la mañana siguiente un monje fue a ver a Merthin a la posada Bell. Al principio, cuando se quitó la capucha, Merthin no lo reconoció de inmediato, pero luego se fijó en que tenía el brazo izquierdo cortado a la altura del codo y se dio cuenta de que era el hermano Thomas, que debía de tener unos cuarenta años, con una barba gris y unos profundos surcos alrededor de los ojos y la boca. Merthin se preguntó si, a pesar de los años que habían pasado, su secreto seguía siendo peligroso. ¿Correría peligro la vida de Thomas, incluso habiendo pasado ya tantos años, si saliera a la luz la verdad?
No obstante, Thomas no había ido a verlo para hablar de eso.
—Tenías razón con respecto al puente —le dijo.
Merthin asintió. Sentía una suerte de satisfacción amarga. Tenía razón, pero el prior Godwyn lo había despedido y, por lo tanto, su puente nunca sería perfecto.
—Por aquel entonces ya quise explicar la importancia de esas piedras —le confió—, pero sabía que Elfric y Godwyn jamás me escucharían. De modo que se lo conté a Edmund Wooler, que luego murió.
—Deberías habérmelo dicho.
—Ojalá lo hubiera hecho.
—Acompáñame a la iglesia —le pidió Thomas—. Como eres capaz de hacer un diagnóstico tan preciso a partir de unas cuantas grietas, me gustaría mostrarte algo, si no te importa.
Condujo a Martin hasta el crucero sur. Ahí y en el pasillo sur del coro, Elfric había reconstruido los arcos, tras el derrumbe parcial que había tenido lugar once años antes. Merthin vio de inmediato el motivo de la preocupación de Thomas: las grietas habían reaparecido.
—Dijiste que volverían a salir —repuso Thomas.
—A menos que descubrierais la raíz del problema, sí.
—Tenías razón. Elfric se equivocó en dos ocasiones.
Merthin sintió un atisbo de emoción. Si había que reconstruir la torre…
—Tú lo sabes, pero ¿y Godwyn?
Thomas no respondió a la pregunta.
—¿Cuál crees que puede ser la raíz del problema?
Merthin se concentró en el problema. Nunca había dejado de darle vueltas a aquello a lo largo de los años.
—No es la torre original, ¿verdad? —le preguntó—. Según el Libro de Timothy, se ha reconstruido y es más alta.
—Hace alrededor de un siglo, sí, cuando el comercio de la lana virgen estaba en pleno auge. ¿Crees que la hicieron demasiado alta?
—Depende de los cimientos.
El emplazamiento de la catedral estaba ligeramente inclinado hacia el sur, hacia el río, lo cual podría ser un factor a tener en cuenta. Recorrió el crucero, bajo la torre, hasta el transepto norte. Se detuvo a los pies del enorme pilar de la esquina noreste del crucero y alzó la vista, hacia el arco que se extendía sobre su cabeza, por encima del pasillo norte del coro, hasta el muro.
—Lo que me preocupa es el pasillo sur —dijo Thomas, con cierto deje de malhumor—. Aquí no hay ningún problema.
Merthin señaló arriba.
—Hay una grieta en la superficie interior del arco, en el intradós, en la clave —replicó—. Eso acostumbra a suceder en los puentes, cuando los pilares no están bien cimentados y empiezan a abrirse.
—¿Qué quieres decir? ¿Que la torre se está separando del transepto norte?
Merthin se dirigió al otro extremo del crucero para observar el arco del lado sur.
—Éste también está agrietado, pero en el lado superior, en el extradós, ¿lo ves? El muro que hay encima también tiene grietas.
—No son muy grandes.
—Pero nos dicen lo que está ocurriendo. En el lado norte, el arco se está tensando; en el sur, se está contrayendo. Eso significa que la torre se desplaza hacia el sur.
Thomas alzó la vista con cautela.
—Parece recta.
—A simple vista no se ve. Pero si subes a la torre y lanzas una plomada desde lo alto de una de las columnas del crucero, justo por debajo del arranque del arco, comprobarás que cuando llegue al suelo estará separada varios centímetros de la columna. Y, como la torre se inclina, se separa del muro del coro, que es donde están los peores daños.
—¿Qué se puede hacer?
A Merthin le entraron ganas de decirle: «Tenéis que encargarme la construcción de una torre nueva». Pero aquello habría sido demasiado prematuro.
—Hay que hacer muchas más pruebas antes de construir algo —dijo, ocultando todo atisbo de emoción—. Estamos convencidos de que las grietas han aparecido porque la torre se mueve, pero ¿por qué se mueve?
—¿Y cómo vamos a averiguarlo?
—Hay que excavar un agujero —dijo Merthin.
Al final, fue Jeremiah quien excavó el agujero. Thomas no quiso contratar a Merthin directamente. Ya era lo bastante difícil, dijo, conseguir que Godwyn sufragara el coste de las pruebas. Daba la sensación de que el prior nunca tenía dinero, pero no podía encargarle el trabajo a Elfric, que habría dicho que no había nada que investigar. Así pues, llegaron al acuerdo de que contratara al antiguo aprendiz de Merthin.
Jeremiah había aprendido mucho de su maestro y le gustaba trabajar rápido. El primer día, levantó el enlosado del transepto sur. Al día siguiente, sus hombres empezaron a excavar la tierra que había alrededor del enorme pilar sureste del crucero.
Cuando el agujero alcanzó una gran profundidad, Jeremiah mandó construir un cabrestante de madera para extraer la tierra. A la segunda semana tuvo que construir unas escaleras de madera en los laterales del hoyo para que los jornaleros pudieran llegar hasta el fondo.
Mientras tanto, la cofradía gremial concedió a Merthin el contrato para la reparación del puente. Elfric se oponía a la decisión, por supuesto, pero no estaba en posición de decir que fuera el más indicado para el trabajo, y apenas se molestó en discutir.
Merthin se puso manos a la obra rápidamente y con energía. Construyó ataguías alrededor de los dos pilares afectados, las drenó y empezó a llenar los agujeros que había bajo los pilares con cascotes y argamasa. Luego rodearía los pilares con las piedras para las protecciones de escollera que había reclamado desde el principio. Y, para acabar, quitaría las horribles abrazaderas de hierro de Elfric y rellenaría las grietas con argamasa. Si los cimientos saneados mantenían la solidez, no volverían a aparecer las grietas.
Sin embargo, el trabajo que de veras ansiaba era la reconstrucción de la torre.
No iba a ser fácil. Tendría que lograr que su diseño fuera aprobado por el priorato y la cofradía gremial, que en esos momentos estaban dirigidos por sus dos peores enemigos, Godwyn y Elfric. Además, Godwyn tendría que conseguir el dinero.
Como primer paso para lograr su objetivo, Merthin le pidió a Mark que se presentara a las elecciones para escoger mayordomo y sustituir a Elfric. El cargo de mayordomo se elegía una vez al año, el día de Todos los Santos, el 1 de noviembre. En la práctica, la mayoría de los mayordomos eran reelegidos sin oposición alguna hasta que se retiraban o morían. Sin embargo, no cabía duda de que la competencia estaba permitida. De hecho, el propio Elfric se había propuesto para el cargo mientras Edmund Wooler aún lo ostentaba.
No le costó un gran esfuerzo convencer a Mark. Su amigo tenía muchas ganas de poner fin al mandato de Elfric, cuyos vínculos con Godwyn eran tan estrechos que no tenía mucho sentido mantener la cofradía gremial. La ciudad estaba gobernada por el priorato, que mostraba una actitud estrecha de miras, conservadora y recelosa hacia las ideas nuevas, sin tener en cuenta los intereses de los ciudadanos.
Así pues, ambos candidatos empezaron a buscar apoyos. Elfric tenía sus partidarios, principalmente la gente a la que contrataba o a la que compraba materiales. Sin embargo, había perdido mucha credibilidad en la discusión sobre el puente, y sus partidarios estaban alicaídos. Los defensores de Mark, por contra, se mostraban entusiasmados.
Merthin acudía a diario a la catedral y examinaba los cimientos de la inmensa columna, a medida que los hombres de Jeremiah iban excavando. Los cimientos estaban hechos con la misma piedra que el resto de la iglesia, dispuesta en capas con argamasa, pero labrada con menor esmero, puesto que no iba a estar a la vista. Cada capa era un poco más ancha que la anterior, dispuesta en forma piramidal. A medida que la excavación avanzaba, Merthin examinaba cada capa en busca de alguna falla, pero no encontraba ninguna. No obstante, estaba convencido de que al final daría con ella.
Merthin no le contó a nadie lo que tenía en mente. Si sus sospechas eran acertadas, y la torre del siglo XIII era demasiado pesada para los cimientos del siglo XII, la solución tendría que ser drástica: habría que demoler la torre y construir una nueva. Y la nueva torre sería la más alta de Inglaterra…
Un día a mediados de octubre, Caris apareció en la excavación. Era muy temprano, y el sol del invierno atravesaba el gran ventanal este. La monja se detuvo en el borde del hoyo, con la capucha alrededor de la cabeza, como si fuera una aureola. El corazón de Merthin empezó a latir con más fuerza. Quizá ya tenía una respuesta. Subió la escalera con brío.
Caris estaba tan hermosa como siempre, a pesar de que la luz del sol revelaba las pequeñas imperfecciones causadas por el paso del tiempo. Su piel ya no era tan suave y tenía unas pequeñas arrugas en la comisura de la boca, pero sus ojos verdes aún refulgían con esos destellos de inteligencia y vivacidad que tanto le gustaban.
Recorrieron juntos el pasillo sur de la nave y se detuvieron cerca del pilar que siempre le recordaba el día que la había acariciado a hurtadillas.
—Me alegro de verte —le dijo—. Te has escondido de mí.
—Soy una monja, tengo que permanecer escondida.
—Pero estás pensando en renunciar a tus votos.
—Aún no he tomado una decisión.
Aquellas palabras fueron un duro golpe.
—¿Cuánto tiempo necesitas?
—No lo sé.
Merthin apartó la mirada. No quería que ella se diera cuenta de lo mucho que le dolían sus dudas. No abrió la boca. Podría haberle dicho que su actitud era poco razonable, pero ¿de qué le habría servido?
—Supongo que más tarde o más temprano irás a visitar a tus padres a Tench.
Él asintió.
—Dentro de poco; querrán conocer a Lolla. —Él también tenía ganas de verlos y sólo había retrasado la visita porque se había implicado mucho en las tareas de rehabilitación del puente y de la torre.
—En tal caso, me gustaría que hablaras con tu hermano sobre Wulfric de Wigleigh.
Merthin quería hablar sobre Caris y él, no sobre Wulfric y Gwenda. Aun así, su respuesta fue serena.
—¿Qué quieres que le diga a Ralph?
—Wulfric está trabajando sin recibir nada a cambio, sólo comida, porque Ralph no quiere darle ni un pedazo de tierra para que lo cultive.
Merthin se encogió de hombros.
—Wulfric le rompió la nariz.
Tenía la sensación de que la conversación iba a tornarse en discusión, y se preguntó por qué estaba furioso. Hacía semanas que Caris no le dirigía la palabra, pero había roto su silencio por Gwenda. Se dio cuenta de que se sentía celoso del lugar que ocupaba Gwenda en su corazón. Era un sentimiento indigno, se dijo a sí mismo; pero no podía evitarlo.
Caris se sonrojó de ira.
—¡Eso ocurrió hace doce años! ¿No es hora de que Ralph deje de castigarlo?
Merthin había olvidado las agrias discrepancias que Caris y él tenían a menudo, pero entonces se dio cuenta de que esa fricción le resultaba familiar. Él le respondió con desdén.
—Por supuesto que es hora de que deje de castigarlo… en mi opinión. Pero la opinión que cuenta es la de Ralph.
—Entonces intenta hacerle cambiar de opinión —le espetó ella.
A Merthin le molestaba su actitud imperiosa.
—Estoy a tus órdenes —le dijo Merthin en tono burlón.
—¿A qué viene esa ironía?
—Pues a que no estoy a tus órdenes, faltaría más, aunque parece que tú así lo creas. Y me siento un poco estúpido por estar pendiente de tus vaivenes.
—Oh, por el amor de Dios —exclamó Caris—. ¿Te ofende que te lo haya pedido?
Por algún motivo, Merthin estaba convencido de que ella había tomado la decisión de rechazarlo y quedarse en el convento, pero intentó controlar sus emociones.
—Si fuéramos un matrimonio podrías pedirme lo que quisieras. Pero puesto que mantienes abierta la opción de rechazarme, me parece un poco presuntuoso por tu parte que esperes mi ayuda. —Se dio cuenta de lo pomposa que había sido su respuesta, pero no pudo evitarlo. Si revelaba sus verdaderos sentimientos, rompería a llorar.
Ella estaba demasiado ofuscada por la indignación para reparar en la angustia que sentía Merthin.
—¡Ni tan siquiera estoy pidiendo algo para mí! —se quejó.
—Sé que es tu generosidad de espíritu lo que te impulsa a pedirme este favor, pero, aun así, tengo la sensación de que me estás utilizando.
—De acuerdo, pues no lo hagas.
—Por supuesto que lo haré.
De repente se dio cuenta de que no podía guardar más la compostura. Se volvió y se marchó, temblando de pies a cabeza a causa de una pasión que no podía identificar. Mientras recorría la nave lateral de la gran iglesia, se esforzaba por recuperar el control de sí mismo. Llegó a la excavación. Lo que acababa de ocurrir era una estupidez, pensó. Volvió la vista atrás, pero Caris había desaparecido.
Se quedó al borde del agujero, mirando hacia abajo, esperando que amainara la tormenta que lo agitaba por dentro.
Al cabo de un rato la excavación alcanzó una fase crucial. A nueve metros por debajo de él, los hombres habían llegado más allá de los cimientos de mampostería y empezaban a dejar al descubierto lo que había debajo. En ese momento no podía hacer nada más con respecto a Caris; lo mejor era que se concentrara en su trabajo. Respiró hondo, tragó saliva y descendió por la escalera.
Era el momento de la verdad. El daño que le había causado la visita de Caris empezó a desaparecer en cuanto vio trabajar a los hombres. Palada a palada, iban extrayendo el barro. Merthin estudió el estrato de la tierra que había bajo los cimientos: parecía una mezcla de arena y piedras. A medida que los hombres quitaban el barro, la arena caía en el hoyo que estaban cavando.
Merthin les ordenó que pararan.
Se arrodilló y tomó un puñado de la arena. No se parecía a la tierra que había alrededor. No era algo propio del lugar, por lo tanto tenían que haberlo puesto los albañiles. La emoción del descubrimiento se apoderó de él y mitigó el dolor que le había causado Caris.
—¡Jeremiah! —gritó—. Ve a buscar al hermano Thomas, tan rápido como puedas.
Les dijo a los hombres que siguieran cavando, pero que redujeran el diámetro del agujero: llegados a ese punto, la propia excavación podía ser peligrosa para la estructura. Al cabo de poco Jeremiah regresó con Thomas y los tres observaron a los hombres mientras éstos seguían cavando. Al final, la capa de arena se acabó, y el siguiente estrato resultó ser el barro típico de la zona.
—Me pregunto qué es esa sustancia arenosa —dijo Thomas.
—Creo que lo sé —respondió Merthin.
Intentó reprimir su júbilo. Había predicho, hacía años, que los arreglos de Elfric no servirían de nada a menos que se descubriera la raíz del problema, y tenía razón, pero nunca era aconsejable decir: «Yo ya os lo dije».
Thomas y Jeremiah lo miraban expectantes.
Merthin procedió a explicarse:
—Cuando se cava un agujero para poner los cimientos, hay que cubrir el fondo con una mezcla de cascotes y argamasa. Luego se pone la mampostería encima. Es un sistema perfectamente válido, siempre que los cimientos sean proporcionales a la construcción que deben sustentar.
Thomas dijo, impaciente:
—Ambos lo sabemos.
—Lo que ha ocurrido aquí es que se erigió una torre mucho más alta sobre unos cimientos que no estaban pensados para ella. El peso añadido, al cabo de cien años, ha triturado esa capa de cascotes y argamasa, y la ha convertido en arena. La arena no tiene cohesión y, sometida a una gran presión, se ha expandido hacia la tierra adyacente, lo que ha provocado que la mampostería que había encima se hundiera. Las consecuencias son peores en el lado sur porque el terreno se inclina de forma natural en esa dirección. —Sintió una gran satisfacción por haber deducido la causa del problema.
Los otros dos permanecieron en actitud meditabunda. Al final Thomas dijo:
—Supongo que tendremos que reforzar los cimientos.
Jeremiah negó con la cabeza.
—Antes de poner algún refuerzo bajo la mampostería, tendríamos que quitar toda la arena, y eso dejaría los cimientos sin apoyo. La torre se caería.
Thomas estaba perplejo.
—Entonces, ¿qué podemos hacer?
Ambos miraron a Merthin, que respondió:
—Construir un techo temporal sobre el crucero, levantar andamios y desmontar la torre, piedra a piedra. Luego podremos reforzar los cimientos.
—Entonces tendríamos que construir una torre nueva.
Aquello era lo que Merthin quería, pero no lo dijo. Thomas podría pensar que sus aspiraciones le habían nublado el juicio.
—Eso me temo —constató con fingido pesar.
—Al prior Godwyn no le gustará.
—Lo sé —admitió Merthin—. Pero no creo que tenga otra elección.
Al día siguiente, Merthin partió a caballo de Kingsbridge, con Lolla sentada delante de él. Mientras avanzaban por el bosque, repasó de forma obsesiva la tensa conversación que había mantenido con Caris. Sabía que se había comportado de un modo algo innoble, lo cual era una insensatez ya que estaba intentando recuperar su amor. ¿Qué le había ocurrido? Lo que le había pedido Caris era algo del todo razonable. ¿Por qué demonios no estaba dispuesto a hacerle un pequeño favor a la mujer con la que quería casarse?
Sin embargo, ella no había aceptado su petición de matrimonio y se reservaba el derecho a rechazarlo. Aquélla era la causa de su ira: Caris estaba ejerciendo los privilegios de una prometida sin llegar a comprometerse.
Se dio cuenta de que era una mezquindad por su parte negarse a ayudarla por esos motivos. Se había comportado como un necio y había convertido lo que podría haber sido un agradable momento de intimidad en una riña.
Por otra parte, la causa subyacente de su aflicción era bien real. ¿Cuánto tiempo iba a hacerlo esperar Caris para darle una respuesta? ¿Cuánto tiempo iba a poder esperar él? No le gustaba pensar en aquello.
Sea como fuere, convencer a Ralph de que dejara de maltratar a Wulfric sólo podía hacerle bien.
Tench estaba en el otro extremo de la comarca, por lo que Merthin tuvo que hacer noche en Wigleigh, donde soplaba un fuerte viento. Encontró a Gwenda y a Wulfric muy delgados tras un verano de lluvias y tras una pobre cosecha por segundo año consecutivo. La cicatriz de Wulfric parecía resaltar aún más en aquella mejilla hundida. Sus dos hijos estaban pálidos, moqueaban y tenían llagas en los labios.
Merthin les dio una pata de cordero, un pequeño barril de vino y un florín de oro, y les dijo que eran presentes de parte de Caris. Gwenda puso la pata de cordero al fuego. Estaba poseída por la furia y se despachó a gusto, hablando de la injusticia que habían cometido con ellos.
—¡Perkin posee casi la mitad de las tierras del pueblo! —exclamó—. El único motivo por el que puede administrarlo todo es porque tiene a Wulfric, que hace el trabajo de tres hombres. Y aun así, siempre pide más y nos tiene sumidos en la pobreza.
—Siento que aún os guarde tanto rencor —dijo Merthin.
—¡El propio Ralph provocó la pelea! —replicó Gwenda—. Hasta lady Philippa lo dijo.
—Viejas rencillas —terció Wulfric, hablando en tono sereno.
—Intentaré hacerlo entrar en razón —prometió Merthin—. A pesar de que es poco probable, si me escucha, ¿qué queréis de él?
—Ah —exclamó Wulfric, con una mirada ausente, un gesto poco habitual en él—. Todos los domingos rezo para recuperar las tierras que cultivaba mi padre.
—Eso nunca ocurrirá —se apresuró a decir Gwenda—. Perkin está muy bien atrincherado. Si muriera, tiene un hijo y una hija casada que están esperando recibir la herencia, y dos nietos que no paran de crecer. Pero nos gustaría tener nuestro propio terreno. Durante los últimos once años Wulfric se ha deslomado para alimentar a los hijos de otros hombres. Ya es hora de que obtenga algún beneficio de su esfuerzo.
—Le diré a mi hermano que ya os ha castigado durante suficiente tiempo —prometió Merthin.
Al día siguiente, Lolla y él partieron de Wigleigh en dirección a Tench. Merthin estaba aún más decidido a hacer algo por Wulfric. No era sólo que quisiera complacer a Caris y reparar su actitud arisca, sino que también se sentía triste e indignado por el hecho de que dos personas tan honradas y trabajadoras como Wulfric y Gwenda fueran pobres y estuvieran tan demacradas, y que sus hijos fueran tan enfermizos, sólo por las ansias de venganza de Ralph.
Sus padres vivían en una casa del pueblo, no en la residencia de Ralph, en Tench Hall. Merthin se quedó muy sorprendido al ver lo mucho que había envejecido su madre, a pesar de que la mujer se animó al ver a Lolla. Su padre tenía mejor aspecto.
—Ralph se porta muy bien con nosotros —se apresuró a decir Gerald, en un tono muy a la defensiva que hizo que Merthin pensara justo lo contrario.
La casa era agradable, pero habrían preferido vivir con Ralph. Merthin sospechaba que su hermano no quería que su madre viera todo lo que hacía.
Le enseñaron la casa, y Gerald le preguntó a su hijo cómo iban las cosas en Kingsbridge.
—La ciudad sigue prosperando a pesar de los efectos de la guerra del rey en Francia —contestó Merthin.
—Ah, pero Eduardo ha de luchar por su derecho de nacimiento —replicó el padre—. Al fin y al cabo, es el heredero legítimo al trono de Francia.
—Creo que eso es una ilusión, padre. Por mucho que el rey se obstine en invadir Francia, la nobleza francesa jamás aceptará a un inglés como soberano. Y un monarca no puede gobernar sin el apoyo de sus condes.
—Pero tuvimos que detener las incursiones francesas en nuestros puertos del sur.
—Eso no ha sido un problema importante desde la batalla de Sluys, cuando destruimos la flota francesa, lo cual ocurrió hace ocho años. Además, quemar las cosechas de los campesinos no detendrá a los piratas, más bien al contrario.
—Los franceses apoyan a los escoceses, que no paran de invadir nuestros condados del norte.
—¿No te parece que el rey podría hacer frente mejor a las incursiones escocesas si estuviera en el norte de Inglaterra, en lugar del norte de Francia?
Gerald pareció quedarse desconcertado. A buen seguro nunca se le había ocurrido poner en tela de juicio la decisión de ir a la guerra contra los franceses.
—Ralph ha sido armado caballero —dijo—. Y le ha traído un candelabro de plata de Calais a tu madre.
De eso se trataba, pensó Merthin. El verdadero motivo para ir a la guerra era el botín y la gloria.
Todos fueron caminando hasta la casa señorial. Ralph había salido a cazar con Alan Fernhill. En la cámara principal había una gran silla de madera tallada, sin duda la del señor. Merthin vio a una chica joven en avanzado estado de gestación y a la que tomó por una joven sirvienta. Sin embargo, se quedó consternado cuando se la presentaron como la mujer de Ralph, Tilly, quien se fue a la cocina por vino.
—¿Cuántos años tiene? —le preguntó Merthin a su madre cuando su cuñada no estaba.
—Catorce.
No era extraordinario que las chicas se quedaran encinta a la edad de catorce años, pero Merthin opinaba que la gente decente se comportaba de otro modo. Los embarazos a una edad tan temprana acostumbraban a ocurrir en la realeza, que estaba sometida a una gran presión política para alumbrar a herederos, y también entre los campesinos más ignorantes y de clase más baja, que simplemente no llegaban a más. Las clases medias tenían unos principios más elevados.
—Es un poco joven, ¿no te parece? —preguntó Merthin.
Maud respondió:
—Todos le pedimos a Ralph que esperara, pero no nos hizo caso. —A todas luces, ella también reprobaba su decisión.
Tilly regresó con un sirviente que llevaba una jarra de vino y una bandeja con manzanas. Tal vez había sido una chica guapa, pensó Merthin, pero ahora tenía un aspecto muy desmejorado. Su padre se dirigió a ella con una jovialidad forzada.
—¡Alégrate, Tilly! Tu marido no tardará en volver… y no querrás recibirlo con una cara tan larga.
—Estoy harta de estar preñada —exclamó—. Sólo tengo ganas de que el niño nazca cuanto antes.
—No tardará —le aseguró Maud—. Yo diría que unas tres o cuatro semanas.
—Eso parece una eternidad.
Oyeron ruido de caballos fuera. Maud dijo:
—Parece que es Ralph.
Mientras esperaba al hermano al que no había visto desde hacía nueve años, Merthin albergaba sentimientos encontrados, como siempre. El afecto que sentía por Ralph se veía emponzoñado por todo el mal que sabía que había hecho su hermano. La violación de Annet sólo había sido el principio. Durante su época de proscrito, Ralph había asesinado a hombres, mujeres y niños inocentes. Habían llegado a oídos de Merthin, mientras viajaba por Normandía, las atrocidades perpetradas por el ejército del rey Eduardo y, aunque no sabía con certeza lo que había hecho Ralph, habría sido un iluso si hubiera creído que su hermano se había mantenido al margen de esa orgía de violaciones, incendios, saqueos y matanzas. Pero al fin y al cabo Ralph era sangre de su sangre.
Merthin estaba convencido de que su hermano también tenía sentimientos encontrados. Tal vez no lo había perdonado por revelar el lugar de su escondite como proscrito, y aunque Merthin le había hecho prometer al hermano Thomas que no mataría a Ralph, sabía perfectamente que en cuanto lo capturasen, era muy probable que lo llevasen a la horca. De hecho, las últimas palabras que Ralph le había dicho a Merthin en la celda de la sede del gremio en Kingsbridge, habían sido: «Me has traicionado».
Ralph entró en casa con Alan, ambos manchados de barro tras la cacería. Merthin se quedó boquiabierto al ver que su hermano cojeaba. Ralph tardó un instante en reconocerlo. Luego sonrió de oreja a oreja.
—¡Mi hermano grande! —exclamó efusivamente. Era un viejo chiste: Merthin era el mayor, pero hacía tiempo que era más bajo que Ralph.
Se abrazaron. Merthin sintió el cariño de su hermano. «Como mínimo estamos los dos vivos —pensó—, a pesar de la guerra y la peste». Cuando se habían separado, se había preguntado si volverían a verse algún día.
Ralph se dejó caer en la gran silla.
—¡Trae cerveza, estamos sedientos! —le ordenó a Tilly.
Merthin dedujo que no iba a haber reproches.
Observó con detenimiento a su hermano. Ralph había cambiado desde ese día de 1339, cuando partió hacia la guerra. Había perdido varios dedos de la mano izquierda, imaginaba que en la batalla. Tenía aspecto de llevar una vida disoluta: tenía la cara llena de venas a causa de la bebida, y la piel seca y curtida.
—¿Ha ido bien la caza? —preguntó Merthin.
—Hemos traído una corza grande como una vaca —contestó Ralph con satisfacción—. Esta noche podrás comerte el hígado para cenar.
Merthin le preguntó sobre las batallas en el ejército del rey, y Ralph le contó algunos de los momentos más importantes. Su padre estaba entusiasmado.
—¡Un caballero inglés vale por diez franceses! —exclamó—. La batalla de Crécy lo demostró.
La respuesta de Ralph fue sorprendentemente mesurada.
—Un caballero inglés no es muy distinto de uno francés, en mi opinión. Sin embargo, los franceses aún no han entendido la formación de cuña que usamos, con arqueros a ambos lados de caballeros desmontados y hombres de armas. Aún cargan contra nosotros, lo cual es un suicidio. Y esperemos que sigan haciéndolo durante mucho tiempo. Pero algún día se darán cuenta de lo que hacen mal y cambiarán de táctica. Mientras tanto, somos casi imbatibles en defensa. Por desgracia, la formación de cuña no aporta nada en ataque, de modo que hemos ganado muy poco.
Merthin se quedó estupefacto al comprobar lo mucho que había madurado su hermano. La guerra le había dado una perspicacia y una amplitud de miras que nunca había poseído.
Por su parte, Merthin le habló de Florencia: del tamaño increíble de la ciudad, la riqueza de los mercaderes, las iglesias y los palacios. Ralph quedó fascinado, en especial, por el concepto de las muchachas esclavas.
Cayó la noche y los sirvientes trajeron lámparas y velas, y luego la cena. Ralph bebió mucho vino. A Merthin le llamó la atención que apenas le dirigiera la palabra a Tilly. Quizá no era sorprendente: Ralph era un soldado de treinta y un años que se había pasado la mitad de su vida adulta en el ejército, y Tilly era una chica de catorce que se había educado en un convento. ¿De qué iban a hablar?
Esa misma noche, más tarde, cuando Gerald y Maud ya habían vuelto a su casa y Tilly se había ido a dormir, Merthin mencionó el tema que le había pedido Caris. Se sentía más optimista que antes. Ralph daba muestras de madurez. Había perdonado a Merthin por lo que había ocurrido en 1339, y su frío análisis de las tácticas inglesas y francesas había estado exento de toda muestra de chovinismo tribal.
Merthin dijo:
—De camino aquí, he hecho noche en Wigleigh.
—Ese batán tiene mucho trabajo.
—El paño escarlata se ha convertido en un buen negocio para Kingsbridge.
Ralph se encogió de hombros.
—Mark Webber paga el arriendo a tiempo. —Se consideraba algo indigno de los nobles hablar de negocios.
—Me alojé con Gwenda y Wulfric —prosiguió Merthin—. Sabes que Gwenda ha sido amiga de Caris desde la infancia.
—Recuerdo el día que encontramos a sir Thomas de Langley en el bosque.
Merthin le lanzó una rápida mirada a Alan Fernhill. Todos habían mantenido sus promesas infantiles, y no le habían hablado a nadie sobre el incidente. Merthin quería que se mantuviera el secreto, puesto que tenía la sensación de que se trataba de algo importante para Thomas, a pesar de que no entendía por qué. Pero Alan no mostró reacción alguna: había bebido mucho vino y no se le daban muy bien las indirectas.
Merthin decidió dejarse de rodeos.
—Caris me ha pedido que interceda por Wulfric ante ti. Cree que ya lo has castigado durante suficiente tiempo por esa pelea. Y yo también estoy de acuerdo.
—¡Me rompió la nariz!
—Yo estaba allí, ¿recuerdas? No fuiste parte inocente. —Merthin intentó quitarle hierro al asunto—. Toqueteaste a su prometida. ¿Cómo se llamaba?
—Annet.
—Si sus pechos no valían una nariz rota, la culpa es sólo tuya.
Alan se rio, pero a Ralph aquel comentario no le hizo gracia.
—Wulfric casi logró que me ahorcaran. No se cansó de presionar a lord William cuando Annet fingió que yo la había violado.
—Pero no te ahorcaron. Y le rajaste la mejilla a Wulfric con tu espada cuando te escapaste del juzgado. Fue una herida tan espantosa que se le podían ver las muelas. Tendrá esa cicatriz de por vida.
—Me alegro.
—Has castigado a Wulfric durante once años. Su mujer está en los huesos y sus hijos, enfermos. ¿No has hecho bastante, Ralph?
—No.
—¿A qué te refieres?
—A que no es bastante.
—¿Por qué? —exclamó Merthin, frustrado—. No te entiendo.
—Seguiré castigando y reteniendo a Wulfric, y lo humillaré a él y a todas sus mujeres.
La sinceridad de Ralph dejó atónito a Merthin.
—¿Con qué fin, por el amor de Dios?
—En circunstancias normales no respondería a esa pregunta. He aprendido que dar explicaciones rara vez te hace algún bien. Pero eres mi hermano mayor, y desde que éramos niños siempre he necesitado tu aprobación.
Merthin se dio cuenta de que, en el fondo, Ralph no había cambiado, salvo por el hecho de que ahora parecía que se entendía a sí mismo de un modo que no había logrado cuando era joven.
—El motivo es bien sencillo —prosiguió Ralph—: Wulfric no me teme. No me tuvo miedo aquel lejano día en la feria del vellón, y sigue sin tenérmelo, después de todo lo que le he hecho. Por eso debe seguir sufriendo.
Merthin estaba horrorizado.
—Eso es una condena a perpetuidad.
—El día que vea el miedo en sus ojos cuando me mire, le concederé lo que desee.
—¿Tan importante es para ti? —preguntó Merthin, con incredulidad—. Que la gente te tema…
—Es lo más importante del mundo —contestó Ralph.