57

El regreso de Merthin afectó a toda la ciudad. Caris observaba los cambios con asombro y admiración. Éstos empezaron con su victoria sobre Elfric en la cofradía gremial. La gente se dio cuenta de que la ciudad podría haber perdido su puente por culpa de la incompetencia de Elfric, y aquello los hizo salir de su apatía. Sin embargo, todo el mundo sabía que Elfric era un títere de Godwyn, por lo que el priorato era el verdadero objeto de su resentimiento.

Así pues, empezó a cambiar la visión de la gente hacia el priorato. Se impuso una actitud generalizada de desafío. Caris era optimista: Mark Webber tenía bastantes posibilidades de ganar las elecciones que iban a celebrarse el 1 de noviembre, y de convertirse en mayordomo. Si ocurría aquello, el prior Godwyn ya no podría manejar los hilos a su antojo, y quizá la ciudad podría empezar a crecer: mercados los sábados, más molinos, tribunales independientes en los que los mercaderes pudieran confiar… Sin embargo, Caris se pasaba gran parte del tiempo pensando en su propia situación. El regreso de Merthin era un terremoto que había hecho temblar los cimientos de su vida. Su primera reacción fue de pánico ante la perspectiva de tener que abandonar todo por lo que había luchado durante los últimos nueve años: su cargo en la jerarquía del convento; a la maternal Cecilia, a la afectuosa Mair y a Julie la Anciana; y, por encima de todo, a su hospital, mucho más limpio, eficiente y acogedor que antes de su llegada.

No obstante, a medida que los días se hacían más cortos y fríos, y Merthin reparaba su puente y empezaba a poner los cimientos de la calle de nuevos edificios que quería construir en la isla de los Leprosos, la determinación de Caris para seguir con su vida conventual se debilitaba. Las restricciones monásticas, que habían dejado de afectarla, volvían a resultar insufribles. La devoción de Mair, que había sido una agradable diversión romántica, le resultaba ahora irritante. Empezó a pensar en qué tipo de vida podría llevar como mujer de Merthin.

Pensaba mucho en Lolla, y en los hijos que podría haber tenido con Merthin. La niña tenía los ojos y el pelo oscuro, seguramente como su madre italiana. La hija de Caris podría haber tenido los ojos verdes de la familia Wooler. Al principio, la idea de renunciar a todo para cuidar de la hija de otra mujer horrorizó a Caris, pero en cuanto conoció a la pequeña, se le ablandó el corazón.

No podía hablar con nadie del convento acerca de todo aquello, por supuesto. La madre Cecilia le diría que debía cumplir con sus votos y Mair le suplicaría que se quedara, de modo que de noche no hacía más que darle vueltas al asunto.

La discusión que había tenido con Merthin hacía unos días sobre Wulfric la desesperó. Cuando él se fue, Caris regresó a la botica y rompió a llorar. ¿Por qué tenía que ser todo tan difícil? Lo único que quería era hacer bien las cosas.

Mientras Merthin estaba en Tench, se confió a Madge Webber.

Dos días después de la marcha de Merthin, Madge fue al hospital poco después del alba, cuando Caris y Mair estaban visitando a los pacientes.

—Me preocupa mi Mark —le dijo.

Mair le confesó a Caris:

—Fui a verlo ayer. Había estado en Melcombe y regresó con fiebre y el estómago revuelto. No te lo dije porque no me pareció grave.

—Ahora tose sangre —añadió Madge.

—Iré a verlo —dijo Caris.

Los Webber eran viejos amigos: prefería atender a Mark ella misma. Cogió una bolsa que contenía algunos remedios básicos y acompañó a Madge a su casa, en la calle principal.

La vivienda estaba en el segundo piso, sobre la tienda. Los tres hijos de Mark se paseaban arriba y abajo con nerviosismo por el comedor. Madge acompañó a Caris a la alcoba, que olía muy mal. Caris estaba acostumbrada al mal olor de la cámara de un enfermo, una mezcla de sudor, vómitos y excrementos. Mark estaba tumbado en un jergón de paja, sudando. Su enorme panza sobresalía como la barriga de una mujer embarazada. La hija, Dora, permanecía junto a la cama.

Caris se arrodilló junto a Mark y le dijo:

—¿Cómo te encuentras?

—Mal —respondió Mark con voz ronca—. ¿Puedo beber algo?

Dora le dio a Caris una copa de vino, y ésta se la acercó a los labios de Mark. Le resultaba extraño ver desvalido a un hombre tan corpulento. Siempre le había parecido un ser invulnerable. Era desalentador, como descubrir un roble que ha permanecido fuerte toda la vida derribado por un rayo.

Le tocó la frente. Estaba ardiendo, no le extrañaba que tuviera sed.

—Dejadle que beba tanto como quiera —les dijo—. La cerveza suave es mejor que el vino.

No le confesó a Madge que la enfermedad de Mark la desconcertaba y preocupaba. La fiebre y el estómago revuelto eran algo habitual, pero el hecho de que tosiera sangre era una señal peligrosa.

Caris tomó un frasco de agua de rosas de la bolsa, empapó un paño de lana y le limpió la cara y el cuello. Aquello lo calmó de inmediato. El agua lo refrescó y el perfume enmascaró los malos olores de la estancia.

—Te dejaré un poco de esta agua de mi botica —le dijo a Madge—. Los médicos la recomiendan para el cerebro inflamado. La fiebre es caliente y húmeda, las rosas son frescas y secas; eso dicen los monjes. Sea cual sea el motivo, lo aliviará un poco.

—Gracias.

Sin embargo, Caris no conocía ningún remedio efectivo para los esputos sangrientos. Los monjes médicos determinarían que se debía a un exceso de sangre y recomendarían una sangría, pero prescribían eso para casi todo, y Caris no creía en ello.

Mientras le limpiaba la garganta, vio un síntoma que Madge no había mencionado. Tenía un sarpullido de manchas de color púrpura y negro en el cuello y el pecho.

Era una enfermedad que no había visto nunca y la desconcertó mucho, pero no le dijo nada a Madge.

—Acompáñame al convento y te daré el agua de rosas.

Despuntaba el alba cuando salieron de casa para dirigirse al hospital.

—Has sido muy buena con mi familia —le dijo Madge—. Éramos la familia más pobre de la ciudad hasta que tú pusiste en marcha el negocio del paño escarlata.

—Fue vuestra energía y laboriosidad lo que permitió que tuviera éxito.

Madge asintió. Era consciente de lo que había hecho.

—Aun así, no habría sucedido sin ti.

Casi sin pensarlo, Caris decidió que Madge la acompañara por el claustro hasta la botica, para que pudieran hablar en privado. Por lo general, los legos tenían prohibida la entrada, pero había excepciones, y ahora Caris tenía un cargo lo bastante importante para decidir cuándo podía romper las reglas.

Estaban solas en una estancia abarrotada. Caris llenó un frasco de loza con agua de rosas y le cobró seis peniques a Madge. Luego le dijo:

—Estoy pensando en renunciar a mis votos.

Madge asintió, sin parecer muy sorprendida.

—Todo el mundo se pregunta qué vas a hacer.

Caris se quedó estupefacta por el hecho que la gente de la ciudad hubiera adivinado sus pensamientos.

—¿Cómo lo saben?

—No hay que ser adivino. Entraste en el convento para eludir una sentencia de muerte por brujería. Después del gran trabajo que has hecho aquí, no debería costarte mucho conseguir el perdón. Merthin y tú estabais enamorados y parecíais la pareja ideal. Ahora él ha vuelto. Es lógico que, como mínimo, medites la posibilidad de casarte con él.

—No sé cómo sería mi vida como esposa.

Madge se encogió de hombros.

—Un poco como la mía, supongo. Mark y yo administramos el negocio del paño juntos. También tengo que encargarme del buen funcionamiento de la casa, pues todos los maridos esperan eso, pero no resulta muy difícil, sobre todo si tienes dinero para contratar sirvientes. Y los niños siempre serán tu responsabilidad más que la suya. Pero me las apaño, y tú también lo harías.

—A juzgar por tu tono de voz, no parece que sea algo muy emocionante.

Ella sonrió.

—Doy por sentado que ya conoces la parte buena: el hecho de sentirte amada y adorada; de saber que hay una persona en este mundo que siempre estará a tu lado; de irte a la cama cada noche con alguien fuerte y tierno que quiere poseerte… eso es la felicidad para mí.

Las palabras sencillas de Madge pintaban una imagen muy vívida, y de repente, Caris se sintió poseída por un anhelo casi irrefrenable. Le parecía que ya no podía esperar a abandonar la vida dura, fría y sin amor del priorato, en la que el mayor pecado era tocar a otro ser humano. Si Merthin hubiera entrado en la botica en ese momento, le habría arrancado la ropa y habría hecho el amor con él ahí mismo, en el suelo.

Se dio cuenta de que Madge la estaba observando, con una leve sonrisa, leyéndole el pensamiento, y se sonrojó.

—No pasa nada —le dijo—. Te entiendo. —Dejó los seis peniques de plata en la mesa y tomó el frasco—. Es mejor que me vaya a casa, a cuidar de mi marido.

Caris recobró la compostura.

—Intenta que esté cómodo y ven a buscarme de inmediato si hay algún cambio.

—Gracias, hermana —dijo Madge—. No sé qué haremos sin ti.

*

Merthin hizo el viaje de vuelta a Kingsbridge enfrascado en sus pensamientos. Ni tan siquiera la cháchara alegre y sin sentido de Lolla logró levantarle el ánimo. Ralph había aprendido mucho, pero, en el fondo, no había cambiado. Seguía siendo un hombre cruel. Desatendía a su esposa adolescente, apenas soportaba la presencia de sus padres y era vengativo en grado sumo. Disfrutaba de todas las ventajas de su título de señor, pero no sentía ninguna obligación para con los campesinos que estaban bajo su yugo. Consideraba que el fin de todo aquello que lo rodeaba, incluida la gente, debía ser su satisfacción.

Sin embargo, Merthin se sentía optimista con respecto a Kingsbridge. Todas las señales indicaban que Mark sería elegido mayordomo el día de Todos los Santos, lo cual podía marcar el inicio de una época muy próspera.

Merthin llegó el último día de octubre, la víspera de Todos los Santos. Ese año caía en viernes, por lo que no había una gran afluencia de gente, como sucedía cuando la noche de los espíritus malignos caía en sábado, tal y como había ocurrido cuando Merthin tenía once años, y conoció a Caris, que contaba diez. A pesar de todo, la gente también estaba nerviosa y todo el mundo quería estar ya en la cama al anochecer.

En la calle principal vio a John, el hijo mayor de Mark Webber.

—Mi padre está en el hospital —le dijo el chico—. Tiene fiebre.

—Es un mal momento para ponerse enfermo —exclamó Merthin.

—Es un día aciago.

—No me refería a la fecha. Tiene que estar presente en la reunión de la cofradía gremial de mañana. Un mayordomo no puede ser elegido en su ausencia.

—No creo que pueda asistir a ninguna reunión mañana.

Aquello era preocupante. Merthin llevó sus caballos hasta la posada Bell y dejó a Lolla al cuidado de Bessie.

Al entrar en los terrenos del priorato se tropezó con Godwyn y su madre. Supuso que habían cenado juntos y ahora Godwyn la acompañaba hasta la puerta. Estaban enfrascados en una acalorada conversación y Merthin pensó que les preocupaba la posibilidad de que su títere perdiera el cargo de mayordomo. Se callaron súbitamente cuando lo vieron. Petranilla le dijo con voz engolada:

—Me apena saber que Mark no se encuentra bien.

Merthin se contuvo para no perder la compostura y le dijo:

—No es más que una fiebre.

—Rezaremos para que se recupere pronto.

—Gracias.

Acto seguido entró en el hospital y se encontró con Madge, que estaba muy angustiada.

—Ha tosido sangre —le dijo—. Y no puedo saciarle la sed. —Sostenía una taza de cerveza en los labios de su marido.

Mark tenía un sarpullido de manchas de color púrpura en la cara y los brazos. Sudaba a mares y sangraba por la nariz.

Merthin le preguntó:

—No te encuentras muy bien, ¿verdad?

Mark no dio muestras de haberlo oído pero gruñó:

—Tengo mucha sed.

Madge volvió a acercarle la taza y dijo:

—Por mucho que beba, siempre tiene sed. —Hablaba con un deje de pánico que nunca había oído en sus labios.

Merthin estaba aterrado. Mark viajaba a menudo a Melcombe, donde hablaba con marineros procedentes de Burdeos, que estaba asolada por la peste.

La reunión de la cofradía gremial que iba a tener lugar al día siguiente era la menor de las preocupaciones de Mark en ese momento. Y también la de Merthin.

La primera reacción instintiva de Merthin fue salir corriendo para decirle a todo el mundo que corría peligro de muerte, pero cerró la boca con fuerza. Nadie hacía caso a un hombre presa del pánico y, además, aún no estaba seguro de su diagnóstico. Había una pequeña posibilidad de que la enfermedad de Mark no fuera lo que se temía. Cuando estuviera convencido, se reuniría con Caris a solas y se lo explicaría todo de una forma sosegada y lógica. Pero tendría que ser pronto.

Caris le estaba limpiando la cara a Mark con un líquido de olor muy dulce. Tenía un semblante impertérrito que Merthin supo interpretar de inmediato: estaba ocultando sus sentimientos. Era obvio que se imaginaba lo grave que era la enfermedad de su amigo.

Mark agarraba algo con fuerza que parecía un pedazo de pergamino. Merthin supuso que debía de haber alguna oración escrita en él, o unos versículos de la Biblia, o tal vez un conjuro mágico. Debía de ser idea de Madge, puesto que Caris no creía en la escritura como remedio.

El prior Godwyn entró en el hospital, seguido, como de costumbre, por Philemon.

—¡Apartaos de la cama! —ordenó Philemon de inmediato—. ¿Cómo va a sanar si no puede ver el altar?

Merthin y las dos mujeres se apartaron, y Godwyn se inclinó sobre el paciente. Le tocó la frente, el cuello y luego le puso la mano en el pulso.

—Mostradme la orina —exigió.

Los monjes médicos le daban mucha importancia al examen de la orina del paciente. El hospital tenía unos recipientes de cristal especiales, llamados orinales, destinados a tal efecto. Caris le entregó uno a Godwyn. No había que ser un experto para ver que había sangre en la orina de Mark.

El prior se lo devolvió.

—El problema de este hombre es que tiene la sangre sobrecalentada —dijo—. Hay que practicarle una sangría y alimentarlo con manzanas ácidas y tripas.

Merthin sabía, gracias a su experiencia vivida en Florencia con la peste, que lo que Godwyn decía no eran más que sandeces, pero se guardó de hacer comentario alguno. Ya no albergaba demasiadas dudas sobre lo que aquejaba a Mark. El sarpullido, las hemorragias, la sed: era la misma enfermedad que había sufrido en Florencia, la misma que había acabado con Silvia y toda su familia. Era La moria grande.

La peste había llegado a Kingsbridge.

*

A medida que caía la noche en la víspera de Todos los Santos, la respiración de Mark Webber se volvía más fatigosa. Caris observaba cómo se iba debilitando. Sentía la misma impotencia furibunda que se apoderaba de ella cuando no podía ayudar a un paciente. Mark se sumió en un estado de inconsciencia agitada, sin parar de sudar y boquear, a pesar de que tenía los ojos cerrados y no daba muestras de lucidez. Merthin pidió a Caris que le palpara las axilas a Mark: tenía unas hinchazones grandes, como furúnculos. Ella no le preguntó lo que significaba aquello, ya lo haría más tarde. Las monjas rezaban y cantaban himnos mientras Madge y sus cuatro hijos no se apartaban de la cama, angustiados y sin poder hacer nada.

Al final Mark empezó a tener convulsiones y escupió un súbito torrente de sangre. Luego se desplomó hacia atrás en la cama, se quedó quieto y dejó de respirar.

Dora rompió a llorar. Los tres hijos varones parecían apabullados y se esforzaban para reprimir unas lágrimas impropias de un hombre. Madge lloraba desconsoladamente.

—Era el mejor hombre del mundo —le dijo a Caris—. ¿Por qué ha tenido que llevárselo Dios?

Caris tuvo que contener su propio dolor. Su pérdida no era nada en comparación con la de ellos. No sabía por qué Dios se llevaba a menudo a las mejores personas, y dejaba a las malvadas para que siguieran haciendo el mal. Aquella idea de una deidad benevolente que velaba por todo el mundo le parecía increíble en momentos como ése. Los sacerdotes decían que la enfermedad era un castigo por un pecado. Mark y Madge se amaban y se preocupaban por sus hijos y trabajaban como mulas: ¿por qué los había castigado?

No había respuestas para las preguntas religiosas, pero Caris tenía que hacer una serie de indagaciones prácticas y urgentes. Estaba muy preocupada por la enfermedad de Mark, y se había dado cuenta de que Merthin sabía algo al respecto. Se tragó las lágrimas.

Lo primero que hizo fue enviar a Madge y a los niños a casa a que descansaran y luego ordenó a las monjas que prepararan el cuerpo para el funeral. Después le dijo a Merthin:

—Quiero hablar contigo.

—Y yo contigo —replicó él.

Caris se percató de que Merthin parecía asustado, lo cual era poco común. Sus temores aumentaron.

—Ven a la iglesia —le pidió—. Allí podremos hablar en privado.

Un viento invernal barría el jardín de la catedral. Era una noche clara y podían ver gracias a la luz de las estrellas. En el presbiterio, los monjes preparaban los maitines de Todos los Santos. Caris y Merthin se quedaron en la esquina noroeste de la nave, lejos de los monjes, para que no los oyeran. Caris temblaba de frío y se ciñó el hábito. Le preguntó:

—¿Sabes qué mató a Mark?

Merthin respiró hondo, entrecortadamente.

—Es la peste —respondió—. La moria grande.

Ella asintió. Era lo que se temía, pero aun así, puso en entredicho su opinión.

—¿Cómo lo sabes?

—Mark viaja a menudo a Melcombe y habla con marineros de Burdeos, donde los cadáveres se amontonan en las calles.

Ella asintió.

—Acaba de volver de allí. —No quería creer a Merthin—. A pesar de todo, ¿estás convencido de que es la peste?

—Los síntomas son los mismos: fiebre, manchas negras y púrpura, hemorragias, pústulas en las axilas y, sobre todo, la sed. Lo recuerdo, válgame Dios. Fui uno de los pocos que se recuperó. Casi todo el mundo muere al cabo de cinco días, a menudo menos.

Caris se sintió como si hubiera llegado el día del Juicio Final. Había oído historias aterradoras sobre lo ocurrido en Italia y el sur de Francia: familias enteras desaparecidas, cuerpos que no habían recibido sepultura y se pudrían en palacios vacíos, niños pequeños huérfanos que vagaban por las calles, llorando, los animales que morían por falta de atención en pueblos fantasma… ¿Era lo que iba a ocurrir en Kingsbridge?

—¿Qué hacían los médicos italianos?

—Rezaban, cantaban himnos, sangraban a los enfermos, recetaban su panacea favorita y cobraban una fortuna. Todo lo que intentaron fue en vano.

Estaban uno muy cerca del otro y hablaban en voz baja. Caris le veía la cara, iluminada por la débil luz de las distantes velas de los monjes. Él la miraba con una extraña intensidad. Saltaba a la vista que estaba muy afectado, pero la causa no parecía ser el dolor por la pérdida de Mark. Estaba absorto en ella.

Caris le preguntó:

—¿Cómo son los doctores italianos, en comparación con nuestros médicos ingleses?

—Después de los musulmanes, se supone que los doctores italianos son los más eruditos del mundo. Incluso abren los cadáveres para aprender más sobre las enfermedades, pero jamás lograron curar a un solo enfermo que hubiera contraído la peste.

Caris se negaba a aceptar la absoluta falta de esperanzas que le transmitía Merthin.

—Algo habrá que podamos hacer.

—No. No podemos curarla, pero hay gente que cree que puedes eludirla.

Caris preguntó con impaciencia:

—¿Cómo?

—Parece que se transmite de una persona a otra.

Ella asintió.

—Ocurre con muchas otras enfermedades.

—A menudo, cuando un miembro de la familia la contrae, los demás acaban cayendo. La proximidad es el factor clave.

—Eso tiene sentido. Algunos creen que puedes caer enfermo por el mero hecho de mirar a alguien que la tiene.

—En Florencia, las monjas nos aconsejaban que nos quedáramos en casa todo el tiempo posible y que evitáramos las reuniones sociales, los mercados y las reuniones de las cofradías y los cabildos.

—¿Y los oficios religiosos?

—No, eso no nos lo dijeron, aunque había mucha gente que se quedaba en casa y no iba a la iglesia.

Aquello concordaba con lo que Caris había pensado durante años y le infundió esperanzas renovadas: quizá sus métodos le servirían para evitar la peste.

—¿Y qué hacían las propias monjas y los médicos, la gente que tiene que estar en contacto con los enfermos y tocarlos?

—Los curas se negaban a escuchar confesiones en susurros para no tener que acercarse demasiado a los feligreses. Y las monjas se ponían unas máscaras de hilo que les tapaban la boca y la nariz para evitar respirar el mismo aire. Algunas se lavaban las manos con vinagre cada vez que tocaban a un paciente. Los sacerdotes médicos decían que ninguna de esas medidas serviría de nada, pero la mayoría abandonó la ciudad.

—¿Y fueron de alguna utilidad?

—Resulta difícil responder a esa pregunta. La mayoría de esas medidas no se tomaron hasta que la peste ya estaba muy extendida. Y no tuvieron una aplicación sistemática, sino que cada cual probaba cosas distintas.

—Aun así, tenemos que hacer el esfuerzo.

Merthin asintió y, tras una pausa, dijo:

—Sin embargo, hay una precaución que es del todo fiable.

—¿Cuál?

—Huir.

Caris se dio cuenta de que llevaba un buen rato esperando a decir eso. Merthin prosiguió:

—Como reza el dicho: «Vete pronto, vete lejos y no tengas prisa en volver». La gente que lo hizo, eludió la enfermedad.

—No podemos irnos.

—¿Por qué no?

—No digas tonterías. Hay seis o siete mil personas en Kingsbridge, no van a abandonar todas la ciudad. ¿Adónde quieres que vayan?

—No estoy hablando de ellas, sólo de ti. Escucha, es posible que Mark no te haya contagiado la peste. Estoy prácticamente convencido de que Madge y los niños sí que la tienen, pero tú no has pasado mucho tiempo cerca de él. Si aún estás sana, podríamos irnos. Podríamos marcharnos hoy mismo, tú, yo y Lolla.

Caris se horrorizó al ser consciente de que Merthin daba por sentado que la peste ya se había extendido. ¿Acaso estaba condenada ella misma?

—Y… ¿y adónde iríamos?

—A Gales o a Irlanda. Tenemos que encontrar un pueblo remoto en el que sólo vean a algún desconocido de año en año.

—Tú has tenido la enfermedad. Me dijiste que nadie la contraía dos veces.

—Nunca. Y algunas personas jamás la padecen. Lolla debe de ser una de ellas. Si no se la contagió su madre, es poco probable que se la vaya a transmitir otra persona.

—Entonces, ¿por qué quieres ir a Gales?

Merthin se la quedó mirando fijamente, y Caris cayó en la cuenta de que el miedo que había detectado en su mirada era por ella. Le aterraba la posibilidad de que muriera. Se le arrasaron los ojos en lágrimas y recordó lo que Madge había dicho: «Saber que hay una persona en este mundo que siempre estará a tu lado». Merthin intentaba cuidar de ella, daba igual lo que hiciera. Caris pensó en su pobre amiga, destrozada por el dolor causado por la pérdida de aquél que siempre estuvo a su lado. ¿Cómo podía ella pensar en rechazar a Merthin?

Sin embargo, lo hizo.

—No puedo irme de Kingsbridge —le dijo—. Y ahora menos que nunca. Todos confían en mí cuando hay alguien enfermo. Cuando nos azote la peste, soy yo a quien acudirán en busca de ayuda. Si me fuera… bueno, no sé cómo explicarlo.

—Creo que te entiendo —admitió Merthin—. Serías como un soldado que huye en cuanto disparan la primera flecha. Te sentirías como una cobarde.

—Sí… y como una estafadora, después de todos estos años siendo monja y diciendo que vivo para servir a los demás.

—Sabía que te sentirías así —le dijo Merthin—, pero tenía que intentarlo. —La tristeza que empañaba su voz casi le rompió el corazón cuando añadió—: Supongo que esto significa que no renunciarás a tus votos en un futuro próximo.

—No. El hospital es el lugar al que acuden en busca de ayuda. Tengo que quedarme en el priorato para cumplir con mi misión. Tengo que ser una monja.

—De acuerdo, pues.

—No dejes que mi decisión te aflija.

Con irónico pesar le replicó:

—¿Y por qué no iba a estar afligido?

—¿No has dicho que la peste mató a la mitad de la población de Florencia?

—Más o menos.

—De modo que la mitad de la gente no la contrajo.

—Como Lolla. Nadie sabe el motivo. Tal vez poseen alguna fuerza especial. O tal vez la enfermedad escoge a sus víctimas al azar, como las flechas que disparas contra las filas enemigas, y mata a algunos y a otros no.

—Sea como fuere, existen muchas posibilidades de que logre eludir la enfermedad.

—Una posibilidad entre dos.

—Como echar una moneda al aire.

—Cara o cruz —dijo Merthin—. Vida o muerte.