n la primavera de 1348, Merthin se despertó con la sensación de que acababa de tener una pesadilla que no podía recordar del todo. Se sentía asustado y débil. Abrió los ojos en una habitación iluminada por los rayos de luz del sol que se filtraban por los postigos a medio cerrar. Vio un techo alto, paredes blancas y baldosas rojas. Soplaba una brisa agradable. La realidad regresaba lentamente. Estaba en su dormitorio, en su casa, en Florencia. Había estado enfermo.
Lo primero que recordó fue la enfermedad, que empezó con un sarpullido, luego le salieron unas manchas de color púrpura oscuro en el pecho, que se extendieron a los brazos y, finalmente, a todo el cuerpo. Al cabo de poco, le salió un bulto o pústula en la axila. Empezó a tener fiebre, a sudar en la cama y a enmarañarse en las sábanas por culpa de las vueltas que daba. Vomitó y tosió sangre. Llegó a creer que se moriría. Lo peor de todo fue una sed horrible, insaciable, que hizo que le entraran ganas de tirarse al río Arno con la boca abierta.
No era el único que sufría. Miles de italianos habían caído enfermos a causa de la peste, decenas de miles. La mitad de los peones de sus obras habían desaparecido, al igual que la mayoría de los sirvientes de su casa. Casi todo el mundo que la contraía, moría al cabo de cinco días. La llamaban la moria grande, la gran peste.
Sin embargo, él estaba vivo.
Tenía la persistente sensación de que mientras había estado enfermo, había tomado una decisión de gran trascendencia, pero no la recordaba. Se concentró un instante. Cuanto más pensaba en ella, más escurridizo se volvía el recuerdo, hasta que acababa desapareciendo.
Se sentó en la cama. Sentía una gran debilidad en todas las extremidades y la cabeza le dio vueltas durante unos momentos. Llevaba una camisa de dormir de lino limpia y se preguntó quién debía de habérsela puesto. Tras un breve descanso, se levantó.
Tenía una casa de cuatro plantas con patio que había diseñado y construido él mismo. Decidió que tuviera una fachada lisa en lugar de los salientes, y otras características arquitectónicas como las ventanas de arco y las columnas clásicas. Los vecinos lo llamaban un palagetto, un palacete. Eso había sido siete años antes. Varios mercaderes florentinos prósperos le pidieron entonces que les construyera palagetti a ellos, y así es como había empezado su carrera.
Florencia era una república que no estaba gobernada por un príncipe o un duque, sino que estaba dominada por una élite de familias de mercaderes que se peleaban entre sí. En la ciudad había miles de tejedores, pero eran los mercaderes los que hacían grandes fortunas. Se gastaban el dinero para construir casas espléndidas, lo que convertía la ciudad en el lugar perfecto para que un joven arquitecto con talento pudiera prosperar.
Fue hasta la puerta de su dormitorio y llamó a su mujer.
—¡Silvia! ¿Dónde estás? —Le salió de forma natural hablar en toscano, tras nueve años en la ciudad.
Entonces lo recordó. Silvia también había estado enferma. Al igual que su hija, que tenía tres años. Se llamaba Laura, pero tanto él como su mujer habían decidido adoptar la pronunciación infantil de su hija, y la llamaban Lolla. El corazón le dio un vuelvo a causa del miedo. ¿Estaría aún viva Silvia? ¿Y Lolla?
La casa estaba en silencio. Al igual que la ciudad, tal y como se dio cuenta de inmediato. A juzgar por el ángulo con el que entraba la luz del sol en las estancias, supo que era media mañana. Debería estar oyendo los gritos de los vendedores ambulantes, el repiqueteo de los cascos de los caballos y el traqueteo de las ruedas de madera de los carros, el murmullo de fondo de miles de conversaciones… Pero no se oía nada.
Subió al piso de arriba. A causa de lo débil que estaba, llegó casi sin aliento. Abrió la puerta de la habitación de su hija; la estancia parecía vacía. La sensación de pánico lo hizo empezar a sudar. Ahí estaba la cuna de Lolla, una pequeña cómoda para su ropa, una caja con juguetes y una mesita con dos sillitas. Entonces oyó un ruido. Lolla estaba en la esquina, sentada en el suelo con un vestido limpio, jugando con un pequeño caballo de madera con las piernas articuladas. Merthin soltó un grito ahogado de alivio. Su hija lo oyó y alzó la cabeza.
—Papá —dijo, con un tono de lo más natural.
Merthin la cogió en brazos y la abrazó.
—Estás viva —le dijo en inglés.
Oyó un ruido en la habitación contigua y, acto seguido, entró María, una mujer con el pelo cano que debía de tener unos cincuenta años y que era la niñera de Lolla.
—¡Señor! —exclamó la mujer—. Os habéis levantado… ¿Os sentís mejor?
—¿Dónde está la señora? —preguntó él.
A María se le ensombreció el rostro.
—Lo siento mucho, señor —dijo—. La señora murió.
Lolla dijo:
—Mamá se ha ido.
La noticia fue un duro golpe para Merthin. Aturdido, le pasó la niña a María. Con movimientos lentos y cuidadosos, se volvió, salió de la habitación y bajó la escalera hasta úpiano nobile, la planta principal. Se quedó mirando la larga mesa, las sillas vacías, las alfombras del suelo y los cuadros de las paredes. Parecía la casa de otra persona.
Se quedó frente a un cuadro de la Virgen María con su madre. Los pintores italianos eran superiores a los ingleses y a todos los demás, y ese artista había pintado a santa Ana con la cara de Silvia. Era de una belleza orgullosa, con una piel inmaculada de color aceituna y facciones nobles, pero el pintor fue capaz de ver la pasión sexual que ardía en esos ojos castaños distantes.
Le resultaba difícil asimilar que Silvia ya no existía. Pensaba en su esbelto cuerpo y recordaba cómo se había deleitado, una y otra vez, con sus pechos perfectos. Ese cuerpo, que había llegado a conocer de un modo tan íntimo, yacía ahora bajo tierra, en cualquier lugar. Cuando pensó en ello, los ojos se le arrasaron en lágrimas y rompió a llorar de pena.
¿Dónde estaba su tumba?, se preguntó Merthin, abatido. En ese momento recordó que en Florencia habían dejado de celebrarse funerales: a la gente le aterraba salir de casa. Se limitaba a arrastrar los cuerpos hasta fuera y los dejaba en la calle. Los ladrones, mendigos y borrachos de la ciudad encontraron una nueva profesión: los llamaban becchini y se dedicaban a transportar los cadáveres; cobraban unas cifras exorbitantes por llevar los cuerpos hasta las fosas comunes. Tal vez Merthin nunca llegaría a saber dónde estaba Silvia.
Se habían casado cuatro años antes. Al ver su retrato, ataviada con el tradicional vestido rojo de santa Ana, Merthin sufrió un ataque de dolorosa honestidad, y se preguntó a sí mismo si había llegado a amarla de verdad. Había sentido un gran cariño por ella, pero ese afecto jamás había llegado a convertirse en una pasión devoradora. Ella tenía un espíritu independiente y una lengua afilada, y él había sido el único hombre de Florencia que había tenido el valor de cortejarla, a pesar de la riqueza de su padre. A cambio, ella se había entregado a él con total devoción. Pero Silvia caló con gran precisión la naturaleza del amor que él le profesaba. «¿En qué piensas?», le preguntaba en ocasiones, y él daba un respingo, acuciado por el sentimiento de culpa, porque había estado pensando en Kingsbridge. Al cabo de un tiempo su mujer cambió la pregunta: «¿En quién piensas?». Él jamás pronunció el nombre de Caris, pero Silvia decía: «Debe de ser una mujer, lo sé por tu mirada». Al final ella empezó a hablar de «tu inglesa». Le decía: «Estás pensando en tu inglesa», y siempre tenía razón. Pero parecía que lo aceptaba. Merthin le fue fiel. Y adoraba a Lolla.
Poco después María le llevó sopa y pan.
—¿Qué día es hoy? —le preguntó él.
—Martes.
—¿Cuánto tiempo he pasado en cama?
—Dos semanas. Habéis estado muy enfermo.
Se preguntó por qué había sobrevivido. Algunas personas nunca sucumbían a la enfermedad, como si tuvieran una protección natural; pero aquéllos que la contraían casi siempre morían. Sin embargo, la pequeña minoría que lograba recuperarse podía considerarse afortunada por partida doble, puesto que nadie había sufrido la enfermedad por segunda vez.
En cuanto hubo comido, se sintió mejor. Se percató de que tenía que reconstruir su vida. Sospechaba que ya había tomado esa decisión con anterioridad, cuando estaba enfermo, pero lo atormentaba de nuevo el hilo de un recuerdo que se le escurría entre las manos.
Su primera tarea consistiría en averiguar cuántos miembros de su familia seguían con vida.
Llevó la escudilla a la cocina, donde María daba de comer a Lolla pan mojado en leche de cabra. Merthin le preguntó:
—¿Qué ha ocurrido con los padres de Silvia? ¿Están vivos?
—No lo sé —respondió ella—. No me han llegado noticias de ellos. Sólo salgo a comprar comida.
—Es mejor que lo averigüe.
Se vistió y bajó a la planta baja de la casa, que era un taller. Había un patio en la parte trasera, que utilizaba para almacenar madera y piedra. No había nadie trabajando. Ni dentro, ni fuera.
Salió de la casa. La mayoría de los edificios que había a su alrededor eran de piedra, algunos, sin duda, imponentes: en Kingsbridge no había ninguna casa que pudiera compararse con éstas. El hombre más rico de su ciudad natal, Ed Wooler, vivía en una casa de madera, mientras que allí, en Florencia, sólo los pobres vivían en tales casuchas.
La calle estaba desierta. Nunca la había visto así, ni tan siquiera en mitad de la noche. La sensación era sobrecogedora, y se preguntó cuánta gente debía de haber muerto: ¿un tercio de la población? ¿La mitad? ¿Acaso sus fantasmas aún acechaban en los callejones y las esquinas más oscuras para observar con envidia a los afortunados supervivientes?
La casa Christi estaba en la calle siguiente. El suegro de Merthin, Alessandro Christi, había sido su primer y mejor amigo de Florencia. Compañero de estudios de Buonaventura Caroli, Alessandro le había hecho el primer encargo a Merthin, un simple almacén. Era, por supuesto, el abuelo de Lolla.
La puerta del palagetto de Alessandro estaba cerrada a cal y canto, cosa que no era habitual. Merthin llamó y esperó. Al cabo de un rato le abrió Elizabetta, una mujer bajita y rechoncha que era la lavandera de Alessandro. Se lo quedó mirando, anonadada.
—¡Estáis vivo! —exclamó la mujer.
—Hola, Betta —dijo él—. Me alegro de ver que tú también estás viva.
La lavandera se volvió y gritó en dirección a la casa:
—¡Es el lord inglés!
Él les había dicho que no era un lord, pero los sirvientes no lo creían. Merthin entró en el palagetto.
—¿Alessandro? —preguntó.
Betta negó con la cabeza y rompió a llorar.
—¿Y tu señora?
—Ambos muertos.
Las escaleras subían desde la entrada hasta la primera planta. Merthin las recorrió lentamente, sorprendido por lo débil que aún se sentía. Al llegar a la estancia principal se sentó para recuperar el aliento. Alessandro había sido un hombre acaudalado y aquella cámara era un pequeño museo de alfombras y tapices, cuadros, joyas y libros.
—¿Quién más hay aquí? —le preguntó a Elizabetta.
—Sólo Lena y sus hijos.
Lena era una esclava asiática, algo poco común pero en absoluto excepcional en las casas florentinas más prósperas. Tenía dos hijos de Alessandro, un niño y una niña, a los que él había tratado como si fueran sus hijos legítimos; de hecho, en una ocasión Silvia había comentado, con cierta mordacidad, que su padre los quería mucho más a ellos que a su hermano y a ella. En su momento, aquel acuerdo fue visto como un gesto excéntrico, más que escandaloso, por la abierta sociedad florentina.
Merthin dijo:
—¿Y qué le ha ocurrido al signor Gianni? —Gianni era el hermano de Silvia.
—Está muerto. Al igual que su mujer. El bebé está aquí conmigo.
—Cielo santo.
Betta preguntó con cierto reparo:
—¿Y vuestra familia, señor?
—Mi mujer ha muerto.
—Lo siento mucho.
—Pero Lolla está viva.
—¡Gracias a Dios!
—María se ocupa de ella.
—Es una buena mujer. ¿Os apetecería comer o beber algo?
Merthin asintió y Betta se fue.
Aparecieron los hijos de Lena y se lo quedaron mirando: un niño con los ojos oscuros, de unos siete años, que se parecía a Alessandro, y una niña muy guapa, de cuatro años, que tenía los ojos asiáticos de su madre. Luego llegó la propia Lena, una mujer muy bella de veintitantos años, con la piel dorada y los pómulos altos. Le traía una copa de plata de vino tinto toscano y una bandeja con almendras y olivas.
Le preguntó:
—¿Vendréis a vivir aquí, señor?
Merthin se sorprendió.
—No lo creo, ¿por qué?
—La casa es vuestra ahora. —Hizo un amplio ademán con la mano para referirse a la gran riqueza de la familia Christi—. Todo es vuestro.
Merthin cayó en la cuenta de que tenía razón. Era el único familiar adulto superviviente de Alessandro Christi, lo cual lo convertía en heredero y tutor de los tres niños, además de Lolla.
—Todo —repitió Lena, que lo miró fijamente.
Merthin no rehuyó la inocente mirada de la esclava y se dio cuenta de que se estaba ofreciendo.
Consideró la posibilidad. La casa era bonita: era el hogar de los hijos de Lena y un lugar familiar para Lolla, e incluso para el bebé de Gianni; todos los niños serían felices. Había heredado suficiente dinero para vivir de las rentas durante el resto de su vida. Lena era una mujer que poseía una gran inteligencia y experiencia, y Merthin ya se imaginaba los placeres de los que iba a gozar en el trato íntimo con ella.
Ella le leyó el pensamiento. Le tomó la mano y se la llevó al escote. Tenía unos pechos blandos y suaves que desprendían calor a través del fino vestido de lana.
Sin embargo, no era lo que él quería. Le tomó la mano y se la besó.
—Me ocuparé de ti y de tus hijos —le prometió—. No te preocupes.
—Gracias, señor —respondió ella, pero parecía decepcionada, y había algo en su mirada que le decía a Merthin que su oferta no había sido un gesto meramente práctico.
Lena albergaba auténticas esperanzas de que él fuera algo más que su nuevo amo, pero aquello era parte del problema. Merthin no podía concebir el acto sexual con alguien que fuera su esclava. La idea le resultaba desagradable hasta la repugnancia.
Tomó un sorbo de vino y se sintió más fuerte. Si no le atraía una vida fácil de lujo y satisfacción sensual, ¿qué anhelaba, entonces? Apenas le quedaba familia: sólo Lolla. Pero aún tenía su trabajo. En la ciudad había tres solares donde se estaban erigiendo sendos edificios diseñados por él. No pensaba renunciar al trabajo que tanto amaba. No había sobrevivido a la gran peste para llevar una vida ociosa. Recordaba su gran ambición de joven, de construir el edificio más alto de Inglaterra. Pensaba retomar el proyecto allí donde lo había dejado. Se recuperaría de la pérdida de Silvia entregándose a sus proyectos de construcción.
Se levantó para marcharse y Lena lo abrazó.
—Gracias —le dijo—. Gracias por prometerme que os ocuparéis de mis hijos.
Merthin le dio unas palmaditas en la espalda.
—Son los hijos de Alessandro —respondió. En Florencia, los hijos de los esclavos no se consideraban esclavos—. Cuando crezcan, serán ricos. —Se apartó de ella con delicadeza y bajó por la escalera.
Todas las casas estaban cerradas a cal y canto. En algunas puertas vio un bulto amortajado y supuso que se trataba de cadáveres. Había algunas personas en la calle, pero la mayoría eran pobres. Tanta desolación resultaba desconcertante; Florencia era la ciudad más importante del mundo cristiano, una metrópoli comercial y bulliciosa que producía miles de varas de telas de lana al día, un mercado en el que se pagaban grandes cantidades de dinero cuya única garantía acostumbraba a ser una carta de Amberes o la promesa verbal de un príncipe. Caminar por aquellas calles vacías y silenciosas era como ver un caballo herido que ha caído y no puede levantarse: una inmensa fuerza que, de repente, se había quedado en nada. No vio a nadie de su círculo de conocidos. Sus amigos que quedaban con vida no se atrevían a salir, pensó.
Decidió ir, en primer lugar, a una plaza que quedaba cerca de ahí, en la antigua ciudad romana, donde estaba construyendo una fuente para el ayuntamiento. Había diseñado un complejo sistema para reciclar casi toda el agua durante los largos y secos veranos florentinos.
Sin embargo, al llegar a la plaza, vio de inmediato que no había nadie trabajando. Las cañerías subterráneas se habían instalado y cubierto antes de que él cayera enfermo, y se había puesto la primera hilera de mampostería para el plinto escalonado alrededor del estanque. No obstante, el aspecto polvoriento y abandonado de las piedras era una prueba de que hacía días que no se trabajaba. Y lo que era aún peor, una pequeña pirámide de argamasa que había sobre una tabla de madera se había secado y convertido en una masa sólida que desprendía pequeñas nubes de polvo si alguien le daba una patada. Había incluso algunas herramientas en el suelo. Era un milagro que nadie las hubiera robado.
La fuente iba a ser imponente. En el taller de Merthin, el mejor cantero de la ciudad se encargaba de realizar la escultura central de la fuente… o, como mínimo, así había sido. ¿Acaso era posible que todos los albañiles hubieran muerto? Quizá estaban esperando a ver si Merthin se recuperaba.
De los tres proyectos que tenía entre manos, ése era el más pequeño, aunque prestigioso. Abandonó la plaza y se encaminó hacia el norte para inspeccionar otro, pero a medida que caminaba, aumentaba su preocupación. Aún no había encontrado a nadie lo bastante informado que pudiera proporcionarle una visión más amplia de lo sucedido. ¿Qué quedaba del gobierno de la ciudad? ¿Estaba remitiendo la peste o empeorando? ¿Y qué ocurría en el resto de Italia?
Cada cosa a su tiempo, se dijo.
Estaba construyendo una casa para Giulielmo Caroli, el hermano mayor de Buonaventura. Iba a ser un palazzo con todas las de la ley, un edificio alto con doble fachada, diseñado alrededor de una escalera magnífica más ancha que algunas de las calles de la ciudad. La planta baja ya estaba construida. La fachada estaba inclinada al nivel de calle y la leve pendiente transmitía la sensación de que se trataba de una fortificación; pero encima había una serie de elegantes ventanas a dos luces rematadas en un arco ojival y con trifolio. Aquel diseño transmitía la idea de que la gente que habitaba aquella casa era poderosa y refinada, lo cual era el deseo de la familia Caroli.
Se habían montado los andamios para el segundo piso, pero no había nadie trabajando. Debería haber habido cinco albañiles poniendo piedras. La única persona que había era un hombre mayor, el vigilante, que vivía en una cabaña de madera situada en la parte trasera. Merthin lo encontró mientras asaba un pollo. El muy estúpido había usado unas losas de mármol muy costosas para construir su chimenea.
—¿Dónde está todo el mundo? —le preguntó Merthin bruscamente.
El vigilante se puso en pie.
—El signor Caroli murió y su hijo Agostino no quiso pagar a los hombres, por lo que se fueron.
Aquello era un golpe muy duro. La familia Caroli era una de las más ricas de Florencia. Si no podía permitirse la construcción de una casa nueva, la crisis tenía que ser muy grave.
—¿Entonces Agostino está vivo?
—Sí, señor, lo he visto esta mañana.
Merthin conocía al joven Agostino. No era tan inteligente como su padre o su tío Buonaventura, pero compensaba ese defecto con una actitud extremadamente precavida y conservadora. No pensaba reanudar las obras hasta que estuviera del todo seguro de que la economía de la familia se había recuperado de los efectos de la peste.
No obstante, Merthin estaba seguro de que su tercer proyecto, el más grande, iba a seguir adelante. Estaba construyendo una iglesia para una orden de frailes que contaban con el favor de los mercaderes de la ciudad. La obra se encontraba al sur del río, por lo que cruzó el puente nuevo.
Sólo hacía dos años que se había acabado el puente. De hecho, Merthin había colaborado en su construcción, a las órdenes del pintor Taddeo Gaddi. El puente debía resistir el fuerte embate del río cuando las nieves del invierno se fundían, y Merthin lo había ayudado a diseñar los pilares. Ahora, mientras lo cruzaba, quedó consternado al comprobar que las pequeñas tiendas de los orfebres estaban cerradas; otro mal augurio.
La iglesia de Sant’Anna dei Frari era su proyecto más ambicioso hasta la fecha. Se trataba de una iglesia grande, más parecida a una catedral —los frailes eran ricos— aunque no podía compararse, ni mucho menos, con la catedral de Kingsbridge. Italia tenía catedrales góticas, y la de Milán era una de las más grandes, pero a los italianos más modernos no les gustaba la arquitectura de Francia e Inglaterra: consideraban las grandes ventanas y los arbotantes como un fetiche extranjero. La obsesión con la luz, que tenía sentido en el lúgubre noroeste de Europa, parecía algo perverso en la soleada Italia, en la que la gente buscaba la sombra y el fresco. Los italianos se sentían identificados con la arquitectura clásica de la antigua Roma, cuyas ruinas los rodeaban por doquier. Les gustaban los hastiales y los arcos de medio punto, y rechazaban la escultura exterior recargada en favor de los motivos decorativos formados con piedras y mármoles de distintos colores.
Sin embargo, Merthin iba a sorprender incluso a los florentinos con esa iglesia. El plan era construir una serie de cuadrados, cada uno rematado con una cúpula; cinco seguidas, y dos a ambos lados del crucero. Había oído hablar sobre las cúpulas en Inglaterra, pero nunca había visto una hasta que visitó la catedral de Siena. En Florencia no había ninguna. En el triforio habría una serie de ventanas circulares, u óculos. En lugar de unos pilares estrechos que se alzaban anhelantes hacia el cielo, esta iglesia tendría círculos, completos en sí, con el aire de autosuficiencia terrenal que caracterizaba a los mercaderes de Florencia.
Le decepcionó, aunque no sorprendió, ver que no había mamposteros en los andamios, que no había peones trasegando piedras grandes, que no había ninguna mujer haciendo argamasa y removiéndola con sus palas gigantes. Esa obra estaba tan tranquila como las otras dos. No obstante, en este caso estaba convencido de que sería capaz de reanudar el proyecto. Una orden religiosa tenía vida propia, independiente de los individuos. Caminó por la obra y entró en el monasterio.
No se oía absolutamente nada, tal y como cabía esperar en un monasterio, por supuesto; pero había algo en aquel silencio que lo turbaba. Pasó del vestíbulo a la sala de espera. Por lo general ahí acostumbraba a haber un hermano, estudiando las escrituras cuando no atendía a las visitas, pero aquel día la sala estaba vacía. Con una sombría aprensión, Merthin pasó por otra puerta y salió al claustro. El patio estaba desierto.
—¡Hola! —gritó—. ¿Hay alguien? —Su voz resonó en los soportales de piedra.
Registró el lugar. Todos los frailes se habían ido. En la cocina encontró a tres hombres sentados a la mesa, comiendo jamón y bebiendo vino. Vestían ropa cara de mercader, pero tenían el pelo enmarañado, la barba descuidada y las manos sucias: eran pobres que llevaban la ropa de unos muertos. Cuando entró en la cocina los tres pusieron cara de culpa pero le lanzaron una mirada desafiante. Merthin les preguntó:
—¿Dónde están los monjes?
—Han muerto todos —respondió uno de ellos.
—¿Todos?
—Hasta el último. Como cuidaban de los enfermos, acabaron sucumbiendo.
Merthin se dio cuenta de que aquel hombre estaba borracho. Sin embargo, parecía decir la verdad. Aquellos tres estaban muy cómodos, sentados en el monasterio, dando buena cuenta de la comida y del vino de los frailes. Era evidente que sabían que no quedaba nadie que pudiera reprenderlos.
Merthin regresó al lugar donde se estaba construyendo la nueva iglesia. Los muros del coro y del crucero ya se habían erigido, y los óculos del triforio eran visibles. Se sentó en el medio del crucero, entre montones de piedras, observando su obra. ¿Cuánto tiempo iba a permanecer atascado el proyecto? Si todos los frailes habían muerto, ¿quién iba a quedarse con el dinero de éstos? Por lo que sabía, no formaban parte de una orden mayor. Tal vez el obispo reclamaría la herencia, o también el Papa. Era un embrollo legal que podía tardar varios años en resolverse.
Esa mañana había decidido entregarse a su trabajo como remedio para cicatrizar la herida que le había causado la muerte de Silvia. Ahora estaba claro que, al menos en ese momento, no tenía trabajo. Desde que había empezado a reparar el tejado de la iglesia de St. Mark en Kingsbridge, hacía diez años, siempre había tenido un proyecto de construcción entre manos, como mínimo. Sin nada que hacer, estaba perdido. Se sentía presa del pánico.
Se había despertado y había descubierto que toda su vida estaba en ruinas. El hecho de que, de pronto, fuera sumamente rico, no hacía sino aumentar la sensación de pesadilla. Lolla era lo único que le quedaba de su vida anterior.
Ni tan siquiera sabía adónde ir. Al final acabaría regresando a casa, pero no podía pasarse el día jugando con su hija de tres años y hablando con María. De modo que se quedó donde estaba, sentado en un disco de piedra tallada destinado a una columna, mirando lo que sería la nave.
Mientras el sol descendía trazando la curva de la tarde, Merthin empezó a recordar su enfermedad. Hubo un momento en que estuvo seguro de que moriría. Sobrevivía tan poca gente que no esperaba formar parte de los pocos afortunados. En sus períodos más lúcidos, había repasado su vida, como si ya hubiera acabado. Sabía que había llegado a alguna conclusión muy importante, pero desde que había recuperado la conciencia era incapaz de recordar cuál. Ahora, en la tranquilidad de la iglesia inacabada, recordaba haber concluido que había cometido un inmenso error en su vida. ¿Cuál? Se había peleado con Elfric, había copulado con Griselda, había rechazado a Elizabeth Clerk… Todas aquellas decisiones habían causado problemas, pero ninguna podía considerarse el error de su vida.
Tumbado en la cama, empapado en sudor, atormentado por la sed, casi llegó a preferir la muerte; pero no alcanzó ese extremo. Algo lo mantuvo con vida… y ahora aquella sensación volvía a apoderarse de él.
Fue el deseo de ver de nuevo a Caris.
Aquél fue el motivo que lo mantuvo con vida. En los momentos de delirio vio su cara, y lloró por la pena que le causaba la idea de morir ahí, a miles de kilómetros de ella. El error de su vida había sido abandonarla.
Al recuperar ese recuerdo esquivo, y tras percatarse de la verdad cegadora de aquella revelación, se sintió imbuido de un extraño tipo de felicidad.
No tenía sentido, pensó. Caris había ingresado en un convento. Se había negado a verlo y a darle una explicación. Pero su alma no era racional y le decía que debía acudir donde estuviera ella.
Se preguntó qué debía de estar haciendo ella en ese momento, mientras él estaba sentado en una iglesia a medio construir, de una ciudad casi destruida por la peste. Las últimas noticias que había tenido de ella eran que el obispo la había consagrado. La decisión era irrevocable, o eso dijeron: Caris nunca había aceptado lo que otras personas decían que eran las reglas. Además, en cuanto tomaba una decisión, por lo general resultaba imposible hacerla cambiar de opinión. No cabía duda de que se había comprometido cabalmente con su nueva vida.
Aquello no suponía ninguna diferencia. Merthin quería verla de nuevo. No hacerlo sería el segundo mayor error de su vida.
Y ahora era libre. Todos sus vínculos con Florencia se habían roto. Su mujer había muerto, al igual que toda su familia política, salvo los tres niños. La única familia que le quedaba era su hija Lolla, y pensaba llevársela con él. Era tan pequeña que estaba convencido de que la niña apenas advertiría que los demás se habían ido.
Era una decisión trascendental, se dijo a sí mismo. En primer lugar, tendría que verificar el testamento de Alessandro y establecer las disposiciones necesarias para el bienestar de los niños; Agostino Caroli le echaría una mano con eso. Luego tendría que convertir su riqueza en oro y ordenar que se lo transfirieran a Inglaterra. La familia Caroli también podría encargarse de eso si la red internacional aún se mantenía intacta. Lo más desalentador era el viaje de mil seiscientos kilómetros que lo llevaría a cruzar Europa, de Florencia a Kingsbridge. Y todo eso sin tener la más remota idea sobre cómo lo recibiría Caris cuando llegara.
Era una decisión que requería una reflexión larga y concienzuda, obviamente.
Tomó la decisión al cabo de unos instantes.
Volvía a casa.