oco después de la huida de Godwyn, Elfric murió a causa de la peste. Caris lo sintió por Alice, su viuda, pero aparte de eso, no podía evitar alegrarse de que se hubiera ido. Era un hombre que se había aprovechado de los débiles y había adulado a los fuertes, y las mentiras que contó en su juicio estuvieron a punto de llevarla a la horca. El mundo sería un lugar mejor sin él. Incluso su negocio de la construcción estaría mejor administrado por su yerno, Harold Mason.
La cofradía gremial eligió a Merthin como mayordomo, en sustitución de Elfric. Merthin dijo que se sentía como si lo hubieran hecho capitán de un barco que se iba a pique.
A medida que aumentaba el número de muertos y la gente enterraba a sus familiares, vecinos, amigos, clientes y empleados, parecía que el horror constante había brutalizado a muchos de ellos, hasta tal punto que ninguna muestra de violencia o crueldad les resultaba chocante. La gente que creía estar a punto de morir perdía el control y se dejaba llevar por sus impulsos, fueran cuales fuesen las consecuencias.
Juntos, Merthin y Caris se esforzaban en mantener algo que fuera lo más parecido posible a una vida normal en Kingsbridge. El orfanato era la parte de más éxito del programa de Caris. Los niños estaban agradecidos por la seguridad que les ofrecía el convento, tras la terrible experiencia de perder a sus padres por culpa de la peste. Cuidar de ellos y enseñarlos a leer y a cantar himnos hizo aflorar el instinto maternal de algunas de las monjas, reprimido durante mucho tiempo. Había comida en abundancia, ya que había menos gente que se peleaba por las provisiones para el invierno. Y el priorato de Kingsbridge estaba impregnado del sonido de los niños.
En la ciudad, las cosas eran más difíciles. Aún había peleas violentas por los bienes de los muertos. La gente entraba en las casas vacías y se llevaba lo que más le gustaba. Los niños que habían heredado dinero, o un almacén lleno de tela o grano, a veces eran adoptados por vecinos sin escrúpulos, ávidos por quedarse con la herencia. La posibilidad de poder obtener algo a cambio de nada sacaba lo peor de la gente, pensaba Caris, desesperada.
Caris y Merthin sólo lograron detener en parte la decadencia del comportamiento público. A la priora le decepcionaron los resultados de la ofensiva de John Constable contra los borrachos. El gran número, y cada vez mayor, de viudos y viudas parecía desesperado por encontrar pareja, y no era difícil ver a personas de mediana edad fundidas en un apasionado abrazo en una taberna o en el portal de una casa. Caris no se oponía fervientemente a este tipo de comportamiento, pero sabía que la combinación de un estado de embriaguez con una actitud licenciosa en público acostumbraba a provocar peleas. No obstante, Merthin y la cofradía gremial eran incapaces de atajar el problema.
Justo en el momento en que los ciudadanos necesitaban que alguien impusiera disciplina, la huida de los monjes había causado el efecto contrario. Desmoralizó a todo el mundo. Los representantes de Dios se habían ido: el Todopoderoso había abandonado la ciudad. Algunos decían que las reliquias del santo siempre habían traído buena suerte, y que ahora que los huesos habían desaparecido, la buena fortuna se había esfumado. La falta de los preciosos crucifijos y candeleros en los oficios dominicales era un recordatorio semanal de que Kingsbridge era considerada una ciudad maldita. Entonces, ¿por qué no iba la gente a emborracharse y a fornicar en la calle?
A mediados de enero, de una población de unas siete mil personas, Kingsbridge había perdido aproximadamente un millar. Otras ciudades se encontraban en una situación parecida. A pesar de las mascarillas que Caris había inventado, el número de víctimas mortales era superior entre las monjas, sin duda porque estaban en contacto continuo con los enfermos de la peste. Antes de la aparición de la plaga, eran treinta y cinco monjas; ya sólo quedaban veinte. Pero habían oído hablar de sitios en los que casi todos los monjes o monjas habían muerto, y tan sólo había quedado uno para seguir adelante con el trabajo; de modo que podían considerarse afortunadas. Mientras tanto, Caris había reducido el período de noviciado e intensificado la preparación para tener más ayudantes en el hospital.
Merthin contrató al tabernero del Holly Bush y lo puso a cargo de la posada Bell. También contrató a una chica de diecisiete años muy sensata llamada Martina para que cuidara de Lolla.
Entonces, pareció que la peste empezaba a remitir. Tras enterrar a cien personas a la semana en el período previo a Navidad, Caris se dio cuenta de que la cifra descendía a cincuenta en enero y después a veinte en febrero. Empezó a albergar esperanzas de que la pesadilla se acercara a su fin.
Uno de los desdichados que cayó enfermo durante esos días fue un hombre de pelo oscuro que tenía unos treinta años y que debía de haber sido muy apuesto en el pasado. Estaba de visita en la ciudad.
—Ayer creía que tenía un catarro —dijo cuando entró por la puerta—. Pero ahora no paro de sangrar por la nariz. —Se había tapado la nariz con un trapo.
—Te encontraré algún sitio donde puedas tumbarte —le dijo Caris, sin quitarse la mascarilla de lino.
—Tengo la peste, ¿no es así? —le preguntó, y la priora se sorprendió al oír la calma resignación de su tono de voz, en lugar del pánico habitual—. ¿Podéis hacer algo para curarme?
—Podemos hacer que te sientas más cómodo y podemos rezar por ti.
—Eso no servirá de nada. Ni tan siquiera vos creéis en ello, lo sé.
Caris se quedó perpleja al comprobar la facilidad con la que aquel hombre le había leído el pensamiento.
—No sabes lo que estás diciendo —exclamó ella, a modo de protesta—. Soy una monja, debo creer en ello.
—Podéis decirme la verdad. ¿Cuánto tardaré en morir?
Caris lo miró. El hombre sonrió, esbozó una sonrisa que debía de haber derretido unos cuantos corazones femeninos.
—¿Por qué no tienes miedo? —le preguntó ella—. Todos los demás están aterrados.
—No creo lo que me dicen los sacerdotes. —Le lanzó una mirada de astucia—. Y sospecho que vos tampoco.
La priora no pensaba discutir con un desconocido, por muy encantador que fuera.
—Casi todo el mundo que contrae la peste muere al cabo de tres o cinco días —le dijo ella, sin rodeos—. Unos pocos sobreviven, pero nadie sabe por qué.
El hombre lo encajó bien.
—Tal y como pensaba.
—Puedes quedarte aquí.
Él volvió a esbozar su sonrisa burlona.
—¿Me servirá de algo?
—Si no te echas pronto, caerás en cualquier parte.
—De acuerdo. —Se tumbó en el jergón que le señaló.
Caris le dio una manta.
—¿Cómo te llamas?
—Tam.
La priora estudió detenidamente su cara. A pesar de su encanto, percibió una vena de crueldad. Tal vez era capaz de seducir a las mujeres, pensó, pero si eso fallaba, las violaba. Era un hombre que tenía la piel ajada de vivir a la intemperie, y la nariz roja de los grandes bebedores. Llevaba ropa costosa pero sucia.
—Sé quién eres —le dijo—. ¿No tienes miedo de que te castiguen por tus pecados?
—Si creyera en eso, no los habría cometido. ¿Tenéis miedo de arder en el infierno?
Era una pregunta que Caris acostumbraba a eludir, pero sintió que aquel proscrito moribundo merecía una respuesta sincera.
—Creo que lo que hago se convierte en parte de mí —le dijo—. Cuando soy valiente y fuerte, y cuido de los niños, los enfermos y los pobres me convierto en una mejor persona. Y cuando soy cruel, o cobarde, o cuento mentiras, o me emborracho, me convierto en alguien menos digno y no puedo respetarme a mí misma. Ésa es la retribución divina en la que creo.
Tam la miró pensativamente.
—Desearía haberos conocido hace veinte años.
Caris soltó un gruñido reprobatorio.
—Habría tenido doce años.
Él enarcó una ceja de modo insinuante.
Aquello era suficiente, pensó Caris. Él estaba empezando a coquetear, y ella estaba empezando a disfrutar. Se volvió.
—Sois una mujer valiente por hacer este trabajo —le dijo él—. Probablemente os acabará matando.
—Lo sé —replicó ella, que volvió a mirarlo—. Pero es mi destino. No puedo huir de la gente que me necesita.
—Vuestro prior no parece pensar así.
—Ha desaparecido.
—La gente no puede desaparecer.
—Me refiero a que nadie sabe adónde han ido el prior Godwyn y los monjes.
—Yo sí —le dijo Tam.
A finales de febrero hacía un tiempo agradable y soleado. Caris partió en dirección a St.-John-in-the-Forest en un poni pardo. Merthin la acompañó, a lomos de una jaca negra. En otra época, la gente se habría sorprendido al ver a una monja de viaje, acompañada únicamente por un hombre, pero vivían unos tiempos muy extraños.
El peligro de los proscritos había disminuido. Muchos habían caído víctimas de la peste, le había dicho Tam Hiding a Caris antes de morir. Además, el súbito descenso de la población había provocado un excedente de comida, vino y ropa, todo lo que acostumbraban a robar los proscritos. De éstos, aquéllos que habían sobrevivido a la peste podían entrar en ciudades fantasma y aldeas abandonadas y llevarse lo que quisieran.
Al principio, Caris se sintió frustrada al saber que Godwyn sólo estaba a dos días de viaje de Kingsbridge. Se había imaginado que el prior se había ido a un lugar lejano del que nunca regresaría. Sin embargo, se alegraba de tener la oportunidad de recuperar el dinero y los objetos valiosos del priorato y, en concreto, los cartularios del convento, que eran de vital importancia en casos de disputa sobre propiedades o derechos.
Cuando se encarara con él, si es que llegaba a hacerlo, le exigiría la devolución de los objetos propiedad del priorato, en nombre del obispo. Tenía una carta de Henri que reafirmaba su autoridad. Si, aun así, Godwyn se negaba a obedecerla, eso significaría, sin lugar a dudas, que se había llevado los ornamentos del priorato para robarlos, no para ponerlos a salvo. Entonces, el obispo podría emprender acciones legales para recuperarlos o, simplemente, presentarse en la filial con una milicia de hombres de armas.
Aunque le disgustaba el hecho de que Godwyn no hubiera desaparecido de su vida para siempre, Caris ya se refocilaba ante la posibilidad de echarle en cara su cobardía y deshonestidad.
Mientras se alejaba de la ciudad, recordó que su último gran viaje había sido a Francia, con Mair, una verdadera aventura en todos los sentidos. Cuando pensaba en Mair, sentía que le faltaba una parte de ella. De todos aquéllos que habían muerto a consecuencia de la peste, era a Mair a quien más echaba de menos: su hermosa cara, su gran corazón, su amor…
Sin embargo, era una gran alegría tener a Merthin para ella sola durante dos días enteros. Avanzando por el camino que cruzaba el bosque, uno junto al otro en sus caballos, hablaron de todo aquello que les pasó por la cabeza, como habían hecho diez años antes, cuando eran adolescentes.
En la cabeza de Merthin bullían las mismas ideas brillantes de antaño. A pesar de la peste, estaba construyendo comercios y tabernas en la isla de los Leprosos, y le dijo que había planeado demoler la posada que había heredado de Bessie Bell y construir otra el doble de grande.
Caris suponía que Bessie y él habían sido amantes, ¿por qué, si no, le habría dejado ella su propiedad? Pero la única culpable era ella misma. Merthin siempre la había querido a ella, y Bessie había sido la segunda opción. Ambas mujeres lo sabían. Aun así, Caris se sentía celosa y furiosa cuando pensaba en Merthin en la cama con aquella tabernera oronda.
Pararon a mediodía y descansaron junto a un arroyo. Comieron pan, queso y manzanas, la comida que llevaban todos los viajeros, salvo los más ricos. Les dieron un poco de grano a los caballos: la hierba no bastaba para una montura que tenía que llevar a alguien todo el día. Cuando acabaron de comer, se tumbaron al sol durante unos minutos, pero el suelo estaba demasiado frío y húmedo para dormir, de modo que se levantaron enseguida y prosiguieron el viaje.
No tardaron mucho en recuperar la relación de intimidad de su juventud. Merthin siempre la había hecho reír y ella necesitaba que alguien la alegrara, después de pasar tanto tiempo en el hospital, rodeada de moribundos. Al cabo de poco, se olvidó de Bessie y de lo mucho que se había enfadado por su culpa.
Habían tomado la misma ruta que los monjes de Kingsbridge habían seguido durante cientos de años, y se detuvieron a pasar la noche en el lugar habitual, situado a medio camino: la taberna Red Cow, de la pequeña ciudad de Lordsborough. Para cenar tomaron ternera asada y cerveza fuerte.
Por entonces, Caris ya suspiraba de nuevo por Merthin. Los diez años anteriores parecían haberse esfumado de la memoria, y anhelaba estrecharlo entre los brazos y hacer el amor con él como en el pasado. Pero no podía ser. La Red Cow tenía dos alcobas, una para hombres y otra para mujeres, motivo por el cual siempre la habían elegido los monjes. Merthin y Caris se separaron en el rellano, y ella permaneció despierta, escuchando los ronquidos de la esposa de un caballero y de una vendedora de especias, tocándose y deseando que la mano que la acariciaba entre los muslos fuera la de Merthin.
Se despertó cansada y alicaída, y se comió la avena del desayuno mecánicamente. Sin embargo, Merthin se sentía tan feliz de estar con ella, que enseguida se animó. Cuando dejaron atrás Lordsborough, ambos hablaban y se reían tan alegremente como el día anterior.
En el segundo día de viaje atravesaron un espeso bosque, y no vieron a más viajeros en toda la mañana. Su conversación derivó hacia cuestiones más personales. Merthin le habló sobre el tiempo que pasó en Florencia: cómo había conocido a Silvia y qué tipo de persona era. Caris tuvo ganas de preguntarle: «¿Qué sentías al hacer el amor con ella? ¿Era muy diferente de mí? ¿En qué sentido?». Pero se contuvo ya que sabía que esas preguntas invadirían la vida íntima de Silvia, a pesar de que estaba muerta. Además, podía adivinar todo eso a partir del tono de voz de Merthin. Percibió que Silvia lo había hecho feliz en la cama, aunque su relación no había sido tan intensamente apasionada como la que había mantenido con ella.
El hecho de no estar acostumbrada a montar a caballo le causaba muchos dolores, por lo que Caris agradeció la parada que hicieron para comer ya que pudo bajarse del poni. Cuando acabaron, se sentaron en el suelo, con la espalda apoyada en un gran árbol, para descansar y digerir un poco la comida antes de seguir con el viaje.
Caris estaba pensando en Godwyn, preguntándose qué situación encontraría en St.-John-in-the-Forest cuando, de repente, supo que Merthin y ella estaban a punto de hacer el amor. En ese momento no podría haber explicado cómo lo sabía, ni tan siquiera se estaban tocando, pero no tenía ninguna duda. Se volvió para mirarlo y se dio cuenta de que él también lo sentía. Merthin sonrió arrepentido y Caris vio en sus ojos diez años de esperanza y penas, dolor y lágrimas.
Él le tomó la mano y le besó la palma, luego descendió hasta la suave parte interior de la muñeca y cerró los ojos.
—Te noto el pulso —le dijo Merthin en voz baja.
—No podrás averiguar demasiado tomándome sólo el pulso —susurró Caris—. Tendrás que someterme a un examen más concienzudo.
La besó en la frente, en los párpados y en la nariz.
—Espero que no te avergüence que vea tu cuerpo desnudo.
—Tranquilo, no pienso quitarme la ropa con el frío que hace.
Ambos se echaron a reír.
Él dijo:
—Quizá podrías tener la amabilidad de levantarte el hábito para que pueda llevar a cabo la revisión.
Ella se agachó y se agarró el dobladillo del vestido. Llevaba unas calzas que le llegaban a la altura de las rodillas. Se levantó el vestido lentamente y fue dejando al descubierto los tobillos, las canillas, las rodillas y, luego, la piel blanca de los muslos. Se sentía muy pícara, pero no podía evitar preguntarse si Merthin podría detectar los cambios que había sufrido su cuerpo en los últimos diez años. Había adelgazado pero, al mismo tiempo, sus posaderas habían crecido. Tenía la piel menos fina y suave; los pechos no tan firmes y turgentes. ¿Qué pensaría Merthin? Decidió quitarse aquella preocupación de la cabeza y se entregó al juego.
—¿Es suficiente para llevar a cabo la revisión médica?
—Aún no.
—Pero me temo que no llevo calzones, tales lujos se consideran impropios para nosotras, las monjas.
—Los médicos estamos obligados a ser muy meticulosos, por muy desagradable que nos resulte.
—¡Oh, cielos! —exclamó ella con una sonrisa—. ¡Qué vergüenza! Pero, en fin, si no hay más remedio… —Sin dejar de mirarlo, se levantó la falda poco a poco hasta la altura de la cintura.
Merthin se la quedó mirando fijamente, con la respiración algo agitada.
—Diantre… —exclamó él—. Es un caso muy grave. De hecho… —La miró a los ojos, tragó saliva y dijo—: Basta de bromas.
Ella lo abrazó para sentir su cuerpo en contacto con el suyo, lo apretó con todas las fuerzas, aferrándose a él como si lo estuviera salvando de morir ahogado.
—Hazme el amor, Merthin. Ahora, rápido.
El priorato de St.-John-in-the-Forest parecía muy tranquilo bajo la luz del atardecer, una señal clara de que algo iba mal, pensó Caris. La pequeña filial siempre había sido autosuficiente en lo tocante a la comida, y estaba rodeada de unos campos, húmedos tras las lluvias primaverales, que necesitaban que los araran y escarificaran. Sin embargo, no había nadie trabajando.
Cuando se acercaron, vieron que en el pequeño cementerio situado junto a la iglesia había una hilera de tumbas recién cavadas.
—Parece que la peste ha llegado hasta aquí —dijo Merthin.
Caris asintió.
—De modo que su cobarde plan de huida ha fracasado. —Caris no pudo reprimir una sensación de satisfacción vengativa.
Merthin dijo:
—Me pregunto si habrá sucumbido a la enfermedad.
Caris esperaba que hubiera sido así, pero le avergonzaba demasiado reconocerlo.
Merthin y ella rodearon el silencioso monasterio hasta llegar al establo. La puerta estaba abierta y los caballos andaban sueltos, paciendo en un prado, junto a un estanque, pero no apareció nadie para ayudar a desmontar a los visitantes.
Cruzaron los establos vacíos y entraron en el recinto, donde reinaba un misterioso silencio. Caris se preguntó si todos los monjes habían muerto. Entraron en una cocina, que no estaba tan limpia como cabría desear, y también en una tahona, donde había un horno frío. Sus pasos resonaban en las arcadas frías y grises del claustro. Entonces, cuando se acercaban a la entrada de la iglesia, encontraron al hermano Thomas.
—¡Nos habéis encontrado! —exclamó—. Gracias a Dios.
Caris lo abrazó. Sabía que los cuerpos de las mujeres no eran una tentación para Thomas.
—Me alegro de que estés vivo —le dijo.
—Caí enfermo y luego mejoré —explicó él.
—Poca gente sobrevive.
—Lo sé.
—Cuéntanos lo que ha ocurrido.
—Godwyn y Philemon lo planearon muy bien —dijo Thomas—. Sucedió todo casi sin aviso. El prior se dirigió al capítulo y leyó la historia de Abraham e Isaac, y nos dijo que, en ocasiones, Dios nos pide que hagamos cosas que parecen erróneas. Luego nos explicó que íbamos a partir esa misma noche. La mayoría de los monjes se alegraron de huir de la peste, y a los que mostraron algún recelo les recordaron su voto de obediencia.
Caris asintió.
—Me lo imagino. No cuesta mucho obedecer unas órdenes cuando te benefician tan claramente.
—No me siento orgulloso de mí mismo.
Caris le acarició el muñón del brazo izquierdo.
—No te estaba reprendiendo, Thomas.
Merthin terció:
—Aun así, me sorprende que a nadie se le escapara cuál iba a ser vuestro destino.
—Eso fue porque Godwyn no nos dijo adónde íbamos. La mayoría de nosotros no lo sabíamos ni siquiera una vez que llegamos, tuvimos que preguntarles a los monjes de aquí dónde estábamos.
—Pero, al final, la peste os atrapó.
—Ya habéis visto el cementerio. Todos los monjes de St. John están ahí, salvo el prior Saul, que está enterrado en la iglesia. Casi todos los hombres de Kingsbridge han muerto. Unos cuantos huyeron cuando llegó la peste; sabe Dios lo que les habrá ocurrido.
Caris recordó que Thomas siempre había mantenido una relación muy estrecha con un monje en concreto, un hombre muy dulce, unos cuantos años más joven él, y, tras algunos titubeos, le preguntó:
—¿Y el hermano Matthias?
—Muerto —respondió Thomas con brusquedad; se le arrasaron los ojos en lágrimas y apartó la vista, avergonzado.
Caris le puso una mano en un hombro.
—Lo siento de verdad.
—Hay mucha gente que ha sufrido grandes pérdidas —dijo Thomas.
Caris decidió que sería mejor no seguir hurgando en la herida de Matthias.
—¿Y qué ha ocurrido con Godwyn y Philemon?
—El suprior huyó. Godwyn está vivo y, bueno, no ha contraído la peste.
—Tengo un recado para Godwyn de parte del obispo.
—Me lo imagino.
—Llévame a él.
—Está en la iglesia. Ordenó que le pusieran una cama en una capilla y está convencido de que ése es el motivo por el que no ha caído enfermo. Acompáñame.
Cruzaron el claustro y entraron en la pequeña iglesia, que olía a dormitorio. El mural del Juicio Final en el extremo oriental de la estancia se le antojó a Caris muy premonitorio. El suelo de la nave estaba cubierto de paja y había montones de mantas, como si hubiera hecho las veces de dormitorio; pero la única persona que había allí era Godwyn. Estaba tumbado boca abajo en el suelo de tierra, frente al altar, con los brazos estirados. Por un instante Caris creyó que había muerto, pero luego cayó en la cuenta de que tan sólo era una actitud de extrema penitencia.
Thomas le comunicó:
—Tenéis visita, padre prior.
Godwyn permaneció inmóvil. Caris podría haber pensado que estaba fingiendo, pero hubo algo de su quietud que la convenció de que estaba pidiendo perdón sinceramente.
Entonces se puso en pie muy despacio y se volvió.
Estaba pálido y delgado, y parecía cansado y nervioso.
—Tú… —exclamó el prior.
—Te hemos descubierto, Godwyn —dijo Caris. No pensaba llamarlo padre. Era un sinvergüenza y lo había atrapado, lo cual le hizo sentir una gran satisfacción.
El prior dijo:
—Supongo que Tam Hiding me ha traicionado.
Seguía siendo tan sagaz como siempre, pensó Caris.
—Has intentado huir de la justicia, pero has fracasado.
—No tengo nada que temer de la justicia —le espetó él, en tono desafiante—. Vine aquí con la esperanza de salvarles la vida a mis monjes. Mi error fue que partimos demasiado tarde.
—Un hombre inocente no huye al amparo de la noche.
—Tenía que mantener mi destino en secreto ya que, de lo contrario, habría fracasado en mi intento de impedir que alguien nos siguiera hasta aquí.
—No tenías por qué robar los ornamentos de la catedral.
—No los robé. Me los llevé para ponerlos a buen recaudo. Los devolveré al lugar donde deberían estar cuando sea seguro.
—Entonces, ¿por qué no le dijiste a nadie que te los llevabas?
—Pero sí lo hice: le escribí una carta al obispo Henri. ¿Acaso no la recibió?
Caris sintió cómo crecía en su interior una sensación de indignación. ¿Estaba intentando escabullirse Godwyn del castigo que le correspondía?
—Por supuesto que no —respondió ella—. No recibió ninguna carta, y no creo que mandaras ninguna.
—Tal vez el mensajero murió a causa de la peste antes de poder entregarla.
—¿Y cómo se llamaba ese mensajero evanescente?
—No lo sé, fue Philemon quien lo contrató.
—Y Philemon no está aquí, qué casualidad… —exclamó ella, en tono sarcástico—. Bueno, puedes decir lo que quieras, pero el obispo Henri te acusa de robar el tesoro y me ha enviado aquí para exigir su devolución. Traigo una carta que te ordena que me lo entregues todo, de inmediato.
—Eso no será necesario. Se lo llevaré personalmente.
—No es lo que el obispo te ordena que hagas.
—Ya decidiré yo lo que es mejor.
—Tu negativa a colaborar es una prueba de que has cometido robo.
—Estoy convencido de que puedo persuadir al obispo Henri de que cambie de opinión.
El problema era, pensó Caris desesperadamente, que Godwyn podía conseguirlo. Era un hombre muy convincente, y Henri, al igual que la mayoría de los obispos, prefería evitar el enfrentamiento siempre que podía. La priora tenía la sensación de que la victoria se le estaba escurriendo entre las manos.
Godwyn se daba cuenta de que se habían vuelto las tornas y se recreó en una leve sonrisa de satisfacción. Aquel gesto enfureció a Caris, pero no tenía nada más que decir. Lo único que podía hacer era regresar y contarle lo ocurrido al obispo Henri.
Le costaba creerlo. ¿Sería capaz Godwyn de volver a Kingsbridge y ocupar de nuevo su cargo de prior? ¿Tendría los arrestos de entrar en la catedral de Kingsbridge con la cabeza erguida, después de todo el daño que había infligido al priorato, a la ciudad y a la Iglesia? Aunque el obispo lo readmitiera, ¿no se rebelaría la gente? Las perspectivas no eran muy halagüeñas; sin embargo, cosas más extrañas habían ocurrido. ¿Es que no había justicia?
Caris se lo quedó mirando. La expresión de triunfo que se reflejaba en la cara de Godwyn debía de ser el equivalente opuesto de la expresión de derrota que teñía el rostro de la priora.
Entonces vio algo que hizo que las tornas se volvieran de nuevo.
Justo por encima del labio superior de Godwyn, de la narina izquierda le salía un hilo de sangre.
A la mañana siguiente, Godwyn no se levantó.
Caris se puso la mascarilla de lino y lo atendió. Le limpió la cara con agua de rosas y le dio vino siempre que él se lo pedía. Cada vez que lo tocaba, se limpiaba las manos con vinagre.
Aparte de Godwyn y Thomas, sólo quedaban dos monjes más, ambos novicios de Kingsbridge, que también estaban muriendo a causa de la peste, de modo que Caris los hizo bajar del dormitorio para que yacieran en la iglesia y también cuidó de ellos, revoloteando como una sombra en la nave tenuemente iluminada mientras atendía a los tres moribundos.
Le preguntó en varias ocasiones a Godwyn dónde estaban los tesoros de la catedral, pero el prior se negó a contestar.
Merthin y Thomas registraron todo el priorato. El primer sitio donde buscaron fue bajo el altar. La tierra removida les hizo deducir que hacía poco se había enterrado algo ahí. Sin embargo, cuando hicieron un agujero —Thomas cavaba sorprendentemente bien con una sola mano— no encontraron nada. Fuera lo que fuese lo que habían escondido allí, ya no estaba.
Buscaron en todas las salas vacías del monasterio desierto e incluso en el horno frío de la tahona y los barriles vacíos de la cervecería, pero no hallaron joyas, ni reliquias ni cartularios.
Tras la primera noche, Thomas abandonó el dormitorio con discreción, sin que se lo pidieran, para que Merthin y Caris pudieran dormir a solas. No hizo comentario alguno, ni tan siquiera dio un golpecito con el codo ni les guiñó un ojo. Agradecidos por su discreta complicidad, se acurrucaron bajo un montón de mantas e hicieron el amor. Al acabar, Caris permaneció despierta, atenta a los ruidos de la noche. El búho que vivía en el tejado ululaba y, de vez en cuando, también oía los chillidos de sus presas, atrapadas en las garras de la rapaz. Se preguntó si iba a quedarse encinta. No quería renunciar a su vocación, pero tampoco podía resistir la tentación de yacer en los brazos de Merthin. De modo que se negó a pensar en el futuro.
Al tercer día, mientras los tres comían en el refectorio, Thomas dijo:
—Cuando Godwyn te pida de beber, no le des nada hasta que te haya dicho dónde escondió el tesoro.
Caris meditó esa posibilidad: sería una decisión del todo justa, pero también sería una tortura.
—No puedo hacerlo —concedió, al final—. Sé que se lo merece, pero aun así no puedo hacerlo. Si un enfermo me pide de beber, debo saciar su sed. Eso es más importante que todos los ornamentos y joyas de la cristiandad.
—No le debes compasión, él nunca la tuvo contigo.
—He convertido la iglesia en un hospital, pero no permitiré que sea una cámara de tortura.
Parecía que Thomas quería seguir con la discusión, pero Merthin lo disuadió con un ademán con la cabeza.
—Piensa, Thomas —le dijo—. ¿Cuándo fue la última vez que viste los ornamentos?
—La noche en que llegamos —respondió el monje—. Los transportamos a caballo, en bolsas de piel y cajas. Los descargamos al mismo tiempo que todo lo demás, y creo que luego los llevaron a la iglesia.
—¿Qué ocurrió, entonces?
—No volví a verlos. Pero tras el oficio de vísperas, cuando todos nos fuimos a cenar, me di cuenta de que Godwyn y Philemon se quedaron en la iglesia con otros dos monjes, Juley y John.
Caris dijo:
—A ver si lo adivino: Juley y John eran jóvenes y fuertes.
—Sí.
Merthin añadió:
—Debió de ser entonces cuando enterraron el tesoro bajo el altar. Pero ¿cuándo lo desenterraron?
—Tuvo que ser cuando no había nadie en la iglesia, lo cual sólo sucedía en las horas de comer.
—¿Se ausentaron de alguna otra comida?
—Varias, probablemente. Godwyn y Philemon siempre se comportaban como si no estuvieran sometidos a las reglas. Era tan habitual que faltaran a alguna comida u oficio que no puedo recordar todas las ocasiones en las que sucedió.
Caris le preguntó:
—¿Recuerdas que Juley y John se ausentaran una segunda vez? Godwyn y Philemon deberían haber necesitado ayuda de nuevo.
—No necesariamente —dijo Merthin—. Es mucho más fácil excavar de nuevo una tierra que ya ha sido removida. Godwyn tiene cuarenta y tres años y Philemon sólo treinta y cuatro. Podrían haberlo hecho sin ayuda, si hubieran querido.
Esa misma noche, Godwyn empezó a delirar. En ocasiones parecía que citaba la Biblia, otras que predicaba y otras, que formulaba excusas. Caris lo escuchó durante un rato, con la esperanza de que le diera alguna pista.
—La gran Babilonia ha caído, y todas las naciones han bebido del vino del furor de su fornicación; y del trono brotaron fuego y truenos; y todos los mercaderes de la tierra llorarán. ¡Arrepentíos, oh, arrepentíos todos los que hayáis fornicado con la madre de las rameras! Todo se hizo con el más alto fin, todo por la gloria de Dios, porque el fin justifica los medios. Dadme algo de beber, por el amor de Dios… —El tono apocalíptico de su delirio debía de estar causado por el mural, con su representación gráfica de las torturas del infierno.
Caris le acercó una copa a la boca.
—¿Dónde están los ornamentos de la catedral, Godwyn?
—Vi siete candelabros de oro, todos cubiertos de perlas, y piedras preciosas, y envueltos en paño de hilo, púrpura y escarlata, todo en un arca de madera de cedro, sándalo y plata. Vi a una mujer a lomos de una criatura escarlata, que tenía siete cabezas y diez astas, y que no cesaba de blasfemar. —La nave resonaba con los ecos de sus desvaríos.
Al día siguiente, murieron los dos novicios. Esa misma tarde, Thomas y Merthin los enterraron en el cementerio que había al norte del recinto. Era un día frío y húmedo, pero sudaron a causa del esfuerzo para enterrarlos. Thomas ofició las honras fúnebres y Caris permaneció junto a la tumba, con Merthin. Cuando parecía que todo se venía abajo, los rituales ayudaban a mantener cierta apariencia de normalidad. Alrededor de ellos estaban las tumbas de los demás monjes, salvo la de Saul. El cuerpo de éste yacía bajo el presbiterio de la iglesia, un honor reservado a los priores de mayor reputación.
Tras la ceremonia, Caris regresó a la iglesia y se quedó mirando la tumba de Saul, en el presbiterio. Esa parte de la iglesia estaba enlosada. Obviamente, habían tenido que levantar las losas para poder cavar la tumba. Cuando volvieron a ponerlas en su lugar, pulieron una de las piedras y grabaron en ella una inscripción.
Resultaba difícil concentrarse, mientras Godwyn permanecía en una esquina, delirando sobre bestias de siete cabezas.
Merthin reparó en su mirada pensativa y observó el objeto de su atención. Adivinó de inmediato en qué pensaba y, con una voz horrorizada, exclamó:
—No puede ser que Godwyn haya escondido el tesoro en el ataúd de Saul Whitehead.
—Por una parte, resulta difícil imaginar a unos monjes profanando una tumba —dijo ella—. Por otra, de ese modo los ornamentos no habrían tenido que salir de la iglesia.
Thomas dijo:
—Saul falleció una semana antes de vuestra llegada, y Philemon desapareció al cabo de dos días.
—De modo que Philemon podría haber ayudado a Godwyn a cavar la tumba.
—Así es.
Los tres se miraron entre sí, intentando no hacer caso de lo que farfullaba Godwyn.
—Sólo hay una forma de averiguarlo —dijo Merthin.
Merthin y Thomas cogieron las palas de madera. Levantaron la lápida y las demás losas que había alrededor, y empezaron a cavar.
Thomas había desarrollado una gran técnica con una sola mano. Clavaba la pala en la tierra con el brazo bueno, la inclinaba y luego bajaba la mano hasta la hoja y la levantaba. Debido a ello, tenía un brazo derecho muy musculoso.
A pesar de todo, les llevó un buen rato. Por entonces, muchas tumbas eran poco profundas, pero la del prior Saul estaba a dos metros bajo tierra. Empezó a anochecer y Caris fue a por velas. Los diablos del mural parecían moverse en aquella luz titilante.
Ambos hombres estaban dentro del hoyo, y sólo les asomaba la cabeza cuando Merthin dijo:
—Alto. Aquí hay algo.
Caris vio una especie de tela blanca manchada de barro, que se parecía a las sábanas de hilo aceitado que, en ocasiones, se usaban como mortajas.
—Habéis encontrado el cuerpo —dijo.
Thomas preguntó:
—Pero ¿dónde está el ataúd?
—¿Fue enterrado en un féretro? —Los ataúdes sólo eran para la gente acaudalada: los pobres se enterraban amortajados.
Thomas respondió:
—Saul fue enterrado con un féretro, lo vi. Aquí, en medio del bosque, hay mucha madera. Todos los monjes fueron enterrados en ataúdes hasta que el hermano Silas, que era el carpintero, cayó enfermo.
—Alto —dijo Merthin. Sacó una palada de la tierra que había alrededor de los pies del cadáver. Luego dio unos golpecitos con la pala, y Caris oyó el ruido sordo de la pala al chocar con la madera—. El ataúd está aquí debajo.
Thomas se preguntó:
—¿Cómo ha salido el cuerpo del féretro?
Caris sintió un escalofrío de miedo.
En la esquina, Godwyn alzó la voz.
—Y será atormentado con fuego y azufre delante de los santos ángeles y el humo de su tormento subirá por los siglos de los siglos.
Thomas le pidió a Caris:
—¿No puedes hacerlo callar?
—No he traído los medicamentos.
Merthin dijo:
—Aquí no ha ocurrido nada sobrenatural. Mi suposición es que Godwyn y Philemon sacaron el cuerpo y llenaron el ataúd con los tesoros robados.
Thomas se tranquilizó y dijo:
—Entonces es mejor que miremos lo que hay dentro del féretro.
Primero tenían que sacar el cadáver amortajado. Merthin y Thomas se agacharon, lo agarraron por los hombros y las rodillas, lo levantaron y lo lanzaron por encima de ellos, ya que era la única forma que tenían de sacarlo del hoyo. El cuerpo hizo un ruido sordo al chocar contra el suelo de la iglesia. Los dos parecían muy asustados e incluso Caris, que no creía demasiado en el mundo de los espíritus, sintió algo parecido al miedo por lo que estaban haciendo, sin poder evitar mirar una y otra vez hacia las esquinas oscuras de la iglesia, hecha un manojo de nervios.
Merthin quitó la tierra que había sobre la tapa del ataúd mientras Thomas iba a buscar una barra de hierro. Acto seguido, abrieron el féretro.
Caris acercó dos velas para que pudieran ver mejor.
Dentro del ataúd había otro cuerpo amortajado.
—¡Esto es muy extraño! —exclamó Thomas con voz trémula.
—No perdamos la sensatez —dijo Merthin. Parecía calmado y sereno, pero Caris, que lo conocía muy bien, sabía que le estaba costando un gran esfuerzo—. ¿Quién está en el ataúd? —preguntó—. Averigüémoslo.
Se agachó, agarró la mortaja con ambas manos y abrió la costura que había a la altura de la cabeza. Aquel hombre había muerto hacía una semana y olía algo mal, pero no se había deteriorado mucho, enterrado en la tierra fría de la iglesia. A pesar de la débil luz que ofrecían las velas de Caris, no había duda alguna sobre la identidad del cadáver: tenía el pelo rubio ceniza.
Thomas dijo:
—Es Saul Whitehead.
—En el ataúd que le corresponde —dijo Merthin.
Caris preguntó:
—Entonces, ¿quién es el otro cadáver?
Merthin volvió a cerrar la mortaja y tapó el féretro.
Caris se arrodilló junto al otro cuerpo. Había visto muchos cadáveres, pero nunca había sacado uno de su tumba, por lo que le temblaban las manos. Aun así, abrió la mortaja para ver la cara. Horrorizada, comprobó que tenía los ojos abiertos y parecía como si la estuviera mirando. Así pues, hizo un gran esfuerzo para cerrarle los párpados.
Se trataba de un monje grande y joven que no reconocía. El hermano Thomas se puso de puntillas para asomar la cabeza por encima de la tumba.
—Es el hermano Jonquil. Murió un día después que el prior Saul.
Caris preguntó:
—¿Y lo enterrasteis…?
—En el cementerio… O eso creímos todos.
—¿En un ataúd?
—Sí.
—Pero él está aquí.
—Su ataúd pesaba bastante —dijo Thomas—. Ayudé a llevarlo…
Merthin dijo:
—Ya entiendo lo que ocurrió. Dejaron el cuerpo de Jonquil aquí en la iglesia, en el ataúd, antes del funeral. Mientras los demás monjes comían, Godwyn y Philemon abrieron el féretro y sacaron el cuerpo. Exhumaron la tumba de Saul y pusieron el cadáver de Jonquil sobre el ataúd del prior. Luego enterraron a ambos, escondieron los tesoros de la catedral en el féretro de Jonquil y lo cerraron de nuevo.
Thomas dijo:
—De modo que tenemos que exhumar la tumba de Jonquil.
Caris alzó la vista hacia las ventanas de la iglesia. Estaban a oscuras. Había anochecido mientras abrían la tumba de Saul.
—Podríamos dejarlo hasta mañana —propuso la priora.
Ambos hombres permanecieron en silencio durante largo rato, hasta que Thomas dijo:
—Mejor que zanjemos la cuestión ahora.
Caris fue a la cocina, cogió dos troncos del montón de leña, los encendió en la chimenea y regresó a la iglesia.
Mientras los tres se dirigían al exterior, oyeron gritar a Godwyn:
—Y el gran lagar de la ira de Dios fue pisado fuera de la ciudad, y brotó sangre del lagar hasta la altura de los frenos de los caballos.
Caris se estremeció. Era una imagen vil del Apocalipsis de San Juan, que le repugnaba, por lo que intentó quitársela de la cabeza.
Se dirigieron presurosos al cementerio, guiados por la luz roja de las antorchas. Caris se sintió aliviada de alejarse del mural y de los desvaríos de Godwyn. Encontraron la lápida de Jonquil y empezaron a cavar.
Merthin y Thomas ya habían cavado dos tumbas para los novicios y habían exhumado la de Saul, de modo que era la cuarta vez desde la comida que hacían lo mismo. Merthin parecía cansado y el monje sudaba a mares, pero aun así, trabajaron con brío. Poco a poco, el hoyo se fue haciendo más profundo, y el montón de tierra junto a él, más alto. Al final, una pala tocó madera.
Caris le dio la palanca a Merthin, luego se arrodilló en el borde del hoyo, sosteniendo ambas antorchas. Merthin abrió la tapa del ataúd y la tiró fuera de la tumba.
No había ningún cadáver dentro del féretro, que estaba lleno de bolsas y cajas. Merthin abrió una bolsa de cuero y sacó un crucifijo con piedras preciosas engastadas.
—¡Aleluya! —exclamó con cansancio.
Thomas abrió una caja en la que había una hilera de rollos de pergaminos muy apretados, como una caja de pescado: eran los cartularios.
Caris sintió que se quitaba un peso de encima. Había recuperado los cartularios del convento.
Thomas metió la mano en otra bolsa. Cuando vio lo que había cogido, profirió un grito de terror y lo soltó: era un cráneo.
—Es San Adolfo —le explicó Merthin, con total naturalidad—. Los peregrinos recorren cientos de kilómetros para tocar la caja que contiene sus huesos. —Cogió el cráneo—. Qué afortunados somos… —dijo, y lo devolvió a la bolsa.
—¿Puedo hacer una recomendación? —dijo Caris—. Tenemos que llevar esto hasta Kingsbridge en un carro. ¿Por qué no lo dejamos en el ataúd? Ya está todo preparado y el ataúd podría disuadir a posibles ladrones.
—Buena idea —dijo Merthin—. Dejemos el féretro fuera de la tumba.
Thomas fue al priorato a por cuerdas, y sacaron el ataúd del agujero. Volvieron a ponerle la tapa y lo ataron con las cuerdas para poder arrastrarlo hasta la iglesia.
Cuando estaban a punto de empezar, oyeron un grito.
Caris lanzó un chillido de miedo.
Todos miraron hacia la iglesia y vieron una figura que se dirigía corriendo hacia ellos, con la mirada fija, y que sangraba por la boca. Caris fue presa de un momento de pánico absoluto, hasta tal punto que llegó a creer en todas las absurdas supersticiones que había oído sobre los espíritus. Entonces se dio cuenta de que estaba viendo a Godwyn. De algún modo, había hallado las fuerzas para levantarse de su lecho de muerte, había salido a trompicones de la iglesia y, al ver sus antorchas, se dirigía hacia ellos, impelido por su locura.
Los tres lo observaron, paralizados.
Godwyn se detuvo, miró el ataúd y luego la tumba vacía y, a la tenue luz de la antorcha, a Caris le pareció ver un atisbo de lucidez en el semblante del prior, quien, acto seguido, perdió las fuerzas y se desplomó. Cayó sobre el montón de tierra que había junto a la tumba vacía de Jonquil, rodó y fue a dar con sus huesos en el hoyo.
Los tres se acercaron a la tumba. Godwyn yacía boca arriba, mirándolos con los ojos abiertos y sin vida.