l chaparrón fue intenso aunque breve y, cuando el cielo se despejó, Ralph miró en dirección al valle y vio, con un escalofrío de pavor, que el enemigo ya se encontraba allí.
Los ingleses ocupaban la cresta de una colina que se extendía de sudoeste a noreste. A sus espaldas, al noroeste, había un bosque. Ante ellos y a ambos lados tenían las laderas. La vertiente que quedaba a su derecha descendía hasta la ciudad de Crécy-en-Ponthieu, enclavada en el valle del río Maye.
Los franceses se aproximaban desde el sur.
Ralph se encontraba en el flanco derecho, con los hombres del conde Roland, dirigidos por el joven príncipe de Gales. Se dispusieron en formación de cuña, táctica que había demostrado una gran efectividad bélica contra los escoceses. A izquierda y derecha, los arqueros estaban desplegados formando varios triángulos, como si fueran falcas. En el interior de esas cuñas, flanqueados por los arqueros, se encontraban los caballeros desmontados y los hombres de armas. Se trataba de una innovación radical a la que muchos jinetes continuaban resistiéndose; estaban muy apegados a sus cabalgaduras y se sentían indefensos en tierra. No obstante, el rey se mostró implacable: todos los guerreros debían marchar a pie. En el terreno que quedaba por delante de los caballeros, los soldados habían cavado trincheras —zanjas de casi medio metro de profundidad y otro tanto de anchura— para hacer trastabillar a las caballerías francesas.
A la derecha de Ralph, en un extremo de la colina, había una novedad: tres máquinas nuevas llamadas bombardas, o cañones, que utilizaban pólvora como detonante para disparar piedras redondeadas. Habían tirado de esas máquinas de guerra desde Normandía, pero no las habían probado todavía, y nadie tenía la certeza de que funcionaran. Ese día, el rey Eduardo debía utilizar todos los medios a su disposición, pues la superioridad numérica del enemigo era de entre cuatro y siete hombres contra uno.
En el flanco izquierdo de los ingleses, los soldados del conde de Northampton fueron dispuestos también en formación de cuña. Detrás de las primeras líneas de ataque, se encontraba un tercer batallón de reserva a las órdenes del rey, y detrás del monarca había dos posiciones de retirada. La primera eran los trenes de bagaje, dispuestos en círculo, y en cuyo centro se situaron los no combatientes: cocineros, ingenieros y palafreneros. En segundo término estaba el bosque, un obstáculo difícil de salvar para los caballeros montados franceses y el lugar adonde los supervivientes del ejército inglés podrían huir en caso de derrota.
Los ingleses llevaban en el lugar desde primera hora de la mañana, sin más alimento que una sopa de guisantes con cebolla. Ralph tenía puesta su armadura y estaba sofocado por el calor, así que recibió la lluvia con agradecimiento. Además, esa misma agua caída del cielo había enfangado la ladera por la que los franceses debían lanzarse a la carga, lo que haría su aproximación terriblemente resbaladiza.
Ralph imaginaba cuáles serían las tácticas de ataque francesas. Los ballesteros genoveses dispararían parapetados tras sus escudos para debilitar la alineación inglesa. A continuación, cuando esos primeros atacantes hubieran hecho suficiente daño, se harían a un lado, y los caballeros franceses cargarían a lomos de sus cabalgaduras de guerra.
No había nada más aterrador que esa carga. Llamada furor franciscus, era el arma fundamental de la nobleza francesa. El código de honor obligaba a sus guerreros a olvidar la seguridad personal. Aquellas caballerías de imponente talla, con unos jinetes acorazados de forma tan completa que parecían hombres de acero, se limitaban a arrasar con arqueros, escudos, espadas y hombres de armas.
Claro está que no siempre era efectiva. La carga podía ser repelida por el enemigo, sobre todo si las condiciones del terreno favorecían a sus oponentes, como ocurría en Crécy. No obstante, los franceses no se dejarían desalentar con facilidad: repetirían la acometida. Además, los guerreros del rey Felipe gozaban de tal superioridad numérica frente a los ingleses que Ralph no podía ni imaginar cómo lograrían repelerlos de formar definitiva.
Estaba asustado; pese a ello, lo cierto es que no le pesaba estar junto al ejército. Durante siete años había llevado la vida de acción que siempre había deseado, en la que los individuos fuertes eran reyes y los débiles no contaban para nada. Tenía veintinueve años, y los hombres de acción no llegaban a viejos. Había cometido pecados descabellados, pero había sido absuelto de todos ellos, la última vez, esa misma mañana, por el obispo de Shiring, quien en ese preciso instante se encontraba junto a su padre, el conde, armado con una maza de aspecto aterrador. Se suponía que los sacerdotes no debían derramar sangre, pero era una norma que interpretaban de forma más bien laxa, pues utilizaban armas romas en el campo de batalla.
Los ballesteros con sus cotas blancas llegaron a las faldas de la colina. Los arqueros ingleses, que habían permanecido sentados con las flechas clavadas por la punta en el suelo, justo enfrente de ellos, empezaron a ponerse en pie y a montar las cuerdas de sus arcos. Ralph supuso que la mayoría de los franceses sentían lo mismo que ellos: una mezcla de alivio por el final de la larga espera y miedo al sopesar las circunstancias desfavorables para la batalla.
Ralph pensó que tenían mucho tiempo. Observó que los genoveses no contaban con sus pesadas pavesadas de madera, un elemento esencial para el ataque. Tenía la certeza de que la batalla no podía comenzar hasta que les trajeran sus parapetos.
Detrás de los ballesteros, miles de caballeros empezaron a aparecer en el valle desde el sur y fueron dispersándose a izquierda y derecha por detrás de las ballestas. Volvió a salir el sol, que intensificó los vivos colores de sus pendones y de las mantas blasonadas de sus caballos. Ralph reconoció los blasones de Carlos, conde de Alençon, el hermano del rey Felipe.
Los ballesteros detuvieron su avance al pie de la colina. Eran millares de hombres. Como en respuesta a una señal, lanzaron un grito aterrador. Algunos dieron un salto en el aire. Sonaron las cornetas.
Era su grito de guerra, que tenía como objetivo aterrorizar al enemigo, y puede que hubiera surtido efecto contra algunos ejércitos pero el de los ingleses estaba compuesto por hombres expertos en la batalla que se encontraban al final de una campaña de seis semanas, y haría falta algo más que unos cuantos gritos para asustarlos. Los caballeros de Eduardo se quedaron mirando impasibles.
A continuación, para profunda sorpresa de Ralph, los genoveses levantaron sus ballestas y dispararon.
¿Qué estaban haciendo? ¡Si no tenían escudos!
El estruendo fue repentino y estremecedor: cinco mil virotes de acero surcando el aire. Pero los ballesteros no llegaban a dar en el blanco. Quizá no hubieran tenido en cuenta que debían propulsar sus proyectiles colina arriba, y el sol vespertino posado tras las líneas inglesas los deslumbraba. En cualquier caso, sus virotes no llegaban lo bastante lejos.
Se vio una llamarada y se oyó una explosión parecida a un trueno procedente del centro de la primera línea de ataque de los ingleses. Atónito, Ralph vio una columna de humo que se alzaba desde el lugar donde se encontraban las nuevas bombardas. El estrépito fue impresionante, pero cuando volvió a mirar hacia las filas enemigas, observó que los daños no habían sido muy significativos. No obstante, muchos ballesteros habían quedado tan impresionados que habían dejado de cargar sus armas.
En ese preciso instante, el príncipe de Gales dio la orden a sus arqueros de disparar.
El millar de arcos largos se alzaron al aire. Conscientes de que se encontraban demasiado lejos para disparar en línea recta, en paralelo con el suelo, los arqueros apuntaron al cielo, calculando de forma intuitiva la mejor trayectoria para sus flechas. Todos los arcos se inclinaron a un tiempo, como espigas de trigo barridas por una suave y repentina brisa veraniega; acto seguido, las flechas salieron propulsadas con un zumbido colectivo parecido al tañido de una campana de iglesia. Las saetas, tras surcar el espacio con mayor rapidez que el más ágil de los pájaros, se elevaron por los aires para, a continuación, caer en picado justo sobre los ballesteros, como una granizada letal.
Las filas enemigas estaban abarrotadas de soldados, y los jubones acolchados de los genoveses no proporcionaban una gran protección. Sin sus parapetos, los ballesteros se encontraban en una situación en extremo vulnerable. Cientos de ellos cayeron muertos o heridos.
Sin embargo, eso no era más que el principio.
Mientras los ballesteros supervivientes iban recargando sus armas, los ingleses disparaban sin descanso. Un arquero no necesitaba más que cuatro o cinco segundos para desclavar una flecha del suelo, encajarla por la muesca en la cuerda, inclinar el arco, apuntar, disparar y recoger otra flecha. Los guerreros avezados y con mucha práctica eran capaces de hacerlo incluso más deprisa. En el espacio de un minuto, veinte mil flechas cayeron sobre los ballesteros desprotegidos.
Fue una verdadera matanza y su consecuencia directa fue inevitable: los ballesteros dieron media vuelta y huyeron.
En cuestión de minutos, los genoveses se situaron fuera del ángulo de tiro, y los ingleses dieron la orden de alto el fuego, riendo de júbilo por su inesperada victoria y mofándose del enemigo. Sin embargo, en ese momento, los ballesteros del ejército del rey Felipe se toparon con otro peligro. Los caballeros franceses estaban avanzando. Una densa horda de ballesteros a la fuga se encontró frente a frente con una masa de jinetes impacientes por lanzarse a la carga. Durante un instante se produjo un caos total.
Ralph se asombró al ver que los soldados de la fuerza enemiga empezaban a combatir entre sí. Los caballeros desenvainaron sus espadas y la emprendieron contra los ballesteros, quienes descargaron primeros sus flechas contra los caballeros para seguir luchando luego a cuchillo. Los nobles franceses deberían haber intentado poner freno a la descabellada carnicería, pero, por lo que Ralph alcanzaba a ver, los hombres ataviados con las armaduras más caras y montados a lomos de los caballos más corpulentos se hallaban al frente de la escaramuza, atacando a sus compatriotas con una furia desatada.
Los caballeros obligaron a retroceder a los ballesteros, quienes volvieron a ascender colina arriba hasta situarse de nuevo a tiro de los arqueros ingleses. Una vez más, el príncipe de Gales dio la orden de disparar a sus arqueros. En ese momento, la granizada de flechas cayó entre los caballeros, así como entre los ballesteros del ejército francés. En siete años de campaña bélica, Ralph no había visto nada semejante. Centenares de enemigos yacían muertos o heridos en el suelo, y los soldados ingleses no habían sufrido más que rasguños.
Al final, los caballeros franceses se retiraron, y los ballesteros que quedaban se dispersaron. Dejaron la ladera que se encontraba por debajo de la posición inglesa sembrada de cadáveres. Los soldados galeses y de Cornualles portadores de dagas y cuchillos se lanzaron a todo correr desde las filas inglesas sobre el campo de batalla y empezaron a registrar a los franceses heridos. Se dedicaban a recoger las flechas que habían quedado intactas con objeto de reutilizarlas y, sin duda, aprovechaban para saquear a los muertos al tiempo que desempeñaban las tareas de recuperación. Al mismo tiempo, jóvenes corredores llevaban provisiones de flechas nuevas desde el tren de bagaje hasta la primera línea de ataque inglesa.
Se hizo una pausa en la contienda, pero no duró mucho tiempo.
Los caballeros franceses se reagruparon, reforzados por guerreros recién llegados que aparecían por cientos y miles. Al echar un vistazo entre sus filas, Ralph vio que a los colores de Alençon se habían sumado los de Flandes y Normandía. El estandarte del conde de Alençon encabezaba la marcha; entonces sonaron las cornetas y los jinetes entraron en acción.
Ralph se bajó la visera y levantó la espada. Pensó en su madre. Sabía que ella rezaba por su hijo siempre que acudía a la iglesia, y sintió una cariñosa gratitud hacia ella. Entonces miró al enemigo.
En un principio, los imponentes caballos avanzaban con lentitud por el exceso de carga que suponían los jinetes ataviados con pesadas armaduras de placas. El sol crepuscular se reflejaba sobre las viseras de los franceses, y los estandartes restallaban con la brisa vespertina. De forma gradual, el estruendo de las pisadas de los caballos fue haciéndose más intenso y el ritmo de la carga más ligero. Los caballeros azuzaban a sus cabalgaduras y se lanzaban gritos de ánimo entre sí, blandiendo sus espadas y sus lanzas. Llegaron como una ola a la playa, y daba la impresión de que adquirían mayores dimensiones y se aceleraban a medida que se aproximaban. Ralph tenía la boca seca y el corazón desbocado.
Los franceses se encontraban a la distancia ideal de tiro y, una vez más, el príncipe de Gales dio la orden de disparar contra ellos. De nuevo, las flechas salieron propulsadas al aire y cayeron como una lluvia de mortales consecuencias.
Los caballeros del rey Felipe que se habían lanzado a la carga llevaban la armadura completa, y el tiro debía ser muy certero para encontrar un resquicio entre las juntas de las placas por el que penetrar hasta la carne. Pero sus cabalgaduras sólo contaban como única protección con unas ligeras testeras y capizanas de cota de malla, y, por tanto, sí eran vulnerables. Cuando las flechas les perforaron las cruces y las grupas, algunos caballos cayeron fulminados al instante, unos se desplomaron y otros dieron un quiebro e intentaron huir. Los relinchos de las bestias doloridas inundaron el aire. El choque entre caballos provocó más caídas de caballeros, que cayeron sobre los cuerpos inertes de los ballesteros genoveses. Los situados en la retaguardia iban demasiado deprisa para emprender la retirada, así que aplastaron a los caídos.
Sin embargo, había miles de caballeros, y siguieron apareciendo en oleadas.
La distancia de tiro se acortó para los arqueros ingleses, y la trayectoria de sus flechas describía casi una línea recta. Cuando la carga enemiga se encontraba a noventa metros de distancia, cambiaron a otro tipo de saeta, una con punta plana de acero en lugar de la cabeza afilada, para atravesar la armadura con la fuerza del impacto. En ese momento podían eliminar a los jinetes, aunque un tiro que consiguiera abatir a un caballo era prácticamente igual de efectivo.
El terreno ya estaba húmedo por la lluvia, y justo en ese momento la carga francesa se encontró con las zanjas cavadas con anterioridad por los ingleses. El ímpetu de los caballos era tal que algunos fueron capaces de hundir una pata hasta treinta centímetros en la hendidura sin llegar a trastabillar, pero muchos cayeron, y sus jinetes salieron propulsados hacia delante y fueron a dar de bruces contra el suelo, justo en el camino de paso de otras caballerías.
Los caballeros que llegaron a continuación rehuyeron a los arqueros, así que, tal como habían planeado los ingleses, quedaron atrapados en una especie de embudo, un angosto y letal atolladero, y se convirtieron en blanco de los tiradores a derecha e izquierda.
Ésa era la clave de las tácticas bélicas del ejército inglés. El resultado de sus acciones probó con creces lo acertado de obligar a desmontar a los caballeros. De haber ido a lomos de sus caballos no habrían podido resistir la tentación de lanzarse a la carga, y entonces los arqueros habrían tenido que dejar de disparar por miedo a matar a los de su propio bando. No obstante, como los caballeros y los hombres de armas seguían conservando sus posiciones, podían eliminar a un gran número de enemigos sin causar bajas en el bando inglés.
Pero no era suficiente. Los franceses eran demasiado numerosos y corajudos. Seguían llegando en gran número y al final alcanzaron la línea de caballeros desmontados y hombres de armas protegidos por los flancos de las cuñas de arqueros; entonces estalló la verdadera contienda.
Los caballos pasaron sobre las primeras líneas de ingleses, pero la fuerza de su acometida se vio frenada por la fangosa y empinada ladera; además, no pudieron avanzar demasiado por la tupida línea del frente inglés. Ralph se vio de pronto en medio del meollo evitando los letales mandobles de los caballeros montados y esgrimiendo su espada a la altura de las patas de los caballos con la intención de lisiar a las bestias con el método más efectivo y fiable: cortándoles los jarretes. La lucha era encarnizada; los ingleses no tenían lugar adonde huir, y los franceses sabían que si se batían en retirada tendrían que retroceder al galope bajo la misma lluvia letal de flechas que los había seguido hasta allí.
Los hombres caían como moscas alrededor de Ralph, abatidos por espadas y hachas de guerra, y aplastados a continuación por las patas herradas de las caballerías de batalla. Vio al conde Roland caer por el mandoble de un acero francés. El hijo de Roland, el obispo Richard, agitó su maza para proteger a su abatido progenitor, pero un caballo de guerra empujó a Richard a un lado, y el conde quedó acorralado.
Los ingleses se vieron obligados a retroceder, y Ralph entendió que los franceses tenían un objetivo concreto: el príncipe de Gales.
El caballero no sentía un afecto especial por el privilegiado y joven heredero al trono, quien tan sólo tenía dieciséis años, pero sabía que su captura o asesinato habría sido un golpe fatal para la moral inglesa. Ralph retrocedió y se dirigió hacia la izquierda para unirse a muchos otros hombres que engrosaron el parapeto de guerreros en torno al príncipe. Pero los franceses intensificaron sus esfuerzos; por otro lado, ellos iban a caballo.
En ese instante, Ralph se encontró luchando hombro con hombro junto al príncipe, lo reconoció por su sobrevesta acuartelada, con la flor de lis sobre un fondo azul y los leones heráldicos sobre fondo rojo. Pasados unos minutos, un jinete francés golpeó con un hacha al príncipe, y éste cayó al suelo.
Fue un momento aciago.
Ralph dio un salto hacia delante, arremetió contra el atacante y le desgarró la axila con su larga espada, clavándosela justo en la juntura de la armadura. Sintió la satisfacción de hundir la punta en la carne y vio la sangre manar de la herida.
Otro hombre pasó con cautela sobre el cuerpo tendido del joven Eduardo y blandió su espada a dos manos contra soldados y caballos por igual. Ralph se dio cuenta de que el hábil rescatador era el portador del estandarte del príncipe, Richard FitzSimon, quien había dejado la bandera sobre el cuerpo yaciente de su señor. Durante unos segundos, Richard y Ralph lucharon de forma encarnizada para defender al primogénito de su rey, sin saber si el heredero seguía vivo o muerto.
Entonces llegaron los refuerzos. El conde de Arundel apareció con una nutrida hueste de hombres de armas, todos con fuerzas renovadas para la lucha. Los recién llegados se incorporaron a la batalla con vigor y cambiaron las tornas del combate. Los franceses emprendieron la retirada.
El príncipe de Gales se puso de rodillas. Ralph se levantó la visera y ayudó al heredero a incorporarse. El muchacho parecía herido, aunque no de gravedad, y Ralph se volvió y siguió luchando.
Minutos después, los franceses dieron la batalla por perdida. Pese a lo descabellado de sus tácticas, su valor había estado a punto de permitirles romper la línea de ataque enemiga, aunque no habían llegado a conseguirlo. En ese momento huyeron; cayeron muchos más, víctimas del acoso de los arqueros; tropezaban por la enfangada colina mientras corrían cuesta abajo hacia sus líneas. El júbilo estalló entre los ingleses, exhaustos aunque pletóricos.
Una vez más, los galeses invadieron el campo de batalla: degollaron a los heridos y recogieron miles de flechas. Los arqueros también recuperaron las saetas desperdiciadas para renovar sus reservas. Desde la retaguardia, aparecieron los cocineros con jarras de cerveza y vino, y los cirujanos se apresuraron a atender a los nobles lesionados.
Ralph vio a William de Caster inclinado sobre el conde Roland. Roland respiraba, pero tenía los ojos cerrados y parecía prácticamente muerto.
Ralph limpió su espada ensangrentada en la tierra y se levantó la visera para beber de su jarra de cerveza. El príncipe de Gales se acercó a él.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó.
—Ralph Fitzgerald de Wigleigh, mi señor.
—Has luchado con gran valor. Mañana deberías convertirte en sir Ralph, si el rey se digna complacer nuestros deseos.
El caballero estaba radiante de felicidad.
—Gracias, señor.
El príncipe hizo un grácil gesto de asentimiento y se alejó.