59

Caris estableció en el hospital las precauciones de las que Merthin le había hablado. Cortó tiras de lino para que las monjas se taparan la boca y la nariz mientras estaban en contacto con personas que habían contraído la peste, y obligó a todo el mundo a que se lavara las manos con agua y vinagre cada vez que tocaban a un paciente. A todas las monjas se les agrietaron las manos.

Madge llevó a sus cuatro hijos al hospital y luego fue ella la que cayó enferma. Julie la Anciana, cuya cama estaba al lado de la de Mark Webber mientras él agonizaba, también sucumbió. Poco podía hacer Caris por ninguno de ellos. Les lavaba la cara para refrescarlos, les daba de beber agua fría de la fuente del claustro, les limpiaba los vómitos sangrientos y esperaba a que murieran.

Estaba demasiado ocupada para pensar en su propia muerte. Se percató de que los habitantes de la ciudad la miraban con una suerte de admiración temerosa cuando la veían refrescar la frente de las víctimas infecciosas de la peste, pero ella no se sentía como una mártir abnegada, sino que se veía como una persona a la que no le gustaba pasarse el día dándole vueltas a la cabeza y prefería actuar. Al igual que al resto de los habitantes de Kingsbridge, la atormentaba la inevitable pregunta de quién sería el siguiente, pero se esforzaba por apartarla de su cabeza.

El prior Godwyn acudió a ver a los pacientes. Se negó a ponerse la mascarilla en la cara, aduciendo que eran tonterías de mujeres. Hizo el mismo diagnóstico que en la ocasión anterior, sangre sobrecalentada, y prescribió sangrías y una dieta de manzanas ácidas y tripas de carnero.

No importaba demasiado lo que comieran los pacientes ya que acababan vomitándolo todo, pero Caris estaba convencida de que el hecho de sacarles sangre hacía que empeorara su enfermedad. Ya sangraban demasiado por sí solos: tosían sangre, vomitaban sangre y orinaban sangre. Pero los monjes habían estudiado medicina, de modo que se veía obligada a seguir sus instrucciones. No tenía tiempo para enfurecerse cuando veía que un monje o una monja se arrodillaba junto al lecho de un enfermo, le sostenía un brazo estirado, le practicaba un corte con un cuchillo pequeño y afilado en una vena y dejaba caer medio litro de sangre o más en una palangana que había en el suelo.

Caris se sentó con Mair y le tomó la mano, sin importarle que alguien pudiera afearle su conducta. Para aliviarle el tormento que padecía, le administró una pequeña dosis de un medicamento eufórico que Mattie le había enseñado a elaborar con amapolas. Aun así Mair no paraba de toser, pero no le dolía tanto. Tras un ataque de tos podría respirar con mayor facilidad durante un rato y podrían hablar.

—Gracias por esa noche en Calais —susurró la monja moribunda—. Sé que no disfrutaste del todo, pero yo toqué el cielo con las manos.

Caris intentó reprimir las lágrimas.

—Siento no haber podido ser lo que tú querías.

—Sin embargo, me has querido a tu modo. Lo sé.

Volvió a toser. Cuando acabó, Caris le limpió la sangre que tenía en los labios.

—Te quiero —le dijo Mair, y cerró los ojos.

Entonces Caris rompió a llorar, sin que le importara quién la viese ni lo que pudiesen pensar. Miró a Mair, con los ojos empañados, mientras se ponía más pálida y respiraba con mayor dificultad, hasta que exhaló el último aliento.

Caris se quedó donde estaba, en el suelo junto al colchón, sosteniendo la mano del cadáver. Incluso entonces Mair conservaba toda su belleza, blanca e inmóvil eternamente. Comprendió entonces que había otra persona que la amaba tanto como la había amado Mair: Merthin. Qué extraño le resultaba que también hubiera rechazado su amor. Pensó que debía de ocurrirle algo, que su alma debía de tener alguna malformación que le impedía ser como el resto de las mujeres y entregarse al amor sin reservas.

Esa misma noche murieron los cuatro hijos de Mark Webber; y también Julie la Anciana.

Caris estaba deshecha. ¿Es que no había nada que ella pudiese hacer? La peste se extendía muy rápido y mataba a todo el mundo. Era como vivir en una cárcel y preguntarse cuál de los presos sería el siguiente en ir a la horca. ¿Iba a correr Kingsbridge la misma suerte que Florencia y Burdeos, con las calles atestadas de cadáveres? El domingo siguiente habría mercado en el recinto de césped frente a la catedral. Cientos de personas de los pueblos de alrededor acudirían a comprar y vender y mezclarse con los habitantes de la ciudad en las iglesias y tabernas. ¿Cuántas de ellas regresarían a sus hogares mortalmente enfermas? Cuando se sentía así, del todo impotente ante unas fuerzas horribles, entendía por qué la gente alzaba las manos y decía que todo estaba controlado por el mundo de los espíritus, pero aquélla jamás había sido su forma de actuar.

Cuando un miembro del priorato moría, siempre se celebraba un funeral especial, al que asistían todos los hermanos y las monjas, y en el que se rezaban más oraciones por el difunto. Tanto Mair como Julie la Anciana habían sido dos personas muy queridas, Julie por su gran corazón y Mair por su dulzura, por lo que muchas de las monjas no pudieron contener las lágrimas. También se incluyeron en las honras fúnebres a los hijos de Madge, por lo que asistieron a la ceremonia varios cientos de personas. Madge estaba demasiado enferma para abandonar el hospital.

Todos se congregaron en el cementerio, bajo un cielo gris pizarra. A Caris le pareció que podía oler la nieve en el gélido viento del norte que soplaba. El hermano Joseph dijo las oraciones junto a la tumba, y se enterraron los seis ataúdes.

Una voz de entre la multitud hizo la pregunta que estaba en la mente de todo el mundo.

—¿Vamos a morir todos, hermano Joseph?

Joseph era el más querido de todos los monjes médicos. Tenía sesenta años y ya había perdido todos los dientes, era inteligente pero dispensaba un trato muy agradable a los pacientes. Y respondió:

—Todos vamos a morir, querido vecino, pero nadie sabe cuándo. Por eso siempre debemos estar preparados para reunimos con Dios.

Betty Baxter hizo otra pregunta, haciendo gala de su habitual sagacidad.

—¿Qué podemos hacer para salvarnos de la peste? Porque estamos padeciendo la peste, ¿no es así?

—La mejor protección es la oración —respondió Joseph—. Y, en el caso de que, a la postre, Dios decidiera llevarte con él, ven a la iglesia y confiesa tus pecados.

Betty no se daba por vencida cuando sólo le ofrecían evasivas.

—Merthin dice que en Florencia la gente se quedó en casa para evitar el contacto con los enfermos. ¿Es una buena idea?

—No lo creo. ¿Acaso los florentinos eludieron la peste?

Todo el mundo miró a Merthin, que estaba allí con Lolla en brazos.

—No, no lograron eludirla —admitió—. Pero quizá habrían muerto más si no lo hubieran hecho.

Joseph negó con la cabeza.

—Si os quedáis en casa, no podéis ir a la iglesia. La santidad es la mejor medicina.

Caris no pudo guardar silencio.

—La peste se contagia de una persona a otra —exclamó enfadada—. Si evitáis el contacto con otras personas, tendréis más oportunidades de rehuir la infección.

El prior Godwyn tomó la palabra.

—Así que ahora las mujeres son los médicos, ¿no?

Caris no le hizo caso.

—Deberíamos anular el mercado —dijo—. De ese modo se salvarían algunas vidas.

—¡Anular el mercado! —exclamó el prior con desdén—. ¿Y cómo lo hacemos? ¿Enviamos mensajeros a todos los pueblos?

—Cerrad las puertas de la ciudad y el puente —respondió Caris—. Impedid que entren todos los forasteros.

—Pero ya hay gente enferma en la ciudad.

—Cerrad todas las tabernas. Anulad las reuniones de todas las cofradías gremiales. Prohibid la asistencia de invitados a las bodas.

Merthin terció:

—En Florencia, incluso cancelaron las reuniones del concejo de la ciudad.

Elfric replicó:

—Entonces ¿cómo va a comerciar la gente?

—Si comerciáis, moriréis —dijo Caris—. Y también mataréis a vuestra mujer y a vuestros hijos. Así que elegid.

Betty Baxter dijo:

—No quiero cerrar mi comercio porque perdería mucho dinero, pero lo haré para salvar la vida. —Caris recuperó las esperanzas al oírla, pero fue la propia Betty quien volvió a hacerlas trizas de nuevo—. ¿Qué dicen los médicos? Ellos saben lo que hay que hacer.

Caris lanzó un gruñido.

El prior Godwyn contestó:

—Dios nos ha enviado la peste para castigarnos por nuestros pecados. El mundo se ha vuelto un lugar vil, pues la herejía, la lascivia y la irreverencia campan por sus respetos. Los hombres cuestionan la autoridad, las mujeres exhiben sus cuerpos y los niños desobedecen a sus padres. Dios está furioso, y Su furia es temible. ¡No intentéis huir de Su justicia! Os encontrará por mucho que intentéis esconderos.

—¿Qué deberíamos hacer?

—Si queréis seguir con vida, deberíais ir a la iglesia, confesar vuestros pecados, rezar y llevar una vida mejor.

Caris sabía que no servía de nada discutir, pero aun así dijo:

—Un hombre hambriento debería ir a la iglesia, pero también debería comer.

La madre Cecilia le pidió:

—Hermana Caris, no es necesario que digáis nada más.

—Pero podríamos salvar tantas…

—Ya basta.

—¡Es una cuestión de vida o muerte!

Cecilia bajó la voz.

—Pero nadie te escucha. Se acabó.

Caris sabía que Cecilia tenía razón. Por mucho que dijera, la gente creería siempre a los curas, no a ella. Se mordió el labio y no dijo nada más.

Carlus el Ciego se puso a cantar un himno y los monjes iniciaron la procesión de regreso a la iglesia. Las monjas los siguieron y la muchedumbre se dispersó.

Cuando pasaron de la iglesia al claustro, la madre Cecilia estornudó.

*

Todas las noches Merthin acostaba a Lolla en la cámara de la posada. Le cantaba, le recitaba poemas o le contaba historias. Era el momento del día en que ella hablaba más con él y le hacía las típicas preguntas extrañas e inesperadas de una niña de tres años, algunas infantiles, otras profundas y otras hilarantes.

Esa noche, mientras le cantaba una nana, Lolla rompió a llorar.

Merthin le preguntó qué le ocurría.

—¿Por qué ha muerto Dora? —exclamó entre sollozos.

Así que eso era. Lolla se había encariñado con la hija de Madge. Habían pasado mucho tiempo juntas, haciéndose trenzas la una a la otra y Dora le había enseñado a contar jugando.

—Tenía la peste —le dijo Merthin.

—Mi mamá tenía la peste —respondió Lolla. Pasó a hablar en toscano, que aún no había olvidado por completo—. La moria grande.

—Yo también pero me recuperé.

—Libia también. —Libia era la muñeca de madera que había traído consigo de Florencia.

—¿Libia también tenía la peste?

—Sí. Estornudaba, tenía calor y manchas, pero una monja la curó.

—Me alegro mucho. Eso significa que está a salvo. Nadie puede cogerla dos veces.

—Entonces ¿tú estás a salvo?

—Sí. —Le pareció una buena forma de terminar la conversación—. Ahora vete a dormir.

—Buenas noches —dijo Lolla.

Merthin se dirigió hacia la puerta.

—¿Y Bessie también está a salvo? —le preguntó su hija.

—Duérmete.

—Quiero a Bessie.

—Eso está muy bien. Buenas noches. —Cerró la puerta.

En el piso de abajo, la cámara principal estaba vacía. A la gente le daba miedo ir a sitios muy concurridos. A pesar de lo que había dicho Godwyn, el mensaje de Caris había surtido efecto.

Le llegó el olor de una sabrosa sopa. Siguió su olfato, que lo llevó hasta la cocina. Bessie estaba removiendo una olla que había en el fuego.

—Sopa de alubias con jamón —le dijo.

Merthin se sentó a la mesa con el padre de Bessie, Paul, un hombre mayor de unos cincuenta años. Cortó un pedazo de pan mientras Paul le ponía una jarra de cerveza. Bessie sirvió la sopa.

Se dio cuenta de que Bessie y Lolla se habían tomado mucho cariño mutuamente. Él había contratado a una niñera para que cuidara de su hija durante el día, pero Bessie se encargaba de ella de noche y Lolla prefería a la posadera.

Merthin tenía una casa en la isla de los Leprosos, pero era un lugar pequeño, sobre todo en comparación con el palagetto al que se había acostumbrado en Florencia. Estaba encantado con que Jimmie viviera en ella. Él se encontraba a gusto en la posada, pues era un lugar cálido y limpio, y siempre había comida y bebida en abundancia. Saldaba su cuenta los sábados, pero, por lo demás, lo trataban como si fuera de la familia. No tenía prisa alguna por trasladarse.

Por otra parte, sin embargo, no podía seguir viviendo allí para siempre. Y cuando se fueran, tal vez a Lolla le disgustaría tener que separarse de Bessie. La pequeña ya había tenido que separarse de muchas otras personas que habían formado parte de su vida; necesitaba estabilidad. Quizá debería trasladarse ahora, antes de que Lolla se encariñara demasiado con Bessie.

Cuando acabaron de cenar, Paul se fue enseguida a la cama. Bessie le sirvió otra jarra de cerveza a Merthin y se sentaron junto al fuego.

—¿Cuánta gente murió en Florencia? —le preguntó ella.

—Miles. Decenas de miles, probablemente. Nadie llevó la cuenta.

—Me pregunto quién será la siguiente víctima de Kingsbridge.

—Yo no pienso en otra cosa.

—Podría ser yo.

—Me temo que sí.

—Me gustaría yacer con un hombre una vez más antes de morir.

Merthin sonrió pero no dijo nada.

—No he estado con un hombre desde que murió mi Richard, y de eso hace ya más de un año.

—Lo echas de menos.

—¿Y tú? ¿Cuánto tiempo hace que no estás con una mujer?

Merthin no había hecho el amor desde que Silvia cayó enferma. Al recordarla, sintió una punzada de dolor. No había sido lo bastante agradecido por su amor.

—Más o menos lo mismo —respondió.

—¿Con tu mujer?

—Sí, que en paz descanse.

—Eso es mucho tiempo sin recibir cariño.

—Sí.

—Pero no eres el tipo de hombre capaz de irse con cualquier mujer. Quieres alguien a quien amar.

—Supongo que tienes razón.

—A mí me ocurre lo mismo. Es maravilloso yacer con un hombre, lo mejor del mundo, pero sólo si los dos se quieren de verdad. Sólo he estado con un hombre, mi marido. Nunca estuve con nadie más.

Merthin se preguntó si aquello era cierto. No estaba seguro. Bessie parecía sincera, pero también era algo típico que decían las mujeres.

—¿Y tú? —le preguntó ella—. ¿Con cuántas mujeres?

—Tres.

—Tu esposa, y antes con Caris, y… ¿Quién más? Ah, ya recuerdo, Griselda.

—No pienso decirte quiénes fueron.

—Tranquilo, todo el mundo lo sabe.

Merthin sonrió, un poco avergonzado. Por supuesto, todo el mundo lo sabía. Quizá no estaban convencidos, pero lo suponían y, a menudo, acostumbraban a tener razón.

—¿Cuántos años tiene el pequeño Merthin de Griselda ahora? ¿Siete? ¿Ocho?

—Diez.

—Tengo las rodillas gordas —dijo Bessie. Se levantó el vestido para enseñárselas—. Siempre he odiado mis rodillas, pero a Richard le gustaban.

Merthin las miró. Eran gordas y tenían hoyuelos. Le vio las medias blancas.

—Me besaba las rodillas —prosiguió Bessie—. Era un hombre dulce. —Se ajustó el vestido, como si quisiera alisárselo, pero se lo levantó y, por un instante, Merthin atisbo la incitante mata de vello púbico que asomaba entre las ingles—. A veces me besaba por todo el cuerpo, sobre todo después del baño. Eso me gustaba. Me gustaba todo. Un hombre puede hacer lo que quiera con una mujer que lo ama. ¿No crees?

Aquello había ido demasiado lejos y Merthin se levantó.

—Creo que probablemente tienes razón, pero esta conversación sólo avanza en una dirección, por lo que voy a irme a la cama antes de cometer un pecado.

Ella lanzó una sonrisa triste.

—Que duermas bien —le deseó—. Si te sientes solo, estaré junto a la chimenea.

—Lo recordaré.

*

Tumbaron a la madre Cecilia en el armazón de una cama, sin el colchón, y la situaron enfrente de un altar, el lugar más sagrado del hospital. Las monjas cantaban y rezaban a su alrededor todo el día y toda la noche, por turnos. Siempre había alguien que le limpiaba la cara con agua de rosas fresca, siempre había una taza de agua límpida de la fuente a su lado. Pero nada de todo aquello parecía tener ningún efecto. La madre Cecilia empeoró tan rápido como los demás, empezó a sangrar por la nariz y la vagina, cada vez tenía la respiración más fatigosa y su sed era insaciable.

La cuarta noche, después de estornudar, mandó a buscar a Caris.

Caris dormía profundamente. En los últimos días sus jornadas eran agotadoras, pues el hospital estaba lleno a rebosar. Estaba sumida en un sueño en el que todos los niños de Kingsbridge tenían la peste, y mientras ella corría de un lado para otro, intentando cuidar de todos, se daba cuenta de que también la había contraído. Uno de los niños le tiraba de la manga, pero Caris no le hacía caso ya que se preguntaba cómo iba a cuidar de todos aquellos pacientes si ella también estaba enferma, y entonces se dio cuenta de que alguien la estaba sacudiendo, con una intensidad cada vez mayor, y le decía:

—¡Despertad, hermana, por favor, la madre priora os necesita!

Se despertó y vio a una novicia arrodillada junto a ella, con una candela en las manos.

—¿Cómo se encuentra? —le preguntó Caris.

—Está empeorando pero aún puede hablar y quiere veros.

Caris se levantó de la cama y se puso las sandalias. Esa noche hacía un frío glacial. Llevaba el hábito de monja y cogió una sábana de la cama y se la echó sobre los hombros. Luego bajó corriendo la escalera de piedra.

El hospital estaba lleno de enfermos agonizantes. Los colchones del suelo se hallaban alineados en forma de espinas de pescado, para que los pacientes que pudieran sentarse vieran el altar. Las familias se arremolinaban alrededor de las camas. Olía a sangre. Caris tomó un trozo de lino limpio de una cesta que había junto a la puerta y se tapó la cara y la nariz.

Había cuatro monjas arrodilladas junto a la cama de Cecilia, cantando. La madre superiora yacía con los ojos cerrados y, en un primer instante, Caris temió haber llegado demasiado tarde. Entonces, la anciana priora pareció sentir su presencia ya que volvió la cabeza y abrió los ojos.

Caris se sentó en el borde de la cama; mojó un trapo en una palangana con agua de rosas y le limpió una mancha de sangre que tenía en el labio superior.

La respiración de Cecilia era muy entrecortada. Entre jadeos, le dijo:

—¿Ha sobrevivido alguien a esta terrible enfermedad?

—Sólo Madge Webber…

—La mujer que no quería vivir.

—Todos sus hijos murieron.

—Yo también moriré dentro de poco.

—No digas eso.

—Recuerda que las monjas no tememos a la muerte. Durante toda la vida anhelamos unirnos con Jesús en el cielo. Cuando llega la muerte, la recibimos sin más. —El pequeño discurso la dejó exhausta y se puso a toser entre convulsiones.

Caris le limpió la sangre del mentón.

—Sí, madre priora. Pero aquéllos que se quedan atrás, pueden llorar. —Los ojos se le anegaron en lágrimas. Había perdido a Mair, a Julie la Anciana y, ahora, estaba a punto de perder a Cecilia.

—No llores. Eso es para las demás. Tú debes ser fuerte.

—No entiendo por qué.

—Creo que Dios desea que ocupes mi lugar y te conviertas en priora.

«En tal caso ha hecho una elección muy extraña —pensó Caris—. Acostumbra a escoger a gente que tiene una visión más ortodoxa sobre él». Pero hacía tiempo que había aprendido que no servía de nada decir esas cosas en voz alta.

—Si las hermanas me eligen, lo haré lo mejor que pueda.

—Creo que te elegirán.

—Estoy convencida de que la hermana Elizabeth deseará que la tomen en consideración.

—Elizabeth es inteligente, pero tú eres cariñosa.

Caris inclinó la cabeza. Seguramente Cecilia tenía razón; Elizabeth sería muy dura. Ella era la mejor persona para dirigir el convento, a pesar de que la decisión de pasar la vida entera rezando y cantando himnos despertaba en ella cierto escepticismo. Creía en la escuela y el hospital. No quisiera el cielo que Elizabeth acabase dirigiendo el hospital.

—Hay algo más. —Cecilia bajó la voz y Caris tuvo que inclinarse más—. Algo que el prior Anthony me dijo cuando se estaba muriendo. Lo había mantenido en secreto hasta el último momento, y yo he hecho lo mismo.

Caris no estaba convencida de querer cargar con aquel secreto, pero el hecho de que la hermana Cecilia se encontrara en su lecho de muerte la obligó a dejar a un lado sus reparos. La madre superiora le dijo:

—El viejo rey no murió a causa de una caída.

Caris se quedó perpleja. Aquello había ocurrido más de veinte años atrás, pero recordaba los rumores. Matar a un rey era el peor crimen imaginable, una atrocidad doble que combinaba el asesinato con la traición, ambos crímenes capitales. El mero hecho de saber algo así era peligroso, por lo que no era de extrañar que Anthony lo hubiera mantenido en secreto.

Cecilia prosiguió:

—La reina y su amante, Mortimer, querían eliminar a Eduardo II. El heredero al trono era un niño pequeño. Mortimer se convirtió en el verdadero rey a todos los efectos, salvo de nombre. Al final, la situación no duró tanto como a ellos les habría gustado, por supuesto, y el joven Eduardo III creció demasiado rápido. —Volvió a toser, más débil.

—Mortimer fue ejecutado cuando yo era una adolescente.

—Pero ni tan siquiera Eduardo quería que se supiera lo que le había ocurrido de verdad a su padre, de modo que se ocultó el secreto.

Caris estaba anonadada. La reina Isabel, la venerada madre del rey, aún estaba viva y llevaba una vida fastuosa en Norfolk. Si llegaba a descubrirse que tenía las manos manchadas con la sangre de su marido, se desataría un terremoto político. Caris se sintió culpable sólo por saberlo.

—¿De modo que lo asesinaron? —preguntó.

Cecilia no contestó. Caris la miró fijamente. La priora estaba quieta, tenía el semblante inmóvil y la mirada perdida hacia arriba. Había muerto.