l 22 de agosto, el ejército inglés estaba huyendo.
Ralph Fitzgerald no estaba seguro de cómo había ocurrido. Habían irrumpido en Normandía, recorriéndola de oeste a este, saqueando e incendiando cuanto encontraban a su paso, y nadie había sido capaz de hacerles frente. Ralph se había sentido en su elemento. Sobre la marcha, un soldado podía apropiarse de cuanto veía —comida, joyas, mujeres— y matar a cualquier hombre que se interpusiera en su camino. Ésa sí que era forma de vivir la vida.
El rey era un hombre con quien Ralph se identificaba. Eduardo III adoraba batallar. Cuando no estaba librando una guerra pasaba gran parte de su tiempo organizando complejos torneos, carísimos simulacros de refriegas con ejércitos de caballeros uniformados especialmente para la ocasión. Durante las campañas, el monarca siempre estaba dispuesto a encabezar una partida de avanzadilla o ataque, arriesgando su vida, sin detenerse jamás a sopesar los riesgos y beneficios, como un vulgar mercader de Kingsbridge. Los caballeros y condes de más edad hablaban de su sanguinaria brutalidad y habían elevado sus quejas por ciertos incidentes, como las violaciones sistemáticas de las mujeres de Caen, pero esas críticas traían sin cuidado a Eduardo. Cuando le había llegado la noticia de que algunos ciudadanos de Caen habían lanzado piedras contra los soldados que estaban saqueando sus casas, había ordenado el asesinato sumario de todos los habitantes de la ciudad, y sólo transigió tras las acaloradas protestas de sir Godfrey de Harcourt y otros nobles.
La situación había empezado a torcerse con la llegada del ejército al río Sena. En Ruán habían encontrado el puente destruido, y la ciudad —en el tramo más alejado del cauce—, rodeada por una sólida fortificación. El rey Felipe VI de Francia en persona estaba allí, con un poderoso ejército.
Los ingleses marcharon río arriba en busca de un punto por donde cruzar a la otra orilla, pero descubrieron que Felipe se les había adelantado, y todos los puentes situados a continuación, uno tras otro, estaban derruidos o protegidos por una defensa inquebrantable. Llegaron hasta Poissy, a sólo treinta y dos kilómetros de París, y Ralph creyó que lanzarían un ataque sobre la capital, pero los más veteranos sacudieron la cabeza con sabiduría y sentenciaron que eso era algo imposible. París era una ciudad de cincuenta mil almas y, a esas alturas, ya debían de haber oído las noticias de Caen; sus habitantes estarían preparados para luchar hasta la muerte, pues sabían que el enemigo inglés no tendría misericordia con ellos.
Ralph se preguntó qué planes tendría el rey si no tenía intención de atacar París. Nadie lo sabía, y su leal servidor sospechaba que Eduardo no tenía más plan que el de seguir causando estragos.
La ciudad de Poissy había sido evacuada, y los ingenieros ingleses lograron reconstruir su puente —al tiempo que repelían un ataque francés—, así que, al final, el ejército de Eduardo cruzó el río.
A esas alturas, estaba claro que Felipe había reunido fuerzas mucho más nutridas que las de su enemigo, y el monarca inglés decidió huir a toda prisa hacia el norte, con el objetivo de reunirse con una hueste anglo flamenca que estaba acometiendo una invasión desde el noreste.
Felipe salió tras ellos.
En ese momento, los ingleses estaban acampados al sur de otro río, el Somme, y los franceses seguían la misma táctica bélica en el Sena. Las partidas de avanzadilla y reconocimiento informaron de que se habían destruido todos los puentes y que la parte ribereña de la ciudad estaba sólidamente fortificada. Incluso algo peor: un destacamento inglés había divisado, en la orilla más distante, el blasón del aliado más famoso y aterrador de Felipe: Juan, el rey ciego de Bohemia.
Eduardo había iniciado la contienda con quince mil soldados en total. En seis semanas de campaña, muchos de ellos habían caído y otros habían desertado, y habían aprovechado el camino de regreso para llenar las alforjas de oro. Ralph calculó que a su rey le quedaban unos diez mil soldados. Diversos informes sobre la existencia de espías indicaban que en Amiens, a unos pocos kilómetros río arriba, Felipe contaba en ese momento con sesenta mil soldados de infantería y doce mil caballeros montados, una abrumadora ventaja numérica. Ralph estaba más preocupado de lo que se había sentido jamás desde su llegada a Normandía. Los ingleses se encontraban en un atolladero.
Al día siguiente marcharon río abajo en dirección a Abbeville, donde estaba el último puente antes de que el Somme se ensanchara para dar paso al estuario; pero, a lo largo de los años, los burgueses de la ciudad habían estado invirtiendo en el refuerzo de las murallas y los ingleses se dieron cuenta de que era una población inexpugnable. Los ciudadanos gozaban de una sensación de seguridad tan petulante que enviaron una nutrida partida de caballeros para atacar a la vanguardia del ejército inglés, y se produjo una severa refriega antes de que los lugareños se retirasen a su ciudad amurallada.
Cuando el ejército de Felipe salió de Amiens e inició su avance desde el sur, Eduardo se vio acorralado en el vértice de un triángulo: a su derecha, el estuario; a su izquierda, el mar; y a sus espaldas, el ejército francés, ávido de la sangre de los invasores bárbaros.
Esa misma tarde, el conde Roland acudió a ver a Ralph.
Ralph había estado luchando con el séquito de Roland durante siete años. El conde ya no lo consideraba un muchacho inexperto. Roland todavía daba la impresión de seguir sin apreciar demasiado a Ralph, pero, sin duda alguna, lo respetaba, y siempre recurría a su hueste para reforzar algún punto débil en la línea de ataque, dirigir una incursión en territorio enemigo u organizar un asalto. Ralph había perdido tres dedos de la mano izquierda y caminaba renqueante cuando estaba cansado desde que un piquero francés le había fracturado la tibia durante la retirada de Nantes en 1342. No obstante, el rey todavía no había ordenado caballero a Ralph, descuido que causaba en éste un amargo resentimiento. Pese al jugoso botín que se había embolsado —que en gran parte guardaba en la caja de seguridad de un orfebre de Londres—, Ralph no se sentía satisfecho. Sabía que su padre se habría sentido tan decepcionado como él. Al igual que Gerald, Ralph luchaba por una cuestión de honor, no por el dinero; pero en todo ese tiempo no había ascendido ni un solo peldaño en la escala de la nobleza.
Cuando apareció Roland, Ralph estaba sentado en un campo de trigo maduro que el ejército había pisoteado y dejado inservible. Se encontraba con Alan Fernhill y una media docena de caballeros, degustando una sobria cena de sopa de guisantes con cebolla; la comida escaseaba, y no quedaba carne. Ralph se sentía como sus pares, cansado por la marcha continua, desesperanzado por los repetidos encuentros con puentes hundidos y ciudades fortificadas, y asustado por lo que podría ocurrir cuando el ejército francés los alcanzara.
Roland era ya un anciano, con la cabellera y la barba canas, pero seguía caminando erguido y hablaba con tono autoritario. Había aprendido a mantener una expresión impávida, para que nadie se diera apenas cuenta de que tenía el lado izquierdo de la cara paralizado.
—El estuario del Somme tiene régimen de mareas —dijo—. Con la bajamar, el cauce puede ser muy poco profundo en algunos tramos. Pero el fondo es de fango espeso, y eso lo convierte en infranqueable.
—Así que no podemos cruzar —concluyó Ralph. No obstante, sabía que Roland no estaba allí con el único objetivo de darle malas noticias y se sintió animado por su optimismo.
—Tiene que haber un vado; un punto en el que el fondo sea más firme —prosiguió Roland—. Si lo hay, los franceses lo sabrán.
—Quieres que lo encuentre.
—Tan pronto como puedas. Hay unos cuantos prisioneros en el próximo campamento.
Ralph sacudió la cabeza.
—Los soldados podrían llegar desde cualquier punto de Francia, o incluso de otros países. Los lugareños son quienes deben de tener la información.
—Me trae sin cuidado a quién interrogues. Debes presentarte con una respuesta en la tienda del rey al caer la noche. —Roland se alejó caminando.
Ralph vació su escudilla y se puso en pie de un salto, contento de tener una misión agresiva que desempeñar.
—¡Ensillad, muchachos! —ordenó.
Seguía montando a Griff. Podía parecer un milagro, pero su caballo favorito había sobrevivido a siete años de guerra. Griff no era de cruz tan alta como la de una cabalgadura de batalla, pero tenía más brío que los imponentes equinos preferidos por la mayoría de los caballeros. Griff ya era todo un experto en contiendas, y sus patas herradas proporcionaban a su jinete un arma complementaria en las refriegas. Ralph sentía más aprecio por ese animal que por la mayoría de sus semejantes humanos. En realidad, la única criatura viva a la que se sentía más unido era su hermano, Merthin, a quien no veía desde hacía ya siete años y a quien podría no volver a ver jamás, pues Merthin se había marchado a Florencia.
Se dirigieron hacia el noreste, en dirección al estuario. Ralph imaginó que todo campesino que viviera a media jornada de camino tendría conocimiento del vado, si es que había alguno. Debían de usarlo muy a menudo para cruzar el río y vender sus cabezas de ganado, para asistir a enlaces y funerales de familiares, para visitar los mercados y ferias, y para participar en festividades religiosas. Se mostrarían reticentes a la hora de compartir información con el invasor inglés, qué duda cabía, pero Ralph sabía cómo solucionar ese problema.
Se alejaron del resto de las filas para adentrarse en un territorio que todavía no había sufrido los estragos de la llegada de miles de hombres, donde todavía había ovejas pastando en las praderas y cultivos madurando en los campos. Llegaron a una aldea desde la que se divisaba el estuario en lontananza. Llevaron a los caballos a medio galope hasta un alargado camino invadido por la hierba que conducía a esa población. Las casuchas de una o dos estancias de los siervos hicieron a Ralph pensar en Wigleigh. Tal como había imaginado, los campesinos salieron huyendo en todas las direcciones, las mujeres se llevaron a sus recién nacidos y niños, y la mayoría de los hombres blandía un hacha o una hoz.
Ralph y sus compañeros habían vivido esa misma situación en al menos una veintena de ocasiones en las semanas anteriores. Eran especialistas en recabar información. Por lo general, los adalides del ejército exigían conocer el escondite utilizado por los lugareños para ocultar sus excedentes. Cuando llegaba a oídos de los campesinos la noticia de que se acercaban los ingleses, los más astutos llevaban el ganado bovino y ovino a los bosques, enterraban costales de harina y ocultaban balas de paja en el campanario de la iglesia. Sabían que, casi con total seguridad, morirían de inanición si revelaban la localización de sus alimentos, aunque, tarde o temprano, siempre acababan hablando. En otras ocasiones, el ejército necesitaba orientación, quizá para llegar a una ciudad importante, un puente estratégico o una abadía fortificada. Los campesinos acostumbraban a responder esas preguntas sin vacilación, aunque era necesario asegurarse de que no estaban mintiendo, porque los más perspicaces podían intentar engañar al ejército invasor, sabedores de que los soldados no podrían regresar para castigarles.
Mientras Ralph y sus hombres intentaban dar caza a los campesinos a la fuga a través de huertas y cultivos, dejaron de lado a los hombres y se centraron en las mujeres y los niños. Ralph sabía que si los capturaba, sus esposos y padres regresarían.
Atrapó a una pequeña de unos trece años. Cabalgó a su lado durante unos segundos, observando su expresión aterrorizada. Tenía el pelo negro y la piel morena, y unos rasgos simplones, era joven pero con el cuerpo torneado de una mujer; como a él le gustaban. Le recordaba a Gwenda. En unas circunstancias algo diferentes habría gozado de ella carnalmente, como había hecho con tantas otras niñas en las pasadas semanas.
Sin embargo, ese día tenía otras prioridades. Dio un quiebro con Griff para cortarle el paso. La niña se agachó para intentar zafarse, tropezó con sus propios pies y cayó de bruces sobre el manto del bosque. Ralph desmontó de un salto y la agarró cuando la niña se levantaba. Ella gritó y le arañó la cara, así que Ralph le dio un puñetazo en el estómago para que se tranquilizara. Luego la agarró del pelo, que era largo y negro. Tirando del caballo con una mano y agarrando a la niña con la otra, empezó a llevarla a rastras hasta la aldea. La pequeña iba tropezando y cayendo, pero Ralph no se detenía, y le tiraba del pelo; la niña luchó por ponerse en pie, chillando de dolor. Después de aquello, no volvió a caerse.
Se reunieron en la pequeña iglesia de madera. Los ocho soldados ingleses habían capturado a cuatro mujeres, cuatro niños y dos recién nacidos. Los obligaron a sentarse en el suelo delante del altar. Pasado un instante, un hombre entró corriendo, balbuceando algo en el dialecto francés de la localidad, deshaciéndose en ruegos y súplicas. Entraron otros más justo detrás del primero.
Ralph no cabía en sí de satisfacción.
Se quedó de pie en el altar, que no era más que una mesa de madera pintada de blanco.
—¡Silencio! —gritó. Blandió su espada. Todos enmudecieron. Señaló a un joven muchacho—. Tú —dijo—, ¿a qué te dedicas?
—Soy curtidor, señor. Por favor, no hagáis daño ni a mi mujer ni a mi hijo, ellos no os han hecho nada.
Ralph señaló a otro hombre.
—¿Y tú?
La niña que había capturado lanzó un grito ahogado, y Ralph dedujo que los unía algún tipo de parentesco; padre e hija, supuso.
—Soy un simple vaquerizo, señor.
—¿Vaquerizo? —Esa información le interesaba—. ¿Y cada cuánto tiempo cruzas el río con tus reses?
—Una o dos veces al año, señor, cuando voy al mercado.
—¿Y dónde está el vado?
El hombre vaciló.
—¿El vado? No hay ningún vado. Tenemos que cruzar el puente en Abbeville.
—¿Estás seguro?
—Sí, señor.
Ralph miró a su alrededor.
—Todos vosotros, ¿es eso cierto?
Asintieron en silencio.
Ralph pensó en ello. Estaban muertos de miedo, pero podían estar mintiendo de todas formas.
—Si traigo al sacerdote y él trae la Biblia consigo, ¿juraríais todos por vuestras almas inmortales que no hay un vado para cruzar el estuario?
—Sí, señor.
Pero ése sería un proceso demasiado largo. Ralph miró a la niña que había capturado.
—Ven aquí.
La pequeña retrocedió un paso.
El vaquerizo cayó postrado de rodillas.
—Por favor, señor, no hagáis daño a una niña inocente, no tiene más que trece años…
Alan Fernhill levantó a la criatura como si fuera un saco de cebollas y se la lanzó a Ralph, quien la atrapó y la retuvo a su lado.
—¡Todos mentís! Hay un vado, estoy seguro de que lo hay. Sólo necesito conocer su localización exacta.
—Está bien —claudicó el pastor—. Os lo diré, pero dejad a la niña tranquila.
—¿Dónde está el vado?
—Está a un kilómetro y medio de Abbeville, río abajo.
—¿Cómo se llama la aldea?
El vaquerizo quedó desconcertado por la pregunta durante un instante, aunque luego añadió:
—No hay ninguna aldea, pero se ve una posada en la margen más distante.
Estaba mintiendo. Jamás había salido de viaje, así que no sabía que, junto a un vado, siempre había una aldea.
Ralph agarró una mano a la niña y se la colocó sobre el altar. Sacó su arma blanca, una daga de rodela. Con un movimiento rápido, le rebanó un dedo. El contundente filo cortó con facilidad los frágiles huesecillos. La niña prorrumpió en gritos de agonía y su sangre empapó de rojo la pintura blanca del altar. Todos los campesinos gritaron horrorizados. El vaquerizo dio un enfurecido paso adelante, pero fue detenido por la punta de la espada de Alan Fernhill.
Ralph seguía agarrando a la niña de una mano, y levantó el dedo mutilado ensartado en su daga.
—Sois el mismísimo diablo —gritó el pastor, temblando, presa de la impresión.
—No, no lo soy. —Ralph ya había escuchado antes esa acusación, pero seguía doliéndole—. Estoy salvando las vidas de miles de hombres —se justificó—. Y si me veo en la obligación, le cortaré los demás dedos, uno por uno.
—¡No, no!
—Entonces dime dónde está el vado, y no mientas más. —Blandió el cuchillo.
—La Blanchetaque, se llama la Blanchetaque, ¡por favor, soltadla! —suplicó el hombre.
—¿La Blanchetaque? —preguntó Ralph.
Fingía escepticismo, pero, en realidad, aquello sonaba prometedor. Era una palabra desconocida, aunque parecía que podía significar plataforma blanca, y no era el tipo de ocurrencia que un hombre aterrorizado pudiera inventar en el calor del momento.
—Sí, señor, lo llaman así por las saltanas blancas del fondo del cauce gracias a las que se puede cruzar el fango. —Sufría un genuino ataque de pánico; tenía las mejillas empapadas de lágrimas. «Es prácticamente seguro que está diciendo la verdad», pensó Ralph con satisfacción. El vaquerizo prosiguió balbuceando—: Cuentan que colocaron las piedras en tiempos remotos, que fueron los romanos… por favor, soltad a mi niña…
—¿Dónde está?
—A dieciséis kilómetros de Abbeville, rio abajo.
—¿Y no a un kilómetro y medio?
—Esta vez estoy diciendo la verdad, señor, ¡pues espero compasión!
—¿Y el nombre de la aldea?
—Saigneville.
—¿Se puede cruzar a cualquier hora por el vado, o sólo con la bajamar?
—Sólo con la bajamar, señor, sobre todo si pasáis con ganado o carros.
—Pero tú conoces el flujo de las mareas.
—Sí.
—Bien, sólo me queda una pregunta más que hacerte, pero es muy importante. Si tengo la más mínima sospecha de que estás mintiéndome, le cortaré la mano entera. —La niña chilló. Ralph dijo—: Sabes que hablo en serio, ¿verdad?
—Sí, señor, ¡os diré cualquier cosa!
—¿A qué hora se producirá la bajamar mañana?
Una mirada de pánico se apoderó del rostro del vaquerizo.
—Eh… eh… ¡dejad que lo averigüe! —El hombre estaba tan nervioso que apenas podía pensar.
El curtidor intervino.
—Yo os lo diré. Mi hermano cruzó ayer el río, por eso lo sé. La marea baja será a media mañana, dos horas antes del mediodía.
—¡Sí! —exclamó el vaquerizo—. ¡Eso es! Estaba intentando calcularlo. A media mañana, o un poco después. Y luego otra vez por la tarde.
Ralph seguía agarrando la mano sangrante de la niña.
—¿Estás seguro?
—Oh, señor, tan seguro como estoy de mi nombre, ¡os lo juro!
Seguramente el hombre habría sido incapaz de recordar incluso su nombre en ese momento, estaba demasiado aturdido por el pánico. Ralph miró al curtidor. No había rastro de engaño en su cara, ni de desafío ni de ansias por agradar en su expresión: sólo parecía algo avergonzado de sí mismo, como si se hubiera visto abocado, en contra de su voluntad, a hacer algo malo. «Dice la verdad —pensó Ralph, exultante—, lo he conseguido».
—La Blanchetaque. A dieciséis kilómetros de Abbeville, río abajo, en la aldea de Saigneville. Piedras blancas en el fondo del cauce. Bajamar a media mañana.
—Sí, señor.
Ralph soltó la muñeca de la niña y la pequeña corrió sollozando hacia su padre, quien la acogió entre sus brazos. Ralph bajó la vista hacia el charco de sangre que había quedado en el altar blanco. Había muchísima cantidad, para ser de una chiquilla.
—Está bien, soldados —dijo—. Aquí ya hemos terminado.
Las cornetas despertaron a Ralph al alba. No había tiempo de encender una hoguera ni de desayunar: el ejército levantó el campamento de inmediato. Diez mil hombres tenían que haber recorrido diez kilómetros llegada la media mañana, y la mayoría lo haría a pie.
La hueste del príncipe de Gales encabezaba la marcha, seguida por la guardia del rey, el tren de bagaje con el equipamiento para el asedio y, por último, la formación de retaguardia. Se enviaban partidas de reconocimiento para calcular la distancia a la que se encontraba el ejército francés. Ralph iba en la vanguardia con el príncipe de dieciséis años que era tocayo de su padre, Eduardo.
Esperaban sorprender a los franceses al cruzar el Somme por el vado. La última noche, el rey había dicho:
—Bien hecho, Ralph Fitzgerald. —Ralph había aprendido hacía ya tiempo que esas palabras carecían de significado. Había llevado a término numerosas y útiles misiones para el rey Eduardo, el conde Roland y otros nobles, pero seguía sin ser ordenado caballero. En esa ocasión en concreto sintió cierto resentimiento, aunque no demasiado. Ese día su vida había corrido más peligro que nunca, y se sentía tan contento de haber encontrado una vía de escape que apenas le importaba que alguien le reconociera el mérito de haber salvado al ejército al completo.
Mientras marchaban, docenas de mariscales y submariscales realizaban rondas constantes, con objeto de guiar a los hombres en la dirección correcta, mantener la formación unificada, conservar la separación entre las divisiones y reunir a los rezagados. Los mariscales eran todos miembros de la nobleza, pues debían tener autoridad para dar órdenes. El rey Eduardo era un fanático de la marcha ordenada.
Se dirigían al norte. El terreno describía una suave pendiente por una ladera hacia una cordillera desde donde divisaron el lejano resplandor del estuario. A continuación descendieron hasta los campos de grano. Cuando atravesaban las aldeas, los mariscales se aseguraban de que no se produjera saqueo alguno, pues no podían permitirse un exceso de equipaje para cruzar el río. Asimismo se abstuvieron de incendiar los cultivos, por miedo a que el humo pudiera delatar su posición exacta al enemigo.
El sol estaba a punto de salir cuando los adalides llegaron a Saigneville. La aldea se hallaba situada en lo alto de un risco a unos diez metros sobre el río. Desde el borde del peñasco, Ralph contempló el formidable obstáculo: dos kilómetros de agua y pantanos. Veía desde allí las saltanas blancas que señalaban la situación del vado. En la otra orilla del estuario se alzaba una verde colina. Cuando el astro rey hizo aparición a su derecha, Ralph distinguió, en la lejana ladera, un destello metálico y una ráfaga de color, y cayó presa del pánico.
La intensificación de la luz confirmó sus funestas sospechas: el enemigo estaba esperándolos. Los franceses conocían la situación del vado, por supuesto, y un audaz comandante había previsto la posibilidad de que los ingleses descubrieran su localización. ¡Cuánta perspicacia!
Ralph se fijó en la corriente. Fluía hacia el oeste, y eso era señal de que la marea empezaba a bajar; pero el cauce era demasiado profundo para que un hombre pasara haciendo pie. Tendrían que esperar.
El ejército inglés continuó acrecentándose en número en la orilla, centenares de hombres llegaban a cada minuto. Si el rey hubiera intentado dar media vuelta y ordenar la retirada de sus guarniciones, la confusión habría sido de pesadilla.
Regresó un soldado al que habían enviado a reconocer la zona, y Ralph lo escuchó con atención, pues las noticias estaban relacionadas con el príncipe de Gales. El ejército del rey Felipe había salido de Abbeville y se aproximaba a esa margen del río.
Enviaron al mismo soldado para calcular la velocidad a la que avanzaba el ejército francés.
Ralph se dio cuenta, con el corazón encogido por el miedo, de que no había vuelta atrás; los ingleses debían cruzar la corriente.
Observó la alejada orilla e intentó predecir cuántos franceses podría haber en la margen septentrional. «Más de un millar», pensó. Sin embargo, el peligro más grande era el ejército de decenas de miles de hombres que se aproximaba desde Abbeville. En sus numerosos encuentros con los franceses, Ralph había aprendido que éstos tenían un valor extraordinario —insensato, en ocasiones—, pero que eran muy indisciplinados. En sus marchas reinaba la confusión, desobedecían las órdenes, y a veces atacaban, para demostrar su valentía, cuando hubiera sido más inteligente esperar. No obstante, si lograban superar esas costumbres caóticas y llegaban hasta allí en un par de horas, alcanzarían al ejército del rey Eduardo dentro del río. Flanqueados por tropas enemigas en ambas orillas, los ingleses serían pasto de los franceses.
Después de la estela de devastación que habían ido dejando a su paso en los seis meses anteriores, no podían esperar misericordia alguna.
Ralph pensó en los equipamientos. Tenía una perfecta armadura de placas que le había quitado a un cadáver francés en Cambrai hacía siete años, pero iba en el tren de bagaje. Además, no estaba seguro de poder avanzar, a pie y a lo largo del kilómetro y medio de agua y fango, con tanto peso encima. Llevaba una celada en la cabeza y una cota de malla que le cubría el pecho, y era cuanto podía permitirse aguantar puesto durante la marcha. Tendría que conformarse con eso. Los demás contaban con una protección de la misma ligereza. La mayoría de los soldados de infantería portaban sus yelmos colgando de los cinturones, y no se los pondrían hasta encontrarse al alcance del enemigo; pero ningún hombre marchaba con toda la armadura puesta.
El sol se encumbró en el este. El nivel del agua disminuyó hasta llegar a la rodilla. Los nobles procedentes del séquito del rey llegaron con la orden de cruzar el río. El hijo del conde Roland, William de Caster, comunicó las instrucciones a la hueste de Ralph.
—Los arqueros irán en la vanguardia y empezarán a disparar en cuanto se aproximen a la otra orilla —informó William. Ralph se quedó mirándolo con frialdad. No había olvidado que ese hombre había intentado que lo ahorcaran por hacer lo mismo que la mitad del ejército inglés en las pasadas seis semanas—. Luego, cuando lleguéis a la playa, los arqueros se repartirán a diestra y siniestra para dejar paso a los caballeros y a los hombres de armas. —«Parece sencillo», pensó Ralph; las órdenes siempre lo parecían. Pero iba a ser un verdadero baño de sangre. El enemigo estaría en una posición perfecta, en la aldea que se alzaba sobre el río, para hacer blanco contra los soldados ingleses que lucharían indefensos mientras atravesaban el cauce fluvial.
Los hombres de Hugh Despenser encabezaban la marcha, portando su característico pendón blanco y negro. Sus arqueros se adentraron a pie en el río, levantando los arcos por encima del agua, y los caballeros y hombres de armas iban avanzando entre chapoteos justo detrás. Los soldados de Roland los seguían, y Ralph y Alan no tardaron en emularlos a caballo.
Un kilómetro y medio no era una distancia muy larga para recorrerla a pie, Ralph fue consciente de ello en ese momento, pero sí lo era para avanzar por el agua, incluso para las cabalgaduras. La profundidad iba variando: en algunos tramos vadeaban sobre un fondo cenagoso por encima de la superficie, en otros, el agua llegaba hasta la cintura a los soldados de infantería. Hombres y animales no tardaron en cansarse. El sol de agosto caía a plomo sobre sus cabezas mientras empezaban a entumecérseles los pies por el frío. Al mirar hacia delante, veían, cada vez con mayor claridad, al enemigo esperándolos en la orilla opuesta.
Ralph observaba a las tropas francesas con temor creciente. La primera línea, desplegada a lo largo de toda la orilla, estaba formada por ballesteros. Ralph sabía que no eran franceses, sino mercenarios italianos a los que siempre llamaban genoveses, pero que en realidad procedían de distintos lugares de la península. La ballesta podía realizar menos tiros por minuto que el arco largo inglés, pero los genoveses iban a tener mucho tiempo para recargar mientras su objetivo avanzaba con pesadez por el río poco profundo. Detrás de los arqueros, en la verde colina, estaban los soldados de infantería y los caballeros montados, listos para lanzarse a la carga.
Al echar la vista atrás, Ralph vio a miles de ingleses cruzando el río a sus espaldas. De nuevo se dio cuenta de que la retirada no era una opción; de hecho, los que iban en la retaguardia empujaban a los de delante, que empezaban a desplazar a los adalides.
En ese momento podía ver a las filas enemigas con total nitidez. Dispuestos a lo largo de la orilla estaban los pesados parapetos de madera, llamados pavesadas, que utilizaban los ballesteros. En cuanto los ingleses se pusieron a tiro, los genoveses empezaron a disparar.
A una distancia de más de doscientos cincuenta metros, la puntería era imprecisa, y las flechas caían a una velocidad que había disminuido por la lejanía. De todas formas, alcanzaron a un buen número de caballos y soldados. Los heridos caían al agua y se alejaban arrastrados por la corriente hasta ahogarse. Los caballos heridos se revolcaban en el agua y la teñían de rojo sangre. Ralph tenía el corazón desbocado.
A medida que los ingleses se acercaban a la orilla, la precisión de tiro de los genoveses mejoraba, y las flechas caían con mayor potencia. La ballesta era lenta, pero disparaba una saeta con punta de acero y fuerza destructora. Todos los hombres y las caballerías que había alrededor de Ralph cayeron abatidos. Algunos perdieron la vida de forma fulminante. No había nada que pudiera hacer para protegerse; tuvo la espeluznante visión de su ineludible destino: o tenía suerte o acabaría muerto. La atmósfera se llenó con los espantosos ruidos de la batalla: el silbido de las flechas letales, las blasfemias de los heridos, los relinchos de los caballos agonizantes…
Los arqueros al frente de la columna inglesa respondieron al ataque. El extremo de sus largos arcos de dos metros tocaba el agua, y se veían obligados a agarrarlos de una forma poco habitual, además, el fondo cenagoso era resbaladizo; aun así, hicieron cuanto pudieron.
Al ser lanzadas desde tan cerca, los virotes de las ballestas podían atravesar incluso las armaduras de placas. En cualquier caso, ninguno de los soldados ingleses llevaba la protección adecuada para la batalla; aparte de sus yelmos, no tenían otro resguardo contra la letal lluvia.
De haber podido, Ralph habría dado media vuelta y habría huido. Sin embargo, detrás de él, diez mil quinientos hombres y el mismo número de caballos lo empujaban hacia delante, y lo habrían pisoteado y ahogado si hubiera intentado retroceder. No le quedaba otra alternativa que pegarse al cuello de Griff y azuzarlo para que siguiera avanzando.
Los supervivientes entre los arqueros ingleses de primera línea llegaron por fin al cauce de escasa profundidad y empezaron a utilizar sus arcos largos con mayor eficacia. Disparaban trazando una trayectoria certera, remontando las pavesadas. Una vez que hubieron empezado, los arqueros ingleses fueron capaces de disparar doce flechas por minuto. Las saetas eran de madera —por lo general de fresno—, pero con punta de acero, y cuando caían como una lluvia resultaban pavorosas. De pronto disminuyó la intensidad del ataque enemigo. Cayeron unos cuantos escudos. Los genoveses se vieron obligados a retroceder, y los ingleses empezaron a llegar a la parte de la playa entre la pleamar y la bajamar.
En cuanto los arqueros pusieron pie en tierra firme se dispersaron a derecha e izquierda y dejaron la orilla despejada para los caballeros, que salieron a la carga desde el cauce poco profundo sobre las líneas enemigas. Ralph, que seguía cruzando el río, había visto suficientes batallas como para saber qué tácticas aplicarían los franceses en esa situación: debían mantener su posición y dejar que los ballesteros siguieran aniquilando a los ingleses que estaban en la playa y a los que seguían en el agua. Pero el código de caballería no permitía que la nobleza francesa se ocultara tras los arqueros de arcos largos, y rompieron la formación para avanzar al galope y enzarzarse en una refriega con los caballeros ingleses, renunciando así a la ventaja de su posición. Ralph tuvo un fugaz destello de esperanza.
Los genoveses se replegaron, y la playa se convirtió en un tumulto. A Ralph le latía el corazón con fuerza por el miedo y la emoción. Los franceses seguían contando con la ventaja de poder cargar colina abajo e iban armados hasta los dientes: habían aniquilado a los hombres de Hugh Despenser de forma sistemática. La vanguardia que se había lanzado a la carga entró chapoteando en el cauce poco profundo, dando espadazos a los hombres incluso mientras seguían en el agua.
Los arqueros del conde Roland llegaron a la orilla justo por delante de Ralph y Alan. Los hombres que habían sobrevivido salieron del agua y se dispersaron. Ralph pensó que aquél era el fin para los ingleses y tuvo la certeza de que iba a morir, pero sólo podía seguir avanzando, y de pronto se encontró lanzándose a la carga, con la cabeza pegada al cuello de Griff, blandiendo la espada en el aire, directo hacia la línea enemiga. Se agachó ante una espada que pasó sobre su cabeza cual guadaña y llegó a tierra firme. Propinó un mandoble sin ton ni son a un yelmo metálico, y Griff arremetió contra otra caballería. El caballo francés era más alto, pero más joven, tropezó y tiró al barro a su jinete. Ralph hizo girar a Griff, retrocedió y se preparó para volver a la carga.
La espada no le servía de mucho contra la armadura de placas, pero él era un hombre corpulento a lomos de un caballo brioso y tenía la esperanza de poder derribar de sus monturas a los soldados enemigos. Cargó una vez más. A esas alturas de la contienda no sólo había dejado de sentir miedo sino que se sentía poseído por una ira incontrolable que lo impulsaba a matar a tantos enemigos como pudiera. Cuando el caballero entraba en la batalla, el tiempo se ralentizaba, cada refriega era única y se vivía como si fuera la última. Más adelante, cuando la acción tocaba a su fin, si el guerrero continuaba con vida, le sorprendería ver que el sol estaba poniéndose y que había transcurrido un día entero. En ese momento, Ralph se lanzaba al galope contra el enemigo una y otra vez, esquivando sus espadas, colándose por donde veía un resquicio de oportunidad, sin disminuir jamás la velocidad, pues eso habría sido fatal.
En un momento dado —que podría haber sido unos minutos o incluso unas horas después— se dio cuenta, con incredulidad, de que los ingleses habían dejado de ser víctimas de una carnicería. En realidad, parecía que estaban ganando terreno y recuperando la esperanza. Se distanció de la contienda y se detuvo, jadeante, para hacer balance de la situación.
La playa estaba alfombrada de cadáveres, pero había el mismo número de franceses que de ingleses, y Ralph fue consciente de lo descabellado de la carga enemiga. En cuanto los caballeros de ambos bandos se hubieron enzarzado en la batalla, los ballesteros genoveses habían dejado de disparar por miedo a herir a los suyos, así que el enemigo había dejado de tener la oportunidad de hacer blanco contra los ingleses como si fueran patos en un estanque. Desde el momento en que los ingleses habían salido del agua a lomos de sus caballos, todos habían seguido las mismas órdenes: los arqueros dispersándose a diestra y siniestra, y los caballeros y soldados de infantería empujando sin descanso para avanzar; los franceses se habían visto abrumados por una mera cuestión de superioridad numérica. Al mirar de nuevo hacia el río, Ralph vio que la marea volvía a subir justo en ese momento, así que los ingleses que seguían en el agua empezaron a desesperarse por alcanzar la orilla, sin importar qué pudiera depararles el destino en cuanto llegaran a la playa.
Mientras Ralph contenía la respiración, los franceses empezaban a perder los nervios. Obligados a abandonar la playa, perseguidos colina arriba, abrumados por el ejército que salía en estampida del agua, iniciaron la retirada. Los ingleses ejercían presión para avanzar, apenas podían creer la suerte que habían tenido. Por último, como ya venía siendo frecuente y en un espacio de tiempo increíblemente corto, la retirada de los franceses se convirtió en una huida despavorida, en la que cada hombre iba por su lado.
Ralph volvió a mirar hacia el cauce. El tren de bagaje se encontraba en medio del río, los caballos y bueyes tiraban de los pesados carros que cruzaban el vado, bajo el azote de la fusta inclemente de sus conductores, frenéticos por escapar de la marea. En ese preciso instante, la escaramuza era algo desorganizada en la orilla más lejana. La vanguardia del ejército del rey Felipe debía de haber llegado hasta allí y se habría encontrado con unos cuantos rezagados; Ralph creyó reconocer, a la luz del día, los colores de la caballería ligera de Bohemia. Pero habían llegado demasiado tarde.
Se hundió en la silla, debilitado de pronto por la sensación de alivio. La batalla había finalizado. Era increíble, pero contra todo pronóstico, los ingleses habían escapado de la trampa francesa.
Por el momento, estaban a salvo.