62

Las elecciones a priora se celebraron el día después de Navidad. Aquella mañana, Caris se sentía tan deprimida que tuvo que hacer un gran esfuerzo para salir de la cama. Cuando la campana tocó a maitines, a primera hora, sintió la gran tentación de meter la cabeza bajo las sábanas y decir que no se encontraba muy bien. Pero no podía fingir algo así cuando había tanta gente que estaba muriendo, por lo que al final se obligó a levantarse.

Arrastró los pies sobre las losas heladas del claustro junto a la hermana Elizabeth, ambas a la cabeza de la procesión que se dirigía hacia la iglesia. Se había acordado ese protocolo porque ninguna de las dos estaba dispuesta a ceder mientras competían por el cargo de priora. Pero a Caris ya no le importaba todo aquello. El resultado era más que previsible. En el coro, no paró de bostezar y de temblar mientras cantaban los salmos y leían fragmentos de las escrituras. Estaba furiosa. Al cabo de unas horas, Elizabeth sería elegida priora. Caris estaba enfadada con las monjas por el hecho de que la hubieran rechazado, odiaba a Godwyn por la animadversión que le profesaba y despreciaba a los mercaderes de la ciudad por haberse negado a intervenir.

Se sentía como si su vida fuera un fracaso. No había construido el nuevo hospital con el que había soñado y, ahora, jamás lo conseguiría.

También estaba enfadada con Merthin porque le había hecho una oferta que no podía aceptar. Él no la entendía. Para él, su matrimonio sería un complemento a su vida de arquitecto, pero para ella, el matrimonio tendría que reemplazar el trabajo al que se había entregado en cuerpo y alma. Ése era el motivo por el que había vacilado durante tantos años, no porque no lo amara. Anhelaba estar con él con unas ansias que a duras penas podía reprimir.

Masculló entre dientes el último responso y luego, mecánicamente, salió de la iglesia, a la cabeza de la procesión. Mientras caminaban por el claustro, alguien estornudó detrás de ella. Estaba demasiado desalentada para ver quién había sido.

Las monjas subieron la escalera para regresar al dormitorio. Cuando Caris entró en la estancia oyó una respiración muy pesada y se dio cuenta de que alguien se había quedado arriba y no había asistido al oficio. La luz de la vela reveló el rostro de la monja encargada de las novicias, la hermana Simone, una mujer adusta de mediana edad, que acostumbraba a ser muy seria y nunca fingía estar enferma. Caris se ató un pedazo de tela de lino alrededor de la cara y luego se arrodilló junto al colchón de la monja. Simone sudaba y parecía asustada.

Caris le preguntó:

—¿Cómo te sientes?

—Muy mal. He tenido sueños horribles.

Caris le tocó la frente, que estaba ardiendo.

Simone le preguntó:

—¿Puedo beber algo?

—Enseguida.

—Sólo es un catarro, espero.

—Sin duda, tienes mucha fiebre.

—Pero no tengo la peste, ¿verdad? No es tan grave.

—Te llevaremos al hospital de todos modos —le contestó con una evasiva—. ¿Puedes caminar?

Simone tuvo que hacer un gran esfuerzo para ponerse en pie. Caris tomó una manta de la cama y se la echó sobre los hombros.

Cuando se dirigían hacia la puerta, Caris oyó un estornudo. Esta vez vio que había sido la hermana Rosie, la oronda matricularius. Caris miró fijamente a la monja, que parecía asustada.

Llamó a una monja al azar y le dijo:

—Hermana Cressie, lleva a Simone al hospital mientras yo me ocupo de Rosie.

Cressie tomó a Simone del brazo y bajaron por la escalera.

Caris acercó la vela a la cara de Rosie, que también sudaba a mares. Le bajó el cuello del hábito y vio un sarpullido de manchitas púrpuras en los hombros y pechos.

—No —dijo Rosie—. No, por favor…

—Tal vez no sea nada —mintió Caris.

—¡No quiero morir de la peste! —exclamó Rosie con la voz rota.

Caris intentó tranquilizarla:

—Mantén la calma y acompáñame. —La tomó del brazo con fuerza, pero la monja se resistió.

—No, ¡me pondré bien!

—Intenta rezar una oración. El avemaría, venga.

Rosie empezó a rezar y, al cabo de un instante, Caris pudo llevársela.

El hospital estaba atestado de enfermos moribundos y de sus familias, la mayoría despiertos a pesar de la hora. Había un fuerte hedor a cuerpos sudorosos, vómito y sangre. El lugar estaba tenuemente iluminado por unas lámparas de sebo y las velas del altar. Un puñado de monjas atendía a los pacientes, les llevaban agua y los aseaban. Algunas se habían puesto la mascarilla, pero otras no.

El hermano Joseph también estaba en el hospital, era el monje médico más anciano y el más querido. Le estaba dando la extremaunción a Rick Silvers, prohombre del gremio de los joyeros, y se había inclinado sobre él para escuchar la confesión susurrada del hombre, que estaba rodeado de sus hijos y nietos.

Caris hizo sitio para Rosie y la convenció de que se tumbara. Una de las monjas le llevó una taza de agua de la fuente. Rosie permanecía inmóvil, pero no paraba de mover los ojos de un lado para otro. Sabía cuál iba a ser su destino, y estaba asustada.

—El hermano Joseph vendrá a verte de inmediato —le dijo Caris.

—Tenías razón, hermana Caris —le dijo Rosie.

—¿A qué te refieres?

—Simone y yo hemos sido siempre partidarias de la hermana Elizabeth y nunca nos hemos puesto la mascarilla. Mira lo que nos ha ocurrido.

Caris no había pensado en ello. ¿Acaso las muertes de aquéllas que no estaban de acuerdo con ella demostrarían, muy a su pesar, que tenía razón? En tal caso preferiría estar equivocada.

Se fue a ver a Simone. Estaba tumbada y tomaba de la mano a Cressie. Era mayor y podía mantener la calma más que Rosie, pero no podía ocultar el miedo que se reflejaba en su mirada, y aferraba con fuerza la mano de Cressie.

Caris miró a Cressie. Tenía una mancha oscura en el labio. Caris alargó el brazo y se la limpió con la manga.

Cressie también formaba parte del grupo de monjas que había renunciado a llevar la mascarilla.

Miró la mancha de la manga de Caris.

—¿Qué es? —le preguntó.

—Sangre —respondió Caris.

*

La votación se celebró en el refectorio, una hora antes de la cena. Caris y Elizabeth estaban una junto a la otra, tras una mesa que había en uno de los extremos de la sala, y las demás monjas estaban sentadas en bancos dispuestos en hileras.

Todo había cambiado. Simone, Rosie y Cressie estaban en el hospital, afectadas por la peste. Ahí, en el refectorio, las otras dos monjas que se habían negado desde un principio a ponerse la mascarilla, Elaine y Jeannie, mostraban los primeros síntomas: Elaine estornudaba y Jeannie sudaba. El hermano Joseph, que había tratado a víctimas de la peste sin mascarilla desde un principio, había acabado sucumbiendo. Las demás monjas habían vuelto a ponerse las mascarillas en el hospital. Si la mascarilla aún era un símbolo de apoyo a Caris, había ganado.

Todas estaban tensas e inquietas. La hermana Beth, antigua tesorera y ahora la mayor del convento, leyó una plegaria para dar inicio a la reunión. Casi antes de que hubiera acabado, varias monjas rompieron a hablar al mismo tiempo. La voz que se impuso fue la de la hermana Margaret, antigua despensera.

—¡Caris tenía razón y Elizabeth estaba equivocada! —exclamó—. Las que se negaron a ponerse la mascarilla están muriendo.

Hubo un murmullo generalizado de asentimiento.

Caris dijo:

—Preferiría que esto no hubiera ocurrido. Preferiría tener a Rosie, a Simone y a Cressie sentadas entre nosotras y que votaran contra mí. —Lo sentía así de corazón. Estaba harta de ver morir a la gente. Le hacía pensar en lo trivial que era todo lo demás.

Elizabeth se puso en pie.

—Propongo que pospongamos la votación —dijo—. Tres monjas han muerto y hay tres más en el hospital. Deberíamos esperar hasta que pase la peste.

Aquello cogió a Caris por sorpresa. Creía que Elizabeth no podría hacer nada para evitar la derrota, pero se había equivocado. Nadie votaría a su contrincante ahora, pero sus partidarias tal vez preferirían no tener que tomar una decisión.

La apatía de Caris se desvaneció. De pronto recordó todos los motivos por los que quería ser priora: para mejorar el hospital, para enseñar a leer y a escribir a más muchachas, para ayudar a que la ciudad prosperara… Sería una catástrofe que Elizabeth fuera elegida en su lugar.

Elizabeth recibió el apoyo inmediato de la anciana hermana Beth.

—No deberíamos celebrar la votación en este estado de pánico y tomar una decisión de la que podríamos arrepentimos cuando se haya calmado todo. —Su intervención parecía ensayada: era obvio que Elizabeth lo había planeado todo. Sin embargo, su argumento no era del todo irrazonable, pensó Caris con cierto temor.

Margaret, indignada, exclamó:

—Beth, sólo dices eso porque sabes que Elizabeth va a perder.

Caris se abstuvo de intervenir, por miedo a dar lugar a que sus detractoras usaran el mismo argumento contra ella.

La hermana Naomi, que no había mostrado preferencia por ninguno de los dos bandos, dijo:

—El problema es que no tenemos madre superiora. La madre Cecilia, que Dios la tenga en su gloria, no nombró a una supriora tras la muerte de Natalie.

—¿Y tan grave es eso? —preguntó Elizabeth.

—¡Sí! —exclamó Margaret—. ¡Ni tan siquiera podemos decidir quién va a encabezar la procesión!

Caris decidió arriesgarse y expresar un punto de vista práctico:

—Hay una larga lista de asuntos pendientes de una decisión, sobre todo en lo que respecta a la herencia de las propiedades del convento, cuyos arrendatarios han muerto a causa de la peste. Sería difícil continuar mucho más tiempo sin priora.

La hermana Elaine, una de las cinco amigas originales de Elizabeth, se mostró contraria al aplazamiento.

—Odio las elecciones —dijo. Estornudó y prosiguió—: Fomentan las disensiones entre nosotras y causan acritud. Quiero zanjar esta cuestión cuanto antes para que podamos actuar unidas ante esta desoladora peste.

Sus palabras suscitaron una ovación de apoyo.

La hermana Elizabeth fulminó a Elaine con la mirada, que no la rehuyó y dijo:

—¿Lo veis? ¡No puedo ni hacer un comentario pacífico como éste sin que Elizabeth me mire como si la hubiera traicionado!

Elizabeth bajó la vista.

Margaret propuso:

—Venga, votemos. Quien esté a favor de Elizabeth que diga: «sí».

Nadie habló por un instante. Entonces Beth dijo en voz baja:

—Sí.

Caris esperó a que alguien más hablara, pero Beth fue la única, lo que hizo que el corazón le latiera desbocado. ¿Estaba a punto de lograr lo que ambicionaba?

Margaret preguntó:

—¿Quién está a favor de Caris?

La reacción fue inmediata. Hubo un grito general de asentimiento y a Caris le pareció que casi todas las monjas votaban a su favor.

«Lo he conseguido —pensó—. Voy a ser priora. Ahora podré llevar a cabo mis objetivos».

Margaret dijo:

—En tal caso…

De pronto una voz masculina exclamó:

—¡Alto!

Varias monjas reprimieron un grito y una chilló. Todas miraron hacia la puerta, donde se encontraba Philemon, que debía de haber estado escuchando desde fuera, sospechó Caris.

Les advirtió:

—Antes de que continuéis…

Caris no pensaba aceptar aquello. Se puso en pie y lo interrumpió.

—¿Cómo te atreves a entrar en el convento? —le preguntó—. No tienes permiso y no eres bienvenido. ¡Vete ahora mismo!

—Me envía el reverendísimo padre…

—No tiene ningún derecho…

—Es la máxima autoridad de Kingsbridge, y en ausencia de una priora o una supriora tiene autoridad sobre las monjas.

—Ahora ya tenemos priora, hermano Philemon. —Caris se dirigió hacia él—. Acabo de ser elegida.

Las monjas odiaban a Philemon y todas aplaudieron.

El suprior dijo:

—El padre Godwyn se niega a permitir que esta votación tenga lugar.

—Demasiado tarde. Dile que la madre Caris está a cargo del convento y que te ha expulsado.

Philemon retrocedió.

—¡No serás priora hasta que tu elección haya sido ratificada por el obispo!

—¡Fuera! —gritó Caris.

Las monjas se unieron a su grito:

—¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera!

Philemon se sentía intimidado. No estaba acostumbrado a que lo desafiaran de aquel modo. Caris dio otro paso hacia él y el suprior retrocedió. Parecía sorprendido por lo que estaba ocurriendo, pero también asustado. Los gritos se intensificaron. El monje se volvió de improviso y desapareció.

Las monjas se pusieron a reír y a aplaudir.

Sin embargo, Caris sabía que la advertencia que le había lanzado antes de irse era cierta. Su elección tendría que ser ratificada por el obispo Henri.

Y Godwyn haría todo lo que pudiera para evitarlo.

*

Un grupo de voluntarios de la ciudad limpió una zona boscosa de media hectárea de extensión en el extremo más alejado del río, y Godwyn ya estaba consagrando unos terrenos nuevos para usarlos como cementerio. Todos los camposantos dentro de los confines de la ciudad estaban llenos a rebosar, y el espacio disponible en el de la catedral se reducía a ojos vista.

Godwyn recorría los límites del terreno azotado por un viento frío y lacerante, rociándolo con agua sagrada que se congelaba nada más tocar el suelo, mientras los monjes y las monjas marchaban tras él, entonando un salmo. A pesar de que la consagración aún no había acabado, los sepultureros ya se habían puesto manos a la obra. Había unos montones de tierra dispuestos en líneas rectas tras una serie de hoyos rectangulares, cavados lo más cerca posible unos de otros para ahorrar espacio. Sin embargo, aquella media hectárea no les daría para mucho, y los voluntarios habían empezado a talar el terreno de al lado.

En momentos como ése, Godwyn tenía que hacer grandes esfuerzos para mantener la compostura. La peste avanzaba como una marea y arrastraba consigo a todo aquél que encontraba a su paso, imparable. Los monjes habían enterrado a un centenar de personas durante la semana de Navidad y las cifras seguían creciendo. El hermano Joseph había muerto el día antes y había dos monjes más enfermos. ¿Cuándo iba a acabar? ¿Moriría todo el mundo? ¿Moriría el propio Godwyn?

Estaba tan asustado que se detuvo y se quedó mirando fijamente el hisopo de oro con el que rociaba el agua sagrada, como si no tuviera ni idea de cómo le había llegado a las manos. Por un instante sintió tanto pánico que no pudo moverse. Entonces Philemon, que encabezaba la procesión, le dio un empujón suave por detrás. Godwyn se tambaleó hacia delante y reanudó la marcha. Se había deshecho de esos pensamientos espantosos.

Decidió concentrarse en el problema de la elección de las monjas. La reacción a su sermón había sido tan favorable que estaba convencido de que la victoria de Elizabeth era segura. Sin embargo, las tornas habían cambiado de un modo increíblemente rápido, y el exasperante resurgimiento de la popularidad de Caris lo había pillado por sorpresa. La intervención en el último instante de Philemon no había sido más que una medida desesperada, tomada demasiado tarde. Cuando pensaba en ello, le entraban ganas de gritar.

Sin embargo, el asunto aún no estaba zanjado. Caris se había burlado de Philemon, pero la verdad era que la monja no podía darse por confirmada en el cargo hasta recibir la aprobación del obispo Henri.

Por desgracia, Godwyn aún no había tenido la oportunidad de congraciarse con Henri. El nuevo obispo, que no hablaba inglés, sólo había visitado Kingsbridge en una ocasión. Como su nombramiento era tan reciente, Philemon aún no había tenido tiempo de averiguar si tenía alguna gran debilidad. Pero era un hombre, y también sacerdote, por lo que debería tomar partido con Godwyn contra Caris.

Godwyn había escrito a Henri y le había dicho que Caris había embrujado a las monjas para convencerlas de que podía salvarlas de la peste. Le había detallado el historial de la monja: la acusación de herejía, el juicio y la condena que le habían impuesto ocho años antes, y el modo en que Cecilia la había salvado. Esperaba que Henri llegara a Kingsbridge lleno de prejuicios en contra de Caris.

Pero ¿cuándo iba a llegar el nuevo obispo? Era del todo insólito que no hubiera acudido al oficio de Navidad que se celebraba en la catedral. En una carta, el arcediano Lloyd, siempre eficiente y falto de imaginación, le explicaba que Henri estaba muy atareado buscando sacerdotes con los que sustituir a los que habían muerto a causa de la peste. Lloyd bien podía estar en contra de Godwyn: era hombre de confianza del conde William, y le debía su cargo al difunto hermano de éste, Richard. Y el padre de William y Richard, el conde Roland, había odiado a Godwyn. Pero no era Lloyd quien debía tomar la decisión, sino Henri. Resultaba difícil predecir lo que iba a suceder. Godwyn tenía la sensación de que había perdido el control. Su carrera se veía amenazada por Caris, y su vida por una peste despiadada.

Al final de la ceremonia de consagración empezó a caer una leve nevada. Siete cortejos fúnebres coincidieron junto al nuevo cementerio, esperando a que éste estuviera listo. Cuando Godwyn les hizo una señal, entraron. El primer cuerpo iba dentro de un féretro, pero los demás iban amortajados sobre andas. En las buenas épocas, los ataúdes eran un lujo que sólo estaba al alcance de los más prósperos, pero ahora que la madera se había encarecido y que los carpinteros encargados de hacerlos tenían mucho trabajo, tan sólo los muy ricos podían permitirse ser enterrados en un féretro de madera.

Al frente de la primera procesión se encontraba Merthin, con el pelo y la barba rojo cobrizo cubiertos de copos de nieve. Llevaba a su hija en brazos. El acaudalado cadáver que ocupaba el féretro no podía ser otro que el de Bessie Bell, dedujo Godwyn. Bessie no tenía familiares y le había dejado la posada a Merthin. «Parece que el dinero se pega a ese hombre como las hojas mojadas», pensó Godwyn con amargura. Merthin ya tenía la isla de los Leprosos y la fortuna que había hecho en Florencia. Ahora era el dueño de la posada más concurrida de Kingsbridge.

Godwyn conocía el contenido del testamento de Bessie porque el priorato tenía derecho a recaudar un impuesto de herencia y se había llevado un buen pellizco del valor de la posada. Merthin había pagado la cantidad estipulada en florines de oro, sin titubear.

La única buena consecuencia de la peste era que, de repente, el priorato tenía mucho dinero en metálico.

Godwyn ofició un único funeral para los siete cuerpos. Ésa era la norma por entonces: un funeral por la mañana y otro por la tarde, sin importar el número de fallecidos. No había suficientes curas en Kingsbridge para enterrar a cada persona individualmente.

Aquel pensamiento reavivó el sentimiento de pavor de Godwyn, que se vio a sí mismo en una de las tumbas, lo que provocó que se le trabara la lengua. Luego logró recobrar la compostura y pudo continuar.

Cuando se acabó el oficio, encabezó la procesión de monjes y monjas a la catedral. Entraron en la iglesia y se separaron en la nave. Los monjes regresaron a sus tareas habituales. Una novicia se aproximó a Godwyn hecha un manojo de nervios y le pidió:

—Padre prior, ¿tendríais la bondad de venir al hospital?

A Godwyn no le gustaba recibir mensajes autoritarios mediante una novicia.

—¿Para qué? —le espetó.

—Lo siento, padre, no lo sé. Tan sólo me han ordenado que se lo pidiera.

—Iré en cuanto pueda —le dijo, malhumorado.

No tenía que hacer nada urgente, pero sólo para justificarse, se entretuvo en la catedral, hablando con el hermano Eli sobre los hábitos de los monjes.

Al cabo de unos minutos, cruzó el claustro y entró en el hospital.

Las monjas estaban arremolinadas alrededor de una cama que se encontraba frente al altar. «Deben de tener a un paciente importante», pensó. Se preguntó quién debía de ser. Una de las monjas se volvió hacia él. Tenía la boca y la nariz tapadas con una máscara de lino, pero reconoció los ojos verdes con destellos dorados que toda su familia y él compartían: se trataba de Caris. A pesar de que apenas podía verle la cara, detectó una expresión extraña en su mirada. Esperaba aversión y desdén, pero, en lugar de eso, vio compasión.

Se acercó a la cama con una sensación de temor. Cuando las otras monjas lo vieron, se hicieron a un lado con deferencia. Acto seguido, vio al paciente.

Era su madre.

La cabeza grande de Petranilla yacía sobre un cojín blanco. Estaba sudando, y de la nariz le salía un hilo de sangre. Una monja se lo limpió, pero volvió a salir. Otra monja le ofreció a la paciente un vaso de agua. Había un sarpullido de manchas púrpuras en la piel arrugada del cuello de Petranilla.

Godwyn lanzó un grito como si lo hubieran herido. Miró fijamente a su madre, presa del horror. Petranilla alzó la vista, teñida por el sufrimiento. No había lugar a dudas: había caído víctima de la peste.

—¡No! —exclamó él—. ¡No! ¡No! —Sintió un dolor insoportable en el pecho, como si le hubieran clavado una puñalada.

Oyó a Philemon, que estaba junto a él, diciéndole con voz asustada:

—Intentad mantener la calma, padre prior.

Pero no pudo. Abrió la boca para gritar, pero no profirió ningún sonido. De pronto sintió como si acabaran de separarle de su cuerpo, sin control sobre los movimientos. Entonces, de improviso, una niebla negra se alzó del suelo y lo engulló; le fue rodeando el cuerpo hasta taparle la nariz y la boca, por lo que dejó de respirar, y luego los ojos, por lo que se quedó ciego; y, al final, perdió el conocimiento.

*

Godwyn permaneció en cama durante cinco días. No comió nada y sólo bebía cuando Philemon le acercaba un vaso a los labios. No podía pensar serenamente. No podía moverse y parecía incapaz de decidir qué debía hacer. Sollozaba y dormía, luego se despertaba y volvía a llorar. Apenas fue consciente de cómo un monje le tocó la frente, le tomó una muestra de la orina, le diagnosticó fiebre cerebral y le practicó una sangría.

Entonces, el último día de diciembre, llegó Philemon, con aspecto asustado, y le comunicó que su madre había muerto.

Godwyn se levantó. Se afeitó él solo, se puso un hábito limpio y fue al hospital.

Las monjas habían lavado y vestido el cadáver. Petranilla tenía el cabello cepillado y llevaba un vestido costoso de lana italiana. Al verla en aquel estado, con la palidez de la muerte reflejada en el rostro y los ojos cerrados para siempre, Godwyn sintió un resurgimiento del pánico que lo había abatido; pero esta vez fue capaz de aplacarlo.

—Llevad su cuerpo a la catedral —ordenó.

Por lo general, el honor de yacer en capilla ardiente en la catedral estaba reservado a monjes, monjas, eclesiásticos superiores y aristócratas; pero Godwyn sabía que nadie osaría llevarle la contraria.

Cuando la hubieron trasladado a la iglesia y la situaron frente al altar, Godwyn se arrodilló junto a ella y rezó. Las plegarias lo ayudaron a aplacar el pánico y, poco a poco, fue decidiendo lo que debía hacer. Cuando se levantó, le ordenó a Philemon que convocara de inmediato una reunión en la sala capitular.

Aún le temblaba todo el cuerpo, pero sabía que tenía que calmarse. Siempre había contado con la bendición del poder de la persuasión, y ahora tenía que sacarle el máximo provecho.

Cuando los monjes se reunieron, les leyó los siguientes versículos del Génesis: «Aconteció después de estas cosas, que probó Dios a Abraham, y le dijo: Abraham. Y él respondió: Heme aquí. Y dijo: Toma ahora a tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas, y vete a tierra de Moriah, y ofrécelo allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te diré. Y Abraham se levantó muy de mañana, y enalbardó su asno, y tomó consigo dos siervos suyos, y a Isaac su hijo; y cortó leña para el holocausto, y se levantó, y fue al lugar que Dios le dijo».

Godwyn alzó la vista del libro. Los monjes lo observaban atentamente. Todos conocían la historia de Abraham e Isaac. Les interesaba más lo que fuera a decirles él, Godwyn. Se mantenían a la expectativa, en actitud cautelosa, preguntándose qué ocurriría a continuación.

—¿Qué nos enseña la historia de Abraham e Isaac? —preguntó retóricamente—. Dios le dice a Abraham que mate a su hijo, no sólo a su hijo mayor, sino a su único hijo, nacido cuando él tenía cien años. ¿Protestó Abraham? ¿Suplicó misericordia? ¿Discutió con Dios? ¿Dijo que matar a Isaac sería asesinato, infanticidio, un horrible pecado? —Godwyn dejó que la pregunta flotara en el aire un momento, luego bajó la vista al libro y leyó—: «Y Abraham se levantó muy de mañana, y enalbardó su asno…».

Alzó la vista de nuevo.

—Dios también puede tentarnos. Puede ordenarnos que llevemos a cabo actos que pueden parecer injustos. Quizá nos dirá que hagamos algo que parece un pecado. Cuando eso ocurra, debemos recordar a Abraham.

Godwyn había recurrido a su estilo más persuasivo y sermoneador, rítmico y, sin embargo, llano. El silencio que imperaba en la sala capitular octogonal le permitía saber que gozaba de la atención absoluta de su público: todos estaban inmóviles, en silencio, sin pestañear.

—No debemos cuestionarlo —dijo—. No debemos discutir sus decisiones. Cuando Dios nos muestra un camino, debemos seguirlo, por muy insensatos, pecaminosos o crueles que sus deseos puedan parecer a nuestras simples mentes humanas. Somos débiles y humildes. Nuestro raciocinio es falible. No somos nosotros los que debemos tomar decisiones u opciones. Nuestra tarea es simple. Consiste en obedecer.

Entonces les dijo lo que debían hacer.

*

El obispo llegó cuando se había puesto el sol. Era casi medianoche cuando el séquito entró en el recinto: habían viajado a caballo guiados por la luz de las antorchas. La mayoría de los monjes ya hacía varias horas que se había acostado, pero aún había un grupo de monjas que seguía trabajando en el hospital, y una de ellas fue a despertar a Caris.

—El obispo está aquí —le dijo.

—¿Por qué quiere verme? —preguntó Caris, adormilada.

—No lo sé, madre priora.

Por supuesto que no lo sabía. Caris salió de la cama y se puso una capa.

Se detuvo en el claustro para tomar un trago largo de agua y aspiró profundamente el gélido aire nocturno para despejarse. Quería causarle buena impresión al obispo y que no pusiera trabas a su ratificación como priora.

El arcediano Lloyd estaba en el hospital, parecía fatigado y tenía la punta de la nariz roja a causa del frío.

—Venid a saludar a vuestro obispo —le dijo con malas maneras, como si ella hubiera tenido que estar despierta, esperando su llegada.

Caris lo siguió. Un sirviente aguardaba frente a la puerta con una antorcha. Cruzaron el césped, hasta el lugar donde se encontraba el obispo, a lomos de su caballo.

Era un hombre pequeño tocado con un sombrero grande y parecía muy disgustado.

Caris le dijo en francés normando:

—Bienvenido al priorato de Kingsbridge, reverendísimo monseñor.

Henri le preguntó de mala manera:

—¿Quién sois?

Ella lo había visto antes pero nunca había hablado con él.

—Soy la hermana Caris, priora electa.

—La bruja.

A Caris le dio un vuelco el corazón. Godwyn ya debía de haber intentado malquistarlo con ella. Se sintió indignada.

—No, reverendísimo obispo, aquí no hay brujas —dijo con más mordacidad de la que aconsejaba la prudencia—. Sólo un grupo de monjas normales que están realizando un gran esfuerzo por una ciudad asolada por la peste.

Henri no hizo caso de su comentario.

—¿Dónde está el prior Godwyn?

—En su palacio.

—¡No es cierto!

El arcediano Lloyd se lo explicó:

—Ya hemos estado allí. El edificio está vacío.

—¿Es eso cierto?

—Sí —respondió el arcediano, irritado—. Es cierto.

En ese momento, Caris vio al gato de Godwyn, con la característica punta blanca que le remataba la cola. Las novicias lo llamaban Arzobispo. Pasó frente a la fachada oeste de la catedral, mirando hacia los espacios que había entre los pilares, como si estuviera buscando a su amo.

Caris se quedó desconcertada.

—Qué extraño… Tal vez Godwyn ha decidido dormir en el dormitorio con los demás monjes.

—¿Y por qué iba a hacer eso? Espero que no haya incurrido en ninguna falta grave.

Caris negó con la cabeza. El obispo temía que hubiera roto el voto de castidad, pero Godwyn no era propenso a cometer ese delito en particular.

—Tuvo una reacción muy negativa cuando su madre contrajo la peste. Sufrió algún tipo de ataque y perdió el conocimiento. La pobre anciana ha muerto hoy.

—Con mayor motivo debería dormir en su propia cama si no se encuentra bien.

Podía haber ocurrido cualquier cosa. Godwyn había quedado algo trastornado a causa de la enfermedad de su madre. Caris le preguntó al obispo:

—¿Desearíais hablar con uno de sus asistentes?

Henri respondió enojado:

—Si encuentro alguno, ¡sí!

—Tal vez si acompaño al arcediano Lloyd al dormitorio…

—¡En cuanto gustéis!

Lloyd tomó la antorcha de un sirviente y Caris lo condujo rápidamente por la catedral, hasta el claustro. El lugar estaba en silencio, como acostumbraban a estar los monasterios a esa hora de la noche. Llegaron a la escalera que subía al dormitorio y Caris se detuvo.

—Es mejor que continuéis solo —le dijo—. Una monja jamás debería ver a los monjes en cama.

—Por supuesto. —Lloyd subió la escalera con la antorcha y dejó a Caris a oscuras, que esperó, llena de curiosidad. Entonces oyó al arcediano—: ¿Hola? —Hubo un extraño silencio. Luego, al cabo de unos instantes, la llamó con una voz muy rara—. ¿Hermana?

—¿Sí?

—Podéis subir.

Desconcertada, subió las escaleras y entró en el dormitorio. Se detuvo junto a Lloyd y echó un vistazo a la estancia, iluminada por la luz titilante de la antorcha. Los jergones de paja de los monjes estaban en su sitio, en perfecto estado, a ambos lados de la sala, pero ninguno estaba ocupado.

—Aquí no hay nadie —dijo Caris.

—Ni un alma —añadió Lloyd—. ¿Qué ha ocurrido?

—No lo sé pero me lo imagino.

—Entonces iluminadme, por favor.

—¿Acaso no es obvio? —le preguntó ella—. Han huido.