55

Merthin pasó gran parte de la noche en vela. Estaba acostumbrado a pasar la noche en posadas, y los ruiditos que hacía Lolla mientras dormía lo calmaban; pero esa noche no podía dejar de pensar en Caris. Estaba sorprendido por la reacción que había mostrado a su regreso, pero se dio cuenta entonces de que nunca se había guiado por la lógica cuando pensaba en cómo se sentiría ella cuando lo viera reaparecer. Se había dejado llevar por pesadillas muy poco realistas sobre los cambios que podría haber sufrido ella, y, en el fondo, había esperado que tuvieran una reconciliación feliz. Caris, por supuesto, no lo había olvidado; pero él bien podría haberse imaginado que ella no habría pasado nueve años afligida por su marcha: no era de ese tipo de mujeres.

Aun así, nunca se le habría ocurrido que ella estaría tan comprometida con su trabajo como monja. Caris siempre había mostrado una actitud más o menos hostil hacia la Iglesia. Dado el peligro que conllevaba criticar de cualquier modo la religión, quizá le había ocultado incluso a él el verdadero alcance de su escepticismo. De modo que su reticencia a abandonar el convento había supuesto un duro golpe: Merthin había pensado en la posibilidad de que Caris tuviera miedo de la sentencia de muerte del obispo Richard, o que se mostrara preocupada sobre si le concederían o no el permiso para renunciar a sus votos, pero no se le había pasado por la cabeza que la vida del priorato le resultara tan plena como para dudar sobre si debía abandonarlo para convertirse en su esposa.

Estaba furioso con ella. Le gustaría haberle dicho: «He recorrido más de mil kilómetros para pedirte que te cases conmigo… ¿cómo puedes decirme que no estás segura?». Le vinieron a la cabeza varios comentarios mordaces que debería haberle hecho. Aunque quizá era mejor que no se le hubieran ocurrido. Su conversación finalizó cuando ella le pidió tiempo para sobreponerse a la sorpresa de su inesperada vuelta y para pensar en lo que quería hacer. Merthin accedió a su petición porque, al fin y al cabo, no tenía otra alternativa, pero aquello le hizo sufrir un martirio similar al de un crucificado.

Al final cayó en un sueño inquieto.

Lolla lo despertó temprano, como era habitual, y bajaron a por un plato de avena. Reprimió el impulso de ir directamente al hospital a hablar con Caris de nuevo. Ella le había pedido tiempo, y no le iba a hacer ningún bien andar molestándola. Pensó que tal vez ésa no era la única sorpresa que le aguardaba, y que era mejor que se pusiera al día sobre lo ocurrido en Kingsbridge durante su prolongada ausencia, de modo que después de desayunar se fue a ver a Mark Webber.

La familia Webber vivía en la calle principal, en una casa grande que habían comprado poco después de que Caris los introdujera en el negocio del paño. Merthin recordaba los tiempos en los que el matrimonio y sus cuatro hijos vivían en una habitación poco más grande que el telar con el que trabajaba Mark. La planta baja de su nueva casa era de piedra y la usaban como almacén y tienda. La vivienda, situada en el piso superior, era de madera. Merthin encontró a Madge en la tienda, comprobando una carretada de tela escarlata que acababa de llegarles de uno de sus talleres, situado en las afueras de la ciudad. Casi tenía cuarenta años, y las canas empezaban a asomar en su pelo oscuro. Era una mujer bajita que había engordado bastante y tenía unos pechos generosos y unas posaderas enormes. Al verla, Merthin pensó en una paloma, pero más bien en una paloma agresiva, debido a su barbilla prominente y sus modales enérgicos.

La acompañaban dos jóvenes, una chica muy bonita de unos diecisiete años y un chico fornido algo mayor. Merthin recordó a sus dos hijos mayores —Dora, una niña delgada enfundada en un vestido harapiento, y John, un muchacho tímido— y se dio cuenta de que eran ellos, mucho mayores. Ahora John levantaba sin esfuerzos los pesados fardos de tela mientras Dora los contaba, haciendo muescas. Aquella escena hizo que Merthin se sintiera viejo. «Sólo tengo treinta y dos años», pensó, pero se sintió mayor al mirar a John.

Madge lanzó un grito de sorpresa y alegría cuando lo vio. Lo abrazó, le plantó sendos besos en sus mejillas barbudas y se puso a hacerle zalamerías a Lolla.

—Había pensado que tal vez la niña podría venir a jugar con tus hijos —dijo Merthin, arrepentido—. Pero, claro, ya son demasiado mayores.

—Dennis y Noah están en la escuela del priorato —le dijo Madge—. Tienen trece y once años. Pero Dora se ocupará de Lolla, le encantan los niños.

La joven mujercita cogió a la hija de Merthin en brazos.

—La gata de los vecinos ha tenido gatitos —le dijo—. ¿Quieres ir a verlos?

Lolla contestó con una larga retahíla de palabras en toscano, que Dora tomó como una respuesta afirmativa y se fueron.

Madge dejó que John acabara de descargar el carro y subió con Merthin al piso de arriba.

—Mark ha ido a Melcombe —le dijo—. Exportamos parte de nuestras telas a la Bretaña y a Gascuña. Debería volver hoy o mañana.

Merthin se sentó en la pieza de recibo de sus amigos y aceptó una jarra de cerveza.

—Parece que Kingsbridge prospera —dijo.

—El comercio de vellón está en declive —respondió Madge—. Es por culpa de los impuestos de guerra. Tenemos que venderlo todo a través de unos cuantos grandes mercaderes para que el rey pueda quedarse con su parte. Aún quedamos unos cuantos mercaderes en Kingsbridge. Petranilla sigue con el negocio que dejó Edmund al morir, pero ya nada es como era. Por suerte, el comercio de las telas acabadas ha crecido y lo ha sustituido, en esta ciudad, como mínimo.

—¿Godwyn aún es el prior?

—Por desgracia, sí.

—¿Aún se dedica a poner trabas a todo el mundo?

—Es muy conservador. Se opone a cualquier cambio y veta toda posibilidad de progreso. Por ejemplo, Mark propuso que se abriera el mercado el sábado y el domingo, como experimento.

—¿Que objeción podía tener Godwyn a tal propuesta?

—Dijo que eso haría que la gente fuera al mercado, en lugar de acudir a la iglesia, lo cual sería algo terrible.

—Algunas de esas personas quizá habrían ido también a la iglesia el sábado.

—La taza de Godwyn siempre está medio vacía, nunca medio llena.

—¿Y la cofradía gremial no se opone a él?

—No muy a menudo. Ahora Elfric es el mayordomo. Él y Alice se quedaron con casi todo lo que Edmund dejó.

—El mayordomo no tiene por qué ser el hombre más rico de la ciudad.

—Pero acostumbra a serlo. Recuerda, Elfric da trabajo a muchos artesanos: carpinteros, canteros, albañiles, montadores de andamios… y hace negocios con todo aquél que comercia con materiales para la construcción. La ciudad está llena de gente que, de un modo u otro, está obligada a apoyarlo.

—Y Elfric siempre ha mantenido una relación muy estrecha con Godwyn.

—Exacto. Él se encarga de llevar a cabo todos los proyectos de construcción del priorato, lo que equivale prácticamente a todos los proyectos de construcción públicos.

—¡Pero si es un constructor pésimo!

—Qué raro, ¿verdad? —dijo Madge en un tono distraído—. Lo lógico sería que Godwyn quisiera contratar al mejor hombre para el trabajo, pero no es así. Para él, lo más importante es elegir a alguien sumiso, a alguien que obedezca sus deseos sin cuestionarlos.

Merthin se sintió un poco deprimido. No había cambiado nada: sus enemigos aún seguían en el poder. Iba a resultarle difícil reanudar su antigua vida.

—Pues no son buenas noticias para mí. —Se levantó—. Es mejor que vaya a echarle un vistazo a mi isla.

—Estoy segura de que Mark irá a verte en cuanto regrese de Melcombe.

Merthin fue a casa de los vecinos a buscar a Lolla, pero la niña se lo estaba pasando tan bien que la dejó con Dora. Echó a caminar por la ciudad, en dirección a la orilla del río. Les echó otro vistazo a las grietas de su puente, pero no tuvo que observarlas durante mucho tiempo: la causa era obvia. Dio una vuelta por la isla de los Leprosos. Poco había cambiado: había unos cuantos embarcaderos y almacenes en el extremo occidental y sólo una casa, la que le había arrendado a Jimmie, en el extremo oriental, junto a la carretera que conducía de una extensión del puente a la otra.

Cuando tomó posesión de la isla, tenía unos planes muy ambiciosos para sacarle provecho. Nada había ocurrido, por supuesto, durante su exilio. Ahora creía que podría hacer algo. Se puso a caminar de un lado para otro, tomando medidas a ojo de buen cubero y tratando de imaginar edificios e incluso calles, hasta que llegó la hora del almuerzo.

Fue a recoger a Lolla y regresó a la taberna Bell. Bessie le sirvió un sabroso guiso de cerdo espesado con cebada. Apenas había clientes, por lo que la posadera decidió comer con ellos y trajo una jarra de su mejor tinto. Cuando acabaron, le sirvió otra copa, y Merthin le contó sus planes.

—La carretera que cruza la isla, de un puente al otro, es un lugar ideal para abrir comercios —le dijo.

—Y tabernas —añadió Bessie—. Este lugar y el Holly Bush son las posadas más concurridas de la ciudad porque están cerca de la catedral. Cualquier sitio muy transitado es un buen lugar para poner una taberna.

—Si construyera una taberna en la isla de los Leprosos, tú podrías encargarte de ella.

Bessie lo miró a los ojos.

—Podríamos llevarla los dos.

Merthin le sonrió. Había dado buena cuenta de una comida y un vino espléndidos, y a cualquier hombre le habría gustado meterse bajo las sábanas con ella para gozar de su cuerpo suave y sinuoso, pero no podía ser.

—Quería mucho a mi mujer, Silvia —le dijo—. Pero durante todo el tiempo que estuvimos casados, no dejé de pensar en Caris. Y Silvia lo sabía.

Bessie apartó la mirada.

—Qué triste…

—Lo sé. Y no quiero volver a hacerle lo mismo a otra mujer. No me casaré de nuevo, a menos que sea con Caris. No soy un buen hombre, pero tampoco soy tan malo.

—Quizá Caris nunca se case contigo.

—Lo sé.

Bessie se levantó y recogió las escudillas.

—Eres un buen hombre —le dijo—. Demasiado bueno. —Y regresó a la cocina.

Merthin acostó a Lolla para que echara una siesta, luego se sentó en un banco enfrente de la taberna, con vistas a la ladera de la isla de los Leprosos, y empezó a hacer un croquis en una pizarra, disfrutando del sol de septiembre. No pudo avanzar mucho en su boceto porque la mitad de las personas que pasaban junto a él querían darle la bienvenida y preguntarle qué había hecho durante los nueve años anteriores.

Bien entrada la tarde, vio la inmensa figura de Mark Webber que subía por la colina, con un carro que transportaba un tonel. Mark siempre había sido un gigante, pero ahora, observó Merthin, era un gigante orondo.

Merthin le estrechó su enorme mano.

—He estado en Melcombe —le contó Mark—. Voy cada pocas semanas.

—¿Qué hay en ese tonel?

—Vino de Burdeos, directo de un barco, que también me ha traído buenas nuevas. ¿Sabes que la princesa Juana iba de camino a España?

—Sí.

Toda persona de Europa que estuviera bien informada sabía que la hija de quince años del rey Eduardo iba a casarse con el príncipe Pedro, heredero al trono de Castilla. El matrimonio había de forjar una alianza entre Inglaterra y el mayor de los reinos ibéricos, y permitir que Eduardo pudiera concentrarse en su interminable guerra contra Francia sin tener que preocuparse por las posibles intromisiones del sur.

—Bien —exclamó Mark—, pues resulta que Juana ha muerto por culpa de la peste en Burdeos.

Merthin se llevó una sorpresa por partida doble: en parte porque la posición de Eduardo en Francia se había vuelto muy inestable, pero sobre todo porque la peste había llegado muy lejos.

—¿La peste ha alcanzado Burdeos?

—Los cuerpos se amontonan en las calles, según me han contado los marineros franceses.

Merthin estaba desconcertado. Creía que había dejado atrás La moria grande. ¿Acaso iba a llegar hasta Inglaterra? No temía por su vida ya que nadie la había contraído dos veces, y Lolla se encontraba entre esas personas que, por algún motivo, no habían sucumbido a ella. Pero temía por todos los demás, en especial por Caris.

Otros pensamientos ocupaban la mente de Mark.

—Has regresado en el momento adecuado. Algunos de los mercaderes más jóvenes se están cansando del modo en que Elfric ejerce su cargo de mayordomo. La mayoría de las veces actúa como mero sirviente de Godwyn. Me estoy planteando la posibilidad de enfrentarme a él. Tú podrías desempeñar un papel muy influyente. Hay una reunión de la cofradía gremial esta noche, ven y te admitiremos de inmediato.

—¿No importará que no acabara mi aprendizaje?

—¿Después de lo que has construido aquí y en el extranjero? No lo creo.

—De acuerdo.

Merthin tenía que ser miembro del gremio si quería construir en la isla. La gente siempre hallaba motivos para oponerse a la construcción de edificios nuevos, y tal vez necesitaría el apoyo de la cofradía, pero no estaba tan convencido como su amigo de que fueran a aceptarlo tan fácilmente.

Mark se fue a llevar el barril de vino a casa, y Merthin entró para darle la cena a Lolla. Al atardecer Mark regresó a la posada y Merthin recorrió con él la calle principal mientras la cálida tarde se convertía en una noche fría.

En otros tiempos, cuando había acudido a presentar el diseño de su puente, la cofradía gremial le había parecido a Merthin un edificio espléndido, pero ahora que había visto los magníficos edificios públicos de Italia, le parecía poco elegante y desvencijado. Se preguntó lo que hombres como Buonaventura Caroli y Loro Florentino habrían pensado del tosco zócalo de mampostería, con la celda y la cocina, y de la hilera de pilares dispuestos con bastante ineptitud en el centro de la cámara principal para sostener las vigas del techo.

Mark lo presentó a un puñado de hombres que habían llegado a Kingsbridge, o habían alcanzado cierta prominencia, durante su ausencia. Sin embargo, la mayoría de los rostros le resultaban familiares, aunque eran algo mayores. Merthin saludó a los pocos con los que no se había cruzado durante los últimos dos días. Entre ellos se encontraba Elfric, que vestía de un modo ostentoso y lucía una sobrevesta de brocado, entretejida con hilo de plata. No mostró sorpresa alguna —era obvio que alguien le había dicho que Merthin había regresado—, pero le lanzó una mirada de abierta hostilidad.

También se encontraba presente el prior Godwyn y el suprior, el hermano Philemon. Godwyn, que tenía cuarenta y dos años, se parecía más a su tío Anthony, observó Merthin, debido a las arrugas verticales de descontento quejumbroso que tenía alrededor de la boca. Hacía gala de un aire de afabilidad fingida que podría haber engañado a alguien que no lo conociera. También Philemon había cambiado: ya no era un muchacho enjuto y torpe, sino que se había hinchado como un mercader próspero y se daba unos aires de confianza en sí mismo muy arrogantes; sin embargo, Merthin sabía que aún podía ver, bajo esa fachada, la angustia y el odio que sentía hacia sí mismo aquel adulador servil. Philemon le estrechó la mano como si estuviera tocando una serpiente. Resultaba deprimente comprobar que los odios de antaño aún se mantenían con vida.

Un joven apuesto y de pelo oscuro se santiguó cuando vio a Merthin y se presentó: era el antiguo protegido de Merthin, Jimmie, conocido ahora como Jeremiah Builder. Merthin se alegró de averiguar que había prosperado tanto, que lo habían admitido en la cofradía gremial. Sin embargo, parecía que seguía siendo tan supersticioso como siempre.

Mark le contaba las nuevas sobre la princesa Juana a todo aquél con el que hablaba. Merthin respondió una o dos preguntas inquietas sobre la peste, pero a los mercaderes de Kingsbridge les preocupaba más el hecho de que el desmoronamiento de la alianza con Castilla fuera a prolongar la guerra con los franceses, lo cual era una mala noticia para sus negocios.

Elfric tomó asiento en la gran silla que había enfrente de la balanza gigante para pesar los costales de lana y dio comienzo a la reunión. Mark propuso de inmediato que se admitiera a Merthin como miembro.

Como era de esperar, Elfric se opuso.

—Nunca ha sido miembro de la cofradía porque no finalizó su aprendizaje.

—Porque no quiso casarse con tu hija, querrás decir —dijo uno de los hombres, y todos se rieron.

Merthin se tomó un instante para identificar al que había hablado: era Bill Watkin, el maestro constructor. El pelo negro alrededor de su coronilla empezaba a encanecer.

—Porque no es un artesano del nivel exigido —insistió tercamente Elfric.

—¿Cómo puedes decir eso? —protestó Mark—. Ha construido casas, iglesias, palacios…

—Y nuestro puente, que está empezando a agrietarse tras sólo ocho años.

—Tú construiste eso, Elfric.

—Seguí a pies juntillas el diseño de Merthin. Salta a la vista que los arcos no son lo bastante fuertes para soportar el peso del pavimento y del tránsito. Las abrazaderas de hierro que instalé no han bastado para impedir que las grietas se hagan más grandes. Por lo tanto, propongo reforzar los arcos a ambos lados del pilar central, en ambos puentes, con una segunda capa de mampostería para doblar su grosor. Como he pensado que el tema podría surgir a lo largo de la reunión, he preparado unos cálculos aproximados del coste.

Elfric debía de haber empezado a planear ese ataque desde el momento en que supo que Merthin había regresado a la ciudad. Siempre lo había considerado un enemigo: nada había cambiado. No obstante, no había entendido correctamente el problema que tenía el puente, lo que le brindó una oportunidad de oro a Merthin.

Le preguntó a Jeremiah en voz baja:

—¿Podrías hacerme un favor?

—¿Después de todo lo que has hecho por mí? ¡Lo que sea!

—Ve al priorato y pide que te dejen hablar con la hermana Caris urgentemente. Dile que busque los planos originales que hice del puente. Deberían estar en la biblioteca del priorato. Tráelos de inmediato.

Jeremiah salió de la sala.

Elfric prosiguió:

—Debo deciros, cofrades, que ya he hablado con el prior Godwyn, quien me ha dicho que el priorato no puede sufragar los gastos de esta reparación. Vamos a tener que financiarlo, del mismo modo en que financiamos el coste original del puente, cantidad que recuperaremos con el dinero obtenido del pontazgo.

Un murmullo recorrió la cámara. Se desató una larga discusión que fue subiendo de tono sobre la cantidad que tendría que aportar cada cofrade. Merthin percibió la animadversión que se estaba forjando contra él. Sin duda, eso era precisamente lo que Elfric pretendía. Merthin no apartaba la vista de la puerta, ansioso por ver regresar a Jeremiah.

Bill Watkin dijo:

—Quizá Merthin debería pagar la reparación, si la culpa es de su diseño.

Merthin no podía permanecer ajeno a la discusión durante más tiempo y abandonó su actitud prudente.

—Estoy de acuerdo —declaró.

Su comentario provocó un silencio de sorpresa.

—Si mi diseño ha causado las grietas, sufragaré la reparación del puente con mi dinero —afirmó de un modo temerario.

Los puentes eran muy costosos: si resultaba que era él quien se equivocaba, podría costarle la mitad de su fortuna.

Bill dijo:

—Noble respuesta, sin duda.

Merthin añadió:

—Pero, antes, quiero decir algo si los cofrades me lo permiten. —Miró a Elfric.

El mayordomo titubeó; saltaba a la vista que intentaba encontrar un motivo para denegar la petición de Merthin. Pero Bill exclamó:

—Dejadlo hablar. —Y los demás asintieron al unísono.

Elfric accedió, a regañadientes.

—Gracias —dijo Merthin—. Cuando un arco es débil, se agrieta de un modo muy característico. Las piedras situadas en la parte superior del arco se ven sometidas a una gran presión descendente, de modo que los bordes inferiores se abren y aparece una grieta junto a la clave, en el intradós, la superficie interior.

—Eso es cierto —admitió Bill Watkin—. He visto ese tipo de grietas muchas veces. No acostumbra a ser grave.

Merthin prosiguió:

—Ése no es el tipo de grieta que veis en el puente. Al contrario de lo que ha dicho Elfric, esos arcos son lo bastante fuertes: el grosor del arco es de una vigésima parte de su diámetro en la base, que es la proporción estándar en todos los países.

Los constructores que había en la sala asintieron. Todos conocían esa proporción.

—La clave está intacta. Sin embargo, hay grietas horizontales en el arranque del arco, a ambos lados del pilar central.

Bill tomó la palabra de nuevo.

—A veces ocurre lo mismo con las bóvedas cuadripartidas.

—Pero no es el caso de este puente —remarcó Merthin—, cuyas bóvedas son sencillas.

—Entonces, ¿cuál es la causa?

—Elfric no siguió mi diseño original.

El mayordomo exclamó:

—¡Sí que lo seguí!

—Precisé que había que poner un montón de fragmentos de roca sueltos en la base de los pilares.

—¿Un montón de piedras? —preguntó Elfric en tono burlón—. ¿Y dices que eso es lo que va a mantener tu puente en pie?

—Así es —replicó Merthin. Se dio cuenta de que incluso los constructores reunidos en aquella sala compartían el escepticismo de Elfric. Pero no sabían nada sobre puentes, que eran distintos a cualquier otro tipo de edificio porque tenían la base en el agua—. Los fragmentos de roca eran una parte esencial del diseño.

—No es cierto, no aparecían en los planos.

—¿Podrías mostrarnos mis planos, Elfric, para demostrar que tienes razón?

—Ese suelo para trazar ya no existe.

—Hice unos planos en pergamino. Deberían estar en la biblioteca del priorato.

Elfric miró a Godwyn. En ese momento, la complicidad entre ambos hombres era flagrante, y Merthin esperó que el resto de los cofrades se percatara de ella. Godwyn dijo:

—El pergamino es costoso. Hace tiempo que borramos tus planos para poder reutilizarlo.

Merthin asintió como si creyera a Godwyn. Jeremiah aún no había vuelto. Tal vez tendría que ganar la discusión sin la ayuda de los planos originales.

—Las piedras habrían ayudado a prevenir el problema que está causando las grietas —dijo.

Philemon metió baza:

—¿Qué ibas a decir, si no? Pero ¿por qué íbamos a creerte? Es tu palabra contra la de Elfric.

Merthin se dio cuenta de que iba a tener que arriesgarse. «Todo o nada», pensó.

—Os diré cuál es el problema, y os lo demostraré, si mañana os reunís conmigo al amanecer, en la orilla del río.

La cara de Elfric reflejaba que quería rechazar el reto, pero Bill Watkin se le adelantó:

—¡De acuerdo! ¡Ahí estaremos!

—Bill, ¿puedes traer a dos mozos sensatos que sepan nadar y bucear bien?

—Eso está hecho.

Elfric había perdido el control de la reunión, de modo que Godwyn intervino y se reveló como la persona que manejaba los hilos.

—¿Qué farsa estás tramando? —preguntó, hecho una furia.

Pero ya era demasiado tarde. Los demás sentían curiosidad.

—Dejemos que defienda su postura —dijo Bill—. Si es una farsa, lo averiguaremos dentro de poco.

En ese instante, entró Jeremiah. Merthin se alegró al ver que llevaba un gran pergamino enmarcado en madera. Elfric se quedó mirando fijamente a Jeremiah, boquiabierto.

Godwyn palideció y le preguntó:

—¿Quién te ha dado eso?

—Una pregunta muy reveladora —exclamó Merthin—. El padre prior no pregunta a qué corresponde ese dibujo, ni de dónde ha salido… Parece ser que ya lo sabe. Tan sólo se pregunta quién se lo ha dado.

Bill exclamó:

—Eso no importa. Enséñanoslo, Jeremiah.

El joven se situó frente a la balanza y le dio la vuelta al marco para que todo el mundo pudiera ver el dibujo. En las bases de los pilares aparecían los montones de piedra de los que habían hablado.

Merthin se levantó.

—Por la mañana os explicaré cuál es su función.

*

El verano empezaba a dar paso al otoño, y al amanecer hacía frío en la orilla del río. Había corrido la voz de que iba a tener lugar un acontecimiento extraordinario y, además de los miembros de la cofradía gremial, se habían reunido doscientas o trescientas personas más que querían ver el enfrentamiento entre Merthin y Elfric. Incluso Caris había asistido. Merthin se dio cuenta de que ya no se trataba de una mera discusión sobre problemas de ingeniería. Él era el joven que desafiaba la autoridad del toro viejo, y el rebaño así lo entendía.

Bill Watkin había llevado a dos mozos de doce o trece años, que estaban en calzones, tiritando de frío. Resultaron ser los hijos menores de Mark Webber, Dennis y Noah. Dennis, de trece años, era bajito y fornido, como su madre. Tenía el pelo castaño rojizo, del color de las hojas en otoño. Noah, dos años más joven, era más alto y, a buen seguro, llegaría a ser tan grande como Mark. Merthin se sentía identificado con el bajito pelirrojo. Se preguntó si Dennis se avergonzaba, tal y como le había ocurrido al propio Merthin a su edad, de tener un hermano pequeño que era más grande y fuerte.

Merthin pensó que tal vez Elfric pondría reparos a que fueran los hijos de Mark los que se sumergieran en el agua, alegando que su padre podría haberlos informado de antemano sobre lo que tenían que decir. No obstante, Elfric no dijo nada. Mark era demasiado honesto para que alguien sospechara algo así de él, y quizá Elfric se había dado cuenta de ello, o, más probablemente, había sido Godwyn.

Merthin les dijo a los chicos qué tenían que hacer.

—Id nadando hasta el pilar central, luego sumergíos. Veréis que el pilar es liso a medida que se hunde en el agua. Luego vienen los cimientos, un gran montón de piedras fijadas con argamasa. Cuando lleguéis al lecho del río, palpad bajo los cimientos. Seguramente no veréis nada porque el agua estará demasiado turbia, pero aguantad la respiración tanto como podáis e investigad concienzudamente alrededor de la base. Luego subid a la superficie y decidnos qué habéis visto.

Los dos chicos se tiraron al agua y echaron a nadar. Merthin se dirigió a la multitud que se había reunido allí.

—El lecho de este río no es de roca, sino de barro. La corriente se arremolina alrededor de los pilares de un puente y draga el barro que hay debajo, lo que deja una depresión que sólo se llena con agua. Eso es lo que le ocurrió al antiguo puente de madera. Los pilares de roble no reposaban en el lecho del río, sino que colgaban de la superestructura, y por eso se derrumbó. Para evitar que ocurriera lo mismo con el puente nuevo, especifiqué que se depositaran montones de fragmentos de roca alrededor de la base de los pilares, como protección de escollera. Esos montones quiebran el curso de la corriente, por lo que su acción es irregular y débil. Sin embargo, no se colocaron esos montones y por eso los pilares están sufriendo daños. Ya no aguantan el peso del puente, sino que cuelgan de él, motivo por el cual han aparecido esas grietas en el arranque de los arcos.

Elfric dio un resoplido de escepticismo, pero los demás maestros constructores parecían intrigados. Los dos chicos llegaron a la mitad de la corriente, tocaron el pilar central, tomaron aire y desaparecieron.

Merthin dijo:

—Cuando regresen, nos dirán que el pilar no reposa sobre el lecho del río, sino que cuelga sobre un hueco, lleno de agua, tan grande que cabría un hombre dentro.

Esperaba tener razón.

Ambos chicos permanecieron bajo el agua durante un tiempo asombrosamente largo. Merthin estaba casi sin aliento, como si lo hubiera hecho por solidaridad con los niños. Al final una cabeza pelirroja asomó en la superficie, seguida de otra de color castaño. Los dos chicos conversaron un instante y asintieron, como si estuvieran de acuerdo en que ambos habían visto lo mismo. Luego echaron a nadar hacia la orilla.

Merthin no las tenía todas consigo sobre su diagnóstico, pero no se le ocurría otra explicación para las grietas. Además, había sentido la necesidad de fingir que estaba muy seguro de sí mismo. Si ahora resultaba que estaba equivocado, quedaría como un estúpido.

Los chicos llegaron a la orilla y salieron del agua jadeando. Madge les dio unas mantas, que se echaron sobre los hombros temblorosos. Merthin les dio un tiempo para que recuperaran la respiración y luego les preguntó:

—¿Y bien? ¿Qué habéis encontrado?

—Nada —respondió Dennis, el mayor.

—¿A qué os referís, con nada?

—Que no hay nada bajo el pilar.

Elfric parecía jubiloso.

—Sólo el lodo del lecho del río, queréis decir.

—¡No! —exclamó Dennis—. No hay lodo, sólo agua.

Noah añadió:

—¡Hay un agujero tan grande que me podría haber metido en él fácilmente! Ese gran pilar se sostiene en el agua, sin nada debajo.

Merthin intentó reprimir su sensación de alivio.

Elfric bramó:

—Aun así no tiene autoridad alguna para decir que un montón de piedras sueltas habrían resuelto el problema.

Pero nadie le escuchaba ya. A los ojos de los presentes, Merthin había demostrado que tenía razón. Todos se congregaron en torno a él para hacerle preguntas y comentarios. Al cabo de un instante, Elfric se marchó, solo.

Merthin sintió una fugaz punzada de compasión. Entonces recordó cómo, cuando era un aprendiz, Elfric le había pegado en la cara con un listón de madera. Su compasión se evaporó en el aire frío de la mañana.