uando el conde Roland murió al día siguiente de la batalla de Crécy, fueron muchos los que ascendieron un escalafón en su jerarquía. Su hijo mayor, William, pasó a ser el conde, señor feudal del condado de Shiring, que debía rendir cuentas al rey. Un primo de William, sir Edward Courthouse, se convirtió en señor de Caster, asumió el gobierno de cuarenta aldeas de ese feudo como usufructuario del conde y se trasladó a la antigua casa que habían ocupado William y Philippa en Casterham. Por último, sir Ralph Fitzgerald se convirtió en señor de Tench.
Durante los dieciocho meses siguientes, ninguno de ellos regresó al hogar. Estaban todos demasiado ocupados viajando con el rey y matando franceses. Más adelante, en 1347, la guerra llegó a un punto muerto. Los ingleses tomaron la importante ciudad portuaria de Calais, pero al margen de esa acción no había mucho de lo que alardear después de una década de guerra salvo, claro está, por el cuantiosísimo botín con el que habían llenado sus arcas.
En enero de 1348, Ralph tomó posesión de su nueva propiedad. Tench era una importante población con un centenar de familias labriegas, y el feudo incluía dos aldeas más pequeñas en las cercanías. El nuevo señor feudal conservó, además, Wigleigh, que estaba a media jornada a caballo.
Ralph se sentía orgulloso mientras paseaba a lomos de su caballo por Tench. Había anhelado ese momento en numerosas ocasiones. Los siervos le hacían reverencias y los hijos de éstos se quedaban mirándolo, atónitos. Era el señor de todos aquellos individuos y dueño de hasta el último objeto del lugar.
Su nuevo hogar estaba construido en una parcela amurallada. Al entrar a caballo, seguido por un carro cargado del botín francés, Ralph se dio cuenta de inmediato de que las murallas defensivas habían sido descuidadas hacía ya tiempo y no habían sido restauradas. Se preguntó si debería encargarse de hacerlo. Los burgueses de Normandía habían descuidado sus defensas en general, lo que había hecho relativamente fácil que Eduardo III los derrotara. Por otro lado, la probabilidad de una invasión al sur de Inglaterra en ese momento era bastante pequeña. Al principio de la guerra, los ingleses habían hundido gran parte de la flota francesa en el puerto de Sluys, y después, se habían hecho con el canal marítimo que separaba ambos países. Aparte de asedios menores perpetrados por piratas mercenarios, todas las contiendas desde la batalla naval de Sluys se habían librado en suelo francés. Tras sopesarlo, parecía muy poco rentable invertir en la reconstrucción de las murallas fortificadas.
Aparecieron varios mozos de cuadras y se llevaron a los caballos. Ralph dejó que Alan Fernhill supervisara la descarga del equipaje, y se encaminó hacia su nueva casa. Iba cojeando; la pierna herida se le resentía tras el largo viaje. Tench Hall era una casa señorial de piedra. Su nuevo dueño valoró con satisfacción que se trataba de una edificación impresionante, aunque necesitaba unas cuantas reparaciones; cosa que no era de extrañar, pues había permanecido deshabitada desde el fallecimiento del padre de lady Matilda. No obstante, tenía un diseño moderno. En las casas antiguas, la cámara privada del señor era una sencilla estancia contigua a la importantísima cámara principal, aunque Ralph pudo ver, incluso desde fuera, que las dependencias domésticas ocupaban la mitad de la edificación.
Entró en la estancia principal y le molestó encontrar allí al conde William.
En el fondo de la habitación había una imponente silla de madera oscura con elaborados grabados de figuras que simbolizaban poder: ángeles y leones en el respaldo y los brazos, serpientes y monstruos diversos en las patas. Sin duda alguna, se trataba del sitial del señor de la casa, pero era William quien estaba sentado en ella.
Gran parte de la satisfacción que sentía Ralph se evaporó. No podría disfrutar del poder de su nuevo señorío bajo el escrutinio de un señor feudal que estuviera por encima de él. Sería como meterse en la cama con una mujer mientras su marido los vigilaba desde el otro lado de la puerta.
Disimuló su disgusto y saludó con formalidad al conde William. El conde le presentó al hombre que se encontraba a su lado.
—Éste es Daniel, el alguacil de este lugar desde hace veinte años y la persona que vela por él, en nombre de mi padre, hasta que Tilly cumpla la mayoría de edad.
Ralph hizo un parco gesto de salutación al alguacil. El mensaje de William estaba claro: quería que Ralph accediera a que Daniel siguiera en el cargo. Pero Daniel había sido un hombre leal al conde Roland y ahora rendiría cuentas al conde William. Ralph no tenía intención alguna de dejar que su territorio fuera supervisado por el fiel vasallo de un conde. Su alguacil sólo podía guardarle pleitesía a él y a nadie más.
William esperó con expectación a que Ralph dijera algo sobre Daniel. Sin embargo, el nuevo señor feudal no estaba dispuesto a hablar de eso. Hacía diez años habría sido el primero en iniciar una discusión, pero había aprendido muchas cosas durante el tiempo que había pasado junto al rey. No estaba obligado a esperar la aprobación del conde para escoger a su alguacil, así que no pensaba solicitarla. No diría nada hasta que William se hubiera marchado, entonces informaría a Daniel de que se le habían asignado otras tareas.
Tanto William como Ralph guardaron un silencio pertinaz durante unos minutos, pero sucedió algo que los sacó de ese punto muerto. Una enorme puerta se abrió en el ala de las dependencias domésticas de la cámara principal, y la esbelta y elegante silueta de lady Philippa hizo acto de presencia. Habían pasado muchos años desde la última vez que Ralph la había visto, pero su pasión de juventud regresó a él provocándole una fuerte impresión que lo golpeó como un puñetazo y lo dejó sin aliento. Ella era mayor —debía de tener cuarenta años, supuso—, pero rebosaba belleza. Quizá estuviera algo más rellenita de como él la recordaba, tenía las caderas más torneadas, los pechos más generosos, pero eso no hacía más que aumentar su atractivo. Seguía teniendo los andares de una reina. Como siempre, su visión le hizo preguntarse por qué no podía tener una esposa como ella.
En el pasado, aquella mujer apenas se había molestado en percatarse de la presencia de Ralph, pero ese día le sonrió, estrechó su mano y dijo:
—¿Estás empezando a conocer a Daniel?
Ella también quería que el criado del conde continuara conservando su empleo, ése era el verdadero motivo de su amabilidad. «Con mayor razón debo deshacerme de este hombre», pensó Ralph con deleite.
—Acabo de llegar —se limitó a responder sin ánimo de comprometerse.
Philippa explicó la presencia de su marido y de ella en el lugar.
—Queríamos estar presentes cuando conocieras a la joven Tilly; se ha convertido en un miembro más de nuestra familia.
Ralph había ordenado a las monjas del priorato de Kingsbridge que llevaran hasta allí a su prometida para conocerla ese mismo día. Como expertas metomentodos, las monjas habrían contado al conde William lo que estaba pasando.
—Lady Matilda era la pupila del conde Roland, Dios lo tenga en su gloria —dijo Ralph, haciendo hincapié en que el pupilaje había finalizado con la muerte del conde.
—Sí, y yo esperaba que el rey hubiera transferido su pupilaje a mi marido, como heredero de Roland. —Quedaba claro que Philippa habría preferido eso.
—Pero no lo hizo —dijo Ralph—. Me la entregó como esposa.
Aunque todavía no se había celebrado ceremonia alguna, la muchacha se había convertido de inmediato en responsabilidad de Ralph. Estrictamente hablando, William y Philippa no tenían excusa para haberse presentado allí ese día aunque fuera con el pretexto de desempeñar el papel de padres de Tilly. Pero William era el señor feudal encargado de supervisar a Ralph, así que podía visitarlo cuando se le antojara.
Ralph no quería discutir con William. Podría haberle complicado la vida con facilidad. Por otro lado, el nuevo conde estaba intentando exceder los límites de su autoridad, seguramente por la presión que su esposa ejercía sobre él. Sin embargo, Ralph no pensaba dejarse intimidar. Los últimos siete años le habían dado la confianza necesaria en sí mismo para defender la independencia que se merecía.
En cualquier caso, estaba disfrutando de habérselas con Philippa. Así tenía un pretexto para mirarla. Clavó su mirada en la definida línea de la mandíbula femenina y la carnosidad de sus labios. Pese a su altivez, la mujer se vio obligada a trabar conversación con él. Era la conversación más larga que Ralph había tenido con ella.
—Tilly es muy joven —argumentó Philippa.
—Este año cumplirá los catorce —replicó Ralph—. Es la misma edad que tenía nuestra reina cuando nuestro rey la desposó, como el rey en persona nos señaló a mí y al conde William, una vez finalizada la batalla de Crécy.
—El período posterior a una contienda no es precisamente el momento más adecuado para decidir el destino de una joven doncella —advirtió Philippa con seriedad.
Ralph no iba a pasarlo por alto.
—Estoy obligado a acatar las decisiones de Su Majestad.
—Como hacemos todos —murmuró ella.
Ralph tuvo la sensación de haberla derrotado. Fue una sensación cargada de tensión sexual, prácticamente como si estuviera yaciendo con ella. Satisfecho, se volvió hacia Daniel.
—Mi futura esposa debería de llegar a tiempo para la cena —dijo—. Asegúrate de que se sirva un buen banquete.
—Eso todavía no lo he dispuesto —dijo Philippa.
Ralph volvió la cabeza con parsimonia en su dirección hasta que sus miradas volvieron a cruzarse. La señora había traspasado las fronteras de la cortesía al osar entrar en la cocina de Ralph a dar órdenes.
Philippa lo sabía, y se ruborizó.
—No sabía a qué hora llegarías —se excusó.
Ralph no dijo nada. Ella no se disculpó, pero él se sintió satisfecho de haberla obligado a explicarse; era un paso atrás para una mujer tan orgullosa como ella.
Durante un breve instante se oyó movimiento de caballerías en el exterior, y en ese momento entraron los padres de Ralph. Llevaba bastantes años sin verlos y corrió a abrazarlos.
Ambos progenitores habían cumplido la cincuentena, pero le pareció que su madre había envejecido más que su padre. Tenía el pelo cubierto de canas y el rostro arrugado, y una ligera joroba de anciana. Su padre conservaba un aspecto más vigoroso. Se debía, en parte, a la emoción del momento: estaba ruborizado por el orgullo y le estrechó la mano a Ralph como si estuviera bombeando agua de un pozo. Pero no se apreciaba ni un cabello plateado en su barba roja, y su delgada figura todavía parecía llena de vida. Ambos vestían ropa nueva; Ralph les había enviado dinero. Sir Gerald llevaba una gruesa sobrevesta de lana y lady Maud, un manto de pieles.
Ralph chasqueó los dedos en dirección a Daniel.
—Trae vino —ordenó.
Durante un instante fue como si el alguacil tuviera intención de protestar por ser tratado como un lacayo; pero se tragó su orgullo herido y se dirigió presto hacia la cocina.
—Conde William, lady Philippa —dijo Ralph—, permitid que os presente a mi padre, sir Gerald, y a mi madre, lady Maud.
Le asustaba que William y Philippa mirasen por encima del hombro de sus progenitores, pero los recibieron con bastante cortesía.
Gerald le dijo a William:
—Yo fui compañero de batallas de vuestro padre, que Dios tenga en su gloria. En realidad, conde William, os conocí cuando erais un niño, aunque seguramente no me recordáis.
Ralph deseó que su padre no hubiera sacado a colación su glorioso pasado. Eso no hacía más que subrayar cuán bajo había caído.
Pero William pareció no percatarse de ello.
—Bueno, la verdad es que creo que sí os recuerdo —dijo. Con seguridad no estaba más que siendo amable, pero a Gerald le complació—. Claro está —añadió William—, que os recuerdo como un gigante de al menos dos metros de alto.
Gerald, que era un hombre más bien bajito, rio encantado.
Maud miró a su alrededor y dijo:
—Vaya, es una magnífica morada, Ralph.
—Quería decorarla con todos los tesoros que he traído de Francia —comentó—. Pero acabo de llegar.
Una cocinera les llevó una jarra de vino y copas en una bandeja, y todos tomaron un pequeño refrigerio. El vino era un Burdeos de buena añada, según paladeó Ralph, un caldo fino y dulce. Al principio reconoció a Daniel el mérito de tener la casa tan bien aprovisionada; luego pensó que en todos esos años no había habido nadie más que Daniel en la propiedad para disfrutar de ese vino.
—¿Hay alguna novedad sobre mi hermano Merthin? —preguntó a su madre.
—Le está yendo bastante bien —respondió ella, llena de orgullo—. Está casado y tiene una hija, y es rico. Está construyendo un palacio para la familia de Buonaventura Caroli.
—Pero supongo que todavía no lo han nombrado conté. —Ralph fingió estar bromeando, pero en realidad quería poner de relieve que Merthin, pese a todos sus éxitos, no había conseguido un título nobiliario; y que era él, Ralph, quien había hecho realidad las ambiciones de su padre de devolver a la familia a la nobleza.
—Todavía no —respondió su padre de buen ánimo, como si en realidad existiera alguna posibilidad de que Merthin se convirtiera en conde italiano, lo que molestó a Ralph, pero sólo de forma momentánea.
—¿Podemos ver nuestros aposentos? —preguntó su madre.
Ralph dudó un instante. ¿Qué había querido decir con «nuestros aposentos»? Tuvo el horrible pensamiento de que sus padres pudieran haber creído que iban a vivir allí con él. Pero no lo podía permitir: serían un recordatorio constante de los años de vergüenza de su familia y además, entorpecerían su estilo de vida. Por otro lado, fue consciente en ese momento de que era una vergüenza que un noble permitiera que sus padres vivieran en una casa de una sola estancia como pensionistas de un priorato.
Tendría que pensarlo mejor. Por el momento dijo:
—Todavía no he tenido oportunidad de visitar personalmente las dependencias privadas. Espero poder proporcionaros alojamiento confortable durante unas cuantas noches.
—¿Unas cuantas noches? —preguntó su madre de inmediato—. ¿Vas a enviarnos de nuevo a esa casucha de Kingsbridge?
Ralph se sintió mortificado por el hecho de que ella lo mencionara delante de William y Philippa.
—No creo que haya sitio para que viváis aquí.
—¿Cómo lo sabes si todavía no has visitado las alcobas?
Daniel les interrumpió.
—Ha venido a visitaros un aldeano de Wigleigh, sir Ralph, se llama Perkin. Quiere presentaros sus respetos y exponeros una cuestión de suma urgencia.
Ralph habría despedido al hombre en circunstancias normales, pero en esa ocasión agradeció la interrupción.
—Ve a examinar los aposentos, madre —propuso—. Yo debo recibir al campesino.
William y Philippa acompañaron a sus padres a inspeccionar las dependencias domésticas, y Daniel acompañó a Perkin a la mesa. El terrateniente se mostró más servil que nunca.
—Me llena de júbilo veros sano y salvo después de las guerras contra los franceses —dijo.
Ralph se miró la mano izquierda, a la que le faltaban tres dedos.
—Bueno, prácticamente sano —rectificó.
—Todos los aldeanos de Wigleigh sienten las heridas que se os han infligido, sir Ralph, pero ¡y las recompensas! ¡Vuestro nuevo título, tres aldeas más, y lady Matilda, a quien vais a desposar!
—Agradezco tus felicitaciones, pero ¿cuál era esa cuestión tan urgente que debías exponerme?
—No precisaré mucho tiempo para contárosla, señor. Alfred Shorthouse murió sin dejar herederos naturales para sus cuatro hectáreas de tierra, y yo me ofrecí a asumir su posesión, aunque ha sido un año muy malo, después de las tormentas en agosto…
—Los temporales no son asunto de mi incumbencia.
—Por supuesto. Sin más preámbulos, Nathan Reeve tomó una decisión que yo creo que vos no aprobaréis.
Ralph empezó a impacientarse. En realidad, le traía sin cuidado qué labriego se hiciera cargo de las cuatro hectáreas de Alfred.
—Sea cual sea la decisión de Nathan…
—Ha entregado la tierra a Wulfric.
—Vaya.
—Algunos aldeanos dijeron que Wulfric se lo merecía, pues no tenía tierras, pero él no puede pagar el tributo de traspaso, y de todas formas…
—No tienes que convencerme de nada —lo atajó Ralph—. No permitiré que ese buscabroncas sea terrateniente en mis dominios.
—Gracias, sir Ralph. ¿Puedo decirle a Nathan Reeve que es vuestro deseo que yo me quede con las hectáreas?
—Sí —respondió Ralph. Vio al conde y la condesa salir de las dependencias privadas, con sus padres a la zaga—. Me personaré en el lugar para confirmar mi decisión en un espacio de dos semanas. —Despidió a Perkin con un ademán.
En ese momento llegó lady Matilda.
Entró a la cámara principal flanqueada por dos monjas. Una de ellas era la antigua amante de Merthin, Caris, quien había intentado decir al rey que Tilly era demasiado joven para desposarse. Al otro lado iba la monja que había viajado a Crécy con Caris, una mujer de rostro angelical cuyo nombre Ralph desconocía. Detrás de ellas, en calidad de guardaespaldas, iba el monje manco que tan hábilmente había apresado a Ralph hacía nueve años: el hermano Thomas.
En medio iba Tilly. Ralph entendió de inmediato la razón por la que las monjas querían protegerla del matrimonio. Su rostro conservaba una mirada de inocencia infantil. Tenía pecas en la nariz y las paletas algo separadas. Echó un vistazo a su alrededor, llena de temor. Caris había acentuado su aspecto aniñado vistiéndola con una sencilla túnica blanca de monja y un humilde tocado, pero el hábito no lograba ocultar las curvas de mujer del cuerpo que lo vestía. Caris había pretendido que la muchacha pareciera más joven para los desposorios. El efecto que provocó en Ralph fue exactamente el contrario al esperado.
Una de las cosas que el nuevo sir había aprendido en sus años de servicio al rey era que, en coyunturas de muy diversa índole, un hombre podía controlar la situación por el simple hecho de hablar primero, de modo que dijo en voz muy alta:
—Acércate, Tilly.
La niña dio un paso adelante y se aproximó. Sus acompañantes vacilaron, pero al final decidieron permanecer donde estaban.
—Soy tu esposo —le anunció Ralph—. Me llamo sir Ralph Fitzgerald, señor de Tench.
La pequeña parecía aterrorizada.
—Me alegra conoceros, señor.
—Ésta es tu casa, como lo fue cuando eras niña y tu padre era señor de estas tierras. Ahora eres lady de Tench, como lo fue tu madre. ¿Te alegra haber regresado a la casa familiar?
—Sí, señor. —No parecía feliz en absoluto.
—Estoy seguro de que las monjas te han dicho que debes ser una esposa obediente y hacer todo lo posible por complacer a tu marido, que es tu amo y señor.
—Sí, señor.
—Y éstos son mis padres, que ahora también son los tuyos.
Hizo una delicada reverencia dirigida a Gerald y Maud.
—Ven aquí —dijo Ralph. Levantó las manos.
Tilly se aproximó con gesto mecánico, pero entonces vio la mano izquierda mutilada. Dejó escapar un gemido de repugnancia y retrocedió unos pasos.
Una blasfemia estuvo a punto de aflorar a los labios de Ralph, pero la reprimió. Con cierta dificultad se obligó a hablar con un tono de voz muy suave.
—No tengas miedo de mi mano mutilada —dijo—. Deberías sentirte orgullosa de ella. Perdí esos dedos al servicio del rey. —Mantuvo los brazos extendidos en actitud expectante.
Haciendo un gran esfuerzo, la niña lo tomó de las manos.
—Ahora puedes besarme, Tilly.
Él estaba sentado y ella estaba de pie justo enfrente. La niña se agachó y le ofreció una mejilla. Ralph la agarró por la nuca con la mano mutilada, la obligó a volver la cara y la besó en los labios. Notó el titubeo de la pequeña y se dio cuenta de que ningún hombre la había besado antes. Dejó sus labios pegados a los de la niña, en parte por su gran tersura, pero también para enfurecer a cuantos los contemplaban. Luego, con deliberada parsimonia, le puso la mano sana en los senos y se los palpó. Eran generosos y redondeados. No era ninguna criatura.
La soltó y gruñó de satisfacción.
—Debemos casarnos pronto —anunció. Se volvió hacia Caris, quien evidentemente estaba reprimiendo su ira—. En la catedral de Kingsbridge, dentro de cuatro semanas a contar a partir del domingo —añadió. Miró a Philippa, pero se dirigió a William—: Como nos casamos por expreso deseo de Su Majestad el rey Eduardo, me sentiría honrado si asistierais al enlace, conde William.
William asintió con gran ceremonia.
Caris intervino por vez primera.
—Sir Ralph, el prior de Kingsbridge os envía sus mejores deseos y dice que se sentirá honrado de oficiar la ceremonia, a menos, por supuesto, que el nuevo obispo desee hacerlo.
Ralph asintió con gracilidad.
Entonces Caris añadió:
—Pero quienes tenemos alguna responsabilidad en la tutela de esta niña creemos que todavía es demasiado joven para vivir con su esposo en términos conyugales.
—Estoy de acuerdo —afirmó Philippa.
El padre de Ralph intervino:
—Ya sabes, hijo mío, que tuve que esperar algunos años para desposar a tu madre.
Ralph no quería volver a escuchar esa historia una vez más.
—En mi caso, padre, ha sido el rey quien me ha ordenado contraer matrimonio con lady Matilda.
—Tal vez debieras esperar, hijo —comentó su madre.
—¡Ya he esperado más de un año! Tenía doce cuando el rey me la entregó.
—Casaos con la niña con la debida ceremonia —dijo Caris—, pero dejad que regrese al convento durante un año. Para que crezca hasta convertirse en una verdadera mujer. Entonces podréis traerla a vuestra casa.
Ralph gruñó con tozudez.
—Dentro de un año podría estar muerto, sobre todo si el rey decide regresar a Francia. Mientras tanto, la familia Fitzgerald necesita un heredero.
—No es más que una niña…
Ralph la interrumpió levantando la voz.
—¡No es ninguna niña! ¡Miradla! ¡Ese estúpido disfraz de monja no logra ocultar sus pechos!
—Son los de una criatura…
—¿Tiene el vello propio de una mujer? —exigió saber Ralph.
Tilly soltó un grito ahogado por la crudeza de la pregunta y se ruborizó.
Caris dudó.
—Quizá mi madre podría examinarla por mí y decírmelo —declaró Ralph.
Caris sacudió la cabeza.
—Eso no será necesario. Tilly tiene vello donde una niña no lo tiene.
—Eso ya lo sabía. He visto… —Ralph se calló a mitad de frase, no quería que los presentes supieran en qué circunstancias había visto los cuerpos desnudos de niñas de la misma edad de Tilly—. Lo he supuesto, por su figura —rectificó al tiempo que evitaba la mirada de su madre.
Un tono poco habitual en Caris, de súplica, tiñó su voz.
—Pero, Ralph, todavía tiene mentalidad de niña.
«Su mentalidad me trae sin cuidado», pensó Ralph, pero no lo dijo.
—Tiene cuatro semanas para aprender lo que no sepa —concluyó y lanzó a Caris una mirada maliciosa—. Estoy seguro de que tú podrás enseñárselo todo.
La joven se ruborizó. Se suponía que las monjas no debían saber nada sobre intimidades maritales, por supuesto, pero ella había sido la amante de su hermano.
—Tal vez un compromiso… —empezó a decir la madre de Ralph.
—No lo entiendes, madre, ¿no es así? —preguntó interrumpiéndola con grosería—. En realidad, a nadie le importa la edad que tenga. Si fuera a casarme con la hija de un carnicero de Kingsbridge, les traería sin cuidado que la criatura tuviera nueve años. La razón es que Tilly es de alta cuna, ¿es que no lo entiendes? ¡Se creen superiores a nosotros! —Era consciente de estar gritando y vio las miradas de asombro de los presentes clavadas en él, pero no le importaba—. No quieren que una prima del conde de Shiring se despose con el hijo de un caballero venido a menos. Quieren aplazar los esponsales con la esperanza de que me maten en la batalla antes de que el enlace sea consumado. —Se secó los labios—. Pero este hijo de un caballero venido a menos luchó en la batalla de Crécy y le salvó la vida al príncipe de Gales. Eso es lo que le importa al rey. —Fue mirándolos a todos y a cada uno de ellos, uno por uno: al altivo William, la desdeñosa Philippa, la furiosa Caris y sus atónitos padres—. Así que mejor será que aceptéis la realidad. Ralph Fitzgerald es un caballero, señor de estas tierras y compañero de batallas del rey, y va a contraer matrimonio con lady Matilda, la prima del conde, ¡os guste o no!
El asombro hizo enmudecer a los presentes.
Al final, Ralph se volvió hacia Daniel.
—Ya puedes servir la cena —ordenó.