63

Cuando Godwyn se marchó, se llevó consigo todos los objetos de valor de la sala del tesoro de los monjes y todos los cartularios, incluidos los de las monjas, que nunca habían logrado recuperarlos. También se llevó reliquias sagradas, como los huesos de San Adolfo, en su valiosísimo relicario.

Caris lo descubrió todo a la mañana siguiente, el primer día de enero, festividad de la Circuncisión de Cristo. Fue con el obispo y la hermana Elizabeth a la sala del tesoro, junto al transepto sur. La actitud de Henri era formal y fría, lo cual resultaba preocupante; pero era un hombre huraño por naturaleza, de modo que tal vez se comportaba así con todo el mundo.

La piel desollada de Gilbert Hereford aún estaba clavada en la puerta; cada vez estaba más seca y amarilla, y desprendía un leve pero inconfundible hedor a podrido.

Sin embargo, la puerta no estaba cerrada.

Todos entraron. Caris no había estado dentro de esa sala desde que el prior Godwyn había robado a las monjas ciento cincuenta libras para construir su palacio. Después de eso, decidieron construir su propia sala del tesoro.

Era obvio lo que había ocurrido. Alguien había quitado las losas que ocultaban las cámaras secretas que había en el suelo y no había vuelto a ponerlas en su lugar, y la tapa del cofre ferreteado también estaba abierta: las cámaras secretas y el cofre estaban vacíos.

Caris sintió que todo el desprecio que sentía por Godwyn estaba plenamente justificado. A pesar de que era un médico con estudios, sacerdote y máxima autoridad de los monjes del priorato, había huido en el momento en que la gente más lo necesitaba. Seguramente ahora todo el mundo se percataría de su verdadera naturaleza.

El arcediano Lloyd estaba indignado.

—¡Se lo ha llevado todo!

Caris le dijo a Henri:

—Y éste es el hombre que quería que anularais mi elección.

El obispo Henri gruñó sin llegar a decir nada.

Elizabeth estaba desesperada, intentando encontrar una excusa que explicara el comportamiento de Godwyn.

—Estoy convencida de que el reverendísimo padre se ha llevado los objetos de valor para ponerlos a buen recaudo.

Ese comentario provocó la respuesta inmediata y airada del obispo.

—Sandeces —le espetó a la monja—. Si vuestro sirviente os vacía el bolsillo y desaparece sin avisar, no quiere poner vuestro dinero a buen recaudo, sino que os lo está robando.

Elizabeth cambió de táctica.

—Creo que ha sido idea de Philemon.

—¿El suprior? —preguntó Henri con desdén—. Es Godwyn quien está al mando, no Philemon. Así pues, el responsable es Godwyn.

Elizabeth no abrió más la boca.

Godwyn debía de haberse recuperado de la muerte de su madre, pensó Caris, como mínimo temporalmente. El hecho de que hubiera convencido a todos los monjes para que lo siguieran era un logro bastante importante. Se preguntó adónde podían haber ido.

El obispo Henri pensaba lo mismo:

—¿Adónde habrá huido ese hatajo de malditos cobardes?

Caris recordó que Merthin había intentado convencerla de que se fueran. «A Gales o a Irlanda —le había dicho—. Un pueblo remoto en el que sólo vean a algún desconocido de año en año». Le dijo al obispo:

—Se esconderán en algún lugar aislado al que nunca vaya nadie.

—Averiguad dónde exactamente —le ordenó Henri.

Caris cayó en la cuenta de que toda la oposición a su elección como priora se había esfumado con la huida de Godwyn. Se sentía triunfante e hizo un esfuerzo para no parecer en exceso satisfecha.

—Haré algunas indagaciones en la ciudad —dijo—. Alguien tiene que haberlos visto irse.

—Muy bien —replicó el obispo—. Sin embargo, no creo que vayan a regresar muy pronto, de modo que de momento vais a tener que apañároslas tan bien como podáis sin hombres. Continuad celebrando los oficios con toda normalidad, en la medida de lo posible, con las monjas. Buscad a un párroco para que venga a celebrar las misas, si es que podéis encontrar a alguno con vida. Vos no podéis decir misa, pero sí confesar. El arzobispo ha concedido una dispensa especial dado el gran número de muertes que ha habido en el clero.

Caris no iba a dejar pasar por alto el asunto de su elección.

—¿Vais a confirmarme como priora? —le preguntó.

—Por supuesto —respondió el obispo, irritado.

—En tal caso, antes de aceptar tal honor…

—No tenéis que tomar ninguna decisión, madre priora —le endilgó, indignado—. Es vuestro deber obedecerme.

Anhelaba muchísimo el cargo, pero decidió fingir. Quería obtener algo a cambio.

—Vivimos en una época muy extraña, ¿no os parece? —le dijo al obispo—. Habéis dado autoridad a las monjas para que confiesen a los fieles. Habéis reducido la preparación de los sacerdotes, pero aun así no podéis ordenarlos con bastante rapidez para compensar el número de muertos causados por la peste.

—¿Tenéis intención de aprovecharos de las dificultades a las que tiene que hacer frente la Iglesia en este momento en beneficio propio?

—No, pero hay algo que deberíais hacer antes de que yo pueda cumplir con vuestras instrucciones.

Henri suspiró. Era evidente que no le gustaba que se dirigieran a él de aquel modo. Sin embargo, como sospechaba Caris, él la necesitaba más a ella que a la inversa.

—Muy bien, ¿de qué se trata?

—Quiero que convoquéis un tribunal eclesiástico y que reabráis mi juicio por brujería.

—Por el amor de Dios, ¿por qué?

—Para declararme inocente, por supuesto. Hasta que eso ocurra, podría resultarme difícil ejercer mi poder. Todo aquél que no esté de acuerdo con mis decisiones podría minar mi autoridad, aduciendo que aún estoy condenada.

Al metódico arcediano Lloyd le gustó la idea.

—Sería buena idea que despacháramos la cuestión de una vez por todas, monseñor.

—De acuerdo, entonces —dijo Henri.

—Gracias. —Caris sintió una gran satisfacción y alivio e inclinó la cabeza por miedo a que su victoria se le reflejara en la cara—. Haré todo cuanto esté en mi mano para desempeñar con honor el cargo de priora de Kingsbridge.

—Empezad a indagar ahora mismo sobre el paradero de Godwyn. Me gustaría tener alguna respuesta antes de irme de la ciudad.

—El mayordomo de la cofradía gremial es un acólito de Godwyn. Si alguien sabe adónde han ido, tiene que ser él. Iré a verlo.

—De inmediato, os lo ruego.

Caris se fue. El obispo Henri no era una persona encantadora, pero parecía competente, de modo que la nueva priora creyó que podría trabajar con él. Tal vez era un hombre que tomaba decisiones basándose en los méritos de los implicados, en lugar de tomar partido por todo aquél al que considerara un aliado, lo cual supondría un agradable cambio.

Al pasar frente a la posada Bell, tuvo la tentación de entrar y darle la buena nueva a Merthin. Sin embargo, creyó que era mejor hablar con Elfric antes.

En la calle, frente a la posada Holly Bush, vio a Duncan Dyer tirado en el suelo. La mujer de éste, Winnie, estaba sentada en un banco, llorando. Caris creyó que el hombre debía de estar herido, pero la esposa le dijo:

—Está borracho.

La nueva priora se quedó perpleja.

—¡Pero si ni siquiera es la hora de la cena!

—Su tío, Peter Dyer, contrajo la peste y falleció. Su mujer y sus hijos también murieron, por lo que Duncan heredó todo el dinero y, ahora, lo gasta en vino. No sé qué hacer.

—Llevémoslo a casa —dijo Caris—. Te ayudaré a levantarlo.

Cada una lo agarró de un brazo y lo pusieron en pie. De aquel modo, medio erguido, lograron arrastrarlo por la calle hasta su casa. Lo dejaron en el suelo y lo taparon con una manta. Winnie dijo:

—Cada día hace lo mismo. Dice que no vale la pena trabajar porque todos vamos a morir de la peste. ¿Qué puedo hacer?

Caris pensó por un instante.

—Entierra el dinero en el jardín ahora que duerme. Cuando se despierte, le dices que lo perdió todo jugando con un forastero que se ha marchado de la ciudad.

—Tal vez lo haga —respondió Winnie.

Caris cruzó la calle en dirección a la casa de Elfric y entró en ella. Su hermana, Alice, estaba sentada en la cocina, remendando medias. Se habían distanciado mucho desde que ella se había casado con Elfric, y lo poco que quedaba de su relación se esfumó cuando éste testificó contra Caris en el juicio por herejía. Obligada a elegir entre su hermana y su esposo, Alice fue fiel a su marido. Caris lo entendió, pero aquello significó que su hermana se había convertido en una especie de desconocida para ella.

Cuando Alice la vio, se levantó y dejó las medias.

—¿Qué haces aquí? —le espetó.

—Todos los monjes han desaparecido —le dijo la priora—. Deben de haber partido durante la noche.

—¡Así que era eso! —exclamó Alice.

—¿Los viste?

—No, pero oí a un gran grupo de hombres y caballos. No armaban mucho alboroto; de hecho, ahora que lo pienso, debían de intentar guardar silencio, pero es imposible acallar a los caballos, y los hombres son incapaces de no hacer ruido, aun cuando sólo estén andando por la calle. Me despertaron, pero no me levanté para ver qué ocurría porque hacía mucho frío. ¿Por eso has entrado en mi casa por primera vez en diez años?

—¿No sabías que iban a huir?

—¿Es eso lo que han hecho? ¿Huir? ¿Por causa de la peste?

—Supongo.

—Eso es imposible. ¿De qué sirven los médicos que huyen de la enfermedad? —A Alice le preocupaba el comportamiento del patrón de su marido—. No lo entiendo.

—Me preguntaba si Elfric sabía algo al respecto.

—Si lo sabe, no me lo ha dicho.

—¿Dónde puedo encontrarlo?

—En la iglesia de St. Peter. Rick Silvers dejó un poco de dinero a la iglesia y el cura ha decidido enlosar el suelo de la nave.

—Iré a preguntárselo. —Caris se preguntó si debía hacer el intento de ser cortés. Alice no tenía hijos propios, pero sí una hijastra—. ¿Qué tal está Griselda? —preguntó.

—Muy bien y muy feliz —respondió su hermana con un deje desafiante, como si creyera que Caris prefería oír lo contrario.

—¿Y tu nieto? —La priora fue incapaz de pronunciar el nombre del niño, que se llamaba Merthin.

—Estupendamente. Y hay otro en camino.

—Me alegro por ella.

—Sí. Al final salió ganando no casándose con tu Merthin, a juzgar por cómo le han ido las cosas.

Caris se negó a picar el anzuelo.

—Iré a buscar a Elfric.

La iglesia de St. Peter se encontraba en el extremo occidental de la ciudad. Mientras Caris avanzaba por las sinuosas calles, se cruzó con dos hombres que se estaban peleando. Se maldecían y se pegaban puñetazos. Dos mujeres, probablemente sus esposas, se dedicaban a lanzar improperios mientras un pequeño grupo de espectadores observaba lo que ocurría. La puerta de la casa más cercana había sido derribada. En el suelo había una caja hecha de ramas y juncos, en cuyo interior había tres pollos vivos.

Caris se acercó a los hombres y los separó.

—Deteneos ahora mismo —les ordenó—. Os lo ordeno en el nombre de Dios.

No le costó demasiado convencerlos. A buen seguro habían consumido su ira con los primeros puñetazos e, incluso, era probable que estuvieran agradecidos de tener una excusa para parar. Se apartaron y bajaron los brazos.

—¿A qué se debe esto? —preguntó la priora.

Ambos se pusieron a hablar al mismo tiempo, y las esposas los imitaron.

—¡De uno en uno! —exclamó Caris. Señaló al más corpulento de los dos, un hombre con el pelo oscuro, cuyo atractivo se había echado a perder debido al ojo a la funerala que llevaba—. Eres Joe Blacksmith, ¿verdad? Explícate.

—He atrapado a Toby Peterson robando los pollos de Jack Marrow. Ha echado la puerta abajo.

Toby era un hombre más pequeño, un bravucón que se las daba de gallito. A pesar de que le sangraban los labios dijo:

—Jack Marrow me debía cinco chelines, ¡esos pollos me pertenecen!

Joe replicó:

—Jack y su familia murieron a causa de la peste hace dos semanas. Desde entonces, he alimentado a sus pollos que, de no ser por mí, estarían muertos. Si a alguien le pertenecen, es a mí.

Caris terció:

—Muy bien, ambos sois justos propietarios de los animales, ¿no es así? Toby debido a la deuda y Joe porque los ha alimentado.

Los hombres parecían sorprendidos ante la posibilidad de que ambos pudieran tener razón.

Caris prosiguió:

—Joseph, saca uno de los pollos de la jaula.

Toby se quejó:

—Un momento…

—Confía en mí, Toby —le pidió Caris—. Sabes que no te trataría injustamente, ¿verdad?

—Bueno, eso no puedo negarlo…

Joe abrió la jaula y agarró por las patas un pollo escuálido y marrón. El ave sacudió la cabeza de un lado a otro, como si se sintiera desconcertada por ver el mundo al revés.

Caris le dijo:

—Ahora dáselo a la esposa de Toby.

—¿Cómo?

—¿Crees que te engañaría, Joseph?

Joe le entregó el pollo a regañadientes a la esposa de Toby, una mujer guapa y malhumorada.

—Ahí tienes, Jane.

La mujer lo aceptó con presteza.

Caris le pidió:

—Ahora dale las gracias a Joe.

Jane parecía muy orgullosa, pero dijo:

—Te doy las gracias, Joseph Blacksmith.

Caris continuó:

—Ahora, Toby, dale el pollo a Ellie Blacksmith.

Toby obedeció, con una sonrisa avergonzada. La mujer de Joe, Ellie que debía de estar a punto de parir, sonrió y dijo:

—Gracias, Toby Peterson.

Todos recobraron la compostura y empezaron a darse cuenta de la estupidez que habían cometido.

Jane preguntó:

—¿Qué va a ocurrir con el tercer pollo?

—A eso iba —dijo Caris. Observó a la gente que los rodeaba y señaló a una chica que debía de tener once o doce años y que parecía bastante sensata—: ¿Cómo te llamas?

—Soy Jesca, madre priora, hija de John Constable.

—Lleva el otro pollo a la iglesia de St. Peter y dáselo al padre Michael. Dile que Toby y Joe irán a pedir perdón por haber caído en el pecado de la codicia.

—Sí, hermana. —Jesca tomó el tercer pollo y se fue.

La mujer de Joe, Ellie, dijo:

—Tal vez recordaréis, madre Caris, que ayudasteis a la hermana de mi marido, Minnie, cuando no era más que una criatura y se quemó el brazo en la forja.

—Ah, sí, por supuesto —dijo Caris. Se había hecho una quemadura muy grave, recordó—. Debe de tener unos diez años.

—Así es.

—¿Se encuentra bien?

—Perfectamente, gracias a vos y a la gracia de Dios.

—Me alegra oírlo.

—¿Os gustaría venir a mi casa a tomar un vaso de cerveza, madre priora?

—Me encantaría, pero tengo prisa. —Se volvió hacia los hombres—. Que Dios os bendiga, y basta de peleas.

Joe dijo:

—Gracias.

Caris se fue.

Toby gritó:

—Gracias, madre.

La priora se despidió con un ademán, sin volverse.

Vio que había varias casas más que parecían tener la puerta forzada, probablemente con el fin de saquearlas tras la muerte de sus ocupantes. Alguien debería hacer algo al respecto, pensó. Pero mientras Elfric fuera el mayordomo, y ahora que no tenían prior, nadie iba a tomar la iniciativa.

Llegó a la iglesia de St. Peter y se encontró a Elfric con un grupo de albañiles y sus aprendices en la nave. Había montones de losas por todas partes, y los hombres estaban preparando el firme, echando arena y alisándola con palos. Elfric comprobaba que la superficie estuviera a nivel, usando un complejo aparato formado por un armazón de madera y un cordón del que pendía un plomo. El artefacto parecía una suerte de horca en miniatura, y le recordó a Caris que Elfric había intentado hacer que la ahorcaran por brujería diez años antes. Se sorprendió a sí misma cuando cayó en la cuenta de que no lo odiaba. Era un hombre demasiado malvado y mezquino para eso. Cuando lo miró, sólo sintió desdén.

Esperó a que acabara y, entonces, le preguntó de sopetón:

—¿Sabías que Godwyn y todos los monjes han huido?

Quería sorprenderlo y, a juzgar por la mirada de asombro que puso, no sabía de qué le hablaba.

—¿Por qué iban a…? ¿Cuándo…? Ah, ¿anoche?

—Entonces no los viste.

—Oí algo.

—Yo los vi —dijo uno de los albañiles, que se apoyó en la pala para hablar—. Salía de la posada Holly Bush. Estaba oscuro, pero llevaban antorchas. El prior iba a caballo, y los demás iban a pie, pero iban muy cargados: barriles de vino, carretas rebosantes de quesos y no sé qué más.

Caris ya sabía que Godwyn había vaciado la despensa de los monjes. No había intentado llevarse los víveres de las monjas, que los guardaban aparte.

—¿A qué hora fue eso?

—No muy tarde… A las nueve o las diez.

—¿Hablaste con ellos?

—Sólo les di las buenas noches.

—¿Tienes alguna pista de hacia dónde se dirigían?

El hombre negó con la cabeza.

—Cruzaron el puente pero no vi qué camino tomaron en el Cruce de la Horca.

Caris se volvió hacia Elfric.

—Piensa en lo sucedido durante los últimos días. ¿Te dijo algo Godwyn que, a posteriori, puedas relacionar con lo ocurrido? ¿Mencionó algún lugar: Monmouth, York, Amberes, Bremen…?

—No. No sabía nada.

Elfric parecía furioso por el hecho de no haber sabido nada de antemano, lo que llevó a Caris a pensar que decía la verdad.

Si Elfric estaba sorprendido, era poco probable que alguna otra persona supiera lo que había planeado Godwyn. El prior huía de la peste y, a todas luces, no quería que nadie lo siguiera y llevara la enfermedad consigo. «Vete pronto, vete lejos y no tengas prisa en volver», le había dicho Merthin. Godwyn podía estar en cualquier parte.

—Si tienes noticias de él, o de alguno de los monjes, dímelo, por favor —le pidió Caris.

Elfric no contestó.

Caris levantó la voz para asegurarse de que los demás hombres la oían.

—Godwyn ha robado todos los ornamentos preciosos —dijo. Hubo un murmullo de indignación. Los hombres se sentían propietarios de los ornamentos de la catedral; de hecho, los artesanos más ricos debían de haber ayudado a pagar algunos de ellos—. El obispo quiere recuperarlos. Todo aquél que ayude a Godwyn, aunque sea ocultando su paradero, es culpable de sacrilegio.

Elfric parecía perplejo. Se había pasado toda la vida intentando congraciarse con Godwyn y ahora su patrón había desaparecido. Entonces dijo:

—Podría haber alguna explicación del todo inocente…

—Si la hay, ¿por qué Godwyn no se la ha dicho a nadie? ¿Por qué no ha dejado ni una carta?

Elfric no supo qué responder.

Caris se dio cuenta de que iba a tener que hablar con los principales mercaderes, y cuanto antes, mejor.

—Me gustaría que convocaras una reunión —le dijo a Elfric. Entonces se le ocurrió una forma más convincente de expresarlo—. El obispo quiere que la cofradía gremial se reúna hoy, tras la cena. Por favor, informa a los miembros.

—Muy bien —respondió Elfric.

Caris sabía que acudirían todos, muertos de curiosidad.

Salió de la iglesia de St. Peter y regresó al priorato. Al pasar frente a la taberna White Horse, vio algo que la hizo detenerse. Una chica joven hablaba con un hombre mayor, y había algo en su forma de comportarse que le dio mala espina. Siempre le afectaba mucho la vulnerabilidad de las jóvenes, tal vez porque recordaba su etapa de adolescente, o tal vez debido a la hija que nunca había llegado a tener. Se escondió en la entrada de una casa y los observó.

El hombre vestía muy mal, salvo por el costoso sombrero de piel que lucía. Caris no lo conocía, pero supuso que era un jornalero que había heredado el sombrero. Había muerto tanta gente que había una sobreabundancia de prendas ostentosas, y no era nada extraño ver a fantoches como aquél. La chica debía de tener unos catorce años, era guapa y tenía figura de adolescente. Intentaba mostrarse coqueta, observó Caris con desaprobación, pero no lograba ser muy convincente. El hombre sacó dinero del bolsillo y ambos parecieron enzarzarse en una especie de negociación. Entonces el hombre le acarició los pequeños pechos.

Caris había visto suficiente y se acercó a la pareja. El hombre vio el hábito de la monja y se fue rápidamente. La chica parecía sentirse culpable y, al mismo tiempo, resentida. Caris le preguntó:

—¿Qué haces? ¿Intentar vender tu cuerpo?

—No, madre.

—¡Dime la verdad! ¿Por qué le dejaste que te acariciara los pechos?

—¡No sé qué hacer! No tengo nada para comer y ahora vos lo habéis ahuyentado. —Rompió a llorar.

Caris sabía que la chica tenía hambre. Estaba pálida y muy delgada.

—Acompáñame —le dijo—. Te daré de comer.

Tomó a la chica del brazo y se dirigieron hacia el priorato.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.

—Ismay.

—¿Cuántos años tienes?

—Trece.

Llegaron al priorato y Caris llevó a Ismay a la cocina, donde estaban preparando la cena de las monjas bajo la supervisión de una novicia llamada Oonagh. La cocinera, Josephine, había muerto, víctima de la peste.

—Dadle un poco de pan y mantequilla a esta chica —le dijo Caris a Oonagh.

Se sentó y observó a Ismay mientras comía. Estaba claro que hacía varios días que no probaba bocado. Se zampó media hogaza de dos kilos.

Caris le sirvió una taza de sidra.

—¿Por qué tienes tanta hambre? —le preguntó.

—Toda mi familia ha muerto por la peste.

—¿Qué oficio tenía tu padre?

—Era sastre, y yo sé coser muy bien, pero nadie compra ropa porque todo el mundo encuentra lo que desea en las casas de los muertos.

—Así que por eso intentabas prostituirte.

La chica agachó la cabeza.

—Lo siento, madre priora. Tenía mucha hambre.

—¿Era la primera vez que lo intentabas?

Negó con la cabeza y no osó mirar a la priora.

Unas lágrimas de rabia brotaron en los ojos de Caris. ¿Qué clase de hombre era capaz de yacer con una chica de trece años que se moría de hambre? ¿Qué Dios empujaba a una chica a ese estado de desesperación?

—¿Te gustaría vivir aquí, con las monjas, y trabajar en la cocina? —le preguntó—. Tendrías comida en abundancia.

Ismay la miró, ilusionada.

—Oh, sí, madre, me gustaría mucho.

—Entonces, que así sea. Puedes empezar ayudando a preparar la cena de las monjas. Oonagh, aquí tienes a una nueva ayudante.

—Gracias, madre Caris, necesito tantas manos como sea posible.

Caris se fue de la cocina y se dirigió, enfrascada en sus pensamientos, a la catedral para asistir al oficio de sexta. Se dio cuenta de que la peste no era sólo una enfermedad física: Ismay había eludido la enfermedad, pero su alma había estado en peligro.

El obispo se encargó del oficio, lo que dio libertad a Caris para pensar. Decidió que en la reunión de la cofradía gremial hablaría de muchas más cosas aparte de la huida de los monjes. Había llegado el momento de organizar la ciudad para enfrentarse a los efectos de la peste. Pero ¿cómo?

Durante la cena, reflexionó sobre los diversos problemas. Por distintos motivos, era un buen momento para tomar grandes decisiones. Ahora que el obispo se encontraba en Kingsbridge para apoyar su autoridad, tal vez podría poner en práctica algunas medidas que, en otra situación, habrían tenido que hacer frente a una gran oposición.

También era un buen momento para obtener lo que quería del obispo, lo cual podía ser una idea muy fecunda…

Tras la cena fue a ver al obispo a la residencia del prior, donde se alojaba. Henri estaba sentado a la mesa con el arcediano Lloyd. Habían degustado una cena preparada por la cocina de las monjas, y bebían vino mientras un sirviente del priorato limpiaba la mesa.

—Espero que hayáis disfrutado de la cena, reverendísimo obispo —dijo Caris formalmente.

Henri parecía menos malhumorado de lo habitual.

—Estaba rica, gracias, madre Caris, un lucio muy sabroso. ¿Alguna buena nueva sobre el prior fugitivo?

—Parece que ha tenido la precaución de no dejar ninguna pista sobre su destino.

—Qué decepcionante.

—Mientras caminaba por la ciudad, haciendo indagaciones, he visto varios incidentes que me han disgustado: una chica de trece años que se prostituía; dos ciudadanos que siempre habían acatado la ley y que se estaban peleando por la propiedad de un hombre muerto; un hombre borracho a mediodía…

—Son los efectos de la peste. Ocurre lo mismo en todas partes.

—Creo que debemos actuar para contrarrestar esos efectos.

El obispo enarcó las cejas. Parecía que no se le había pasado por la cabeza emprender tales acciones.

—¿Cómo?

—El prior es el señor de Kingsbridge. Es él quien debe tomar la iniciativa.

—Pero ha desaparecido.

—Como obispo, sois técnicamente nuestro abad. Creo que deberíais quedaros en Kingsbridge permanentemente y gobernar la ciudad.

Eso era, de hecho, lo último que quería. Por suerte, había pocas posibilidades de que el obispo accediera a su petición: tenía demasiado que hacer. Sólo intentaba arrinconarlo.

Henri dudó y, por un instante, tuvo miedo de haberlo juzgado mal y de que aceptara su propuesta. Entonces le dijo:

—Es del todo imposible. Todas las ciudades de la diócesis tienen los mismos problemas. Shiring se encuentra en una situación peor. Tengo que evitar que los cimientos de la cristiandad cedan mientras mis sacerdotes mueren. No tengo tiempo para preocuparme de borrachos y prostitutas.

—Alguien tiene que actuar como prior de Kingsbridge. La ciudad necesita un guía moral.

El arcediano Lloyd terció:

—Monseñor, también está la cuestión de quién va a recibir el dinero que le corresponde al priorato para mantener la catedral y los demás edificios, administrar las tierras y los siervos…

Henri dijo:

—Tendréis que ocuparos de todo eso, madre Caris.

Ella fingió que tenía que considerar la posibilidad, como si no hubiera pensado en ella.

—Podría encargarme de las tareas menos importantes, de administrar el dinero de los monjes y sus tierras, pero no podría hacer lo que hacéis vos, reverendísimo obispo. No podría oficiar los santos sacramentos.

—Ya hemos hablado de ese tema —respondió Henri, con impaciencia—. Estoy ordenando sacerdotes nuevos tan rápido como puedo. Pero vos tendréis que ocuparos de todo lo demás.

—Es casi como si me estuvierais pidiendo que actuara como prior de Kingsbridge.

—Eso es justamente lo que quiero.

Caris fue con cuidado de no mostrar su euforia. Le parecía que aquello era demasiado bueno para ser verdad. Era prior a todos los efectos, salvo aquéllos que no le importaban. ¿Había algún inconveniente oculto en el que no había pensado?

El arcediano Lloyd dijo:

—Es mejor que me permitáis que le escriba una carta a tal efecto, en caso de que tenga que imponer su autoridad.

Caris añadió:

—Si deseáis que la ciudad respete vuestros deseos, tal vez deberíais comunicar a los ciudadanos que se trata de vuestra decisión personal. Está a punto de empezar una reunión de la cofradía gremial. Si así lo deseáis, obispo, me gustaría que asistierais e hicierais el anuncio.

—De acuerdo, vamos.

Abandonaron el palacio de Godwyn y enfilaron la calle principal, hacia la cofradía gremial. Todos los miembros esperaban a oír lo que había ocurrido con los monjes. Caris empezó explicándoles lo que sabía. Varias personas habían visto u oído el éxodo el día anterior, tras la puesta del sol, aunque nadie se había dado cuenta ni había sospechado que se trataba nada menos que de la huida de todos los hermanos del monasterio al completo.

Les pidió que aguzaran el oído ante cualquier posible conversación de los viajeros sobre un grupo grande de monjes que llevaban mucho equipaje.

—Sin embargo, tenemos que aceptar que es poco probable que regresen pronto. Y, en relación con esto, el reverendísimo obispo tiene que hacer un anuncio. —Quería que fuera él quien lo hiciera oficial.

Henri carraspeó y dijo:

—He confirmado la elección de Caris como priora y la he nombrado prior interina. Deberéis tratarla como mi representante y vuestro señor en todas las cuestiones, salvo aquéllas que están reservadas únicamente a sacerdotes ordenados.

Caris observó las caras. Elfric estaba furioso. Merthin esbozaba una leve sonrisa, suponía que se las había ingeniado ella sola para alcanzar esa posición; estaba contento por ella y por la ciudad, pero había una pequeña mueca que indicaba que era consciente de que lo ocurrido la alejaría de sus brazos. Los demás parecían contentos. La conocían y confiaban en ella, y Caris se había ganado una mayor lealtad por haber permanecido en Kingsbridge mientras Godwyn huía.

Pensaba sacarle todo el partido a la nueva situación.

—Hay tres cuestiones de las que quiero ocuparme con urgencia en mi primer día como prior interina —dijo—: la primera de ellas es la ebriedad. Hoy he visto a Duncan Dyer en la calle, inconsciente antes de la hora de la cena. Creo que esto contribuye a crear un ambiente disipado en la ciudad, que es lo último que necesitamos durante esta horrible crisis.

Hubo vítores de aprobación. La cofradía gremial estaba dominada por los mercaderes más conservadores y mayores de la ciudad. Si alguna vez se emborrachaban de día, lo hacían en casa, donde nadie podía verlos.

Caris prosiguió:

—Quiero concederle a John Constable un nuevo ayudante y le ordeno que detenga a todo aquél que encuentre ebrio de día. Puede encerrarlos en la cárcel hasta que recuperen la sobriedad.

Incluso Elfric asintió.

—En segundo lugar, está la cuestión de lo que ocurre con las pertenencias de todos aquéllos que fallecen sin herederos. Esta mañana he encontrado a Joseph Blacksmith y a Toby Peterson peleándose en la calle por tres pollos que pertenecían a Jack Marrow.

La idea de que unos hombres se pelearan por tales nimiedades suscitó risas.

Caris ya había pensado en una solución para el problema.

—En principio, la propiedad revierte en el señor del feudo, que en el caso de los residentes de Kingsbridge equivale al priorato. Sin embargo, no quiero que las estancias del monasterio se llenen de ropa vieja, por lo que propongo que la regla no se aplique a todo aquel cuyas posesiones tengan un valor inferior a dos libras. Así pues, los dos vecinos más cercanos deberán cerrar la casa y asegurarse de que no la saquean; luego el párroco deberá hacer inventario de las propiedades y también atenderá cualquier petición de los acreedores. En caso de que no haya párroco, podéis acudir a mí. Cuando se hayan saldado las deudas, si las hubiera, las posesiones personales de los fallecidos, como ropa, muebles, enseres, víveres y bebida, se dividirán a partes iguales entre los vecinos, y el dinero en metálico se entregará a la iglesia de la parroquia.

Hubo un murmullo general de satisfacción; la mayoría de los presentes asintió y mostró su aprobación.

—Por último, hoy he visto a una huérfana de trece años que intentaba vender su cuerpo frente a la posada White Horse. Se llama Ismay y lo estaba haciendo porque no tenía nada para comer. —Caris lanzó una mirada desafiante a todos los asistentes—. ¿Puede explicarme alguien cómo ha ocurrido algo semejante en una ciudad cristiana? Todos sus familiares han muerto, pero ¿es que acaso no tenían amigos o vecinos? ¿Quién permite que un niño muera de hambre?

Edward Butcher dijo en voz baja:

—Ismay Taylor es una niña que no tiene muy buen comportamiento.

Caris no pensaba aceptar ninguna excusa.

—¡Tiene trece años!

—Tan sólo digo que, tal vez, le ofrecieron ayuda y la rechazó.

—¿Desde cuándo permitimos que los niños tomen tales decisiones por sí mismos? Si una niña se queda huérfana, es obligación de todos nosotros ocuparnos de ella. ¿Acaso no es ése el sentido de tu religión?

Todos parecían avergonzados.

—En el futuro, cuando un niño se quede huérfano, quiero que los dos vecinos más cercanos me lo traigan. Aquéllos que no puedan ser acogidos por una familia amiga vendrán a vivir al priorato. Las muchachas pueden vivir con las monjas, y adaptaremos el dormitorio de los monjes para los varones. Por la mañana les daremos lecciones, y por las tardes realizarán tareas adecuadas para su edad.

También hubo una aprobación general a esta propuesta.

Elfric tomó la palabra.

—¿Habéis finalizado, madre Caris?

—Creo que sí, a menos que alguien quiera discutir los detalles de lo que he planteado.

Nadie abrió la boca y los miembros de la cofradía gremial empezaron a revolverse en los asientos, como si la reunión se hubiera acabado.

Entonces Elfric dijo:

—Algunos de los presentes recordarán que me eligieron como mayordomo de la cofradía.

Habló con una voz preñada de resentimiento. Todo el mundo se movía, inquieto.

—Acabamos de ver cómo se acusa de robo al prior de Kingsbridge y se lo condena sin juicio —prosiguió.

Su afirmación no gustó. Hubo un murmullo de disconformidad. Nadie consideraba a Godwyn inocente.

Elfric no hizo caso del estado de ánimo que imperaba en la sala.

—Y hemos permanecido sentados aquí como esclavos, y hemos permitido que una mujer dicte las leyes de la ciudad. ¿Por la autoridad de quién hay que encarcelar a los borrachos? Por la suya. ¿Quién es el último juez en casos de herencia? Ella. ¿Quién se ocupará de los huérfanos de la ciudad? Ella. ¿A qué habéis venido aquí? ¿Acaso no sois hombres?

Betty Baxter dijo:

—No.

Los hombres estallaron en una carcajada.

Caris decidió no intervenir. No era necesario. Miró al obispo, preguntándose si se enfrentaría a Elfric, y vio que permanecía sentado, con la boca cerrada: saltaba a la vista que él también se había dado cuenta de que el mayordomo estaba librando una batalla perdida de antemano.

Elfric alzó la voz.

—Propongo que rechacemos a una prior mujer, incluso a una prior interina, ¡y que le deneguemos a la priora el derecho de asistir a las reuniones de la cofradía gremial y de dictar preceptos!

Varios hombres se pusieron a murmurar en actitud confabuladora. Dos o tres se levantaron, como si fueran a irse indignados. Alguien exclamó:

—Olvídalo, Elfric.

El mayordomo insistió.

—¡Y estamos hablando de una mujer que fue juzgada por brujería y condenada a muerte!

Todo el mundo se había puesto en pie. Una persona salió por la puerta.

—¡Regresa! —gritó Elfric—. ¡Aún no he puesto fin a la reunión! Nadie le hizo caso.

Caris se sumó al grupo que había junto a la puerta y abrió camino al obispo y al arcediano. Fue la última en irse. Se detuvo en la salida, se volvió y miró a Elfric. Estaba sentado solo a la mesa.

Al final, la priora se fue.