aris fue testigo de los momentos iniciales de la batalla desde el otro lado del valle. Vio a los ballesteros genoveses intentando huir y también cómo los caballeros de su propio bando les cortaban el paso. A continuación vio la primera gran carga, con los colores del conde de Alençon dirigiendo a miles de caballeros y hombres de armas.
Jamás había sido testigo de una batalla y la visión de aquella contienda la enfermó. Centenares de caballeros cayeron víctimas de las flechas inglesas, y después fueron aplastados por las patas de los imponentes caballos de batalla. Caris estaba demasiado lejos para poder presenciar la lucha cuerpo a cuerpo, pero vio el destello de las espadas y a los guerreros caer desplomados, y sintió ganas de llorar. Como monja, había visto heridas muy graves —hombres caídos desde altos andamiajes, lacerados con herramientas punzantes, lesionados durante una cacería— y siempre lamentaba el sufrimiento ajeno y la pérdida de una mano amputada, una pierna aplastada, un cerebro lesionado. Contemplar a otros hombres infligiéndose aquellas heridas entre sí de forma intencionada la enfurecía hasta extremos insospechados.
Durante largo tiempo le había parecido que la batalla podía decidirse en favor de cualquiera de los dos bandos. De haber estado en casa y haber recibido noticias de la lejana guerra, podría haber deseado la victoria de los ingleses, pero después de lo que había visto en las dos semanas anteriores sentía una especie de hastiada neutralidad. No conseguía identificarse con los ingleses que habían asesinado a campesinos y prendido fuego a sus cosechas, y el hecho de que hubieran cometido tales atrocidades en Normandía no cambiaba un ápice ese sentir. No cabía duda de que se justificarían diciendo que los franceses habían recibido su merecido porque habían incendiado Portsmouth, pero ése era un razonamiento estúpido, tan estúpido que derivaba en escenas tan desquiciadoras como aquélla.
Los franceses se batieron en retirada, y Caris supuso que habían ido a reagruparse y reorganizarse, y a esperar la llegada del rey para llevar a cabo un nuevo plan de ataque. Seguían estando en abrumadora superioridad numérica, eso sí lo veía: había decenas de miles de soldados en el valle y quedaban todavía muchos más por llegar.
Pero los franceses no se reagruparon. En lugar de hacerlo, cada nueva unidad que llegaba se había lanzado directamente al ataque contra la posición inglesa; un verdadero suicidio colina arriba. La segunda carga y las siguientes tuvieron peores consecuencias que la primera. Algunas eran interceptadas por los arqueros incluso antes de que llegaran a las líneas inglesas; el resto eran contenidas por los soldados de infantería. La vertiente de la colina que quedaba justo debajo de su cresta se tornó brillante por el torrente de sangre que manaba a borbotones de las heridas abiertas de hombres y cabalgaduras.
Tras la primera carga, Caris dirigía la mirada hacia el campo de batalla sólo de forma ocasional. Estaba demasiado ocupada atendiendo a los heridos franceses que habían tenido la gran suerte de abandonar el campo. Martin Chirurgien se había apercibido de que era tan buena cirujana como él, y tras autorizar tanto a Caris como a Mair el libre acceso a sus instrumentos, las había dejado trabajando a solas. Las monjas limpiaron las heridas, las cosieron y las vendaron durante varias horas seguidas.
Les llegaron noticias de importantes bajas desde el frente de batalla. Carlos de Alençon fue la primera baja de alto rango. Caris no pudo evitar sentir que merecía ese aciago destino, pues ella misma había sido testigo de su enardecido entusiasmo y su despreocupada indisciplina. Pasadas unas horas, se informó de la muerte del rey Juan de Bohemia, y la joven se preguntó qué clase de locura podría haber conducido a un hombre ciego a participar en la batalla.
—En el nombre de Dios, ¿por qué no se detienen? —le preguntó a Martin cuando él le sirvió una jarra de cerveza para que se refrescara.
—Por miedo —respondió el cirujano—. Les asusta caer en desgracia. Abandonar el campo sin haber dado ni un mandoble sería vergonzoso. Preferirían perder la vida.
—Muchos de ellos han hecho ese deseo realidad —comentó Caris con amargura, vació su jarra y regresó al trabajo.
Su conocimiento y entendimiento del cuerpo humano estaba creciendo a pasos agigantados. Vio parte del cuerpo de un hombre vivo por dentro: los sesos desparramados bajo el cráneo, los conductos faríngeos de la garganta, los músculos de los brazos a través de heridas abiertas, el corazón y los pulmones dentro de cajas torácicas aplastadas, el viscoso embrollo de los intestinos, la articulación de los huesos de la cadera, rodillas y tobillos. En el espacio de una hora descubrió más cosas en el campo de batalla que durante un año entero en el hospital del priorato. Se dio cuenta de que ésa era la forma en que Matthew Barber había aprendido tanto. No era de extrañar que tuviera una confianza ciega en su propio talento.
La carnicería continuó hasta caer la noche. Los ingleses encendieron antorchas, temerosos de un ataque por sorpresa de los franceses aprovechando la oscuridad de la noche. Sin embargo, Caris podría haberles dicho que estaban a salvo. Los hombres del rey Felipe habían desistido. La monja oía los gritos de soldados galos llamando a sus compañeros y parientes caídos en el fragor de la batalla. El rey, que había llegado a tiempo para reunirse con ellos en una de las últimas cargas lanzadas a la desesperada, había abandonado el campo. Después de aquello, la huida fue generalizada.
La neblina se derramó sobre el río, cubrió el valle y oscureció el distante fulgor de las antorchas. Una vez más, Caris y Mair trabajaron a la luz de las hogueras hasta bien entrada la noche, remendando a los heridos. Todos los hombres capaces de caminar o renquear se alejaron en cuanto pudieron, poniendo toda la distancia posible entre ellos y los ingleses, con la esperanza de evitar la ineludible operación de limpieza sedienta de sangre del día siguiente. Cuando Caris y Mair hubieron hecho cuanto estaba en su mano por las víctimas, se escabulleron a hurtadillas.
Ésa era su oportunidad.
Localizaron sus caballos y los hicieron avanzar guiándose con la luz de una antorcha. Llegaron al final del valle y se encontraron en tierra de nadie. Ocultas por la neblina y la oscuridad, se desprendieron de su atuendo de muchachos. Durante un momento se sintieron terriblemente vulnerables, dos mujeres desnudas en medio de un campo de batalla, pero nadie las vio y, pasados unos segundos, ya estaban poniéndose los hábitos de monja por la cabeza. Recogieron sus prendas masculinas por si volvían a necesitarlas; quedaba un largo camino para volver al hogar.
Caris decidió deshacerse de la antorcha para evitar que algún arquero inglés tuviera la ocurrencia de disparar a la luz y luego empezara a hacer preguntas. Ambas mujeres avanzaban agarradas de la mano para no separarse en la oscuridad y seguían tirando de los caballos. No veían nada: la niebla eclipsaba cualquier haz de luz que pudieran haber proyectado las estrellas o la luna. Se dirigieron colina arriba hacia las líneas inglesas. La atmósfera estaba cargada con un hedor parecido al de una casquería: había tantos cadáveres de hombres y caballos cubriendo el suelo que no podían esquivarlos al caminar. Tuvieron que hacer de tripas corazón y pisar a los muertos. No tardaron en tener los zapatos manchados por una masa de sangre y fango.
El número de cuerpos en el suelo fue disminuyendo, hasta que no quedó ninguno. Caris empezó a sentir un gran alivio a medida que se iban aproximando al ejército inglés. Mair y ella habían recorrido cientos de kilómetros, habían vivido en condiciones pésimas durante semanas y habían arriesgado la vida por llegar a ese momento. Había olvidado casi por completo el escandaloso delito del prior Godwyn —que había hurtado ciento cincuenta libras del tesoro de las monjas—, principal motivo de su viaje. En cierta forma le parecía mucho menos importante tras presenciar aquel baño de sangre. Con todo, apelaría a la ayuda del obispo Richard y conseguiría que se hiciera justicia en el convento.
A Caris el trayecto le pareció más largo de lo que había imaginado al contemplarlo desde el otro lado del valle a la luz del día. Se preguntó con nerviosismo si no se habría desorientado. Tal vez había girado antes de tiempo y había pasado de largo las líneas inglesas. Quizá el ejército estuviera situado en ese momento a sus espaldas. Aguzó el oído para captar algún indicio de ruido: diez mil hombres no podían permanecer en silencio, aunque la mayoría hubiera caído exhausta; sin embargo, la neblina amortiguaba los sonidos.
Se aferró a la convicción de que, como el rey Eduardo había situado a sus soldados en el terreno más elevado, sin duda debía de estar aproximándose al monarca a medida que ascendía por la ladera de la colina, pero la falta de visión le resultaba exasperante. Si hubiera habido un precipicio, podría haberse caído perfectamente por él.
La luz del alba empezaba a conferir a la neblina un tono perlado cuando Caris por fin oyó una voz. Se detuvo en seco. Era un hombre hablando con un grave murmullo. Mair apretó la mano de su compañera con nerviosismo. Otro hombre intervino. Caris no lograba distinguir en qué lengua estaban hablando. Tuvo miedo de haber avanzado en círculo y de haber llegado de nuevo al bando francés.
Se volvió en dirección a la voz sin soltar la mano de Mair. El fulgor rojizo de las llamas se hizo visible a través de la neblina gris, y Caris se dirigió hacia el resplandor con sentimiento de gratitud. A medida que se aproximaba, escuchó la conversación con mayor nitidez y se dio cuenta, aliviada, de que los hombres estaban hablando en inglés. Pasados unos segundos, distinguió a un grupo de soldados alrededor de una hoguera. Varios yacían dormidos, envueltos en mantas, pero había tres sentados con la espalda muy erguida y las piernas cruzadas, contemplando las llamas y hablando. Poco después, Caris vio a un hombre de pie, entrecerrando los ojos para ver mejor a través de la niebla, supuestamente desempeñando la labor de centinela, pues el hecho de que no hubiera detectado la aproximación de las monjas demostraba que su cometido era un imposible.
Para captar la atención de los hombres, Caris dijo en voz baja:
—Dios os bendiga, caballeros de Inglaterra.
Los sobresaltó. A uno de ellos se le escapó un grito de miedo.
—¿Quién va? —preguntó el centinela de mermados reflejos.
—Dos monjas del priorato de Kingsbridge —respondió Caris. Los hombres se quedaron mirándola con un miedo alimentado por supersticiones, y la joven se dio cuenta de que podían creer que se trataba de una aparición fantasmal—. Tranquilos, somos de carne y hueso, y también lo son nuestros caballos.
—¿Has dicho Kingsbridge? —preguntó uno de ellos, sorprendido—. Yo te conozco —afirmó al tiempo que se levantaba—. Te he visto antes.
Caris lo reconoció.
—Lord William de Caster —dijo.
—Ahora soy el conde de Shiring —aclaró—. Mi padre murió a causa de unas heridas hace una hora.
—Que Dios lo tenga en su gloria. Hemos venido a ver a vuestro hermano, el obispo Richard, que es nuestro abad.
—Llegáis demasiado tarde —anunció William—. Mi hermano también ha muerto.
Más adelante, esa misma mañana, cuando la niebla ya se había disipado y el campo de batalla parecía un matadero iluminado por la luz del sol, el conde William llevó a Caris y a Mair en presencia del rey Eduardo.
Los presentes quedaron anonadados al escuchar la historia de dos monjas que habían seguido al ejército inglés por toda Normandía, y soldados que el día anterior se habían enfrentado cara a cara con la muerte quedaron fascinados por sus aventuras. William comunicó a Caris que el rey deseaba escuchar ese relato de boca de sus protagonistas.
Hacía diecinueve años que Eduardo III era rey; aun así, tenía sólo treinta y tres. Era alto y de espaldas anchas, más imponente que hermoso, con un rostro que podía haber sido esculpido como la mismísima expresión del poder: nariz prominente, pómulos salientes y un poblado cabello largo que empezaba a dejar despejada su amplia frente. Caris entendió por qué decían de él que era un león.
Estaba sentado en una banqueta delante de su tienda, vestido a la moda con una sobrevesta bicolor y una capa con ribete festoneado. No llevaba armadura ni armas; los franceses habían desaparecido, y los ingleses habían enviado un batallón de vengativos soldados para dar caza y matar a cualquier superviviente. Había un grupo de barones alrededor del monarca.
Mientras Caris relataba cómo ella y Mair habían buscado comida y refugio en el territorio devastado de Normandía, la monja se preguntó si el rey se sentiría agraviado por su narración sobre las terribles escenas que habían presenciado durante el viaje. Sin embargo, no parecía que el monarca estuviera pensando que los sufrimientos de esas gentes pudieran tener algo que ver con él. Parecía deleitarse con la descripción de la monja, como si estuviera escuchando el relato del intrépido superviviente de un naufragio.
Caris finalizó contándole la decepción que había sentido al descubrir, después de todas las penurias que habían arrostrado, que el obispo Richard, con cuya ayuda pensaba hacer justicia, estaba muerto.
—Suplico a Vuestra Majestad que ordene al prior de Kingsbridge devolver a las monjas el dinero robado.
Eduardo sonrió, casi con lástima.
—Eres una mujer valiente, pero no sabes nada de política —dijo en tono condescendiente—. El rey no puede implicarse en una escaramuza eclesiástica como ésa. Si lo hiciéramos, todos nuestros obispados acudirían a nuestra puerta con sus quejas.
Caris pensó que bien podría ser cierto, pero eso no quitaba que el rey pudiera interferir en los asuntos de la Iglesia si sus propios intereses estaban en juego. Pese a todo, no dijo nada.
—Además, iría en detrimento de tu causa —prosiguió el rey—. La Iglesia se sentiría tan agraviada que todos los miembros del clero de nuestro territorio se opondrían a nuestro mandato, sin tener en cuenta sus bondades.
Caris pensó que el rey podía estar en lo cierto, pero que no estaba tan indefenso como pretendía hacerle creer.
—Supongo que Vuestra Majestad no olvidará a las agraviadas monjas de Kingsbridge —dijo—. Cuando nombréis al nuevo obispo de Kingsbridge, por favor, hacedle partícipe de nuestra desgraciada historia.
—Por supuesto —aseguró el rey, pero Caris tuvo el pálpito de que lo olvidaría.
La entrevista parecía haber tocado a su fin, pero entonces William añadió:
—Vuestra Majestad, ahora que graciosamente habéis confirmado que me corresponde el título de conde que mi padre ostentaba, resta la cuestión de quién será el nuevo señor de Caster.
—Ah, sí. Nuestro hijo el príncipe de Gales propone que sea sir Ralph Fitzgerald, quien fue ordenado caballero en el día de ayer por haberle salvado la vida.
—¡Oh, no! —murmuró Caris.
El rey no la oyó, pero William sí, y no cabía duda de que compartía la misma opinión. No se mostró muy hábil a la hora de ocultar su indignación al comentar:
—Ralph era un proscrito culpable de varios robos, asesinatos y violaciones, hasta que obtuvo el indulto real al ingresar en las filas del ejército de Vuestra Majestad.
El rey no se dejó conmover por tal afirmación tanto como Caris había imaginado.
—En cualquier caso —continuó el monarca—, hace siete años que Ralph combate con nosotros; merece una segunda oportunidad.
—Cierto, así es —afirmó William con diplomacia—. Sin embargo, y a tenor de los problemas que hemos tenido con él en el pasado, quisiera comprobar que es capaz de vivir en paz durante uno o dos años antes de premiarle con un título nobiliario.
—Pues bien, tú serás su señor feudal, deberás ser tú quien vele por su correcto comportamiento —sentenció Eduardo—. No le concederemos el título en contra de tu voluntad. Sin embargo, el príncipe desea de todo corazón que se le premie con algún otro obsequio. —El rey permaneció pensativo durante un instante, luego preguntó—: ¿No tendrás alguna prima casadera?
—Sí, Matilda —respondió William—. La llamamos Tilly.
Caris conocía a Tilly. Había asistido a la escuela de las monjas.
—Me parece bien —concluyó Eduardo—. Era pupila de tu padre. Su progenitor poseía tres aldeas cerca de Shiring.
—Vuestra Majestad tiene una memoria excelente para los detalles.
—Desposa a lady Matilda con Ralph y entrega al esposo las aldeas de su suegro —ordenó el rey.
Caris estaba horrorizada.
—Pero ¡si tiene sólo doce años! —prorrumpió, airada.
—¡Silencio! —le gritó William.
El rey Eduardo se volvió hacia ella con mirada amenazadora.
—Los hijos de la nobleza deben crecer deprisa, hermana. La reina Felipa tenía catorce años cuando la desposé.
Caris sabía que debía callarse, pero no podía. Tilly era tan sólo cuatro años mayor que la hija que ella podría haber tenido de haber dado a luz al hijo nonato de Merthin.
—Existe una gran diferencia entre tener doce años y tener catorce —espetó con desesperación.
El joven rey adoptó una actitud aún más cortante.
—En nuestra presencia, nuestros súbditos opinarán sólo cuando les preguntemos. Y no solemos rebajarnos a solicitar la opinión de las mujeres.
Caris se dio cuenta de que iba mal encaminada. Su objeción al matrimonio no estaba basada tanto en la edad de Tilly como en la personalidad de Ralph.
—Conozco a Tilly —añadió—. No podéis desposarla con el bruto de Ralph.
Mair intentó refrenarla con un susurro atemorizado:
—¡Caris! ¡Recuerda con quién estás hablando!
Eduardo miró a William.
—Llévatela, Shiring, antes de que diga algo que no podamos pasar por alto —ordenó el monarca.
William agarró a Caris del brazo y la apartó con brusquedad de la presencia real. Mair iba a la zaga. Detrás de ellos, Caris oyó decir al rey:
—Ahora entiendo cómo ha sobrevivido en Normandía; los lugareños tienen que haberse sentido aterrorizados en su presencia.
Los nobles que estaban a su alrededor rompieron a reír.
—¡Debes de estar loca! —susurró William.
—¿Ah, sí? —replicó Caris. El monarca ya no podía oírles, así que levantó la voz—. En las últimas seis semanas, el rey ha provocado la muerte de miles de hombres, mujeres y niños, y ha incendiado sus cosechas y sus hogares. Y yo estaba intentando librar a una niña de doce años de tener que desposarse con un asesino. Decidme de nuevo, lord William, ¿cuál de los dos está loco?