acía doce años que Godwyn y Philemon habían visitado la filial de St.-John-in-the-Forest. Godwyn recordaba lo mucho que le había impresionado el orden de los campos, los setos podados, las zanjas limpias y los manzanos dispuestos en hileras rectas en el huerto. Seguía igual. Obviamente, Saul Whitehead tampoco había cambiado.
Godwyn y su caravana cruzaron un manto ajedrezado de campos helados en dirección al grupo de edificios que conformaban el monasterio.
A medida que se acercaban, Godwyn vio que había habido algunos cambios. Doce años atrás, la pequeña iglesia de piedra, con su claustro y dormitorio, estaba rodeada por un puñado de estructuras de madera: la cocina, los establos, la lechería y la panadería. Ahora, hacía tiempo que las endebles edificaciones de madera habían desaparecido, y por lo tanto, el complejo de piedra anexo a la iglesia había crecido.
—El lugar es más seguro de lo que era antes —observó Godwyn.
—Debido al aumento del bandolerismo entre los soldados que vuelven de las guerras francesas, supongo —dijo Philemon.
Godwyn frunció el ceño.
—No recuerdo que me pidieran que diera permiso a los planes de construcción.
—Es que no te lo pidieron.
—Hummm.
Por desgracia, no tenía de qué quejarse. Alguien podría preguntar cómo era posible que Saul hubiera llevado a cabo todas esas construcciones sin el conocimiento de Godwyn, a menos que el prior hubiera descuidado su deber de supervisión.
Además, en realidad no tenía ningún inconveniente en que el lugar pudiera cerrarse fácilmente a los intrusos.
El viaje de dos días le había permitido calmarse un poco. La muerte de su madre lo había sumido en un estado de pánico. Cada hora que pasaba en Kingsbridge, tenía la sensación de que iba a morir. Había logrado contener sus emociones lo suficiente para hablar en la reunión celebrada en la sala capitular y organizar el éxodo. A pesar de su elocuencia, algunos de los monjes habían mostrado ciertos recelos sobre la huida. Por fortuna, todos habían jurado obediencia y al final se había impuesto la costumbre de hacer lo que les ordenaban. Aun así, el prior no empezó a sentirse a salvo hasta que su grupo cruzó el puente doble, con las antorchas encendidas, y se adentró en la noche.
No obstante, aún no se había recuperado del todo. De vez en cuando, cuando meditaba sobre algo, decidía que tenía que pedirle opinión a Petranilla, pero luego se daba cuenta de que no podría volver a hacerlo, y el pánico le trepaba por la garganta como la bilis.
Huía de la peste, pero debería haberlo hecho tres meses antes, tras la muerte de Mark Webber. ¿Era demasiado tarde? Intentó reprimir la angustia. No se sentiría del todo a salvo hasta que no estuviera aislado del mundo.
Hizo un gran esfuerzo para que su mente regresara al presente. En esa época del año no había nadie en los campos, pero en una parcela de tierra frente al monasterio vio a un puñado de monjes que trabajaban: uno herraba un caballo, otro arreglaba un arado y un pequeño grupo hacía girar la palanca de la prensa de sidra.
Todos dejaron de hacer sus tareas y se quedaron mirando, atónitos, a la multitud de visitantes que se aproximaba: veinte monjes, media docena de novicios, cuatro carros y diez caballos de carga. Godwyn sólo había dejado atrás a los sirvientes del priorato.
Uno de los que estaban en la prensa de sidra se apartó del grupo y dio unos pasos al frente. Godwyn lo reconoció, era Saul Whitehead. Se habían visto en las visitas anuales de Saul a Kingsbridge, pero por primera vez el prior advirtió las canas que desteñían el característico pelo rubio ceniza de Saul.
Veinte años antes, ambos habían estudiado juntos en Oxford. Saul era el alumno estrella, ya que aprendía rápido y era ágil argumentando. También había sido el religioso más devoto de todos. Lo podrían haber nombrado prior de Kingsbridge si no hubiera sido tan espiritual y hubiera planificado estratégicamente su carrera en lugar de dejar tales cuestiones en manos de Dios. Así pues, cuando el prior Anthony murió y se celebraron las elecciones, Godwyn venció fácilmente a Saul.
Aun así, Saul no era una persona débil: podía hacer aflorar una vena terca que el prior temía. ¿Se sometería obedientemente al plan de Godwyn o le causaría más problemas? El prior tuvo que reprimir el pánico y se esforzó por mantener la serenidad.
Estudió la cara de Saul con detenimiento. Al prior de St. John le sorprendió verlo y era evidente que también le desagradaba aquella visita inesperada. Su expresión reflejaba una mirada de educada bienvenida, pero no sonreía.
Durante la campaña de las elecciones, Godwyn le había hecho creer a todo el mundo que él no quería el cargo, pero había eliminado a todos los posibles candidatos, incluido Saul. ¿Acaso sospechaba el prior de St. John que lo había engañado?
—Buenos días tengáis, padre prior —le dijo Saul mientras se le acercaba—. Es una bendición inesperada.
De modo que no iba a ser abiertamente hostil. Sin duda, debía de pensar que tal comportamiento contradecía su voto de obediencia. Godwyn sintió una sensación de alivio. Le dijo:
—Que Dios te bendiga, hijo mío. Hacía mucho tiempo que no visitaba a mis hijos de St. John.
Saul miró a los monjes, los caballos y los carros cargados de víveres.
—Esto parece algo más que una mera visita.
No le ofreció ayuda a Godwyn para bajar del caballo. Era como si quisiera una explicación antes de invitarlo a entrar, lo cual era absurdo ya que no tenía derecho alguno a rechazar a su superior.
Aun así, Godwyn se explicó.
—¿Has oído hablar de la peste?
—Rumores —respondió Saul—. Recibimos pocos visitantes que nos traigan noticias.
Eso era bueno. La ausencia de visitantes era lo que había atraído a Godwyn hasta allí.
—La enfermedad ha matado a centenares de personas en Kingsbridge y tenía miedo de que arrasara el priorato, por eso he venido con los monjes. Podría ser la única forma de asegurar nuestra supervivencia.
—Sois bienvenido aquí, por supuesto, sea cual sea el motivo de vuestra visita.
—Faltaría más —le espetó Godwyn. Estaba furioso por haberse sentido obligado a justificarse.
Saul parecía pensativo.
—No sé dónde van a dormir todos…
—Eso lo decidiré yo —le espetó Godwyn, que quería reafirmar su autoridad—. Puedes enseñarme el lugar mientras en la cocina nos preparan la cena. —Se bajó del caballo sin ayuda y entró en el monasterio.
Saul se vio obligado a seguirlo.
El lugar tenía un aspecto desguarnecido, sencillo, que expresaba la seriedad con que Saul se tomaba el voto de pobreza, pero aquel día Godwyn estaba más interesado en lo fácil que resultaba cerrar el lugar a forasteros. Por suerte, la creencia de Saul en el control y el orden lo habían conducido a diseñar edificios con pocas entradas. Sólo había tres formas de acceder al priorato: por la cocina, los establos o la iglesia. Cada entrada tenía una puerta maciza que podía atrancarse con firmeza.
El dormitorio era pequeño, tenía cabida para nueve o diez monjes y no había alcoba aparte para el prior. La única forma de alojar a veinte monjes más era dejarlos dormir en la iglesia.
Godwyn pensó en quedarse con el dormitorio para sí, pero no tenía dónde esconder los tesoros de la catedral y quería tenerlos cerca. Por suerte, la pequeña iglesia tenía una capilla donde podría poner los valiosos objetos a buen recaudo, de modo que el prior de Kingsbridge decidió usarla como alcoba. Los demás monjes esparcieron paja en el suelo de tierra de la nave e intentaron apañárselas como buenamente pudieron.
Los víveres y el vino fueron a la cocina y a la bodega, pero Philemon guardó los adornos en la capilla-alcoba de Godwyn. El suprior había estado charlando con los monjes de St. John.
—Saul tiene su propia forma de hacer las cosas —le relató a Godwyn—. Exige obediencia estricta a Dios y a la Regla de San Benito, pero dicen que no se pone a sí mismo en un pedestal. Duerme con los demás monjes, come lo mismo y, en general, no goza de privilegio alguno. Huelga decir que los demás lo respetan por todo eso. Pero hay un monje que recibe muchos castigos: el hermano Jonquil.
—Lo recuerdo. —Jonquil se había metido en muchos problemas durante su época de novicio en Kingsbridge: por ser impuntual, por desaliño, por pereza y codicia. No tenía autocontrol y, a buen seguro, había elegido la vida monástica como forma de lograr que otros lo metieran en cintura, algo que él no podía—. Dudo de que nos sea de mucha ayuda.
—Se revelará a la mínima oportunidad —dijo Philemon—. Pero no tiene autoridad. Nadie le hace caso.
—¿Y no tienen quejas sobre Saul? ¿No duerme hasta tarde o elude tareas desagradables o se queda el mejor vino para sí?
—Al parecer, no.
—Hummm…
Saul seguía siendo tan recto como siempre. Godwyn estaba decepcionado, pero no demasiado sorprendido.
Durante el oficio de vísperas, Godwyn se dio cuenta de lo solemnes y disciplinados que eran los hombres de St. John. En los últimos años, siempre había enviado a los monjes problemáticos ahí: a los rebeldes, los débiles mentales, los que mostraban cierta tendencia a cuestionar las enseñanzas de la Iglesia y tenían interés en las ideas heréticas… Saul nunca se había quejado, nunca le había devuelto a nadie. Parecía que era capaz de convertir a esas personas en monjes modélicos.
Tras el oficio, Godwyn envió a cenar al refectorio a la mayoría de los hombres de Kingsbridge, y sólo se quedó con Philemon y dos monjes jóvenes y fuertes. Cuando se quedaron a solas en la iglesia, le pidió al suprior que vigilara la puerta que daba entrada al claustro y ordenó a los jóvenes que movieran el altar de madera tallada y cavaran un agujero bajo su emplazamiento habitual.
Cuando el hoyo fue lo suficientemente profundo, Godwyn llevó hasta él los ornamentos de la catedral que guardaba en la capilla, listos para ser enterrados bajo el altar. Pero antes de que pudiera finalizar el trabajo, Saul se acercó a la puerta.
Godwyn oyó que Philemon le decía:
—El reverendísimo padre desea estar a solas.
Saul replicó:
—Entonces puede decírmelo él mismo.
—Me ha pedido que lo haga yo.
Saul alzó la voz.
—No permitiré que me nieguen la entrada a mi propia iglesia, ¡al menos ninguno de vosotros!
—¿Vais a tratarme con violencia a mí, el suprior de Kingsbridge?
—Te levantaré y te tiraré a la fuente si sigues interponiéndote en mi camino.
Godwyn intervino. Habría preferido no revelarle el secreto a Saul, pero ya no podía ser.
—Déjalo entrar, Philemon —le ordenó.
El suprior se hizo a un lado y Saul entró en la iglesia. Vio el equipaje y, sin pedir permiso, abrió un saco y echó un vistazo a su interior.
—¡Cielos! —exclamó, mientras sacaba unas vinajeras de plata y oro—. ¿Qué es todo esto?
Godwyn sintió la tentación de decirle que no podía interrogar a sus superiores. Y tal vez Saul habría aceptado la reprobación: creía en la humildad, como mínimo en principio. Pero el prior de Kingsbridge no quería que las sospechas fermentaran en la mente de Saul, por lo que respondió:
—He traído los tesoros de la catedral conmigo.
Saul le lanzó una mirada de aversión.
—Entiendo que el lugar apropiado para esas baratijas sea una gran catedral, pero aquí, en un monasterio escondido en el bosque, parecerán fuera de lugar.
—No tendrás que mirarlas, voy a esconderlas. No me importa que sepas dónde van a estar, aunque quería evitarte la carga de saber su paradero.
Saul parecía desconfiar del prior.
—¿Y por qué las habéis traído?
—Para ponerlas a buen recaudo.
Esa explicación no lo tranquilizó.
—Me sorprende que el obispo permitiera que os las llevarais.
No le habían pedido permiso al obispo, por supuesto, pero Godwyn no se lo dijo.
—En este momento, la situación es tan crítica en Kingsbridge que no estamos seguros de que los ornamentos estén a salvo ni siquiera en el priorato.
—Pero sin duda estarían más a salvo que aquí, ¿no os parece? Ya sabéis que estamos rodeados de proscritos. Gracias a Dios, no os cruzasteis con ninguno en el viaje.
—Dios cuida de nosotros.
—Y de sus joyas, supongo.
La actitud de Saul podía considerarse casi como insubordinación, pero Godwyn no lo reprendió ya que temía que una reacción exagerada por su parte denotara cierto sentimiento de culpa. Sin embargo, se percató de que la humildad de Saul tenía sus límites. Tal vez Saul sabía que lo había engañado doce años atrás.
Godwyn le pidió:
—Por favor, pídele a todos los monjes que permanezcan en el refectorio después de cenar. Hablaré con ellos en cuanto acabe aquí.
Saul aceptó la orden y se fue. Godwyn enterró los ornamentos, los cartularios del priorato, las reliquias del santo y casi todo el dinero. Los monjes taparon el agujero, apisonaron la tierra y volvieron a poner el altar en su sitio. Sobró un poco de tierra, que esparcieron por fuera.
Luego regresaron al refectorio. La pequeña sala estaba abarrotada debido a la presencia de los hombres de Kingsbridge. Había un monje ante el facistol, leyendo un fragmento del Evangelio de San Marcos, pero calló en cuanto entró Godwyn.
El prior le hizo un gesto para que regresara a su asiento y ocupó su lugar.
—Éste es un refugio sagrado —empezó—. Dios nos ha enviado esta terrible plaga para castigarnos por nuestros pecados. Hemos venido aquí para purgar esos pecados lejos de la influencia corruptora de la ciudad.
Godwyn no tenía intención de iniciar un debate, pero Saul le preguntó:
—¿Qué pecados en concreto, padre Godwyn?
El prior de Kingsbridge improvisó.
—Los hombres han cuestionado la autoridad de la Sagrada Iglesia de Dios; las mujeres se han entregado a la lascivia; los monjes no han logrado aislarse por completo de la sociedad femenina; las monjas han recurrido a la herejía y a la brujería.
—¿Y cuánto tiempo tardarán en purgar todos esos pecados?
—Sabremos que hemos triunfado cuando la peste desaparezca.
Otro monje de St. John tomó la palabra, y Godwyn reconoció a Jonquil, un hombre grande y patoso con mirada de loco.
—¿Cómo pensáis purgaros a vos mismo?
A Godwyn le sorprendió que los monjes se tomaran la confianza de preguntar a sus superiores.
—Mediante la oración, la meditación y el ayuno.
—El ayuno es una buena idea —dijo Jonquil—. Andamos algo escasos de alimentos.
Se oyeron risas.
A Godwyn le preocupaba perder el control de su público. Dio unos golpes en el facistol para pedir silencio.
—A partir de ahora, todo aquél que venga aquí proveniente del mundo exterior es un peligro para nosotros —dijo—. Quiero que todas las puertas que dan acceso al recinto permanezcan cerradas a cal y canto día y noche. Ningún monje podrá salir sin mi permiso personal, y que sólo concederé en casos de emergencia. Todas las visitas serán rechazadas. Vamos a encerrarnos en el monasterio hasta que esta terrible peste haya finalizado.
Jonquil preguntó:
—Pero ¿y si…?
Godwyn lo cortó:
—No he pedido comentarios, hermano. —Miró fijamente a todos los presentes, en silencio—. Sois monjes y vuestro deber es obedecer —les dijo—. Y ahora, oremos.
La crisis se desató al día siguiente.
Godwyn percibió que sus órdenes habían sido acatadas por Saul y los demás monjes de un modo provisional. Los había tomado por sorpresa y no se les ocurrieron grandes objeciones; de modo que, a falta de un poderoso motivo para llamar a rebelión, obedecieron instintivamente a su superior. Sin embargo, el prior de Kingsbridge sabía que llegaría el momento en que los monjes tendrían que tomar una decisión de verdad. Aun así, no esperaba que fuera a ser tan pronto.
Estaban entonando el oficio de prima y hacía muchísimo frío en la pequeña iglesia. Godwyn tenía todo el cuerpo entumecido y le dolía tras pasar una mala noche. Echaba de menos su palacio, con las chimeneas y las mullidas camas. La luz gris de un amanecer de invierno empezaba a asomar en las ventanas, cuando alguien llamó a la puerta occidental de la iglesia.
Godwyn se puso tenso. Le habría gustado tener un día o dos más para consolidar su posición.
Hizo un gesto para que los monjes no hicieran caso de los golpes y siguieran con el oficio. Entonces, se añadieron unos gritos. Saul se levantó para dirigirse a la puerta, pero Godwyn le ordenó que se sentara con una señal de la mano y, tras unos titubeos, aquél se sentó. El prior de Kingsbridge estaba decidido a no moverse. Si los monjes no hacían nada, los intrusos se irían.
No obstante, empezó a darse cuenta de que convencer a la gente de que no hiciera nada era algo dificilísimo.
Los monjes estaban demasiado distraídos para concentrarse en el salmo. Todos susurraban unos con otros y miraban hacia atrás, a la puerta. El canto de los monjes fue perdiendo armonía hasta que todos callaron y sólo se oyó la voz de Godwyn.
El prior se enfureció. Si le hubieran hecho caso, no habrían prestado atención a aquel alboroto. Enojado por su debilidad, dejó su sitio y recorrió la pequeña nave hasta la puerta, que estaba atrancada.
—¿Quién es? —gritó.
—¡Dejadnos entrar! —dijo una voz sorda.
—¡No podéis entrar! —gritó Godwyn—. Idos.
Saul acudió junto a él.
—¿Los estáis echando de la iglesia? —le preguntó, horrorizado.
—Ya te lo dije —contestó Godwyn—. Nada de visitas.
Volvieron los golpes.
—¡Dejadnos entrar!
Saul gritó:
—¿Quiénes sois?
Hubo un silencio y, luego, dijo la voz:
—Somos hombres del bosque.
Philemon exclamó:
—Proscritos.
Saul le replicó, indignado:
—Pecadores como nosotros, y también hijos de Dios.
—Eso no es motivo para dejar que nos asesinen.
—Tal vez deberíamos averiguar si es eso lo que pretenden.
Saul se acercó a la ventana que había a la derecha de la puerta. La iglesia era un edificio bajo y las repisas de las ventanas estaban por debajo de la altura del ojo. Ninguna tenía cristal, sino que protegían del frío mediante unos canceles de lino translúcido. Saul abrió el cancel y se puso de puntillas para mirar.
—¿Por qué habéis venido? —les preguntó.
Godwyn oyó la respuesta.
—Uno de nuestros hombres está enfermo.
Godwyn le dijo a Saul:
—Yo hablaré con ellos.
Saul se lo quedó mirando.
—Aléjate de la ventana —le ordenó Godwyn, y el prior de St. John accedió a regañadientes.
Godwyn les gritó a los hombres de fuera:
—¡No podemos dejaros entrar! ¡Idos!
Saul lo miró con incredulidad.
—¿Vais a impedirle la entrada a un hombre enfermo? —le preguntó—. ¡Somos monjes y médicos!
—Si ese hombre tiene la peste, ya no podemos hacer nada por él. Si lo dejamos entrar, moriremos todos.
—Eso está en manos de Dios.
—Dios no permite el suicidio.
—No sabéis qué le ocurre a ese hombre. Tal vez tenga un brazo roto.
Godwyn abrió la ventana que había a la izquierda de la puerta. Vio a un grupo de seis hombres de aspecto desastrado, situados alrededor de unas angarillas que habían dejado frente a la puerta de la iglesia. Vestían ropa costosa pero sucia, como si se hubieran puesto las galas de los domingos y hubieran dormido a la intemperie, lo cual era algo habitual en los proscritos, que robaban ropa elegante a los viajeros y la gastaban rápidamente. Iban armados hasta los dientes, algunos con espadas, dagas y arcos de buena calidad, lo que indicaba que quizá eran soldados desmovilizados.
En las angarillas había un hombre que sudaba a mares, a pesar de que era una gélida mañana de enero, y que sangraba por la nariz. De pronto, sin quererlo, Godwyn recordó la escena del hospital, cuando su madre yacía moribunda en la cama y siempre tenía aquel hilo de sangre en el labio superior, por mucho que la monja se lo limpiara. El mero hecho de pensar que él podría morir así lo trastornó de tal modo que le entraron ganas de tirarse desde el tejado de la catedral de Kingsbridge. Mil veces preferiría morir en un breve instante de dolor insoportable que durante tres, cuatro o cinco días de delirio demencial y sed agonizante.
—¡Ese hombre tiene la peste! —exclamó Godwyn, y oyó en su propia voz un deje de histeria.
Uno de los proscritos dio un paso al frente.
—Os conozco —le dijo—. Sois el prior de Kingsbridge.
Godwyn intentó recuperar la compostura. Miró con ira y pánico al jefe de aquel grupo. Mostraba la arrogante seguridad en sí mismo de un noble y estaba claro que en el pasado había sido un hombre apuesto, aunque su aspecto se había estropeado tras una vida muy dura. Godwyn le preguntó:
—¿Y quién eres tú, que vienes a llamar a la puerta de una iglesia cuando los monjes le están cantando salmos a Dios?
—Algunos me llaman Tam Hiding —respondió el proscrito.
Se oyó un grito ahogado entre los monjes: Tam Hiding era una leyenda. El hermano Jonquil gritó:
—¡Nos matarán a todos!
Saul reprendió a Jonquil:
—Guarda silencio. Moriremos cuando así lo quiera Dios, y no antes.
—Lo siento, padre.
Saul regresó a la ventana y dijo:
—El año pasado nos robasteis los pollos.
—Sí, padre —dijo Tam—. Teníamos mucha hambre.
—¿Y, sin embargo, venís ahora a pedir ayuda?
—Porque vos predicáis que Dios perdona.
Godwyn le dijo a Saul:
—¡Déjame que me encargue de esto!
La lucha interna de Saul se le reflejaba en el rostro, que parecía debatirse entre la vergüenza y la rebeldía, pero al final agachó la cabeza.
Godwyn le dijo a Tam:
—Dios perdona a aquéllos que se arrepienten de verdad.
—Pues bien, este hombre se llama Win Forester y se arrepiente de verdad de sus muchos pecados. Le gustaría entrar en la iglesia para rezar por su curación o, de no ser posible, para morir en un lugar sagrado.
Uno de los proscritos estornudó.
Saul se apartó de la ventana y se quedó mirando a Godwyn con los brazos en jarras.
—¡No podemos negarle la entrada!
Godwyn intentó calmarse.
—Has oído ese estornudo, ¿no entiendes lo que significa? —Se volvió hacia los demás monjes, para asegurarse de que oían lo que decía—. ¡Todos tienen la peste!
Hubo un murmullo general de miedo. Godwyn quería asustarlos. De ese modo lo apoyarían si Saul decidía desafiarlo.
El prior de St. John dijo:
—Debemos ayudarlos aunque tengan la peste. Nosotros no regimos nuestras vidas, no debemos esconderlas bajo tierra como si fueran oro. Nos hemos entregado a Dios para que él disponga de nosotros, y será él quien ponga fin a nuestras vidas cuando así lo exijan sus designios sagrados.
—Dejar entrar a esos proscritos sería un suicidio. ¡Nos matarán a todos!
—Somos hombres de Dios. Para nosotros, la muerte es el momento de reunión feliz con Cristo. ¿Qué debemos temer, padre prior?
Godwyn se percató de que él parecía asustado, mientras que Saul hablaba de un modo razonado. Se obligó a recuperar la compostura y adoptar una circunspección filosófica.
—Es pecado buscar nuestra propia muerte.
—Pero si la muerte llega en el transcurso de nuestras tareas sagradas, la abrazamos con agrado.
Godwyn se dio cuenta de que podría pasarse el día entero debatiendo con Saul sin llegar a ninguna parte. Aquélla no era la forma de imponer su autoridad. Cerró el cancel.
—Cierra tu ventana, hermano Saul, y ven aquí —le ordenó. Lo miró fijamente, esperando a que lo obedeciera.
Tras un momento de duda, Saul hizo lo que le ordenaba.
Godwyn le preguntó:
—¿Cuáles son tus tres votos, hermano?
Hubo un silencio. Saul sabía lo que iba a suceder: Godwyn se negaba a tratarlo de igual. Al principio pareció que Saul iba a negarse a responder, pero la educación que había recibido acabó imponiéndose y dijo:
—Pobreza, castidad y obediencia.
—¿Y a quién debes obedecer?
—A Dios, a la Regla de San Benito y a mi prior.
—Y tu prior se encuentra ante ti ahora mismo. ¿Me reconoces como tal?
—Sí.
—Debes decir: «Sí, padre prior».
—Sí, padre prior.
—Ahora voy a decirte lo que debes hacer y tú me obedecerás. —Godwyn miró a su alrededor—. Todos vosotros, regresad a vuestro sitio.
Hubo un momento de silencio tenso. Nadie se movió y nadie habló. En ese instante Godwyn pensó que podía ocurrir cualquiera de las dos cosas: sumisión o rebelión, orden o anarquía, victoria o derrota. Contuvo la respiración.
Al final, el hermano Saul se movió. Agachó la cabeza y se volvió. Recorrió el pasillo y regresó a su posición, enfrente del altar.
Los demás hicieron lo mismo.
Se oyeron unos cuantos gritos más en el exterior, pero parecía que los proscritos se alejaban. Tal vez se habían dado cuenta de que no podían obligar a un médico a que atendiera a su compañero enfermo.
Godwyn regresó al altar y se volvió hacia los monjes.
—Vamos a acabar el salmo interrumpido —dijo y se puso a cantar de nuevo.
Gloria al Padre,
al Hijo
y al Espíritu Santo.
El canto aún no había recuperado la armonía. Los monjes estaban demasiado emocionados para adoptar la actitud adecuada. Aun así, habían regresado a su puesto y seguían con la rutina. Godwyn había impuesto su voluntad.
Como era en un principio,
ahora
y siempre
por los siglos de los siglos,
amén.
—Amén —repitió Godwyn.
Uno de los monjes estornudó.