60

El día después de la muerte de Cecilia, Godwyn le pidió a la hermana Elizabeth que fuera a cenar con él.

Era un momento peligroso. La muerte de Cecilia había desequilibrado la estructura de poder. Godwyn necesitaba del convento porque el monasterio por sí solo no era viable: nunca había logrado mejorar su situación económica. Sin embargo, la mayoría de las monjas estaban furiosas por el dinero que les había robado y mostraban una actitud tremendamente hostil hacia él. Si caían bajo el control de una priora con ansias de venganza, alguien como Caris tal vez, eso podía suponer el fin del monasterio.

También le daba miedo la peste. ¿Y si la contraía? ¿Y si Philemon moría? Esa clase de pensamientos dantescos lo turbaban, pero lograba arrinconarlos en un recoveco de su mente. Estaba decidido a no permitir que la peste lo distrajera de su objetivo a largo plazo.

La elección de la priora era un peligro inmediato. Tenía unas visiones en las que se cerraba el monasterio y él se veía impelido a dejar Kingsbridge, deshonrado, obligado a convertirse en un monje vulgar en cualquier otra parte, subordinado a un prior que lo disciplinaría y humillaría. Pensó que si llegaba a ocurrir eso, se suicidaría.

Por otra parte, la situación a la que debía hacer frente también era una oportunidad además de una amenaza. Si manejaba el asunto con inteligencia podría lograr que se eligiera a una priora afín a él, alguien que le permitiría seguir manejándolo todo, y Elizabeth era su mejor apuesta.

Sería una madre superiora autoritaria, que no toleraría que menoscabaran su dignidad, pero podría trabajar con ella. Era una mujer pragmática: se lo había demostrado cuando le había advertido que Caris planeaba hacer una auditoría del tesoro. Sería su aliada.

Elizabeth entró con la cabeza bien alta. Godwyn se dio cuenta de que la monja era consciente de que, de la noche a la mañana, se había convertido en una persona importante y disfrutaba de ello. El prior se preguntaba si estaría de acuerdo con el plan que estaba a punto de proponerle. Tendría que abordarla con cuidado.

La monja echó un vistazo a su alrededor.

—Has construido un palacio magnífico —le dijo, recordándole cómo lo había ayudado a obtener el dinero.

Godwyn cayó en la cuenta de que Elizabeth nunca había estado en el interior de su casa, a pesar de que la construcción había terminado hacía un año. Prefería que no hubiera mujeres en la parte del priorato reservada a los monjes. Hasta ese día sólo Cecilia y Petranilla lo habían visto por dentro.

—Gracias —le dijo—. Creo que nos ha permitido ganarnos el respeto de la nobleza y los poderosos. Ya hemos recibido la visita del arzobispo de Monmouth.

Se había gastado hasta el último florín de las monjas para comprar los tapices que mostraban escenas de las vidas de los profetas. Elizabeth se puso a observar un cuadro de Daniel en la guarida de los leones.

—Es muy bonito —le dijo.

—De Arras.

La monja enarcó una ceja.

—¿Es tu gato el que está bajo el aparador?

Godwyn chasqueó la lengua en señal de desaprobación.

—No puedo librarme de él —mintió.

Lo ahuyentó de la sala. Los monjes no podían tener animales domésticos, pero la presencia del gato lo relajaba.

Se sentaron a un extremo de la larga mesa de banquete. Godwyn no soportaba la idea de recibir la visita de una mujer, de sentarse a cenar con ella como si se tratara de un igual; pero ocultó su malestar.

Había encargado una cena costosa: cerdo con jengibre y manzanas. Philemon sirvió vino de Gascuña. Elizabeth probó el cerdo y dijo:

—Delicioso.

A Godwyn no le interesaba demasiado la comida, salvo como modo de impresionar a la gente, pero Philemon comía con voracidad.

El prior fue al grano.

—¿Cómo piensas ganar las elecciones?

—Creo que soy mejor candidata que la hermana Caris —respondió ella.

Godwyn percibió el sentimiento reprimido con el que pronunció el nombre. Estaba claro que aún estaba furiosa por el hecho de que Merthin la hubiera rechazado en favor de Caris. Ahora estaba a punto de enfrentarse de nuevo con su vieja rival. Esta vez estaría dispuesta a matar por ganar, pensó el prior. Lo cual era muy bueno.

Philemon le preguntó a la monja:

—¿Por qué crees que eres mejor?

—Soy mayor que Caris —respondió—. Soy monja y ostento un cargo importante en el convento desde hace más tiempo que ella. Además, nací y me crie en una familia con hondas creencias religiosas.

Philemon negó con la cabeza, de un modo algo displicente.

—Nada de eso influirá en las elecciones.

Elizabeth enarcó las cejas, perpleja por la franqueza del suprior. Godwyn esperaba que Philemon no hubiera sido demasiado cruel. «Necesitamos que sea dócil —le entraron ganas de susurrar—. No la pongas nerviosa».

Philemon prosiguió implacablemente.

—Sólo tienes un año más de experiencia que Caris. Y el hecho de que tu padre fuera el obispo, que en paz descanse, te restará votos. Al fin y al cabo, los obispos no deberían tener descendencia.

Elizabeth se sonrojó.

—Y los priores no deberían tener gatos.

—Ahora no estamos hablando sobre el prior —replicó Philemon con impaciencia.

Su actitud fue insolente y Godwyn se estremeció. Al prior se le daba muy bien ocultar su hostilidad y levantar una fachada de simpatía y amabilidad, pero Philemon jamás había aprendido ese arte.

Sin embargo, Elizabeth reaccionó con sangre fría.

—¿De modo que me habéis hecho venir para decirme que no puedo ganar? —Se volvió hacia Godwyn—. Me parece raro que hayas encargado un plato con una especia tan cara como el jengibre por el mero placer de hacerlo.

—Tienes razón —admitió Godwyn—. Queremos que te conviertas en la nueva priora y vamos a hacer todo lo que podamos para ayudarte.

Philemon añadió:

—Y vamos a empezar analizando de forma realista tus posibilidades. Todo el mundo quiere a Caris: las monjas, los monjes, los mercaderes y los nobles. El trabajo que hace es una gran ventaja para ella. La mayoría de los monjes y las monjas, y cientos de ciudadanos, han acudido al hospital aquejados de alguna dolencia y han recibido su ayuda. Sin embargo, a ti apenas te ven. Eres la tesorera, y te consideran fría y calculadora.

—Agradezco tu sinceridad —dijo Elizabeth—. Quizá debería rendirme ahora.

Godwyn no sabía si lo decía en sentido irónico.

—No puedes ganar —prosiguió Philemon—, pero ella puede perder.

—No seas tan enigmático, me cansas —le espetó Elizabeth—. Dime con palabras claras adónde quieres ir a parar.

«Ahora entiendo por qué no goza de buena fama», pensó Godwyn.

Philemon hizo caso omiso del tono empleado por la monja.

—Durante las próximas semanas, tu tarea consistirá en destruir a Caris —le dijo—. Tienes que transformar la imagen que tienen las demás monjas de ella, para que deje de ser una hermana compasiva, trabajadora y simpática y transformarla en un monstruo.

Un destello de entusiasmo iluminó la mirada de Elizabeth.

—¿Es eso posible?

—Con nuestra ayuda, sí.

—Continúa.

—¿Aún les ordena a las monjas que se pongan máscaras de lino en el hospital?

—Sí.

—¿Y que se laven las manos?

—Sí.

—No hay base para estas prácticas en Galeno ni en ninguna otra autoridad médica, y menos aún en la Biblia. Parece una mera superstición.

Elizabeth se encogió de hombros.

—Al parecer los doctores italianos creen que la peste se extiende por el aire. Se puede contraer por el mero hecho de mirar a los enfermos, o tocarlos, o por respirar el mismo aire que ellos. No entiendo…

—¿Y de dónde tomaron esa idea los italianos?

—Tal vez observando a los pacientes.

—He oído que Merthin dice que los doctores italianos son los mejores, después de los árabes.

Elizabeth asintió.

—Yo también lo he oído.

—De modo que esta idea de llevar máscaras, es probable que provenga de los musulmanes.

—Seguramente.

—En otras palabras, es una práctica pagana.

—Supongo.

Philemon se recostó en la silla, como si hubiera demostrado su punto de vista.

Elizabeth aún no lo entendía.

—¿De modo que vamos a atacar a Caris diciendo que ha introducido una superstición pagana en el convento?

—No exactamente —respondió Philemon con una sonrisa ladina—. Diremos que está practicando brujería.

Entonces la monja se dio cuenta.

—¡Claro! Casi se me había olvidado.

—¡Testificaste en su contra en el juicio!

—Sucedió hace mucho tiempo.

—Creía que nunca olvidarías que tu enemiga fue acusada de ese crimen —le dijo Philemon.

El suprior, sin duda, jamás olvidaba tales cosas, pensó Godwyn. Su especialidad consistía en averiguar las debilidades de los demás y explotarlas al máximo con todo descaro. En ocasiones Godwyn sentía remordimientos de conciencia ante la inconmensurable malicia de Philemon. Sin embargo, la malicia de su subordinado le resultaba de una utilidad tan grande, que siempre acababa dejando sus recelos a un lado. ¿A quién más se le habría ocurrido aquella forma de emponzoñar los corazones de las monjas para ponerlas en contra de la estimada Caris?

Un novicio trajo manzanas y queso, y Philemon sirvió más vino. Elizabeth dijo:

—Muy bien, tiene sentido. ¿Habéis pensado detalladamente en cómo vamos a introducir la cuestión?

—Es importante preparar el terreno —dijo Philemon—. No se debe formular una acusación tan grave hasta que haya una gran cantidad de gente que la crea.

A Philemon se le daba estupendamente urdir ese tipo de estratagemas, pensó Godwyn con admiración.

Elizabeth preguntó:

—¿Y cómo propones que consigamos eso?

—Las acciones son más efectivas que las palabras. Niégate a llevar la máscara. Cuando te lo pregunten, encógete de hombros y responde, sin perder la serenidad, que has oído que se trata de una práctica musulmana, y que prefieres los medios de protección cristianos. Alienta a tus amigas para que se nieguen a ponerse la máscara, como muestra de apoyo a tu decisión. Tampoco te laves las manos demasiado a menudo. Cuando veas que las demás hermanas siguen los preceptos de Caris, frunce el ceño como muestra de desaprobación, pero no digas nada.

Godwyn asintió con la cabeza. En ocasiones la astucia de Philemon rayaba la genialidad.

—¿No deberíamos hacer referencia a la herejía?

—Menciónala tantas veces como quieras, sin relacionarla directamente con Caris. Di que ha llegado a tus oídos que han ejecutado a un hereje en otra ciudad, o a un adorador del diablo que logró depravar a todo un convento, tal vez de Francia.

—No me gustaría decir nada que no fuera verdad —replicó Elizabeth fríamente.

A veces Philemon olvidaba que no todo el mundo tenía tan pocos escrúpulos como él. Godwyn se apresuró a añadir:

—Por supuesto que no. Philemon sólo se refiere a que deberías repetir esas historias cuando las oigas, si es que las oyes, para recordarles a las monjas el peligro siempre presente que las acecha.

—Muy bien. —Las campanas tocaron a nona y Elizabeth se puso en pie—. No puedo perderme el oficio. No quiero que alguien se percate de mi ausencia y averigüe que he estado aquí.

—Muy bien —dijo Godwyn—. Pero nos hemos puesto de acuerdo en cuál va a ser nuestro plan.

Elizabeth asintió.

—Nada de máscaras.

Godwyn se dio cuenta de que la monja albergaba una duda y le preguntó:

—No irás a creer que son efectivas, ¿verdad?

—No —contestó ella—. No, por supuesto que no. ¿Cómo van a serlo?

—Exactamente.

—Gracias por la cena. —Y se fue.

Todo había ido muy bien, pensó Godwyn, pero aún estaba preocupado, de modo que le comentó a Philemon con cierta inquietud:

—Quizá Elizabeth no sea capaz de convencer por sí misma a los demás de que Caris aún es una bruja.

—Estoy de acuerdo. Cabe la posibilidad de que tengamos que ayudarla.

—¿Tal vez con un sermón?

—Efectivamente.

—Hablaré sobre la peste desde el púlpito de la catedral.

Philemon parecía tener sus dudas.

—Atacar a Caris de forma directa podría ser peligroso y dar al traste con nuestros planes.

Godwyn estaba de acuerdo. Si se desataba un enfrentamiento abierto entre él y Caris, lo más probable era que los ciudadanos apoyaran a la monja.

—No mencionaré su nombre.

—Siembra la semilla de la duda y deja que la gente saque sus propias conclusiones.

—Denunciaré prácticas paganas, de adoración al diablo y de herejía.

En ese momento entró Petranilla, la madre de Godwyn. Andaba muy encorvada y necesitaba servirse de dos bastones, pero su gran cabeza aún sobresalía con firmeza de sus hombros huesudos.

—¿Qué tal ha ido? —preguntó. Había instado a Godwyn a que atacara a Caris y el plan de Philemon le había gustado.

—Elizabeth hará lo que deseamos —respondió Godwyn, con satisfacción. Disfrutaba dándole buenas noticias.

—Muy bien. Ahora quiero hablar contigo de otra cosa. —Se volvió para dirigirse a Philemon—: Puedes retirarte.

Por un instante, el suprior pareció sentirse herido, como un niño que recibe un bofetón de forma inesperada. A pesar de lo despiadado y brusco que podía llegar a ser, no era difícil hacerle daño. Sin embargo, se recuperó rápidamente y fingió no sólo no sentirse ofendido, sino que le había hecho gracia la prepotencia de la madre del prior.

—Por supuesto, señora —dijo con exagerada deferencia.

—¿Me harás el favor de encargarte del oficio de nona? —le pidió Godwyn.

—Por supuesto.

Cuando se fue, Petranilla se sentó a la gran mesa y dijo:

—Sé que fui yo quien te animó a fomentar los talentos de ese joven, pero debo admitir que, hoy en día, me pone la carne de gallina.

—Es más útil que nunca.

—Jamás puede llegarse a confiar del todo en un hombre despiadado. Si ha traicionado a otros, ¿por qué no iba a traicionarte a ti?

—Lo tendré en mente —dijo Godwyn, a pesar de que ahora su relación con Philemon era tan estrecha que le resultaba difícil imaginarse actuando sin él. Sin embargo, no quiso decirle eso a su madre. Cambió de tema y le preguntó—: ¿Te apetece un vaso de vino?

La mujer negó con la cabeza.

—Ya tengo muchas posibilidades de caer redonda al suelo sin necesidad de tomar vino. Siéntate y escúchame.

—Muy bien, madre. —Se sentó junto a ella, a la mesa.

—Quiero que te vayas de Kingsbridge antes de que la peste empeore.

—No puedo hacerlo. Pero tú sí que podrías irte…

—¡Lo que me ocurra a mí no importa! Yo voy a morir pronto de todos modos.

Aquella posibilidad hizo que Godwyn se estremeciera de pánico.

—¡No digas eso!

—No seas estúpido. Tengo sesenta años. Mírame, ni tan siquiera me tengo derecha. Ha llegado el momento de que me vaya, pero tú sólo tienes cuarenta y dos años… ¡Te queda mucho por hacer! Podrías llegar a ser obispo, arzobispo, e incluso cardenal.

Como siempre, la ambición sin límites que Petranilla sentía por su hijo causó a Godwyn cierta sensación de vértigo. ¿Era capaz de llegar a ser cardenal? ¿O se trataba sólo de la ceguera de una madre? No lo sabía.

—No quiero que te mueras de peste antes de haber alcanzado tu destino —le dijo la mujer.

—Madre, no vas a morirte.

—¡Olvídate de mí! —le espetó, enfadada.

—No puedo abandonar la ciudad. Tengo que asegurarme de que las monjas no conviertan a Caris en priora.

—Haz que celebren las elecciones de inmediato. Si no lo consigues, vete de todos modos y deja las elecciones en manos de Dios.

Le aterraba la peste, pero también temía el fracaso.

—¡Podría perderlo todo si eligen a Caris!

Petranilla le replicó con voz más suave:

—Escúchame, Godwyn. Sólo tengo un hijo, y eres tú. No podría soportar la idea de perderte.

Aquel súbito cambio de tono en su voz sumió al prior en un silencio absoluto.

La anciana prosiguió:

—Por favor, te suplico que te marches de esta ciudad y vayas a algún lugar donde la peste no pueda alcanzarte.

Jamás la había visto suplicar, era una situación desconcertante. Tenía miedo, pero para que no siguiera insistiendo, le dijo a su madre:

—Déjame pensar en ello.

—Esta peste —le advirtió ella— es como un lobo que acecha en el bosque. Cuando la veas, no pienses… huye.

*

Godwyn pronunció el sermón el domingo antes de Navidad.

Era un día seco, con unas nubes altas y pálidas que techaban la fría bóveda del cielo. La torre central de la catedral estaba cubierta por un nido de andamios de sogas y ramas, ya que Elfric había empezado a demolerla por arriba. En el mercado que se celebraba en el césped, los mercaderes, que se estremecían de frío, comerciaban con unos cuantos clientes preocupados. Detrás del mercado, la hierba helada del cementerio estaba parcheada con los rectángulos de color pardo de más de un centenar de tumbas nuevas.

Sin embargo, la iglesia estaba llena a rebosar. Para cuando Godwyn entró en ella para oficiar la misa, la escarcha que había detectado en las paredes interiores durante el oficio de prima ya se había desvanecido gracias al calor de miles de cuerpos. Los fieles estaban apiñados con sus abrigos y capas de color terroso, y parecían un rebaño dentro de un corral. Sabía que habían acudido por culpa de la peste. La congregación de miles de ciudadanos había aumentado en varios centenares de personas procedentes de los pueblos de alrededor; todos buscaban la protección de Dios contra una enfermedad que ya había afectado, como mínimo, a una familia de todas las calles y aldeas. Godwyn los comprendía. Hasta él había rezado con mayor fervor en los últimos tiempos.

Por lo general, sólo la gente de las primeras hileras atendía el oficio solemnemente. Los que estaban situados detrás charlaban con sus amigos y vecinos, y los jóvenes se divertían en el fondo de la iglesia. Pero ese día se oía poco ruido. Todas las cabezas miraban a los monjes y las monjas, y los observaban con una atención poco habitual mientras llevaban a cabo los rituales. La multitud murmuraba los responsos escrupulosamente, en una actitud desesperada para ser bendecidos con una santidad protectora. Godwyn escrutó esas caras, analizó las expresiones. Lo que vio era espantoso. Al igual que él, se preguntaban con temor quién sería el siguiente en estornudar, o en empezar a sangrar por la nariz, o a quién le saldría antes el característico sarpullido de manchas negras y púrpuras.

En primera fila vio al conde William y a su mujer Philippa, con sus dos hijos mayores, Roland y Richard, y su hija mucho más joven, Odila, que tenía catorce años. William gobernaba el condado con el mismo estilo que su padre, Roland, con orden y justicia, y con una mano firme que, de vez en cuando, podía llegar a ser cruel. Tenía un semblante preocupado: un brote de peste en su condado era algo que no podía controlar, por muy severo que fuera. Philippa abrazaba a la chica con un brazo, como si quisiera protegerla.

A su lado se encontraba sir Ralph, señor de Tench. Al hermano de Merthin nunca se le había dado muy bien ocultar sus sentimientos, y ahora parecía aterrorizado. Su joven esposa tenía un bebé varón en brazos. Godwyn lo había bautizado hacía poco, con el nombre de Gerald, por su abuelo, que se encontraba muy cerca, acompañado por la abuela, Maud.

El prior miró a la siguiente persona de la fila: era el hermano de Ralph, Merthin. Cuando éste había regresado de Florencia, Godwyn había albergado la esperanza de que Caris renunciaría a sus votos y abandonaría el convento. Pensó que causaría menos molestias como mera esposa de un ciudadano. Sin embargo, aquello no ocurrió. Merthin cogía de la mano a su pequeña hija italiana. Al lado de ellos se encontraba Bessie, de la posada Bell. Su padre, Paul Bell, ya había sucumbido a la peste.

No muy lejos de ellos se encontraba la familia a la que Merthin había desdeñado: Elfric, con su hija Griselda y el hijo pequeño de ésta, al que habían llamado Merthin y que ahora tenía diez años, y Harry Mason, el hombre con el que se había casado Griselda tras abandonar toda esperanza de casarse con Merthin. Al lado de Elfric se hallaba su segunda esposa, Alice, prima de Godwyn. Elfric no bajaba la mirada. Había construido un techo provisional sobre el crucero mientras derribaba la torre, y observaba su trabajo bien con admiración, bien con temor.

Notoria era la ausencia del obispo de Shiring, Henri de Mons. Era el obispo quien acostumbraba a pronunciar el sermón de Navidad; sin embargo, éste no había acudido a la catedral. Habían muerto tantos clérigos por culpa de la peste que el obispo estaba atareadísimo visitando parroquias y buscando sustitutos. Incluso corrían rumores de que se iban a reducir los requisitos para los curas, y que se iba a ordenar a menores de veinticinco años y a hijos ilegítimos.

Godwyn dio un paso al frente para hablar. Estaba a punto de emprender una delicada tarea: tenía que azuzar el miedo y el odio contra la persona más querida de Kingsbridge, y tenía que hacerlo sin mencionar su nombre, sin permitir siquiera que los habitantes de la ciudad creyeran que él mantenía una actitud hostil hacia ella. Tenían que volverse contra ella con furia, pero cuando lo hicieran, tenían que estar convencidos de que había sido idea suya, no de Godwyn.

No pronunciaba una homilía en todos los oficios, sino que sólo se dirigía a los fieles en los más solemnes, en aquéllos a los que asistía una multitud, e incluso en esos casos no siempre les echaba un sermón. A menudo se trataba de anuncios, mensajes del arzobispo o el rey sobre acontecimientos nacionales: victorias militares, impuestos, nacimientos y defunciones reales. Pero el de aquel día iba a ser especial.

—¿Qué es la enfermedad? —preguntó.

La iglesia ya estaba en silencio, pero la congregación se quedó muy quieta. Formuló la pregunta que estaba en la mente de todos:

—¿Por qué Dios envía enfermedades y plagas para atormentarnos y matarnos? —Miró a su madre, que se encontraba tras Elfric y Alice, y de pronto recordó su predicción, según la cual moriría pronto. Durante un instante se quedó helado, paralizado a causa del miedo, incapaz de hablar. Los fieles se movieron intranquilos, expectantes. Consciente de que la gente empezaba a distraerse, sintió un ataque de pánico, que no hizo sino empeorar su parálisis. Pero entonces la crisis pasó—. La enfermedad es un castigo por un pecado —prosiguió.

Durante los años, había desarrollado un estilo propio a la hora de dar los sermones: no se dedicaba a despotricar, como fray Murdo, sino que hablaba de un modo más familiar, como si fuera un hombre razonable, en lugar de un demagogo. Se preguntó si ésa sería la mejor táctica para azuzar el odio que quería que sintieran los feligreses, pero Philemon le había dicho que parecía más convincente.

—La peste es una enfermedad especial, de modo que sabemos que Dios nos está infligiendo un castigo especial. —Se produjo un rumor generalizado, a medio camino entre el murmullo y el gruñido. Era lo que la gente quería oír. Estaba animado—. Debemos preguntarnos qué pecados hemos cometido para merecer tal castigo.

Al pronunciar esa frase, vio que Madge Webber estaba de pie, sola. La última vez que había ido a la iglesia tenía marido y cuatro hijos. Se le pasó por la cabeza la idea de denunciar que esa mujer se había enriquecido utilizando tintes preparados mediante brujería, pero cambió de opinión. Madge era una mujer muy estimada y respetada.

—Os advierto que Dios nos está castigando por herejes. Hay gente en este mundo, en esta ciudad, incluso en esta gran catedral hoy, que cuestiona la autoridad de la Santa Iglesia de Dios y sus pastores. Dudan que el sacramento convierta el pan en el verdadero cuerpo de Cristo; niegan la eficacia de las misas por los muertos; afirman que es pura idolatría rezar ante estatuas de los santos… —Eran las típicas herejías sobre las que debatían los sacerdotes eruditos de Oxford. A muy pocos ciudadanos de Kingsbridge les preocupaban esas discusiones, y Godwyn vio la decepción y el aburrimiento en los rostros de los fieles. Tenía la sensación de que los estaba perdiendo de nuevo y sintió que el pánico volvía a apoderarse de él. A la desesperada, añadió—: Hay gente de esta ciudad que practica la brujería.

Aquello captó la atención de los feligreses. Se oyó un grito entrecortado.

—Debemos mantenernos atentos ante la falsa religión —exclamó—. Recordad que sólo Dios puede curar la enfermedad. La oración, la confesión, la comunión, la penitencia… Éstos son los remedios sancionados por la cristiandad. —Alzó la voz un poco más—. ¡Todo lo demás es blasfemia!

No había sido lo bastante claro. Tenía que ser más concreto.

—Y es que si Dios nos envía un castigo y nosotros intentamos eludirlo, ¿acaso no estamos desafiando Su voluntad? Podemos rezarle para que nos perdone, y quizá, con su gran sabiduría, nos curará la enfermedad, pero los remedios herejes sólo empeorarán la situación. —La gente estaba embelesada y Godwyn se había ido calentando—. ¡Os lo advierto! Los hechizos, las invocaciones al mundo de los espíritus, los ensalmos contrarios al cristianismo y, sobre todo, las prácticas paganas… son brujería y están prohibidas por la Santa Iglesia de Dios.

Su verdadero público de aquel día eran las treinta y dos monjas que había tras él, en el coro de la iglesia. Hasta el momento, sólo unas pocas habían dado muestras de su oposición a Caris y de su apoyo a Elizabeth, negándose a llevar la mascarilla contra la peste. Tal y como estaba la situación, Caris ganaría fácilmente las elecciones de la semana siguiente. Tenía que transmitir un mensaje muy claro a las monjas: el mensaje de que las ideas médicas de Caris eran herejes.

—Todo aquél que sea culpable de tales prácticas… —Hizo una pausa para impresionar a la gente, se inclinó hacia delante y miró a los fieles—. Todo aquel habitante de esta ciudad… —Se volvió y miró a los monjes y las monjas del coro—. O incluso del priorato… —Volvió a mirar a la concurrencia—. Repito, todo aquél que sea culpable de tales prácticas debería ser rechazado.

Se calló de nuevo para lograr el máximo efecto.

—Y que Dios se apiade de sus almas.