aul Bell fue enterrado tres días antes de Navidad. Todos cuantos se congregaron en torno a su tumba en el gélido diciembre fueron invitados a la taberna a beber en su recuerdo. Su hija, Bessie, era ahora la propietaria del negocio y como no quería llorar la muerte de su padre a solas, sirvió la mejor cerveza de la taberna en generosas cantidades. Lennie Fiddler tocó melodías tristes con su violín, y la pesadumbre y las lágrimas derramadas por los dolientes aumentaron a medida que se iban emborrachando.
Merthin se sentó en una esquina con Lolla. En el mercado celebrado el día anterior había comprado pasas de Corinto, un lujo costoso. Las estaba compartiendo con Lolla y aprovechaba para enseñarle los números al mismo tiempo. Contó nueve pasas para él, pero cuando estaba contando las de su hija, se saltó la mitad de los números y dijo:
—Uno, tres, cinco, siete, nueve.
—¡No! —protestó la pequeña—. ¡No está bien! —Lolla se reía porque sabía que su padre sólo quería chincharla.
—Pero si he contado nueve para cada uno —exclamó él.
—¡Tú tienes más!
—Bueno, ¿y cómo ha ocurrido?
—No las has contado bien, tonto.
—Pues entonces será mejor que las cuentes tú, a ver si se te da mejor.
Bessie se sentó con ellos. Se había puesto su mejor vestido, que le quedaba algo ajustado.
—¿Me dais alguna pasa? —preguntó.
Lolla respondió:
—Sí, pero no dejes que las cuente papá.
—Tranquila —le aseguró Bessie—, creo que me conozco sus trucos.
—Aquí tienes —le dijo Merthin a la posadera—. Una, tres, nueve, trece… Oh, me he pasado. Es mejor que le quite algunas. —Recuperó tres pasas—. Doce, once, diez. Ya está, ahora tienes diez pasas.
A Lolla aquello le pareció divertidísimo.
—¡Pero si sólo tiene una! —dijo.
—¿Es que he vuelto a contar mal?
—¡Sí! —Miró a Bessie—. Nos conocemos tus trucos.
—Venga, entonces cuéntalas tú.
Se abrió la puerta y entró una gélida racha de aire. Era Caris, envuelta en una pesada capa. Merthin le sonrió: cada vez que la veía, se alegraba de comprobar que aún estaba viva.
Bessie le lanzó una mirada recelosa, pero le dio la bienvenida.
—Hola, hermana. Es muy amable por tu parte que te acuerdes de mi padre.
Caris respondió:
—Siento mucho que lo hayas perdido. Era un buen hombre. —Ella también era educada sólo para mantener las formas.
Merthin se dio cuenta de que aquellas dos mujeres se consideraban rivales disputando por su cariño. Él no sabía qué había hecho para merecer tal devoción.
—Gracias —le dijo Bessie a Caris—. ¿Quieres un vaso de cerveza?
—Muchas gracias, pero no. Tengo que hablar con Merthin.
Bessie miró a Lolla.
—¿Quieres que tostemos almendras en el fuego?
—¡Sí, por favor!
Bessie se llevó a la niña.
—Se llevan muy bien —dijo Caris.
Merthin asintió.
—Bessie tiene un gran corazón y no tiene hijos.
A Caris se le ensombreció el rostro.
—Yo no tengo hijos… pero quizá no tengo un gran corazón para tener críos.
Merthin le acarició la mano.
—No es cierto —le dijo—. Tu corazón es tan grande que tienes que cuidar no sólo de un hijo o dos, sino de docenas de personas.
—Eres muy bueno por verlo así.
—Es cierto, eso es todo. ¿Cómo está la situación en el hospital?
—Es insoportable. Está lleno de gente moribunda y no puedo hacer nada por ellos, salvo enterrarlos.
Merthin sintió una gran compasión. Caris era una persona muy capaz, de absoluta confianza, pero la tensión había hecho mella en ella y quería compartirlo con él, y con nadie más.
—Pareces cansada —le dijo él.
—Lo estoy, bien lo sabe Dios.
—Supongo que también te preocupan las elecciones.
—He venido a pedirte ayuda por eso.
Merthin dudó. Se debatía entre sentimientos contradictorios. Una parte de él quería que Caris lograra lo que ambicionaba y se convirtiera en priora. Pero, entonces, ¿llegaría a ser algún día su mujer? Al mismo tiempo albergaba la esperanza egoísta de que perdiera las elecciones y renunciara a sus votos. A pesar de todo, quería ofrecerle toda la ayuda que le pidiera, sólo porque la amaba.
—Muy bien —respondió él.
—El sermón de ayer de Godwyn me ha hecho daño.
—¿Es que nunca te librarás de esa vieja acusación de brujería? ¡Es absurdo!
—La gente es estúpida. El sermón causó un gran impacto entre las monjas.
—Tal y como era su intención.
—De eso no hay duda. Pocas de ellas creyeron a Elizabeth cuando les dijo que mis máscaras de lino eran paganas. Sólo sus amigas más próximas renunciaron a llevar la mascarilla: Cressie, Elaine, Jeannie, Rosie y Simone. Pero cuando las demás escucharon el mensaje lanzado desde el púlpito de la catedral, fue distinto. Ahora las hermanas más impresionables han renunciado a la mascarilla. Unas cuantas evitan tomar una decisión clara al respecto y por eso ya no entran en el hospital. Sólo hay un puñado que aún las lleva: cuatro monjas cercanas a mí y yo misma.
—Me lo temía.
—Ahora que la madre Cecilia, Mair y Julie la Anciana han muerto, sólo quedan treinta y dos monjas con derecho a voto. Se necesitan diecisiete para ganar. Al principio, Elizabeth sólo tenía cinco partidarias claras. El sermón le ha dado once más. Contando su voto, suma diecisiete. Yo sólo tengo cinco, y aunque todas las indecisas me votaran, perdería.
Merthin se enfureció por ella. Tenía que ser doloroso que la rechazaran de aquel modo después de todo lo que había hecho por el convento.
—¿Y qué piensas hacer?
—El obispo es mi última esperanza. Si muestra su firme oposición a Elizabeth y anuncia que no ratificará su elección, algunas de sus partidarias podrían votarme a mí y, entonces, podría tener alguna oportunidad de ganar.
—¿Cómo piensas influir en él?
—No puedo, pero tú sí… o, como mínimo, la cofradía gremial.
—Supongo…
—Esta noche van a celebrar una reunión. Supongo que asistirás a ella.
—Sí.
—Piensa en ello. Godwyn ya tiene a la ciudad en un puño. Mantiene una estrecha relación con Elizabeth ya que la familia de ella es arrendataria del priorato, y Godwyn siempre ha intentado favorecerlos. Si ella se convierte en priora, será tan sumisa como Elfric. Godwyn no tendrá oposición ni dentro ni fuera del priorato, y eso supondrá la muerte de Kingsbridge.
—Es cierto, pero no sé si los miembros del gremio estarán de acuerdo en interceder con el obispo…
Una sombra de desánimo mudó el semblante de la monja.
—Sólo inténtalo. Si rechazan tu petición, que así sea.
La desesperación de Caris lo conmovió y deseó poder ser más optimista.
—Lo haré, por supuesto.
—Gracias. —Se levantó—. Debes tener sentimientos contradictorios con respecto a mi petición. Gracias por ser un verdadero amigo.
Merthin sonrió con ironía. Quería ser su esposo, no su amigo. Pero, de momento, se conformaría con eso.
Caris salió al frío que azotaba las calles.
Merthin se reunió con Bessie y Lolla junto al fuego y probó las almendras tostadas, pero estaba preocupado. La influencia de Godwyn era maligna, pero aun así no dejaba de acumular más y más poder. ¿Por qué? Tal vez porque era un hombre ambicioso sin conciencia, una poderosa combinación.
Cuando cayó la noche, puso a Lolla a dormir en su cama y le pidió a la hija de un vecino que la vigilara. Bessie dejó a su ayudante, Sairy, a cargo de la taberna. Enfundados en pesadas capas, enfilaron la calle principal en dirección a la sede del gremio para asistir a la reunión de invierno de la cofradía gremial.
En el fondo de la larga estancia había un barril de cerveza para los miembros del gremio. Esa Navidad, los habitantes de Kingsbridge parecían empeñados en forzarse a celebrar las fiestas, pensó Merthin. Muchos de ellos ya habían bebido en el velatorio de Paul Bell, y algunas de esas mismas personas entraron en la sede detrás de Merthin y fueron directas a llenar sus jarras con tanta ansiedad que parecía que hiciera una semana que no cataban la cerveza. Tal vez aquello los ayudaba a olvidarse de la peste.
Bessie fue una de las cuatro personas presentadas como nuevo miembro. Las otras tres fueron los hijos mayores de importantes mercaderes que habían muerto. Godwyn, ejerciendo su señorío sobre los ciudadanos, debía de haber disfrutado de un buen aumento de sus ingresos gracias al impuesto de herencia, pensó Merthin.
Cuando zanjaron las cuestiones rutinarias, Merthin planteó el tema de la elección de la nueva priora.
—Eso no es asunto nuestro —replicó Elfric de inmediato.
—Al contrario, el resultado afectará al comercio de esta ciudad durante los próximos años, tal vez décadas —arguyó Merthin—. La priora es una de las personas más ricas y poderosas de Kingsbridge, y deberíamos hacer todo cuanto esté a nuestro alcance para que se elija a una que no le ponga trabas al comercio.
—No podemos hacer nada, no tenemos voto.
—Pero tenemos influencia. Podríamos dirigirle una petición al obispo.
—Eso jamás se ha hecho.
—Lo cual no es óbice para no intentarlo ahora.
Bill Watkin los interrumpió.
—¿Quiénes son las candidatas?
Merthin contestó:
—Lo siento, creía que lo sabíais. La hermana Caris y la hermana Elizabeth. Creo que deberíamos apoyar a Caris.
—No me extraña que la prefieras —exclamó Elfric—. ¡Y todos sabemos por qué!
Los asistentes estallaron en carcajadas. Todo el mundo conocía la accidentada e intermitente relación entre Merthin y Caris, una relación que venía de largo.
Merthin sonrió.
—Venga, reíos, no me importa. Tan sólo recordad que Caris se crio en el negocio de la lana y que ayudó a su padre, por lo que entiende los problemas y los retos a los que deben hacer frente los mercaderes; mientras que su rival es la hija de un obispo, y caben más posibilidades de que simpatice con el prior.
Elfric tenía la cara roja, en parte por la cerveza que había bebido, pensó Merthin, pero sobre todo debido a la ira.
—¿Por qué me odias, Merthin? —le preguntó.
Merthin se quedó sorprendido.
—Creía que era al revés.
—Sedujiste a mi hija y luego te negaste a casarte con ella. Intentaste impedir que construyera el puente. Creía que nos habíamos librado de ti, y entonces regresaste y me humillaste en la cuestión de las grietas del puente. Cuando aún hacía pocos días de tu regreso, intentaste que tu amigo Mark me desbancara en mi cargo de mayordomo. Incluso insinuaste que las grietas de la catedral eran culpa mía, a pesar de que se construyó antes de que yo naciera. Repito, ¿por qué me odias?
Merthin no supo qué decir. ¿Cómo era posible que Elfric no supiera lo que le había hecho? Pero él no quería seguir con la discusión delante de los miembros del gremio, ya que le parecía una actitud infantil.
—No te odio, Elfric. Fuiste un maestro cruel cuando yo era tu aprendiz, y eres un constructor desidioso, y adulas a Godwyn, pero a pesar de todo, no te odio.
Uno de los miembros nuevos, Joseph Blacksmith, dijo:
—¿Es esto lo que hacéis en la cofradía gremial: mantener discusiones estúpidas?
Merthin se sintió tratado injustamente. No era él quien había introducido el matiz personal. Pero si hubiera dicho eso, habría dado la sensación de que quería continuar con aquella estúpida discusión. De modo que no dijo nada y pensó que Elfric era siempre muy astuto.
—Joe tiene razón —dijo Bill Watkin—. No hemos venido aquí a escuchar cómo riñen Elfric y Merthin.
A Merthin le preocupó que Bill los pusiera a Elfric y a él en el mismo saco. Por lo general, él gozaba de la simpatía de los demás miembros, que sentían cierta hostilidad hacia Elfric desde la discusión sobre las grietas del puente. De hecho, habrían elegido a Mark como nuevo mayordomo si no hubiera muerto. Pero algo había cambiado.
Merthin dijo:
—¿Podemos regresar al tema que estábamos debatiendo, que es la petición al obispo para que apoye la elección de Caris como priora?
—Me opongo —exclamó Elfric—. El prior Godwyn quiere a Elizabeth.
Se alzó una nueva voz.
—Estoy con Elfric. Es mejor que no discrepemos del padre prior.
Se trataba de Marcel Chandler, que tenía el contrato para suministrar candelas de cera al priorato. Godwyn era su cliente más importante. Su decisión no sorprendió a Merthin.
Sin embargo, sí que le sorprendió la siguiente persona que tomó la palabra. Fue Jeremiah Builder, que dijo:
—No creo que debamos apoyar a alguien que ha sido acusado de herejía. —Acto seguido, escupió al suelo dos veces, a izquierda y derecha, y se santiguó.
Merthin estaba demasiado perplejo para responder.
Jeremiah siempre había sido enormemente supersticioso, pero Merthin jamás habría imaginado que su temor lo llevaría a traicionar a su mentor.
Fue Bessie quien defendió a Caris.
—Esa acusación siempre fue absurda —dijo.
—Aun así, jamás se rebatió —replicó Jeremiah.
Merthin lo miró fijamente, pero su antiguo aprendiz no se atrevió a alzar la vista.
—¿Qué te ha ocurrido, Jimmie? —le preguntó Merthin.
—No quiero morir de la peste —le dijo Jeremiah—. Ya oíste el sermón. Todo aquél que recurra a remedios paganos debería ser rechazado. Estamos hablando de pedirle al obispo que la convierta en priora… ¡Eso no es rechazarla!
Hubo un murmullo de aprobación, y Merthin se percató de que la marea de opinión había cambiado. Los demás no eran tan crédulos como Jeremiah, pero compartían su temor. La peste los había asustado a todos y había socavado los cimientos de su racionalidad. El sermón de Godwyn había sido más efectivo de lo que había imaginado Merthin.
Estaba dispuesto a rendirse. Pero entonces pensó en Caris, en lo cansada y desmoralizada que estaba, y lo intentó una última vez.
—Ya he vivido esta situación en Florencia —dijo—. Os advierto que los curas y los monjes no salvarán a nadie de la peste. Habréis entregado la ciudad a Godwyn en bandeja de plata, y todo para nada.
Jeremiah replicó:
—Eso se parece muchísimo a una blasfemia.
Merthin miró a su alrededor. Los demás se mostraban de acuerdo con Jeremiah. Estaban demasiado asustados para pensar serenamente. No podía hacer nada más.
Así pues, la cofradía decidió no emprender acción alguna en la elección de la priora, y la reunión finalizó poco después en un ambiente enrarecido. Los miembros cogieron teas de la chimenea para que los alumbraran en el camino de vuelta a casa.
Merthin decidió que era demasiado tarde para ir a informar a Caris; las monjas, al igual que los monjes, se iban a dormir al anochecer y se levantaban a primera hora de la mañana. Sin embargo, vio una figura envuelta en una gran capa de lana, esperando frente a la cofradía y, para su sorpresa, su antorcha iluminó el rostro atribulado de Caris.
—¿Qué ha ocurrido? —le preguntó ella, hecha un manojo de nervios.
—He fracasado —respondió él—. Lo siento.
La luz de la antorcha reveló su dolor.
—¿Qué han dicho?
—Que no quieren meter baza. Se han creído el sermón.
—Hatajo de necios…
Ambos recorrieron juntos la calle principal. Cuando llegaron a las puertas del priorato, Merthin le dijo:
—Abandona el convento, Caris. No por mí, sino por tu bien. No podrás trabajar con Elizabeth. Te odia y pondrá trabas a todo lo que quieras hacer.
—Aún no ha ganado.
—Pero ganará… tú misma lo dijiste. Renuncia a tus votos y cásate conmigo.
—El matrimonio es un voto. Si rompo el que le hice a Dios, ¿por qué ibas a confiar en mi promesa?
Merthin sonrió.
—Me arriesgaré.
—Déjame pensar en ello.
—Hace meses que le estás dando vueltas —replicó Merthin con un deje de resentimiento—. Si no te vas ahora, no lo harás jamás.
—Ahora no puedo marcharme. La gente me necesita más que nunca.
Él empezó a enfurecerse.
—No voy a pasarme toda la vida pidiéndotelo.
—Lo sé.
—De hecho, después de esta noche no volveré a pedírtelo.
Caris rompió a llorar.
—Lo siento, pero no puedo abandonar el hospital en medio de una peste como la que nos azota.
—El hospital.
—Y la gente de la ciudad.
—¿Y qué hay de ti?
Las lágrimas de la monja refulgieron bajo la llama de la antorcha.
—Me necesitan desesperadamente.
—Son unos desagradecidos, todos: las monjas, los monjes y la gente de esta ciudad. Y por Dios que yo lo sé mejor que nadie.
—Eso no me influye en nada.
Merthin asintió con la cabeza, en un gesto que daba a entender que aceptaba su decisión, y reprimió su ira egoísta.
—Si es eso lo que quieres, debes cumplir con tu obligación.
—Gracias por entenderme.
—Habría preferido que esto hubiera acabado de otro modo.
—Yo también.
—Es mejor que te quedes con la antorcha.
—Gracias.
Caris tomó la tea y se fue. Merthin la observó, mientras pensaba: «¿Así va a acabar esto? ¿Esto es todo?». Ella se alejó con sus andares característicos, con paso resuelto y segura de sí misma, pero con la cabeza gacha. Cruzó la puerta y desapareció.
Los destellos de las luces de la posada Bell se colaban entre las rendijas de los postigos y la puerta. Merthin decidió entrar.
Los últimos clientes se deshacían en despedidas etílicas, mientras Sairy recogía las jarras y limpiaba las mesas. Merthin subió a ver a Lolla, que dormía como un lirón, y pagó a la muchacha que la había cuidado. Pensó en irse a la cama, pero sabía que no podría dormir. Estaba demasiado disgustado. ¿Por qué se le había acabado la paciencia esa noche y no cualquier otra? Se había enfurecido. Sin embargo, cuando se calmó reflexionó que se trataba de una furia surgida del miedo. Lo que ocurría, en el fondo, era que le daba miedo que Caris contrajera la peste y muriera.
Tomó asiento en un banco de la taberna y se quitó las botas. Se quedó inmóvil, con la mirada fija en el fuego, preguntándose por qué no podía conseguir aquello que más anhelaba.
Bessie entró y colgó la capa. Sairy se fue y la posadera cerró la puerta. Se sentó frente a Merthin, en la gran silla que siempre había usado su padre.
—Siento mucho lo que ha ocurrido en la cofradía —le dijo—. No tengo muy claro quién tiene razón, pero sé que estás decepcionado.
—Aun así, gracias por apoyarme.
—Siempre te apoyaré.
—Tal vez ha llegado el momento de que deje de librar batallas por Caris.
—Estoy de acuerdo, pero sé que eso te causa tristeza.
—Tristeza y furia. Tengo la sensación de que he pasado la mitad de mi vida en vano, esperando a Caris.
—El amor nunca es en vano.
Merthin la miró, sorprendido. Tras una pausa, le dijo:
—Eres una mujer sabia.
—No queda nadie más en casa, sólo Lolla —dijo ella—. Todos los huéspedes que han pasado la Navidad aquí se han ido. —Se levantó y se arrodilló frente a él—. Me gustaría confortarte… Del modo que sea.
Merthin se recreó en la cara redonda y agradable de Bessie y sintió cómo su propio cuerpo despertaba ante aquel ofrecimiento. Hacía mucho tiempo que no estrechaba el cuerpo suave de una mujer en sus brazos. Pero negó con la cabeza.
—No quiero utilizarte.
Ella sonrió.
—No te estoy pidiendo que te cases conmigo. Ni tan siquiera que me ames. Acabo de enterrar a mi padre, tú te sientes desilusionado por la reacción de Caris y ambos necesitamos un cuerpo cálido al que aferramos.
—Para aliviar el dolor, tomo una jarra de vino.
Bessie le cogió la mano y le besó la palma.
—Mejor que el vino —dijo ella.
Se llevó la mano de Merthin a sus pechos. Eran grandes y suaves, y él suspiró mientras los acariciaba. Ella alzó la cara y él se agachó y la besó en los labios. La posadera lanzó un gemido de placer. El beso era delicioso, como una bebida fría en un día caluroso, y Merthin no quería parar.
Al final ella se apartó, entre jadeos. Se levantó y se quitó el vestido de lana por la cabeza. Su cuerpo desnudo tenía un aspecto sonrosado bajo la luz de la lumbre. Era todo curvas: caderas redondas, vientre redondo, pechos redondos. Aún sentado, Merthin le rodeó la cintura con las manos y la acercó hacia él. Besó la cálida piel de su vientre, luego los pezones rosados. Alzó la cabeza y vio su cara sonrojada.
—¿Quieres subir arriba? —preguntó él.
—No —respondió ella, jadeante—. No puedo esperar tanto.