58

Eentenares de personas acudieron al funeral de Mark Webber. Había sido uno de los ciudadanos más prominentes de Kingsbridge, pero también algo más. Asistieron tejedores pobres de los pueblos de alrededor, algunos de los cuales caminaron durante horas. Había sido un personaje excepcionalmente querido, pensó Merthin. La combinación de su cuerpo gigantesco y su carácter afable había encandilado a todo el mundo.

Era un día húmedo, y las cabezas descubiertas de los hombres ricos y pobres que había alrededor de la tumba se empaparon. La lluvia fría se mezclaba con las lágrimas cálidas en las caras de los dolientes. Madge apoyaba los brazos sobre los hombros de sus dos hijos menores, Dennis y Noah, que, a su vez, estaban flanqueados por el hijo mayor, John, y la hija, Dora, ambos mucho más altos que su madre, y parecía como si fueran los padres de las tres personas bajitas que había en medio.

Merthin se preguntó tristemente si Madge o uno de sus hijos sería la siguiente víctima.

Seis hombres muy fuertes gruñeron a causa del esfuerzo que tuvieron que hacer para bajar aquel féretro tan grande y ponerlo en la tumba. Madge lloró desconsolada mientras los monjes cantaban el último himno. Luego los sepultureros empezaron a echar paladas de tierra húmeda en el agujero, y la gente empezó a dispersarse.

El hermano Thomas se acercó a Merthin, con la capucha puesta para resguardarse de la lluvia.

—El priorato no tiene dinero para reconstruir la torre —le dijo—. Godwyn le ha encargado a Elfric que demuela la antigua y teche el crucero.

Merthin dejó a un lado los pensamientos apocalípticos de la peste.

—¿Cómo va a pagar Godwyn a Elfric por el trabajo?

—Las monjas están recaudando el dinero.

—Creía que odiaban a Godwyn.

—La hermana Elizabeth es la tesorera. Godwyn procura portarse bien con su familia, que son arrendatarios del priorato. La mayoría de las demás monjas lo odian, es cierto, pero necesitan una iglesia.

Merthin aún no había renunciado a sus esperanzas para construir una torre más alta que la anterior.

—Si yo lograra reunir el dinero, ¿crees que el priorato construiría una torre nueva?

Thomas se encogió de hombros.

—No sabría qué decirte.

Esa misma tarde, Elfric fue reelegido mayordomo de la cofradía. Tras la reunión, Merthin fue a buscar a Bill Watkin, el mayor maestro constructor de la ciudad después de Elfric.

—Cuando se haya solucionado el problema de los cimientos de la torre, podría levantarse una más alta —le aseguró.

—No veo por qué no —admitió Bill—. Pero ¿por qué?

—Para que pudiera verse desde el cruce de Mudeford. Muchos viajeros, tanto peregrinos como mercaderes y demás, no toman la carretera que va a Kingsbridge, sino que siguen hacia Shiring. La ciudad pierde mucha clientela de ese modo.

—Godwyn dirá que no puede costear la obra.

—Piensa en esto —le pidió Merthin—: ¿y si la nueva torre pudiera financiarse del mismo modo que el puente? Los mercaderes de la ciudad podrían prestar el dinero y recuperarlo mediante el pontazgo.

Bill se rascó el flequillo gris, similar a la tonsura de los sacerdotes. Aquél era un concepto desconocido para él.

—Pero la torre no tiene nada que ver con el puente.

—¿Acaso importa?

—Supongo que no.

—El pontazgo es una forma de garantizar que se recupera el dinero.

Bill pensó en su propio interés.

—¿Me encargaría de alguna parte de la obra?

—Sería un proyecto de gran envergadura, todos los maestros constructores de la ciudad sacarían tajada.

—Eso sería muy bueno.

—Fantástico. Ahora escucha, si diseño una torre muy grande, ¿puedo contar con tu apoyo, aquí en la cofradía gremial, en la próxima reunión?

Bill parecía albergar algunas dudas.

—No me parece muy probable que los cofrades aprueben un proyecto extravagante.

—No creo que tenga que ser extravagante, basta con que sea alta. Si ponemos un techo abovedado en el crucero, puedo construirla sin cimbra.

—¿Una bóveda? Eso es una idea novedosa.

—He visto bóvedas en Italia.

—Entiendo que nos ahorraría dinero.

—Y la torre puede rematarse con un capitel fino de madera, lo que nos ahorrará dinero y quedará muy bien.

—Has pensado en todo, ¿verdad?

—Aún no, pero se trata de algo a lo que le he estado dando vueltas desde que regresé de Florencia.

—Bueno, me parece una buena idea, buena para el negocio, buena para la ciudad.

—Y buena para nuestras almas eternas.

—Haré todo lo que esté a mi alcance para que se apruebe.

—Gracias.

Merthin meditaba sobre el diseño de la torre mientras se dedicaba a trabajos más mundanos, como la reparación del puente y la construcción de casas nuevas en la isla de los Leprosos. Lo ayudaba a alejar de la mente las imágenes obsesivas y espantosas de Caris enferma a causa de la peste. Pensó mucho en la torre sur de Chartres. Era una obra maestra, aunque algo anticuada, ya que había sido construida doscientos años antes.

Lo que le había gustado mucho, lo recordaba claramente, era la transición de la torre cuadrada al capitel octagonal. En la parte superior de la torre, en cada una de las cuatro esquinas, había unos pináculos dispuestos en sentido diagonal hacia el exterior. En el mismo nivel, en el punto medio de cada costado del cuadrado, había unas ventanas abuhardilladas de forma similar a los pináculos. Aquellas ocho estructuras se ajustaban a los ocho costados inclinados de la torre que se alzaba tras ellos, por lo que el ojo apenas se daba cuenta del cambio de forma cuadrada a la octogonal.

Sin embargo, la torre de Chartres era demasiado robusta para los criterios estéticos del siglo XIV. La torre de Merthin tendría unas columnas más estilizadas y unas ventanas más grandes para aliviar el peso que debían soportar los pilares y para reducir la tensión, ya que el viento pasaría entre ellas.

Hizo su propio suelo para trazar en el taller que tenía en la isla. Disfrutaba planificando los detalles, duplicando y cuadruplicando las estrechas ventanas ojivales de la antigua catedral para hacer las grandes ventanas de la nueva torre, modificando los grupos de columnas y los capiteles.

Merthin albergaba dudas sobre la altura. No tenía forma de calcular lo alta que tenía que ser para que fuera visible desde el cruce de Mudeford. La única forma de lograrlo era haciendo distintas pruebas. Cuando hubiera acabado de construir la torre de piedra, tendría que erigir un capitel provisional y luego ir a Mudeford en un día despejado para averiguar si podía verse o no. La catedral estaba construida en un terreno elevado, y en Mudeford la carretera coronaba una pequeña elevación antes de descender hacia el río. Su instinto le decía que si construía una torre un poco más alta que la de Chartres, de unos ciento veinte metros, bastaría.

La torre de la catedral de Salisbury medía ciento veintitrés metros de alto.

La suya alcanzaría los ciento veinticuatro.

Mientras estaba tumbado sobre el suelo para trazar, dibujando los pináculos del techo, apareció Bill Watkin.

—¿Qué te parece esto? —le preguntó Merthin—. ¿Crees que es mejor que la torre se remate con una cruz que señale hacia el cielo? ¿O un ángel que vele por nosotros?

—Ninguna de las dos —respondió Bill—. No se va a construir.

Merthin se levantó, con una regla en la mano izquierda y una aguja para dibujar en la derecha.

—¿Por qué dices eso?

—He recibido la visita del hermano Philemon. Me ha parecido que debía comunicártelo cuanto antes.

—¿Qué te ha dicho esa víbora?

—Fingía que su visita era amistosa. Quería darme un consejo por mi propio bien: me ha dicho que no sería prudente por mi parte apoyar cualquier plan para construir una torre diseñada por ti.

—¿Por qué no?

—Porque eso molestaría al prior Godwyn, que no piensa aprobar tus planes, pese a quien pese.

Esa noticia no tomó por sorpresa a Merthin. Si Mark Webber hubiera sido elegido mayordomo, el equilibrio de poder de la ciudad habría cambiado, y quizá Merthin hubiera recibido el encargo de construir la torre nueva, pero la muerte de Mark significaba que tenía todas las posibilidades de perder. Se había aferrado a una esperanza, y ahora sentía la honda punzada de la decepción.

—Supongo que se la encargará a Elfric.

—Eso me ha dejado entrever.

—¿Es que nunca aprenderá?

—Hay hombres que hacen más caso del orgullo que del sentido común.

—¿Y la cofradía sufragará el coste de la torre pequeña y achaparrada que diseñe Elfric?

—Es lo más probable. Tal vez no les convenza demasiado la idea, pero reunirán el dinero. Están orgullosos de su catedral, después de todo.

—¡La incompetencia de Elfric casi los deja sin puente! —exclamó Merthin, indignado.

—Lo saben.

No reprimió sus sentimientos heridos.

—Si yo no hubiera diagnosticado el problema de la torre, podría haberse hundido y derrumbar con ella la catedral entera.

—También lo saben. Pero no van a pelearse con el prior sólo porque te haya tratado mal.

—Por supuesto que no —dijo Merthin, como si le pareciera algo del todo razonable; pero estaba ocultando la amargura que sentía.

Había hecho más por Kingsbridge que Godwyn, y le dolía que los demás ciudadanos no hubieran ofrecido más batalla por él. Pero también sabía que la mayoría de las personas casi siempre actuaban movidas únicamente por su propio interés.

—La gente es muy desagradecida —dijo Bill—. Lo siento.

—Sí —reconoció Merthin—. No pasa nada.

Miró a Bill y luego desvió la mirada; tiró sus instrumentos de dibujo y se fue.

*

Durante el oficio de laudes, Caris se sorprendió al mirar hacia la nave y ver a una mujer en el pasillo norte, arrodillada, frente a un mural de Cristo resucitado. Tenía una candela junto a ella y, en su titilante luz, adivinó el cuerpo fornido y la mandíbula prominente de Madge Webber.

Madge permaneció allí durante todo el oficio, sin prestar atención a los salmos, concentrada, al parecer, en la plegaria. Quizá le estaba pidiendo a Dios que perdonara los pecados de Mark y lo dejara descansar en paz, aunque, por lo que sabía Caris, Mark no había cometido muchos pecados. Era más probable que la viuda le estuviera pidiendo a su difunto marido que le enviara buena suerte desde el mundo de los espíritus. Madge iba a hacerse cargo del negocio del paño con la ayuda de sus dos hijos mayores. Era lo habitual, cuando moría un mercader y dejaba viuda y un negocio próspero. Aun así, no cabía duda de que la mujer sentía la necesidad de que su marido bendijera sus esfuerzos.

Sin embargo, esta explicación no satisfizo a Caris. Había algo intenso en la postura de Madge, algo de su quietud que sugería una gran pasión, como si le estuviera pidiendo al cielo que le concediera un favor importantísimo.

Cuando finalizó el oficio, y los monjes y las monjas empezaron a desfilar, Caris se apartó de la procesión y recorrió la vasta y sombría nave en dirección a los destellos de la vela.

Madge se levantó al oír el rumor de sus pasos. Cuando reconoció la cara de Caris, se dirigió a ella con un tono recriminatorio.

—Mark murió de la peste, ¿verdad?

Así que eso era.

—Creo que sí —respondió Caris.

—No me lo dijiste.

—No estaba convencida y no quería asustarte a ti, por no hablar de toda la ciudad, debido a una suposición.

—He oído que ha llegado a Bristol.

De modo que la gente ya comentaba la noticia.

—Y a Londres —admitió Caris. Se lo había oído decir a un peregrino.

—¿Qué nos ocurrirá?

Un gran pesar le asestó una puñalada en el corazón.

—No lo sé —mintió.

—He oído que se transmite de una persona a otra.

—Así ocurre con muchas enfermedades.

A Madge se le demudó el rostro, que perdió todo atisbo de hostilidad y adquirió una expresión implorante que le rompió el corazón a Caris. Le preguntó con un susurro:

—¿Morirán mis hijos?

—La mujer de Merthin la contrajo —dijo Caris—. Y murió, como toda su familia, pero Merthin se recuperó y Lolla no llegó a padecerla.

—Entonces, ¿no les pasará nada a mis hijos?

Aquello no era lo que Caris había dicho.

—Tal vez. O quizá algunos la contraigan y otros se libren.

Aquella explicación no satisfizo a Madge. Como la mayoría de los pacientes, quería hechos, no elucubraciones.

—¿Qué puedo hacer para protegerlos?

Caris desvió la mirada hacia el mural de Cristo.

—Estás haciendo todo lo que puedes —le dijo.

Notaba que perdía el control. Un sollozo empezó a subirle por la garganta, se volvió para ocultar sus sentimientos y salió rápidamente de la catedral.

Se sentó en el claustro de las monjas durante unos minutos para recuperar la compostura, y luego fue al hospital, como acostumbraba a hacer a tal hora.

No vio a Mair por ninguna parte. Debían de haberla llamado para que fuera a atender a algún enfermo de la ciudad. Caris se ocupó de todo, supervisó el desayuno que se iba a servir a los huéspedes y a los pacientes, se aseguró de que todo estuviera limpio y fue a ver a los que estaban más enfermos. El trabajo le aliviaba la pena que le había causado el encuentro con Madge. Le leyó un salmo a Julie la Anciana. Cuando acabó todas las tareas, Mair aún no había aparecido, por lo que fue a buscarla.

La encontró en el dormitorio, tumbada boca abajo en la cama. A Caris le dio un vuelco el corazón.

—¡Mair! ¿Estás bien? —le preguntó.

La monja se dio la vuelta. Estaba pálida y sudaba. Tosió pero no pudo decir nada.

Caris se arrodilló junto a ella y le puso una mano en la frente.

—Tienes fiebre —le dijo, eliminando de su voz todo resquicio del temor que sentía en el estómago, como si fueran náuseas—. ¿Cuándo ha empezado?

—Ayer tosí —respondió Mair—, pero he dormido bien y esta mañana me he levantado. Entonces, cuando iba a desayunar, me han entrado ganas de vomitar. Así que he ido a la letrina y luego he venido aquí a tumbarme. Creo que me he dormido… ¿qué hora es?

—Está a punto de dar la tercia. Pero estás dispensada.

Podía ser una enfermedad normal, se dijo Caris a sí misma. Le tocó el cuello y le bajó el hábito.

Mair esbozó una leve sonrisa.

—¿Estás intentando verme los pechos?

—Sí.

—Todas las monjas sois iguales.

Caris no vio ningún sarpullido. Tal vez fuera sólo un catarro.

—¿Algún dolor?

—Tengo unas molestias bastante dolorosas en las axilas.

Aquello no le servía de mucho a Caris. Las hinchazones dolorosas de las axilas o las ingles eran una característica habitual de otras enfermedades aparte de la peste.

—Es mejor que vayas al hospital —le dijo.

Cuando Mair levantó la cabeza, Caris vio unas manchas de sangre en la almohada.

Aquello fue un durísimo golpe. Mark Webber había tosido sangre. Y Mair había sido la primera persona que atendió a Mark cuando empezó a mostrar los primeros síntomas de la enfermedad; fue a su casa un día antes que ella.

Caris ocultó su miedo y ayudó a Mair a levantarse. Se le bañaron los ojos en lágrimas, pero logró controlarse. Mair le puso un brazo alrededor de la cintura y apoyó la cabeza en el hombro, como si necesitara ayuda para caminar. Caris la abrazó por los hombros. Juntas bajaron las escaleras y atravesaron el claustro de las monjas, en dirección al hospital.

Caris llevó a Mair hasta un colchón que había cerca del altar. Cogió un vaso de agua fría de la fuente del claustro y la monja enferma se la bebió con avidez. Luego Caris le limpió la cara y el cuello con agua de rosas. Al cabo de un rato, Mair volvió a dormirse.

Sonó la campana que daba la tercia. Caris no acostumbraba a asistir a este oficio, pero ese día sentía la necesidad de tener un momento de tranquilidad. Se sumó a la hilera de monjas que caminaba hacia la iglesia. Las piedras viejas y grises tenían un aspecto más frío y duro de lo habitual. Cantó la salmodia de forma automática, mientras en su corazón se desataba una tempestad.

Mair tenía la peste. No había visto ningún sarpullido, pero tenía fiebre, mucha sed y había tosido sangre. A buen seguro moriría.

Caris sintió una espantosa sensación de culpa. Mair la amaba con devoción. Caris nunca había sido capaz de corresponderle su amor, no del modo en que anhelaba Mair, y ahora ésta se estaba muriendo. A Caris le hubiera gustado ser diferente. Debería haber podido hacerla feliz, debería poder salvarle la vida. No paró de llorar mientras cantaba el salmo, con la esperanza de que si alguien la veía diera por sentado que era el éxtasis religioso lo que la conmovía.

Al final del oficio, una novicia la esperaba, hecha un manojo de nervios, frente a la puerta del transepto sur.

—Hay alguien que te reclama con urgencia en el hospital —le dijo la chica.

Caris se encontró con Madge Webber, que estaba pálida de miedo.

No fue necesario que le preguntara qué quería. Cogió la bolsa en la que guardaba todos sus enseres médicos y salieron las dos. Cruzaron el jardín de la catedral azotadas por el lacerante viento de noviembre y se dirigieron a la casa de los Webber, situada en la calle principal. En el piso de arriba, los hijos de Madge aguardaban en la sala. Los dos mayores estaban sentados a la mesa y parecían asustados; los pequeños yacían en el suelo.

Caris los examinó rápidamente. Los cuatro tenían fiebre. La chica sangraba por la nariz. Los tres chicos tosían.

Todos tenían un sarpullido de manchas de color negro y púrpura en el cuello y los hombros.

Madge le preguntó:

—Es lo mismo, ¿verdad? Es de lo que murió Mark. Tienen la peste.

Caris asintió.

—Lo siento.

—Ojalá muera yo también —dijo Madge—. Así estaremos todos juntos en el cielo.