a cosecha de 1347 no fue muy abundante para los labriegos de Wigleigh. Los aldeanos hicieron lo acostumbrado en esos casos: consumir menos comida, posponer la compra de sombreros y cinturones, y dormir más apretujados para darse calor entre sí. La viuda Huberts murió antes de lo esperado; Janey Jones sucumbió a un ataque de tos ferina a la que podría haber sobrevivido en un buen año; y el recién nacido de Joanna, David, que en otras circunstancias habría tenido alguna oportunidad de seguir con vida, no llegó a celebrar su primer cumpleaños.
Gwenda observaba con ansioso recelo a sus dos pequeños. Sam, a la sazón de ocho años, parecía mayor para su edad y muy fuerte: tenía el mismo físico de Wulfric, según decían, aunque Gwenda sabía que, en realidad, era como su verdadero padre, Ralph Fitzgerald. Con todo, Sam estaba incluso más delgado que en diciembre. David, bautizado así por el hermano de Wulfric que había perdido la vida en el hundimiento del puente, tenía seis años. Se parecía a Gwenda, pues era bajito y moreno. Su paupérrima dieta lo había debilitado y a lo largo de todo el otoño había sufrido pequeños achaques: un resfriado, una erupción cutánea y un ataque de tos.
En cualquier caso, Gwenda se llevó a los niños consigo cuando acompañó a Wulfric a finalizar la siembra del trigo de la temporada de invierno en las tierras de Perkin. Un viento gélido barría los campos. Ella tiraba las semillas en los surcos y Sam y David espantaban a los pájaros que revoloteaban por allí intentando robar el grano antes de que Wulfric arara la tierra. Mientras corrían, saltaban y gritaban, Gwenda se sentía maravillada al pensar que aquellas dos alegres criaturas llenas de vida habían salido de su seno. Los pequeños convirtieron la persecución de los pájaros en algo parecido a una competición, y su madre se deleitó con el milagro de su viva imaginación. Otrora parte de su ser, sus hijos ya eran capaces de tener ideas que a ella ni siquiera se le habrían ocurrido.
El fango iba pegándoseles a las suelas mientras correteaban de aquí para allá. Un arroyo de rápido discurrir bordeaba el vasto campo, y en la orilla más distante se alzaba el batán que Merthin había construido hacía nueve años. El murmullo distante de sus martilleos de madera era la música de fondo de las labores de labranza de la familia. La instalación funcionaba bajo la supervisión de dos excéntricos hermanos, Jack y Eli —dos hombres solteros y sin tierras—, y un joven aprendiz que era sobrino de ambos. Eran los únicos aldeanos que no habían sufrido las consecuencias de la mala cosecha: Mark Webber les había pagado los mismos salarios durante todo el invierno.
Fue una jornada breve de mediados de invierno. Gwenda y su familia dejaron la siembra cuando el cielo encapotado empezó a oscurecerse, y el crepúsculo fue tornándose neblinoso en el lejano bosque. Todos estaban cansados.
Les había sobrado medio saco de semillas, así que lo llevaron a casa de Perkin. A medida que se acercaban a la morada del terrateniente, vieron al propio Perkin aproximándose en dirección contraria. Caminaba detrás de una carreta sobre la que iba montada su hija, Annet. Había estado en Kingsbridge vendiendo las últimas manzanas y peras del año de sus árboles frutales.
Annet tenía todavía cuerpo de muchacha, aunque ya había cumplido veintiocho años y era madre. Resaltaba su juventud con un vestido demasiado corto y una cabellera con un toque desarreglado que le daba un aspecto encantador. Gwenda pensaba que parecía tonta, opinión que compartían todas las mujeres de la aldea, aunque no así los hombres.
Gwenda se asombró al ver la carreta de Perkin cargada de fruta.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó.
Perkin puso mala cara.
—Los habitantes de Kingsbridge están pasando un duro invierno, igual que nosotros —aclaró—. No tienen dinero para comprar manzanas. Tendremos que fabricar sidra con todo este excedente.
Eran malas noticias. Gwenda jamás había visto a Perkin regresar del mercado con tanto producto sin vender.
Annet no parecía preocupada. Le tendió una mano a Wulfric, quien la ayudó a descender del carro. Al tocar el suelo, tropezó, cayó sobre el marido de Gwenda y le posó la mano en el torso.
—¡Vaya! —exclamó Annet, y sonrió al tiempo que recuperaba el equilibrio. Wulfric se ruborizó de placer.
«¡Cómo puede estar tan ciego!», pensó Gwenda.
Entraron en la casa. Perkin se sentó a la mesa y su esposa, Peggy, le trajo una escudilla de potaje. Cortó una gruesa rebanada de pan de la barra que había sobre el tablero. Peggy sirvió a su familia: Annet, su marido, Billy Howard, el hermano de Annet, Rob, y la esposa de éste. Sirvió un poco a la pequeña de cuatro años de Annet, Ángela, y a los dos pequeños de Rob. Luego invitó a Wulfric y a su familia a sentarse.
Gwenda cuchareó el caldo con avidez. Era más contundente que el potaje que ella preparaba: Peggy le había añadido mendrugos de pan seco, mientras que en casa de Gwenda el pan nunca duraba tanto como para llegar a secarse. La familia de Perkin bebía jarras de cerveza, pero a Gwenda y a Wulfric no les ofrecieron; la hospitalidad no daba para tanto en tiempos de hambruna.
Perkin era un bromista con sus clientes, pero con los demás su actitud era la de un hombre amargado, y el ambiente en su casa era más bien apagado. El terrateniente hablaba de forma desapasionada sobre el mercado de Kingsbridge. La mayoría de los mercaderes habían tenido un mal día. Los únicos que habían tenido suerte eran los que vendían bienes de primera necesidad como cereales, carne y sal. Nadie compraba el ya popular paño escarlata Kingsbridge.
Peggy encendió una lámpara de aceite. Gwenda quería irse a casa, pero Wulfric y ella estaban esperando cobrar su paga. Los pequeños empezaron a alborotar: corrían de un lado para otro de la estancia y tropezaban con los adultos.
—Ya va siendo hora de meter a los niños en la cama —anunció Gwenda, aunque en realidad no era así.
—Si nos das la paga, Perkin, nos iremos —dijo Wulfric al fin.
—No tengo dinero —respondió Perkin.
Gwenda se quedó mirándolo. Jamás había dicho nada parecido en los nueve años que Wulfric y ella llevaban trabajando para él.
—Debemos recibir nuestra paga. Tenemos que comer —protestó Wulfric.
—Ya habéis comido algo de potaje, ¿no es así? —replicó Perkin.
Gwenda estaba escandalizada.
—Trabajamos por dinero, ¡no por potaje!
—Bueno, pues yo no tengo dinero —insistió Perkin—. He ido al mercado a vender mis manzanas, pero nadie me las ha comprado, así que tengo más manzanas de las que podemos comer, y ni un solo penique.
Gwenda se sentía tan ultrajada que no sabía qué decir. Jamás se le habría ocurrido que Perkin dejara de pagarles. Sintió una punzada de miedo al darse cuenta de que no había nada que ella pudiera hacer.
Wulfric dijo con parsimonia:
—Bueno, ¿y qué vamos a hacer ahora? ¿Vamos a Long Field y desenterramos las semillas?
—Os deberé la paga de esta semana —dijo Perkin—. Os pagaré cuando las cosas me vayan mejor.
—¿Y la semana que viene?
—La semana que viene tampoco tendré el dinero, ¿de dónde crees que va a salir?
—Iremos a ver a Mark Webber. Tal vez él pueda darnos trabajo en el batán —comentó Gwenda.
Perkin sacudió la cabeza.
—Ayer hablé con él, en Kingsbridge, y le pregunté si podía contrataros. Me dijo que no. No está vendiendo suficiente ropa. Seguirá dando empleo a Janet Eli y al chico, y almacenará el paño hasta que el negocio remonte, pero no necesita más mano de obra.
Wulfric estaba desconsolado.
—¿De qué vamos a vivir? ¿Cómo vas a arar los campos para la cosecha de primavera?
—Podéis trabajar a cambio de comida —le ofreció Perkin.
Wulfric miró a Gwenda. Su esposa estaba reprimiendo una respuesta airada. Su familia y ella estaban en apuros, y ése no era el momento más propicio para enzarzarse en una discusión. Pensó lo más deprisa que pudo. No tenían muchas opciones: o comían o morían de hambre.
—Trabajaremos a cambio de comida, y tú nos deberás el dinero —dijo al final.
Perkin sacudió la cabeza.
—Lo que propones quizá sea justo, pero…
—¡Es justo!
—Está bien, es justo, pero de todos modos no puedo cumplirlo. No sé cuándo conseguiré el dinero. Bueno… ¡podría pagaros una libra en Pentecostés! Podéis trabajar a cambio de comida o no trabajar, eso es lo que hay.
—Tendrás que darnos de comer a los cuatro.
—Sí.
—Pero sólo trabajará Wulfric.
—No sé si…
—Una familia necesita algo más que comida para sobrevivir: los niños necesitan ropa, un hombre debe calzar buenas botas… Si no puedes pagarme, tendré que ingeniármelas de cualquier otra forma para satisfacer esas necesidades.
—¿Qué piensas hacer?
—Aún no lo sé. —Gwenda hizo una pausa. La verdad era que no tenía ni idea. Luchó por no sucumbir al ataque de pánico—. Tal vez debería preguntar a mi padre cómo se las arregla él.
Peggy intervino:
—Yo que tú no haría eso, Joby te aconsejará que robes.
Gwenda se sintió herida en lo más hondo. ¿Qué derecho tenía Peggy a mostrarse tan altanera? Joby jamás había hecho trabajar a nadie para decirle al final de la semana que no podía pagarle. Pero se mordió la lengua y respondió con tranquilidad:
—Me alimentó durante dieciocho inviernos, aunque luego me vendiera a los proscritos.
Peggy volvió la cabeza y empezó a recoger las escudillas de la mesa con precipitación.
—Deberíamos irnos —comentó Wulfric.
Gwenda no movió ni un músculo. Si quería obtener algún beneficio debería conseguirlo en ese preciso momento. Si salía de la casa, Perkin consideraría que habían llegado a un acuerdo, y no podría renegociar sus términos. Se esforzó en tener una idea brillante. Al recordar que Peggy había servido cerveza sólo a su familia, dijo:
—Ni se te ocurra intentar engatusarnos con cerveza aguada y pescado podrido. Nos alimentarás exactamente igual que a los tuyos: con carne, pan y cerveza, sin importar cómo tengas que arreglártelas para conseguirlo.
Peggy emitió un quejido reprobatorio. A juzgar por esa reacción, había pensado actuar tal como Gwenda se temía.
—Es decir, debe ser así si pretendes que Wulfric trabaje tanto como Rob y como tú —añadió Gwenda, aunque todos sabían muy bien que Wulfric trabajaba más que Rob y el doble que Perkin.
—De acuerdo —claudicó Perkin.
—Éste es un trato de emergencia, sólo eso. En cuanto consigas el dinero, debes volver a pagarnos el jornal acostumbrado: un penique a cada uno por jornada de trabajo.
—Sí.
Se hizo una breve pausa. Wulfric preguntó:
—¿Eso es todo?
—Eso creo —respondió Gwenda—. Perkin y tú deberíais sellar el trato con un apretón de manos.
Se estrecharon la mano.
Tras recoger a su prole, Gwenda y Wulfric se marcharon. Ya era noche cerrada. Las nubes eclipsaban las estrellas, y la familia tuvo que encontrar el camino guiándose por el fulgor luminoso que asomaba entre los resquicios de los postigos y por debajo de las puertas de las casas. Por suerte ya habían realizado el recorrido a pie desde la casa de Perkin a la suya en infinitas ocasiones.
Wulfric encendió una lámpara de aceite y avivó el fuego mientras Gwenda acostaba a los niños. Aunque había un par de cámaras en el piso superior —seguían viviendo en la espaciosa casa que habían ocupado los padres de Wulfric—, todos dormían en la cocina para aprovechar el calor del hogar.
Gwenda se sentía abatida por la tristeza mientras arropaba a los niños con las mantas y los colocaba cerca de la chimenea. Había crecido decidida a no vivir como había tenido que hacerlo su madre, con necesidades y preocupaciones constantes. Había aspirado a subsistir con independencia: una parcela de tierra, un marido trabajador, un terrateniente con quien se pudiera razonar. Wulfric anhelaba recuperar las tierras que su padre había labrado. Habían fracasado a la hora de hacer realidad todos esos sueños. Gwenda era una indigente, y su marido, un labriego sin tierras cuyo amo ni siquiera alcanzaba a pagarle un penique al día. Gwenda pensó que había acabado exactamente igual que su madre, pero se sentía demasiado abatida para empezar a llorar.
Wulfric tomó una botella de cerámica de una estantería y sirvió cerveza en un vaso de madera.
—Saboréala bien —le advirtió Gwenda con tristeza—. Pasará mucho tiempo antes de que puedas volver a comprar tu propia cerveza.
—Es increíble que Perkin no tenga dinero. Es el hombre más rico de la aldea, aparte de Nathan Reeve —le comentó Wulfric en tono distendido.
—Perkin tiene dinero —afirmó su mujer—. Hay un bote lleno de monedas de plata oculto bajo el hogar. Lo he visto.
—Entonces, ¿por qué no nos paga?
—No quiere tener que recurrir a sus ahorros.
Wulfric quedó desconcertado.
—Pero ¿podría pagarnos si quisiera?
—Por supuesto.
—Entonces, ¿por qué voy a trabajar a cambio de comida?
Gwenda emitió un gruñido de impaciencia. Wulfric era muy lento de reflejos.
—Porque la única alternativa era no trabajar.
Wulfric se sentía como si lo hubieran engañado.
—Deberíamos haber insistido en que nos pagara.
—¿Y por qué no lo has hecho?
—No sabía nada sobre el bote de peniques de debajo de la chimenea.
—¡Por el amor de Dios! ¿Crees que un hombre tan rico como Perkin puede haberse quedado sin un penique por no haber conseguido vender una carreta de manzanas? Ha sido el terrateniente más poderoso de Wigleigh desde que se apoderó de las hectáreas de tu padre hace diez años. ¡Por supuesto que tiene dinero ahorrado!
—Sí, ya lo entiendo.
La mujer se quedó contemplando el fuego mientras se acababan la cerveza, luego se fueron a dormir. Wulfric la rodeó con los brazos, y ella descansó la cabeza sobre el torso de su esposo, pero no sentía deseos de hacer el amor. Estaba demasiado enfadada. Pensó que no debía tomarla con su marido; había sido Perkin quien les había decepcionado, no Wulfric, pero lo cierto era que estaba molesta con Wulfric, furiosa, más bien. Cuando se dio cuenta de que su compañero había ido cayendo en un profundo sopor, entendió que el enfado que sentía no era por sus pagas. Ésa era la clase de desgracia que afectaba a todo el mundo de cuando en cuando, como el mal tiempo y los hongos de la cebada.
Entonces, ¿cuál era el problema?
Recordó la forma en que Annet había caído sobre Wulfric al descender de la carreta. Al evocar la sonrisa coqueta de la muchacha y el regocijado rubor de Wulfric, sintió ganas de abofetearlo. «Estoy molesta contigo —pensó— porque esa cabeza hueca todavía puede hacerte parecer un maldito idiota».
El último domingo antes de Navidad, tras el oficio religioso, se celebró una audiencia popular para tratar cuestiones del señorío feudal. Hacía frío y los aldeanos se mantenían muy juntos, envueltos con capas y mantas. Nathan Reeve era el alguacil. El señor feudal, Ralph Fitzgerald, llevaba años sin visitar Wigleigh. «Tanto mejor», pensó Gwenda. Además, en esos momentos era sir Ralph, con otras tres aldeas en su feudo, así que no estaría muy interesado en cabezas de ganado ni tierras de pastura.
Alfred Shorthouse había fallecido durante la semana. Era un viudo sin hijos poseedor de cuatro hectáreas de terreno.
—No tiene herederos naturales —dijo Nate Reeve—. Perkin está deseando apoderarse de sus tierras.
Gwenda quedó sorprendida. ¿Cómo podía estar pensando Perkin en comprar más tierras? Se quedó demasiado anonadada para responder de inmediato, y Aaron Appletree, el gaitero, fue el primero en hablar.
—Alfred estuvo en pésimas condiciones de salud desde el verano —aclaró—. No aró las tierras durante el otoño ni sembró el trigo en invierno. Están todas las labores pendientes. Perkin tendrá mucho trabajo.
Nate preguntó con agresividad:
—¿Estás pidiendo las tierras para ti?
Aaron sacudió la cabeza.
—Dentro de unos pocos años, cuando mis hijos sean lo bastante mayores como para ayudarme en el trabajo, podría aprovechar sin dudarlo una oportunidad así —afirmó—. Pero, hoy por hoy, no podría encargarme de esas tierras.
—Yo sí puedo encargarme de ellas —dijo Perkin.
Gwenda frunció el ceño. No cabía duda de que Nate quería que Perkin se quedara la tierra. Estaba claro que el terrateniente le había ofrecido alguna clase de soborno. Ella supo desde un principio que Perkin tenía dinero, pero no tenía gran interés en descubrir el doble juego de éste. Estaba pensando cómo podía aprovechar esa información y sacar a su familia de la pobreza.
—Podrías emplear a otro labriego, Perkin —propuso Nate.
—Espera un momento —objetó Gwenda—. Perkin no puede pagar a los labriegos que tiene ahora. ¿Cómo va a poder asumir la posesión de más tierras?
El ambicioso terrateniente quedó desconcertado, pero no tenía muchos argumentos para rebatir las palabras de Gwenda, así que permaneció callado.
—Bueno, ¿quién más podría asumir la posesión de estas tierras? —preguntó Nate.
—Lo haremos nosotros —respondió Gwenda sin pensarlo.
Nate pareció asombrado.
La mujer no tardó ni un minuto en añadir:
—Wulfric está trabajando a cambio de comida. Yo no tengo trabajo. Necesitamos la tierra.
La mujer se percató de que muchas personas asentían en silencio. A ningún aldeano le gustaba lo que Perkin había hecho. Todos temían poder acabar algún día en la misma situación.
Nate vio peligrar el éxito de su plan.
—No podéis permitiros el pago del tributo de traspaso —objetó.
—Lo pagaremos en pequeños plazos.
Nate sacudió la cabeza.
—Quiero un arrendatario que pueda pagar al contado. —Echó un vistazo a los aldeanos allí reunidos. Sin embargo, ninguno se presentó voluntario—. ¿David Johns?
David era un hombre de mediana edad cuyos hijos tenían tierras propias.
—Hace un año habría accedido —explicó—, pero las lluvias torrenciales han arruinado mis cosechas.
La oferta de cuatro hectáreas más de tierra por lo general habría hecho que los aldeanos más ambiciosos se pelearan entre sí, pero era un mal año. Gwenda y Wulfric eran distintos por un motivo: Wulfric jamás había olvidado el sueño de tener una tierra propia. Los terrenos de Alfred no serían de Wulfric por derecho de nacimiento, pero peor era nada. En cualquier caso, Gwenda y Wulfric estaban desesperados.
—Dáselo a Wulfric, Nate —dijo Aaron Appletree—. Es un buen trabajador, tendrá las labores de labranza listas a tiempo. Y su esposa y él merecen que la fortuna les sonría por una vez, han tenido más que suficiente con las desgracias que han sufrido.
Nate parecía molesto, pero entre los labriegos fue elevándose un murmullo grave de aprobación. Wulfric y Gwenda eran dos personas muy respetadas pese a su pobreza.
La coyuntura había propiciado una extraña combinación de circunstancias que podía situar a Gwenda y a su familia en el camino de una vida mejor, y la mujer sintió una emoción creciente cuando se dio cuenta de que empezaba a ser una posibilidad real.
Sin embargo, Nate seguía mostrándose dubitativo.
—Sir Ralph odia a Wulfric —dijo.
Wulfric se llevó la mano a la mejilla y se tocó la cicatriz que le había dejado la espada de Ralph.
—Lo sé —respondió Gwenda—. Pero Ralph no está aquí.