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Caris y Mair llegaron a las proximidades de Abbeville el 25 de agosto y creyeron morir al recibir la noticia de que el ejército francés ya había pasado por allí. Decenas de miles de soldados de infantería y arqueros habían acampado en los terrenos que circundaban la ciudad. Por el camino no sólo escucharon acentos franceses comarcales, sino lenguas de lugares más remotos: Flandes, Bohemia, Italia, Saboya, Mallorca…

Los franceses y sus aliados, al igual que Caris y Mair, iban a la caza del rey Eduardo y su ejército. Caris se preguntaba cómo conseguirían ellas dos ponerse en la cabeza de carrera.

Cuando atravesaron las puertas de la ciudad y se adentraron en ella a última hora de la tarde, las calles estaban atestadas de nobles franceses. Caris jamás había visto semejante exhibición de caros ropajes, calzado nuevo, complejas armas y magníficos caballos, ni siquiera en Londres. Parecía como si la aristocracia de Francia en pleno estuviera allí. Los posaderos, panaderos, juglares y prostitutas de la ciudad trabajaban a destajo para satisfacer las necesidades de sus clientes. Todas las tabernas estaban a rebosar de condes y todas las casas acogían a caballeros que dormían incluso en el suelo.

La abadía de San Pedro estaba en la lista de instituciones religiosas donde Caris y Mair habían planeado solicitar alojamiento. No obstante, y aunque hubieran seguido vistiendo el hábito religioso, habrían tenido problemas para acceder a los aposentos destinados a las visitas: el rey de Francia se alojaba allí, y su séquito ocupaba todo el espacio disponible. Las dos monjas de Kingsbridge, disfrazadas en ese momento de Christopher y Michel de Longchamp, fueron remitidas a la iglesia de la gran abadía, donde pernoctaban varios cientos de escuderos, mozos y otros sirvientes sobre el frío suelo de piedra de la nave. Sin embargo, el responsable del lugar les dijo que no había sitio, y que tendrían que ir a dormir al campo como todos los demás miembros de la plebe.

En el transepto norte había un hospital para los heridos. A la salida, Caris se detuvo para observar a un cirujano que estaba cosiendo un profundo tajo en la mejilla de un quejumbroso hombre de armas. El médico era ágil y habilidoso, y cuando hubo terminado, Caris le habló, llena de admiración.

—Lo habéis hecho muy bien.

—Gracias —respondió él. Y tras mirarla durante un rato, añadió—: Pero ¿cómo lo sabes tú, muchachito?

Lo sabía porque había observado a Matthew Barber en acción en muchas ocasiones, pero tuvo que inventarse una excusa creíble a toda prisa.

—En Longchamp, mi padre es cirujano del sieur al que sirvo —mintió.

—¿Estás ahora con tu sieur?

—Los ingleses lo han hecho prisionero, y mi señora me ha enviado con mi hermano para negociar su rescate.

—Mmm… Habría sido mejor que fuerais directamente a Londres. Si no está allí ahora mismo, no tardará en llegar. Sin embargo, ya que estás aquí, podrías ganarte un lugar donde pasar la noche a cambio de echarme una mano.

—Sería un verdadero placer.

—¿Has visto a tu padre limpiar heridas con vino?

Caris habría sido capaz de limpiar heridas con los ojos cerrados. En unos segundos, Mair y ella se encontraron haciendo lo que mejor se les daba: cuidar de los enfermos. La mayoría de los hombres habían sido heridos el día anterior, durante una batalla en un vado del río Somme. Los nobles heridos habían sido atendidos en primer lugar, y, en ese momento, el cirujano estaba ocupándose de los soldados sin graduación. Trabajaron sin descanso durante varias horas. La larga tarde de verano dio paso al crepúsculo, y encendieron las velas. Al final de la jornada se habían recolocado los huesos fracturados, amputado las extremidades aplastadas y cosido las heridas abiertas, y el cirujano, Martin Chirurgien, las llevó al refectorio para disfrutar de la cena.

Recibieron el mismo trato que los miembros del séquito real, y les sirvieron estofado de cordero con cebollas. Llevaban una semana sin comer carne. Incluso bebieron vino tinto de muy buena cosecha. Mair bebió con fruición. Caris se alegró de que tuvieran oportunidad de recuperar fuerzas, aunque seguía impaciente por alcanzar a los ingleses.

Un caballero sentado a su mesa comentó:

—¿Os dais cuenta de que en el comedor del abad, aquí al lado, hay cuatro reyes y dos arzobispos comiendo? —Fue contándolos con los dedos y enumerándolos—: Los reyes de Francia, Bohemia, Roma y Mallorca, y los arzobispos de Ruán y Sens.

Caris decidió que tenía que verlo con sus propios ojos. Salió de la estancia por la puerta que parecía llevar a las cocinas. Vio a los sirvientes portando cargadas bandejas a otra sala y espió por la mirilla de la puerta.

Los hombres sentados alrededor de la mesa eran sin duda de la alta nobleza: el tablero estaba cubierto de aves asadas, enormes pedazos de ternera y piernas de añojo, ricos púdines y pirámides de fruta confitada. El hombre que presidía la mesa era, supuestamente, el rey Felipe, a la sazón de cincuenta y tres años y con una cabellera rubia salpicada por unas pocas canas. Junto a él, un hombre más joven, que se le parecía bastante, estaba pontificando sobre el enemigo.

—Los ingleses no son nobles —espetó con el rostro enrojecido por la furia—. Son como ladrones, que roban en la noche y salen corriendo.

Martin apareció a la altura del hombro de Caris y le susurró al oído:

—Ése es mi señor, Carlos II, conde de Alençon y hermano del rey.

—Protesto —refutó otra voz. Caris se dio cuenta de inmediato de que la persona que lo había dicho era ciega y supuso que debía de ser el rey Juan de Bohemia—. Los ingleses no pueden llegar muy lejos corriendo. Son demasiado lentos a pie y siempre están exhaustos.

—Eduardo quiere unir fuerzas con el ejército anglo flamenco que ha invadido el noreste de Francia desde Flandes —añadió Carlos.

Juan sacudió la cabeza.

—Hoy hemos sabido que esas tropas se han batido en retirada. Creo que Eduardo debe resistir y luchar, y por su propio bien, cuanto antes mejor, porque la moral de sus hombres irá decayendo con el paso de los días.

—Entonces debemos atraparlos mañana mismo. Después de lo que han hecho a Normandía, todos y cada uno de ellos deben morir: caballeros, nobles, ¡hasta el mismísimo Eduardo! —sentenció Carlos, enfurecido.

El rey Felipe puso una mano sobre el brazo de Carlos, para acallarlo.

—La ira de nuestro hermano es comprensible —lo disculpó—. Los delitos perpetrados por los ingleses son deleznables. Pero recordad: cuando nos encontremos con el enemigo, lo más importante es que dejemos de lado cualquier diferencia que pueda haber entre nosotros, olvidar nuestras cuitas y rencillas pendientes, y confiar en el otro, al menos durante el transcurso de la batalla. Superamos en número a los ingleses y deberíamos vencerlos con facilidad, pero debemos combatir unidos, como un solo ejército. Bebamos a la salud de nuestra unidad.

Mientras se retiraba con discreción, Caris decidió que aquél era un brindis interesante. Estaba claro que el rey no tenía garantías de que sus aliados estuvieran dispuestos a actuar como parte de un equipo. Sin embargo, lo que en realidad le preocupó de la conversación que acababa de escuchar era la posibilidad de una batalla inminente, tal vez al día siguiente. Mair y ella deberían andarse con cuidado si no querían verse implicadas en mitad de la contienda.

Cuando regresaron al refectorio, Martin le comentó en voz baja:

—Al igual que el rey, tienes un hermano difícil de controlar.

Caris vio que Mair se había emborrachado. Estaba sobreactuando en su papel de muchacho, sentada con las piernas despatarradas y los codos sobre la mesa.

—¡Jesús, María y José, el estofado era una verdadera delicia, pero me está provocando unos pedos endemoniados! —exclamó la monja de dulce rostro vestida con ropas de hombre—. Siento el hedor, compadres. —Volvió a llenarse la copa de vino y bebió hasta la última gota.

Los hombres se rieron de ella con indulgencia, entretenidos por el espectáculo de un joven mozo agarrando su primera cogorza y recordando, sin duda, los vergonzosos episodios de sus propias experiencias pasadas.

Caris la asió del brazo.

—Ya es hora de que te vayas a la cama, hermanito —advirtió—. Vámonos.

Mair se levantó de muy buena gana.

—Mi hermano mayor se comporta como una vieja —dijo a la compaña—. Pero me quiere… ¿verdad que sí, Christopher?

—Sí, Michel, te quiero —respondió Caris, y los hombres volvieron a reír.

Mair se agarró con fuerza a su supuesto hermano. Caris la llevó caminando de regreso a la iglesia y encontró el lugar de la nave donde habían dispuesto su ropa de cama. Hizo que Mair se tumbara y la tapó con su manta.

—Dame un beso de buenas noches, Christopher —le pidió Mair.

Caris la besó en los labios y dijo:

—Estás borracha. Duérmete ya. Debemos salir a primera hora de la mañana.

Caris permaneció despierta durante un rato, desvelada por la preocupación. Sentía que había tenido una mala suerte terrible. Mair y ella habían estado a punto de alcanzar al ejército inglés y al obispo Richard pero, en ese mismo momento, los franceses también se habían topado con ellos. Debían mantenerse bien alejadas del campo de batalla. Por otro lado, si Mair y ella se veían frenadas por la retaguardia del ejército francés, jamás alcanzarían a los ingleses.

Tras sopesarlo, pensó que lo mejor sería partir a primera hora de la mañana e intentar adelantar a los franceses. Un ejército tan numeroso no podía avanzar deprisa, pues la simple disposición para la marcha podía llevarles horas de preparación. Si ellas eran ágiles lograrían mantenerse a la cabeza. Era arriesgado, pero no habían hecho más que correr riesgos desde que habían zarpado de Portsmouth.

Fue quedándose dormida y se despertó cuando las campanadas tocaban a maitines, pasados unos minutos de las tres de la madrugada. Despertó a Mair y no se mostró muy comprensiva cuando ésta se quejó de jaqueca. Mientras los monjes entonaban los salmos en la iglesia, Caris y Mair se dirigieron a los establos y localizaron sus caballos. El cielo estaba despejado, y alcanzaban a ver las estrellas.

Los panaderos de la ciudad habían estado trabajando toda la noche, así que pudieron comprar unas barras de pan para el viaje. Sin embargo, las puertas de la ciudad seguían cerradas; tuvieron que esperar con impaciencia al amanecer, temblando por el aire frío y comiendo el pan recién horneado.

Alrededor de las cuatro y media salieron por fin de Abbeville y se dirigieron hacia el noroeste por la margen derecha del Somme, la misma dirección que se suponía había seguido el ejército inglés.

Estaban a casi un kilómetro cuando oyeron el toque de diana en las murallas de la ciudad. Al igual que Caris, el rey Felipe había decidido salir temprano. En los campos, los soldados y hombres de armas empezaron a despertar. Los mariscales debían de haber recibido las órdenes la noche anterior, porque actuaron con presteza, y no pasó mucho tiempo hasta que el ejército llegó a la altura del camino donde se encontraban Caris y Mair.

Caris todavía albergaba la esperanza de alcanzar a los ingleses que se habían adelantado a esas tropas. Era evidente que los franceses tendrían que detenerse y reagruparse antes de presentar batalla. Eso daría tiempo a Caris y a Mair de llegar hasta sus compatriotas y encontrar algún lugar seguro lejos de la contienda. No querían verse atrapadas entre ambos bandos. Caris empezaba a pensar que la idea de emprender aquella misión había sido una locura; puesto que no sabía nada sobre la guerra, no había imaginado siquiera las dificultades y peligros que conllevaba. Sin embargo, ya era demasiado tarde para lamentarse y, por otra parte, habían conseguido llegar hasta allí sin sufrir daño alguno.

Los soldados que encontraron en el camino no eran franceses, sino italianos. Llevaban ballestas de acero y haces con flechas de hierro. Eran amables, y Caris charló con ellos en un galimatías de francés normando, latín y el italiano que había aprendido escuchando a Buonaventura Caroli. Le contaron que, en la batalla, siempre formaban la primera línea del frente y que disparaban parapetados tras sus pesadas pavesadas de madera, que en ese momento iban cargadas en carromatos situados en la retaguardia. Se quejaron del precipitado desayuno, menospreciaron a los caballeros franceses por ser impulsivos y pendencieros, y hablaron con admiración de su capitán, Ottone Doria, a quien se veía a unos metros por delante de ellos.

El sol se situó en su cénit y los acaloró con sus sofocantes rayos. Como los ballesteros sabían que podían entrar en batalla ese mismo día, llevaban pesados petos acolchados, yelmos y rodilleras metálicas, así como sus arcos y flechas. Hacia el mediodía, Mair declaró que se desmayaría a menos que se detuvieran a descansar un rato. Caris también se sentía agotada, pues habían estado montando a caballo desde el amanecer y sabía que sus cabalgaduras necesitaban un descanso. Así que, a pesar de sus planes, se sintió obligada a parar mientras miles de ballesteros las adelantaban.

Las monjas dejaron beber a sus caballos en el Somme y comieron un poco más de pan. Cuando reemprendieron la marcha, se encontraron avanzando junto a los caballeros y hombres de armas franceses. Caris reconoció a Carlos, el colérico hermano de Felipe, en la cabeza de la marcha. Estaban en mitad del ejército francés, pero no tenían otra salida que seguir avanzando y esperar una oportunidad para adelantarlo.

Poco después del mediodía llegó una orden a las filas. Los ingleses no estaban al oeste de su posición, como se había creído hasta entonces, sino al norte, y el rey francés había ordenado que su ejército virara en esa dirección, no en formación de columna, sino todos a un tiempo. Los hombres que se encontraban en torno a Caris y Mair, dirigidos por el conde Carlos, abandonaron el camino junto al río por un angosto sendero a campo traviesa. Caris los siguió con el corazón en un puño.

Alguien con una voz conocida la saludó: Martin Chirurgien se situó a su altura.

—Esto es un verdadero caos —comentó, malhumorado—. El orden de la marcha ha quedado totalmente roto.

Un reducido grupo de hombres al galope tendido apareció al otro lado de los campos y saludó al conde Carlos.

—Soldados de avanzada —aclaró Martin, y se adelantó para escuchar lo que tenían que decir.

Los caballos de Caris y Mair también se dirigieron hacia allí, guiados por el instinto equino de mantener unida la manada.

—Los ingleses se han detenido —escucharon decir—. Han adoptado una posición defensiva en una cresta próxima a la ciudad de Crécy.

—Ése es Henri le Moine, un viejo compañero del rey de Bohemia —le explicó Martin.

Carlos se mostró encantado con la noticia.

—¡Entonces hoy mismo entraremos en batalla! —exclamó, y los caballeros que se encontraban a su alrededor estallaron de júbilo.

Henri levantó una mano para pedir calma.

—Estamos proponiendo que todas las unidades se detengan para reagruparse —anunció.

—¿Detenerse ahora? —preguntó Carlos, enfurecido—. ¿Cuando los ingleses están dispuestos al fin a presentar batalla? ¡Vayamos a por ellos!

—Nuestros hombres y nuestros caballos necesitan descansar —comentó Henri con serenidad—. El rey todavía está muy atrás. Démosle la oportunidad de alcanzarnos y valorar la posibilidad de contienda. Puede dar sus órdenes hoy para el ataque de mañana, cuando los hombres ya hayan recuperado fuerzas.

—¡Al diablo con las órdenes! No son más que unos cuantos miles de ingleses. ¡Los aplastaremos!

Henri hizo un gesto de impotencia.

—No era mi intención daros órdenes, mi señor. Pero preguntaré a vuestro hermano el rey cuáles son sus disposiciones.

—¡Pregúntale! ¡Pregúntale! —exclamó Carlos y se alejó al trote.

Martin le dijo a Caris:

—No sé por qué mi señor es tan inmoderado.

—Supongo —empezó a decir Caris, reflexiva— que debe querer demostrar que es lo bastante valeroso para gobernar, aunque por un nacimiento imprevisto él no sea el rey.

Martin le dedicó una mirada suspicaz.

—Eres muy listo para ser un simple doncel.

Caris evitó mirarle a los ojos y se obligó a tener en cuenta su falsa identidad. En la entonación de Martin no había captado hostilidad, pero el hombre empezaba a sospechar algo. Por su condición de cirujano, debía conocer a la perfección las sutiles diferencias en la estructura ósea de un hombre y una mujer, y podría haberse dado cuenta de que Christophe y Michel de Longchamp no eran varones normales. Por suerte, no insistió más en la cuestión.

El cielo empezó a encapotarse, pero el ambiente seguía siendo cálido y húmedo. Apareció una densa arboleda a su izquierda, y Martin informó a Caris de que se trataba del bosque de Crécy. No podían estar muy lejos de los ingleses, pero en ese momento Caris empezó a preguntarse cómo conseguirían separarse de los franceses y sumarse a los ingleses sin perder la vida a manos de uno u otro bando.

La presencia del bosque provocó que el flanco izquierdo de la marcha se apelotonara, así que el camino por el que iba Caris quedó embotellado por los soldados, y las diferentes divisiones empezaron a confundirse sin remedio.

Llegaron correos con nuevas órdenes del rey. El ejército recibió la disposición de detenerse y acampar. Las esperanzas de Caris aumentaron; así las cosas, podría tener una oportunidad de adelantarse al ejército francés. Se produjo un altercado entre Carlos y un mensajero, y Martin se situó junto a su señor para escuchar. Regresó con expresión de incredulidad en el rostro.

—¡El conde Carlos se niega a obedecer las órdenes! —exclamó, perplejo.

—¿Por qué? —preguntó Caris con desesperación.

—Considera que su hermano es demasiado precavido. Él, Carlos, no será tan pusilánime como para detenerse ante un enemigo tan débil.

—Creía que todo el mundo debía obedecer al rey durante la batalla.

—Así debería ser, pero no hay nada más importante para los nobles franceses que su código de caballería. Preferirían morir antes de actuar con cobardía.

El ejército prosiguió la marcha contraviniendo los deseos del monarca.

—Me alegro de que estéis los dos aquí —dijo Martin—. Voy a necesitar vuestra ayuda una vez más. Ganemos o perdamos, habrá muchísimos heridos a la hora del crepúsculo.

Caris se dio cuenta de que no tenían escapatoria, aunque en cierta forma, ya no deseaba huir. En realidad, sentía una extraña impaciencia. Si esos hombres estaban tan locos para mutilarse entre sí con espadas y flechas, al menos ella podría socorrer a los heridos.

El capitán de los ballesteros, Ottone Doria, regresó cabalgando entre la multitud —no sin dificultad, dado el tumulto— para hablar con Carlos de Alençon.

—¡Detén a tus hombres! —gritó al conde.

Carlos se sintió ofendido.

—¿Cómo osas darme órdenes?

—¡Las órdenes proceden del rey! ¡Debemos detenernos, pero mis hombres no pueden hacerlo porque tú los obligas a avanzar desde la retaguardia!

—Entonces deja que sigan avanzando.

—Ya podemos ver al enemigo. Si seguimos tendremos que presentar batalla.

—Que así sea.

—Pero mis hombres han marchado todo el día sin parar a descansar. Están hambrientos, sedientos y exhaustos. Y mis ballesteros no portan consigo sus pavesadas.

—¿Son tan cobardes que no saben luchar sin escudos?

—¿Estás llamando cobardes a mis hombres?

—Si no luchan, sí.

Ottone permaneció en silencio durante un instante. Luego habló con un hilo de voz, y Caris a duras penas pudo oír sus palabras.

—Estás loco, Alençon. Y estarás ardiendo en el infierno cuando caiga la noche. —Dio media vuelta con el caballo y se alejó al galope.

Caris sintió que le caían unas gotas en la cara y levantó la vista al cielo. Estaba empezando a llover.