillaba con intensidad en el interior del cuadrángulo central. Habló con un tono tranquilizador de conversación—: ¿De qué trata todo esto?

—¿Por qué estás investigándome? —le preguntó Thomas.

—No estoy investigándote —respondió ella—. Tranquilízate. Estoy revisando todos los cartularios, confeccionando un listado y mandándolos a copiar. He encontrado un documento en ellos que me sorprendió.

—Estás metiendo las narices en asuntos que no son de tu incumbencia.

Caris torció el gesto.

—Soy la priora de Kingsbridge y el prior en funciones, nada puede ser secreto para mí en este lugar.

—Bueno, pues si empiezas a desenterrar todo ese asunto, te arrepentirás, te lo prometo.

Sus palabras le sonaron a amenaza, aunque procuró no desafiarle. Probó con una táctica diferente.

—Thomas, creía que éramos amigos. No tienes derecho a prohibirme que haga algo, y me decepciona que lo intentes siquiera. ¿Es que no confías en mí?

—No sabes lo que estás preguntando.

—Ilumíname tú, pues. ¿Qué tiene que ver la reina Isabel contigo, conmigo y con Kingsbridge?

—Nada. Ya es una mujer anciana que vive retirada.

—Tiene cincuenta y tres años. Ya ha desposado a un rey y seguramente podría desposar a otro si quisiera. Y tiene alguna relación oculta desde hace mucho tiempo con mi priorato cuya naturaleza tú intentas ocultarme.

—Por tu propio bien.

Caris pasó por alto ese comentario.

—Hace veintidós años alguien intentaba matarte. ¿Fue la misma persona que, al no haber conseguido hacerlo, te compró con la promesa de que te admitieran en el convento?

—Andrew regresará a Lynn y le contará a Isabel que has estado haciendo todas estas preguntas, ¿eres consciente de ello?

—¿Por qué iba a importarle eso a ella? ¿Por qué te tiene tanto miedo todo el mundo, Thomas?

—Todo quedará contestado cuando yo muera. Entonces nada importará. —Dio media vuelta y se alejó.

Las campanas anunciaron la hora de la cena y Caris se dirigió al palacio del prior, ensimismada. El gato de Godwyn, Arzobispo, estaba sentado en la escalera de la entrada. Se quedó mirándola y ella lo espantó. No iba a dejar que aquel animal estuviera dentro de la casa.

Se había acostumbrado a cenar todos los días con Merthin. Era tradición que el prior cenase con el mayordomo, aunque hacerlo a diario no era lo habitual, pero aquélla era una época poco habitual. Ésa, en cualquier caso, habría sido la excusa de Caris si alguien le hubiera preguntado al respecto; pero nadie lo hizo. Mientras tanto, ambos buscaban con ansia un pretexto para salir de viaje y así poder volver a estar a solas.

Merthin llegó cubierto de barro del solar de la construcción de la isla de los Leprosos. Ya había dejado de pedirle a Caris que renunciara a sus votos y abandonara el priorato. Parecía conformarse, al menos por el momento, con verla a diario y esperar a oportunidades brindadas por la suerte para compartir momentos de intimidad en el futuro.

Una criada del priorato les sirvió estofado de jamón con verduras de invierno. Cuando la sirvienta se fue, Caris contó a Merthin la historia del cartulario y la reacción de Thomas.

—Conoce un secreto que podría perjudicar a la anciana reina si saliera a la luz.

—Creo que tienes razón —afirmó Merthin, pensativo.

—El día de Todos los Santos de 1327, después de que yo me escapara, él te atrapó, ¿verdad?

—Sí. Me obligó a ayudarle a enterrar una carta. Tuve que jurar que guardaría el secreto hasta el día de su muerte, entonces iré a desenterrarla y se la entregaré a un sacerdote.

—Me dijo que todas mis preguntas quedarían respondidas cuando él muriera.

—Creo que esa carta es la amenaza con la que chantajea a todos sus enemigos. Deben de saber que su contenido se revelará el día que él muera, así que tienen miedo de matarle. De hecho, se aseguraron de que siguiera vivo y en buenas condiciones ayudándole a convertirse en monje de Kingsbridge.

—¿Tanto puede seguir importando todavía esa carta?

—Diez años después de que la hubiéramos enterrado, le dije que jamás había revelado el secreto y me respondió: «De haberlo hecho, estarías muerto». Eso me asustó más que el juramento que le había hecho.

—La madre Cecilia me contó que Eduardo II no falleció de muerte natural.

—¿Cómo iba a saber ella algo así?

—Se lo contó mi tío Anthony. Así que supongo que el secreto es que la reina Isabel ordenó asesinar a su marido.

—De todas formas, eso ya lo imagina medio país. Pero si existieran pruebas… ¿Dijo Cecilia cómo lo mataron?

Caris se esforzó por recordar.

—No. Ahora que lo pienso, sus palabras fueron: «El anciano rey no murió de una caída». Le pregunté si lo habían asesinado, pero ella murió sin responderme.

—Aun así, ¿por qué iban a contar una falsa historia sobre su muerte si no fuera para encubrir un delito?

—Y la carta de Thomas prueba, en cierta forma, que sí hubo delito, y que la reina estuvo implicada.

Terminaron de cenar sumidos en un silencio reflexivo. En una jornada en el monasterio, la hora después de la cena se destinaba al retiro o a la lectura. Normalmente, Caris y Merthin permanecían juntos durante un rato, pero ese día Merthin se sentía impaciente por la colocación de las vigas del techo de la nueva taberna, la taberna Bridge, que estaba construyendo en la isla de los Leprosos. Se besaron con pasión, pero él se apartó de golpe y regresó, apresurado, al solar de la construcción. Decepcionada, Caris abrió un libro titulado Ars medica, una traducción al latín de una obra del antiguo médico griego Galeno. Era la piedra angular de la medicina universitaria, y ella lo estaba leyendo para averiguar lo que aprendían los sacerdotes en Oxford y en París, aunque hasta el momento no había encontrado gran cosa que pudiera serle útil.

La criada regresó y recogió la mesa.

—Dile al hermano Thomas que venga a verme, por favor —ordenó Caris. Quería comprobar que seguían siendo amigos pese a su brusca y desagradable conversación.

Antes de que llegara Thomas, se produjo cierta conmoción en el exterior. Caris oyó el ruido de cascos de varios caballos y el griterío que indicaba que un noble requería la atención de los presentes. Pasados unos minutos, se abrió la puerta de golpe e irrumpió en la sala sir Ralph Fitzgerald, señor de Tench.

Parecía furioso, pero Caris fingió no percatarse de ello.

—Hola, Ralph —le saludó con toda la amabilidad posible—. ¡Qué placer tan inesperado! Bienvenido a Kingsbridge.

—Puedes ahorrarte todas esas cortesías —respondió él con brusquedad. Se acercó hasta donde ella estaba sentada y se situó tan próximo a su rostro que su actitud resultaba en extremo agresiva—. ¿Te das cuenta de que estás arruinando al campesinado de todo el país?

Entró un nuevo personaje y se quedó junto a la puerta, un hombre corpulento de cabeza pequeña, y Caris reconoció al eterno adlátere de Ralph, Alan Fernhill. Ambos iban armados con espadas y dagas. La monja era muy consciente de que se encontraba sola en el palacio. Intentó distender la atmósfera.

—¿Quieres estofado de jamón, Ralph? Acabo de terminar de cenar.

Ralph no iba a dejarse distraer.

—¡Has estado robándome a mis siervos!

—¿Siervos o ciervos?

Alan Fernhill rompió a reír.

Ralph enrojeció de furia y adoptó un aspecto más amenazador, y Caris deseó no haber hecho esa broma.

—Si te burlas de mí, lo lamentarás —le advirtió Ralph.

Caris sirvió cerveza en un vaso.

—No estoy burlándome de ti —aclaró—. Dime exactamente qué te ocurre. —Le ofreció la cerveza.

La mano temblorosa de la monja delataba el miedo que sentía, pero Ralph hizo caso omiso del ofrecimiento y la señaló con un dedo amenazador.

—Han estado desapareciendo los jornaleros de mis aldeas, y cuando he preguntado dónde estaban, he descubierto que se habían marchado a aldeas de tu propiedad, donde reciben salarios más elevados.

Caris asintió en silencio.

—Si estuvieras vendiendo un caballo y dos hombres quisieran comprarlo, ¿no se lo venderías al mejor postor?

—No es lo mismo.

—Yo creo que sí lo es. Toma un poco de cerveza.

Con un brusco manotazo, Ralph derribó el vaso que le ofrecía la mano de la monja. Éste cayó al suelo y la cerveza se derramó sobre la paja que lo cubría.

—Son mis jornaleros.

Caris tenía la mano lastimada, pero intentó pasar por alto el dolor. Se agachó, recogió el vaso y lo colocó sobre la alacena.

—En realidad no lo son —dijo—. Si son jornaleros, significa que jamás les has entregado ninguna tierra, así que tienen derecho a irse a cualquier otro lugar.

—¡Yo sigo siendo su señor, por todos los diablos! Y otra cosa: ofrecí una tenencia libre a un hombre el otro día y la rechazó, y argumentó que conseguiría mejores condiciones en el priorato de Kingsbridge.

—Es lo mismo, Ralph. Necesito reunir al máximo número de jornaleros posible, así que les doy lo que quieren.

—Eres una mujer y no piensas las cosas. ¿No te das cuenta de que el resultado será que todo el mundo tendrá que pagar más por los mismos jornaleros?

—No necesariamente. Los salarios más altos podrían atraer a algunas personas que en la actualidad ni siquiera trabajan, como los proscritos, por ejemplo, o esos vagabundos que van por ahí viviendo de lo que encuentran en las aldeas esquilmadas por la peste. Y algunos individuos que ahora son jornaleros podrían llegar a ser terratenientes y trabajarían con mayor ahínco porque estarían labrando sus propias tierras.

Ralph aporreó la mesa con el puño, y Caris pestañeó por el estrépito repentino.

—¡No tienes derecho a cambiar las viejas costumbres!

—Creo que sí lo tengo.

La agarró por la pechera del hábito.

—Bueno, ¡pues yo no pienso tolerarlo!

—Quítame las manos de encima, estúpido zoquete —advirtió ella.

En ese momento entró el hermano Thomas.

—Me has mandado llamar… ¿Qué demonios está ocurriendo aquí?

Cruzó a paso rápido la estancia, y Ralph soltó el hábito de Caris como si de pronto hubiera empezado a arder. Thomas no tenía ningún arma y sólo le quedaba un brazo, pero ya le había dado su merecido a Ralph en otra ocasión, y Ralph le temía.

El señor de Tench retrocedió un paso, se dio cuenta de que su miedo se había hecho evidente y pareció avergonzado.

—¡Esto se acabó! —dijo en voz muy alta y se volvió hacia la puerta.

—Lo que estoy haciendo en Outhenby y en todos los demás sitios es perfectamente legítimo, Ralph —refutó Caris.

—¡Estás interfiriendo con el orden natural de las cosas! —gritó él.

—No hay ninguna ley que lo prohíba.

Alan le abrió la puerta a su señor.

—Tú espera y verás —la amenazó Ralph, y salió de la estancia.