erthin abandonó Italia acompañado de una docena de mercaderes de Florencia y Lucca. Tomaron un barco en Genova hasta el antiguo puerto francés de Marsella. De ahí viajaron por tierra hasta Aviñón, residencia del Papa durante los cuarenta años anteriores o más, y también la corte más fastuosa de Europa, así como la ciudad más maloliente que Merthin había conocido. Ahí se sumaron a un grupo mayor de clérigos y de peregrinos que regresaban a su hogar y se dirigían hacia el norte.
Todo el mundo viajaba en grupos, cuanto mayores, mucho mejor. Los mercaderes llevaban consigo dinero y mercancías muy caras, y disponían de hombres de armas que los protegían de los proscritos. Les gustaba tener compañía: los hábitos sacerdotales y las insignias de los peregrinos podían disuadir a los asaltantes, e incluso viajeros ordinarios como Merthin eran de ayuda porque hacían que el grupo fuera más nutrido.
Merthin había confiado la mayor parte de su fortuna a la familia Caroli de Florencia. Sus parientes ingleses le darían dinero en metálico. Los Caroli se dedicaban a ese tipo de transacciones internacionales de forma muy habitual y, de hecho, Merthin ya había recurrido a sus servicios nueve años antes, para transferir una fortuna más pequeña de Kingsbridge a Florencia. Aun así, sabía que el sistema no era del todo infalible ya que, en ocasiones, esas familias iban a la bancarrota, sobre todo si prestaban dinero a clientes de poca confianza, como reyes y príncipes. Por ese motivo llevaba una gran suma de florines de oro cosidos a la camisa.
Lolla disfrutó del viaje. Como era el único niño de la caravana, todo el mundo le hacía zalamerías. Durante el día, en los largos tramos que recorrían a caballo, ella se sentaba en la silla, delante de Merthin. Él la sujetaba con los brazos mientras sostenía las riendas con las manos. Le cantaba canciones, repetía rimas, le contaba cuentos y le hablaba sobre todo de lo que veían: árboles, molinos, puentes e iglesias. A buen seguro la pequeña no entendía la mitad de lo que le decía, pero el sonido de su voz la hacía feliz.
Merthin nunca había pasado tanto tiempo con su hija. Estaban juntos el día entero, todos los días, semana tras semana. Él esperaba que aquella intimidad pudiera compensar, en parte, la pérdida de su madre. Sin duda, funcionaba a la inversa: él se habría sentido muy solo sin su hija, que ya no hablaba de mamá, pero de vez en cuando lo abrazaba y se aferraba a su cuello con desesperación, como si le diera miedo soltarlo.
Merthin sólo sintió cierta tristeza cuando se encontró frente a la gran catedral de Chartres, a cien kilómetros de París. Había dos torres en el extremo oeste. La torre norte no estaba acabada, pero la sur medía algo más de cien metros de alto. Aquello le recordó que, en el pasado, había anhelado diseñar edificios como aquél. Y ahora era poco probable que satisficiera aquella ambición en Kingsbridge.
Se quedaron en París durante dos semanas. La peste no había llegado hasta ahí, y resultaba un gran alivio ver la vida normal de una gran ciudad, en la que la gente compraba y vendía y caminaba por doquier, en lugar de calles vacías con cadáveres junto a las puertas de las casas. Aquello le levantó el ánimo, y fue entonces cuando se dio cuenta de lo afligido que había estado por el horror que había dejado atrás, en Florencia. Observó con gran detenimiento las catedrales y los palacios de París, haciendo bocetos de detalles que le interesaban. Llevaba consigo un pequeño cuaderno de papel, un nuevo material para escribir que había alcanzado una gran popularidad en Italia.
Al dejar París se unió a una familia noble que regresaba a Cherburgo. Cuando oyeron hablar a Lolla, dieron por sentado que Merthin era italiano, y él no los corrigió puesto que los ingleses eran objeto de un odio enfervorizado en el norte de Francia. Con la familia y su séquito, Merthin cruzó Normandía sin demasiadas prisas, con Lolla sentada frente a él en la silla y el caballo de carga que los seguía atado a una rienda. Observó detenidamente las iglesias y abadías que habían sobrevivido a la devastación de la invasión llevada a cabo por el rey Eduardo, dieciocho meses antes.
Podría haber ido más rápido, pero se dijo a sí mismo que debía aprovechar al máximo una oportunidad que quizá no se volvería a presentar, la posibilidad de ver una gran variedad arquitectónica. Sin embargo, cuando era sincero consigo mismo tenía que admitir que le daba miedo lo que podría encontrar cuando llegara a Kingsbridge.
Regresaba a casa, a Caris, pero ella no sería la misma mujer que él había dejado atrás nueve años antes. Tal vez había cambiado física y mentalmente. Algunas monjas engordaban muchísimo ya que su único placer en esta vida pasaba a ser la comida. No obstante, creía que lo más probable era que Caris se hubiera quedado etéreamente delgada, privándose de comida en un éxtasis de abnegación. Por entonces podía estar obsesionada con la religión, rezando el día entero y flagelándose por pecados imaginarios. Aunque también podía estar muerta.
Aquéllas eran sus pesadillas más delirantes. En el fondo sabía que Caris no habría engordado muchísimo ni se habría convertido en una fanática religiosa. Y si hubiera muerto, la noticia ya le habría llegado, como la de la muerte de su padre, Edmund. Iba a ser la misma Caris, menuda y pulcra, perspicaz, organizada y resuelta. Pero sí le preocupaba mucho el recibimiento que le dispensaría. ¿Qué sentía por él tras nueve años? ¿Pensaba en él con indiferencia, lo consideraba parte de un pasado demasiado remoto como para preocuparse por él, del mismo modo en que, por ejemplo, Merthin pensaba en Griselda? ¿O aún lo deseaba, en el fondo de su alma? No tenía ni idea, y aquélla era la verdadera causa de su inquietud.
Fueron en barco hasta Portsmouth, desde donde viajaron con un grupo de mercaderes. Se separaron en el cruce de Mudeford, ya que los mercaderes se dirigieron hacia Shiring, mientras que Merthin y Lolla vadearon el río a caballo y tomaron la carretera de Kingsbridge. Era una pena, pensó Merthin, que no hubiera ninguna señal visible del camino que llevaba a Kingsbridge. Se preguntó cuántos mercaderes debían de continuar hacia Shiring, por el mero hecho de que no reparaban en que Kingsbridge estaba más cerca.
Era un cálido día de verano, y el sol brillaba cuando atisbaron su destino. Lo primero que vio fue la punta de la torre de la catedral, que asomaba por encima de los árboles. Como mínimo no se había caído, pensó Merthin: las reparaciones de Elfric habían aguantado once años. Era una pena que la torre no pudiera verse desde el cruce de Mudeford ya que eso habría hecho que aumentara el número de visitantes de Kingsbridge.
A medida que se acercaban, Merthin empezó a sentir una extraña mezcla de emoción y miedo que le dio náuseas. Durante unos instantes pensó, incluso, que tendría que desmontar para vomitar. Intentó calmarse. ¿Qué podía pasar? Aunque Caris lo tratara con indiferencia, no iba a morirse.
Vio varios edificios nuevos en las inmediaciones del arrabal de Newtown. La magnífica casa que le había construido a Dick Brewer ya no estaba en las afueras de Kingsbridge puesto que la ciudad la había engullido.
Cuando vio el puente olvidó su aprensión por un momento. Éste se alzaba en la orilla del río trazando una estilizada curva y aterraba elegantemente en la isla que había en mitad de la corriente. En el extremo más alejado de la isla, el puente se levantaba de nuevo para salvar el segundo canal. La piedra blanca con la que estaba hecho refulgía bajo el sol. Varias personas y carros lo cruzaban en ambas direcciones. Aquella visión le hinchió el corazón de orgullo. Era tal y como había deseado que fuera: bello, útil y fuerte. «Yo lo hice —pensó—, y es un buen puente».
Sin embargo, cuando se acercó un poco más se quedó helado. La mampostería del arco más cercano estaba dañada en la zona más próxima a la pilastra central. Vio las grietas de la cantería y los toscos apaños hechos con unas abrazaderas de hierro, que llevaban la marca de Elfric. Se quedó horrorizado. De los clavos que fijaban esas horribles abrazaderas a la cantería manaban unos reguerones de óxido. Al ver aquello retrocedió once años, a los arreglos que Elfric le hizo entonces al viejo puente de madera. «Todo el mundo puede cometer errores —pensó—, pero la gente que no aprende de los suyos, vuelve a caer en ellos».
—Hatajo de necios —dijo en voz alta.
—Hatajo de necios —repitió Lolla, que empezaba a aprender inglés.
Se acercó hasta el puente. Se alegró al ver que el pavimento se había acabado correctamente, y le gustó el diseño del parapeto, una barrera maciza con un coronamiento tallado que recordaba las molduras de la catedral.
La isla de los Leprosos seguía estando plagada de conejos. Merthin aún tenía el usufructo de la isla. En su ausencia, Mark Webber se había encargado del cobro de la renta a los arrendatarios, que pagaban la renta nominal al priorato cada año, a la que había que restarle una pequeña suma ya pactada por la gestión del cobro, y enviaban el saldo a Merthin a Florencia anualmente, mediante la familia Caroli. Después de todas las deducciones quedaba una cantidad pequeña, pero aumentaba un poco año a año.
La casa de Merthin en la isla parecía estar ocupada: tenía las contraventanas abiertas y la puerta estaba limpia. Le había dado permiso a Jimmie para que viviera allí. El chico ya debía de ser un hombre, pensó.
Cerca del final de la segunda extensión del puente, había un hombre sentado que se dedicaba a cobrar el pontazgo y que Merthin no reconocía. Le pagó un penique. El hombre se lo quedó mirando fijamente, como si intentara recordar dónde lo había visto antes, pero no dijo nada.
La ciudad le resultaba familiar y desconocida a un mismo tiempo. Como estaba casi igual, los cambios le parecieron algo milagroso, como si hubieran ocurrido de la noche a la mañana: habían derruido una hilera de casuchas y, en su lugar, habían construido casas magníficas; una bulliciosa taberna se alzaba donde antes había una casa grande y lúgubre, habitada por una acaudalada viuda; el pozo se había secado y lo habían adoquinado; una casa gris estaba pintada de blanco.
Se dirigió a la posada Bell, en la calle principal, junto a la cancela del priorato. Estaba igual: una taberna en un emplazamiento tan bueno bien podía durar cien años. Dejó los caballos y el equipaje con un mozo de cuadra y entró, cogiendo de la mano a Lolla.
La posada Bell era como todas las demás: tenía una gran estancia en la parte delantera con mesas y bancos toscos, y una parte trasera donde se almacenaban los barriles de cerveza y vino y donde se cocinaba la comida. Puesto que era un lugar muy frecuentado y rentable, la paja del suelo se cambiaba de manera frecuente, las paredes habían sido enjalbegadas hacía poco y en invierno ardía un gran fuego. Ahora, en el calor del verano, todas las ventanas estaban abiertas, y una suave brisa atemperaba la estancia delantera.
Al cabo de un instante, Bessie Bell salió de la cocina. Nueve años atrás era una muchacha curvilínea; ahora era una mujer voluptuosa. Lo miró y no lo reconoció, pero Merthin se dio cuenta de que había reparado en sus elegantes ropas y que lo había tomado por un cliente acaudalado.
—Buen día tengáis, viajero —le dijo—. ¿Qué podemos hacer para que vuestra hija y vos os sintáis a gusto?
Merthin sonrió.
—Me gustaría hospedarme en una de vuestras alcobas, por favor, Bessie.
Ella lo reconoció en cuanto habló.
—¡Cielo santo! —exclamó—. ¡Pero si es Merthin Bridger! —Él le tendió la mano para estrechársela, pero ella se le echó encima y lo abrazó. Siempre había tenido debilidad por él. Se apartó y lo miró a la cara—. ¡Te has dejado barba! Si no, te habría reconocido antes. ¿Ésta es tu hijita?
—Se llama Lolla.
—¡Qué chiquilla tan bonita! Su madre debe de ser hermosa.
Merthin dijo:
—Mi mujer ha muerto.
—Qué pena. Pero Lolla es lo bastante pequeña para olvidarlo. Mi marido también murió.
—No sabía que te habías casado.
—Lo conocí después de que te fueras. Richard Brown, de Gloucester. Lo perdí hace un año.
—Lo siento mucho.
—Mi padre ha ido a Canterbury, de peregrinación, así que me encargo de la taberna yo sola, de momento.
—Siempre he apreciado a tu padre.
—Él también te guarda un gran cariño. Siempre se ha llevado bastante bien con las personas de mucho temple, pero nunca llegó a congeniar con mi Richard.
—Ah. —Merthin tenía la sensación de que la conversación estaba tomando unos derroteros muy íntimos con demasiada rapidez—. ¿Qué nuevas hay de mis padres?
—Ya no están aquí en Kingsbridge. Se han trasladado a la casa nueva de tu hermano, en Tench.
Había llegado a oídos de Merthin, por medio de Buonaventura, que habían nombrado a Ralph señor de Tench.
—Mi padre debe de estar encantado.
—Orgulloso como un pavo real. —Bessie sonrió y luego puso semblante de preocupación—. Debes de estar hambriento y cansado. Voy a decirle a los muchachos que suban tu equipaje, y luego te traeré una jarra de cerveza y potaje. —Se volvió para regresar a la cocina.
—Eres muy amable, pero…
Bessie se detuvo en la puerta.
—Te agradecería que le dieras un poco de sopa a Lolla. Tengo que hacer una cosa.
Bessie asintió.
—Por supuesto. —Se inclinó hacia la niña—. ¿Quieres venir con la tía Bessie? Seguro que te apetece un poco de pan. ¿Te gusta el pan recién hecho?
Merthin le tradujo la pregunta al toscano y Lolla asintió, feliz.
Bessie miró a Merthin.
—Vas a ver a la hermana Caris, ¿no es así?
Por absurdo que pudiera parecer, se sintió culpable.
—Sí —respondió—. ¿Así que aún vive aquí?
—Ah, sí. Es la hospedera del convento. No me extrañaría que llegara a ser priora algún día. —Tomó a Lolla de la mano y la llevó a la cocina—. Buena suerte —le deseó sin apenas volver la cabeza.
Merthin salió a la calle. Bessie podía ser un poco abrumadora, pero su afecto era sincero, y a él le reconfortaba ser acogido con tanto entusiasmo. Entró en los terrenos del priorato. Se detuvo para observar la alta fachada occidental de la catedral, que casi tenía doscientos años pero seguía luciendo tan magnífica como siempre.
Reparó en un nuevo edificio de piedra situado al norte de la iglesia, más allá del camposanto. Era un palacio de tamaño medio, con una entrada imponente y una planta superior. Lo habían construido cerca del lugar donde se encontraba la antigua casa de madera del prior, por lo que, a buen seguro, había sustituido aquel modesto edificio como residencia de Godwyn. Se preguntó de dónde habría sacado el dinero el prior.
Se acercó un poco más. El palacio era magnífico, pero a Merthin no le gustaba el diseño. No estaba a nivel con la catedral que se alzaba imponente por detrás. Los detalles no estaban cuidados: el dintel de la ostentosa puerta obstruía parcialmente la ventana del piso superior, y lo peor de todo era que el palacio estaba construido en un eje distinto al de la iglesia, por lo que se alzaba en un ángulo extraño.
Era obra de Elfric, de eso no había duda.
Había un gato rechoncho sentado frente a la puerta, tomando el sol. Era negro y tenía la punta de la cola blanca. Miró a Merthin con malevolencia.
El bicho se levantó, se volvió y se encaminó lentamente hacia el hospital. La parcela de césped que rodeaba la catedral estaba vacía, no había mercado. La emoción y la aprensión volvieron a apoderarse de su estómago; podía ver a Caris en cualquier momento. Llegó a la entrada y no se detuvo. Aquel espacio tan largo parecía refulgir con más fuerza y oler mejor de lo que recordaba: todo tenía un aspecto limpio. Había unas cuantas personas tumbadas en colchones en el suelo, la mayoría de ellas ancianas. Junto al altar, una joven novicia rezaba en voz alta. Esperó a que acabara. Eran tales los nervios que le atenazaban el estómago que estaba convencido de que se sentía peor que los enfermos convalecientes en los camastros. Había recorrido mil seiscientos kilómetros para vivir ese momento. ¿Había sido un viaje en vano?
Al final la monja dijo «amén» por última vez y se volvió. No la conocía. Ella se le acercó y le dijo educadamente:
—Que Dios os bendiga, forastero.
Merthin respiró hondo.
—He venido a ver a la hermana Caris.
Los capítulos de las monjas ahora tenían lugar en el refectorio. En el pasado habían compartido con los monjes la elegante sala capitular octogonal, situada en la esquina noreste de la catedral. Por desgracia, el recelo entre ambas comunidades era tan grande que las monjas no querían arriesgarse a que los monjes escucharan a escondidas sus deliberaciones, de modo que se reunían en la gran sala donde comían, y en la que apenas había muebles.
Las monjas con más responsabilidades se sentaban a una mesa con la superiora, la madre Cecilia, en medio. No había supriora: Natalie había muerto hacía pocas semanas, a la edad de cincuenta y siete años, y Cecilia aún no había nombrado a la sucesora. A la derecha de Cecilia se encontraba la tesorera, Beth, y su matricularius, Elizabeth, anteriormente Elizabeth Clerk. A la izquierda estaba la despensera, Margaret, a cargo de los víveres, y su subordinada Caris, la hospedera. Frente a ellas, había treinta monjas sentadas en diversas hileras de bancos.
Tras la oración y la lectura, la madre Cecilia hizo los anuncios:
—Hemos recibido una carta de nuestro reverendísimo obispo en respuesta a nuestra queja sobre el dinero que nos robó el prior Godwyn —explicó.
Hubo un murmullo expectante entre las monjas.
La respuesta había tardado mucho tiempo en llegar. El rey Eduardo dejó pasar casi un año hasta que sustituyó al obispo Richard. El conde William había ejercido una gran presión para que el elegido fuera Jerome, el capaz administrador de su padre, pero al final Eduardo se había decantado por Henri de Mons, un familiar de su mujer, de Hainault, en el norte de Francia. El obispo Henri fue a Inglaterra para asistir a la ceremonia, luego viajó a Roma para ser confirmado por el Papa, regresó y se estableció en su palacio de Shiring antes de dar respuesta a la carta formal de queja de Cecilia.
La madre superiora continuó:
—El obispo declina tomar acción alguna con respecto al robo y arguye que los hechos acontecieron durante el gobierno del obispo Richard, y lo pasado, pasado está.
Las monjas reprimieron un grito. Habían aceptado el retraso pacientemente, con la confianza de que al final se haría justicia. Era un rechazo vergonzoso.
Caris había leído la carta antes. No se mostraba tan estupefacta como las demás monjas. No era algo tan extraordinario que el nuevo obispo no quisiera iniciar su período de oficio peleándose con el prior de Kingsbridge. Aquella carta dejaba entrever que Henri iba a ser un hombre pragmático, no de principios. En ese aspecto, no era muy diferente de la mayoría de los hombres que alcanzaban el éxito en la política eclesiástica.
Sin embargo, el hecho de que la decisión del prior no la hubiera sorprendido no significaba que no estuviera decepcionada. La obligaba a abandonar el sueño de construir, a corto plazo, un hospital nuevo en el que aislar a la gente enferma de los huéspedes sanos. Se dijo a sí misma que no debía lamentarse: el priorato había existido durante cientos de años sin ese lujo, de modo que podía esperar una década o más. Aun así, la enfurecía ver la rapidez con la que se extendían enfermedades como los vómitos que Maldwyn Cook había traído a la feria del vellón el año anterior. Nadie entendía exactamente cómo se transmitían esas cosas —bien fuera por el hecho de mirar a un enfermo, mediante el tacto, o por estar en la misma habitación—, pero no había duda de que muchas enfermedades saltaban de una víctima a la siguiente, y la proximidad era un factor muy importante. Sin embargo, por el momento tenía que olvidar todo aquello.
Un murmullo de rencor se propagó entre las monjas que estaban sentadas en los bancos. La voz de Mair se alzó por encima de las otras:
—Los monjes deben de estar contentísimos.
Tenía razón, pensó Caris. Godwyn y Philemon habían salido indemnes a pesar de haber cometido un robo a plena luz del día. Siempre habían aducido que no podía considerarse robo el hecho de que los monjes usaran el dinero de las monjas, ya que, a fin de cuentas, todo era por la gloria de Dios; y ahora considerarían que el obispo les había dado la razón. Era una derrota amarga, sobre todo para Caris y Mair.
Sin embargo, la madre Cecilia no pensaba malgastar el tiempo en lamentos.
—Esto no es culpa de ninguna de nosotras, salvo, tal vez, mía —dijo—. Hemos sido demasiado confiadas.
«Tú confiaste en Godwyn, pero yo no», pensó Caris, que no abrió la boca. Esperó a escuchar lo que tenía que decir Cecilia. Sabía que la priora iba a hacer cambios entre las monjas con cargos, pero nadie sabía qué había decidido.
—No obstante, en el futuro debemos obrar con más cautela. Construiremos nuestra propia sala del tesoro, a la que los monjes no tendrán acceso; de hecho, espero que ni tan siquiera sepan dónde se encuentra. La hermana Beth dejará su cargo como tesorera, con nuestro agradecimiento tras sus prolongados y fieles servicios, y la hermana Elizabeth ocupará su lugar. Tengo una fe absoluta en ella.
Caris intentó contener el semblante para no revelar su indignación. Elizabeth había testificado que Caris era una bruja. Aquello había ocurrido nueve años antes, y Cecilia había perdonado a Elizabeth, pero ella nunca lo haría. Sin embargo, ése no era el único motivo que alimentaba la antipatía de Caris hacia la hermana. Elizabeth era una mujer amargada y retorcida, y su resentimiento interfería en su capacidad de juicio. En opinión de Caris, nunca se podía confiar en esas personas, pues eran propensas a tomar decisiones basadas en sus prejuicios.
Cecilia prosiguió:
—La hermana Margaret ha solicitado que la dispense de sus tareas, y la hermana Caris ocupará su lugar como despensera.
Caris estaba decepcionada. Habría deseado que la nombraran supriora, segunda de Cecilia. Intentó sonreír como si estuviera contenta, pero le costó un gran esfuerzo. Estaba claro que Cecilia no pensaba nombrar ninguna supriora, sino que prefería nombrar a dos subordinadas enfrentadas, Caris y Elizabeth, y dejar que compitieran por el nombramiento. Las miradas de ambas se cruzaron y Caris vio un odio mal disimulado en los ojos de su rival.
Cecilia continuó:
—Bajo la supervisión de Caris, la hermana Mair se convertirá en la hospedera.
Mair sonrió encantada. Se alegraba de que la ascendieran y se alegraba aún más de trabajar a las órdenes de Caris, a quien también satisfizo la decisión. Mair compartía su obsesión por la limpieza y su desconfianza hacia algunos remedios de los monjes, como las sangrías.
Caris no había obtenido lo que quería, pero intentó fingir que era feliz mientras Cecilia anunciaba unos cuantos nombramientos menores. Cuando el capítulo se dio por concluido, se acercó a Cecilia y le dio las gracias.
—No creas que ha sido una decisión fácil —le dijo la priora—. Elizabeth es inteligente, resuelta y constante, mientras que tú eres voluble. Pero también eres imaginativa y sabes obtener lo mejor de la gente. Os necesito a ambas.
Caris no podía discutir el análisis que Cecilia había hecho de ella. «Me conoce muy bien —pensó, apesadumbrada—. Mejor que ninguna otra persona de este mundo, ahora que mi padre ha muerto y que Merthin no está aquí». De repente sintió un gran afecto por Cecilia, que era como un ave madre, que nunca estaba quieta y siempre andaba ajetreada, cuidando de sus polluelos.
—Haré todo cuanto esté a mi alcance para cumplir con tus expectativas —prometió Caris.
Abandonó la sala. Tenía que ir a ver cómo se encontraba Julie la Anciana. Ya podía decirles lo que quisiera a las monjas más jóvenes, nadie cuidaba de Julie como ella. Era como si creyeran que una persona mayor y desvalida no tenía que estar cómoda. Sólo Caris se aseguraba de que le dieran una manta cuando refrescaba, de que tuviera algo de beber cuando tenía sed y de que la ayudaran a ir a la letrina en los momentos del día en que acostumbraba a hacerlo. Caris decidió llevarle algo caliente, una infusión de hierbas que parecía animar a la anciana monja. Fue a su botica y puso a hervir una pequeña cazuela con agua.
Mair entró y cerró la puerta.
—¿No es maravilloso? —le preguntó—. ¡Seguiremos trabajando juntas! —La abrazó y la besó en los labios.
Caris le devolvió el abrazo y luego se apartó de ella.
—No me beses así —le dijo.
—Lo hago porque te quiero.
—Y yo también te quiero, pero no del mismo modo.
Era cierto. Caris le tenía mucho cariño a Mair. Su relación se había hecho muy íntima en Francia, cuando ambas habían arriesgado la vida juntas. Caris incluso había llegado a sentirse atraída por la belleza de Mair. Una noche, en una posada de Calais en la que ambas compartían una alcoba cuya puerta podía cerrarse por dentro, Caris acabó sucumbiendo a las insinuaciones de Mair, que la acarició y besó en las partes más íntimas, algo a lo que ella correspondió del mismo modo. Al acabar, Mair le dijo que era el día más feliz de su vida. Por desgracia, Caris no sintió lo mismo. La experiencia le resultó placentera pero no apasionante y, desde entonces, no había querido repetirla.
—No pasa nada —dijo Mair—. Mientras me quieras, aunque sea sólo un poco, ya soy feliz. Nunca dejarás de quererme, ¿verdad?
Caris vertió el agua hirviendo en las hierbas.
—Cuando seas mayor como Julie, prometo que te llevaré infusiones para que te mantengas sana.
Las lágrimas asomaron a los ojos de Mair.
—Es la cosa más bonita que me han dicho en mi vida.
La intención de Caris no había sido que pareciera una promesa de amor eterno.
—No seas tan sentimental —le dijo cariñosamente. Coló la infusión en una taza de madera—. Vamos a ver cómo está Julie.
Cruzaron el claustro y entraron en el hospital. Había un hombre con una barba espesa y pelirroja junto al altar.
—Dios os bendiga, forastero —le dijo. Aquel hombre le resultaba familiar. No contestó a su saludo, sino que se la quedó mirando con unos ojos intensos de color castaño dorado. Entonces ella lo reconoció y se le cayó la taza—. ¡Oh, Dios! —exclamó—. ¡Tú!
Los instantes anteriores a que ella lo viera fueron intensísimos, y Merthin sabía que los atesoraría durante el resto de su vida, por muchas otras vicisitudes que le ocurrieran. Miró ávidamente la cara que no había visto desde hacía nueve años, y recordó, con la misma impresión que se siente al zambullirse en un río helado en un día caluroso, lo adorable que había sido para él esa cara. Apenas había cambiado: sus temores habían sido infundados. Ni tan siquiera parecía mayor. Ese año iba a cumplir los treinta, calculó, pero estaba tan delgada y tan alegre como a los veinte. Entró con brío en el hospital, con un aire de enérgica autoridad; llevaba una taza de madera llena de alguna medicina; luego lo miró, se detuvo y se le cayó la taza.
Él le sonrió, feliz.
—¡Estás aquí! —exclamó ella—. ¡Creía que estabas en Florencia!
—Me alegro mucho de haber vuelto —respondió él.
Caris miró el líquido derramado en el suelo. La monja que la acompañaba dijo:
—No te preocupes, yo lo limpiaré. Ve a hablar con él.
La segunda monja era guapa y Merthin se dio cuenta de que tenía los ojos arrasados en lágrimas, pero estaba demasiado emocionado para prestarle atención.
Caris le preguntó:
—¿Cuándo has vuelto?
—He llegado hace una hora. Tienes buen aspecto.
—Y tú pareces… todo un hombre.
Merthin se rio.
Ella siguió preguntando:
—¿Qué te ha llevado a regresar?
—Es una larga historia —contestó—. Pero me gustaría contártela.
—Salgamos afuera.
Le rozó el brazo y lo condujo fuera del edificio. Se suponía que las monjas no debían tocar a la gente, ni mantener conversaciones privadas con hombres, pero para ella esas reglas siempre habían sido opcionales. Él se alegraba de que no hubiera adquirido un gran respeto por la autoridad en los últimos nueve años.
Merthin señaló el banco que había junto al huerto.
—Ahí me senté con Mark y Madge Webber el día que entraste en el convento, hace nueve años. Madge me dijo que te habías negado a verme.
Ella asintió.
—Fue el día más desgraciado de mi vida, pero sabía que si te veía, sería aún peor.
—Sentí lo mismo, pero la diferencia es que yo sí quise verte, por muy desgraciado que me sintiera luego.
Ella lo miró fijamente, sus ojos verdes con motas doradas parecían tan sinceros como siempre.
—Eso suena como un reproche.
—Tal vez lo sea. Me enfadé mucho contigo. Fuera cual fuese tu decisión, tenía la sensación de que me debías una explicación. —No había tenido la intención de que la conversación adquiriera aquellos tintes tan dramáticos, pero no pudo evitarlo.
Caris no mostró un ápice de arrepentimiento:
—Es muy sencillo. No podía soportar la idea de dejarte. Si me hubieran obligado a hablar contigo, creo que me habría suicidado.
Aquello lo desconcertó. Durante nueve años había pensado que ella había actuado con egoísmo el día de su despedida. Ahora parecía como si el egoísta hubiera sido él, al plantear esas exigencias. Caris siempre había tenido la habilidad de lograr que Merthin se replanteara su actitud. Era un proceso incómodo, pero ella acostumbraba a tener razón.
No se sentaron en el banco, sino que se volvieron y cruzaron el césped de la catedral. Las nubes tapaban el cielo y habían engullido el sol.
—Una peste horrible asola Italia —dijo él—. La llaman La moria grande.
—He oído hablar de ella —admitió Caris—. También ha llegado al sur de Francia, ¿verdad? Parece algo espantoso.
—Contraje la enfermedad, pero me recuperé, lo cual no es muy habitual. Mi mujer, Silvia, falleció.
La noticia impresionó a Caris.
—Lo siento mucho —dijo—. Debes de estar muy triste.
—Toda su familia murió, al igual que mis clientes. Me pareció que era un buen momento para volver a casa. ¿Y tú cómo estás?
—Acaban de nombrarme despensera —contestó con gran orgullo.
A Merthin le pareció algo trivial, sobre todo después de la carnicería que había presenciado. Sin embargo, tales hechos eran importantes en la vida del convento. Dirigió la mirada hacia la gran iglesia.
—Florencia tiene una catedral magnífica —explicó—. Con muchas cenefas de mármol de distintos colores. Pero me gusta más este estilo: formas talladas, todo del mismo tono.
Mientras observaba la torre, la piedra gris bajo el gris del cielo, empezó a llover.
Entraron en la iglesia para ponerse a cobijo. Había alrededor de una docena de personas dispersas por la nave: visitantes de la ciudad que querían observar su arquitectura, ciudadanos devotos que rezaban, un par de novicias que barrían.
—Recuerdo cómo te acaricié tras ese pilar —dijo Merthin con una sonrisa.
—Yo también lo recuerdo —concedió ella, pero sin mirarlo a los ojos.
—Aún siento por ti lo mismo que entonces. Ése es el verdadero motivo por el que he regresado a casa.
Ella se volvió y le lanzó una mirada furiosa.
—Sin embargo, te casaste.
—Y tú te hiciste monja.
—Pero ¿cómo pudiste casarte con otra mujer, con Silvia, si me amabas?
—Pensé que podría olvidarte. Pero no lo conseguí. Entonces, cuando creía que iba a morir, me di cuenta de que nunca me sobrepondría a tu pérdida.
La furia de Caris se desvaneció con la misma rapidez con la que había aparecido, y los ojos se le anegaron en lágrimas.
—Lo sé —admitió ella, y apartó la mirada.
—Tú sientes lo mismo.
—Mis sentimientos jamás han cambiado.
—¿Lo has intentado?
Caris lo miró a los ojos.
—Hay una monja…
—¿Ésa tan guapa que estaba contigo en el hospital?
—¿Cómo lo has sabido?
—Porque se ha puesto a llorar cuando me ha visto. Me he preguntado por qué.
Caris parecía sentirse culpable y Merthin supuso que se sentía igual que él cuando Silvia le decía: «Estás pensando en tu inglesa».
—Le tengo un gran cariño a Mair —admitió Caris—. Y me quiere. Pero…
—Pero no me has olvidado.
—No.
Merthin se sentía jubiloso, pero intentó no dejar entrever sus emociones.
—En tal caso —dijo—, deberías renunciar a tus votos, abandonar el convento y casarte conmigo.
—¿Abandonar el convento?
—Antes que nada tendrás que obtener el perdón por la condena por brujería, lo sé, pero estoy convencido de que podemos lograrlo; sobornaremos al obispo y al arzobispo e incluso al Papa si es necesario. Puedo permitírmelo…
Caris no estaba tan segura de que fuera a ser tan fácil como él creía, pero aquél no era el principal problema.
—No es que no me tiente esa posibilidad —dijo—. Pero le prometí a la madre Cecilia que le daría motivos que justificaran su fe en mí… Tengo que ayudar a Mair a adaptarse al cargo de hospedera… tenemos que construir una nueva sala del tesoro… y yo soy la única que se ocupa como es debido de Julie la Anciana…
Merthin se quedó perplejo.
—¿Tan importante es todo eso?
—¡Por supuesto que sí! —respondió ella, enfadada.
—Creía que en el convento sólo había viejas que se pasaban el día rezando.
—Y curando a los enfermos, dando de comer a los pobres, y administrando miles de hectáreas de tierra. Es, como mínimo, tan importante como construir puentes e iglesias.
A Merthin no se le había pasado por la cabeza que Caris pudiera reaccionar de aquel modo. Siempre se había mostrado escéptica con las prácticas religiosas, y había entrado en el convento bajo coacción, ya que era la única forma de salvar la vida, pero daba la sensación de que había llegado a amar el castigo que le habían impuesto.
—Eres como un prisionero que se niega a abandonar la mazmorra, a pesar de que la puerta está abierta de par en par —le espetó él.
—La puerta no está abierta de par en par. Tendría que renunciar a mis votos. La madre Cecilia…
—Tendremos que intentar solucionar todos esos problemas. Empecemos ahora mismo.
Caris parecía abatida.
—No estoy convencida.
Merthin se dio cuenta de que su amada se debatía entre las dos opciones. Estaba atónito.
—¿Eres tú de verdad? —preguntó, incrédulo—. Antes odiabas la hipocresía y la falsedad que veías en el priorato. Decías que el prior era gandul, codicioso, deshonesto, tirano…
—Eso aún es cierto con respecto a Godwyn y Philemon.
—Pues vete.
—¿Y qué hago?
—Casarte conmigo, por supuesto.
—¿Eso es todo?
Merthin volvía a sentirse desconcertado.
—Es todo lo que quiero.
—No, no es verdad. Quieres diseñar palacios y castillos. Quieres construir el edificio más alto de Inglaterra.
—Si necesitas a alguien de quien ocuparte…
—¿Qué?
—Tengo una hija pequeña. Se llama Lolla y tiene tres años.
Aquella noticia pareció tranquilizar un poco a Caris, que suspiró.
—Soy una monja con un cargo importante en un convento de treinta y cinco monjas, diez novicias y veinticinco empleados, con una escuela, un hospital y una botica… y me estás pidiendo que lo deje todo para cuidar de una niña a la que no conozco.
Merthin se cansó de discutir.
—Lo único que sé es que te amo y que quiero estar contigo.
Ella soltó una risa forzada.
—Si hubieras dicho eso y nada más, tal vez me habrías convencido.
—Estoy confundido —admitió Merthin—. ¿Me estás rechazando o no?
—No lo sé —respondió ella.