aris pasaba largas horas pensando en la hermana Mair.
Había quedado asombrada por su beso, pero más le había sorprendido su propia reacción al recibirlo. Lo había encontrado turbador. Hasta ese momento jamás se había sentido atraída por Mair ni por ninguna otra mujer; en realidad, sólo había una persona que la hubiera hecho desear ser acariciada, besada y penetrada, y esa persona era Merthin. En el convento había aprendido a vivir privada del contacto físico. La única mano que la había tocado con intenciones sexuales había sido la suya, en la oscuridad del dormitorio, cuando recordaba los días de su cortejo y hundía la cabeza en la almohada para que las demás monjas no oyeran sus jadeos.
No sentía por Mair la misma lujuria extática que Merthin le provocaba, pero éste se hallaba a miles de kilómetros de distancia y a siete años de su vida presente. Y a Mair le tenía cariño. Era por algo relacionado con su rostro angelical, sus ojos azules; cierta reacción a la amabilidad que había tenido con ella en el hospital y en la escuela.
Mair siempre hablaba a Caris con dulzura y, cuando nadie las miraba, le rozaba un brazo o un hombro y, en una ocasión, incluso una mejilla. Caris no la rechazaba, pero se reprimía a la hora de corresponderla. No era porque creyera que se trataba de un pecado, pues tenía la certeza de que Dios era demasiado sabio para crear un mandamiento que condenara a las mujeres por darse placer mutuamente sin hacer daño a nadie. Sin embargo, tenía miedo de decepcionar a Mair. La intuición le decía que los sentimientos de la monja eran intensos y claros, mientras que los suyos eran imprecisos. «Está enamorada de mí —pensó Caris—, pero yo no siento lo mismo por ella. Si vuelvo a besarla, puede albergar esperanzas de que seamos almas gemelas de por vida, y no puedo prometerle eso».
Así que no hizo nada, hasta la semana de la feria del vellón.
La feria de Kingsbridge se había recuperado de la crisis de 1338. La compraventa de lana virgen todavía se veía perjudicada por la constante oposición del rey, y los italianos acudían a la feria sólo cada dos años, aunque el nuevo negocio de los telares y los tintes compensaba las posibles pérdidas. La ciudad no era todavía tan próspera como debería, puesto que la prohibición del uso de molinos privados impuesta por el prior Godwyn había expulsado la industria de la ciudad y la había desplazado a las aldeas de los alrededores. Con todo, gran parte del paño ofertado en la feria del vellón había llegado a conocerse con el nombre de escarlata Kingsbridge. Elfric había finalizado el puente de Merthin y los visitantes llegaban en legión y atravesaban las amplias estructuras dobles con sus caballos de carga y sus carretas.
Así las cosas, la noche del sábado antes de la inauguración oficial de la feria, el hospital estaba a rebosar de visitantes.
Uno de ellos había caído enfermo.
Se llamaba Maldwyn Cook, y su negocio consistía en preparar pequeños bocaditos salados con tiras de carne o pescado envueltos en harina; los freía rápidamente en mantequilla y vendía media docena por un cuarto de penique. Poco después de llegar a la ciudad empezó a quejarse de un tremendo y repentino dolor de vientre, seguido por vómitos y diarrea. No había otra cosa que Caris pudiera hacer por él más que darle una cama junto a la puerta.
Hacía tiempo que quería conseguir una letrina propia para el hospital, para poder supervisar la higiene del lugar. No obstante, ésa era sólo una de las mejoras que esperaba llevar a cabo. Necesitaba una nueva botica, contigua al hospital, una cámara espaciosa y bien iluminada donde poder preparar las medicinas y redactar sus notas. Intentaba imaginar una forma de proporcionar a los pacientes mayor privacidad. En ese momento, todos los presentes en la sala podían ver a una mujer dar a luz, a un hombre con un ataque de convulsiones, a un niño vomitar… Opinaba que las personas cuya vida corría peligro debían contar con pequeñas cámaras privadas, como las recoletas capillas en los laterales de una iglesia de grandes dimensiones. Sin embargo, no estaba segura de cómo poder conseguirlo: en el hospital no había espacio suficiente. Lo había hablado varias veces con Jeremiah Builder —el otrora Jimmie, el aprendiz de Merthin hacía ya muchos años—, pero a él no se le había ocurrido ninguna solución satisfactoria.
A la mañana siguiente, otras tres personas presentaban los mismos síntomas que Maldwyn Cook.
Caris sirvió el desayuno a los visitantes y les aconsejó que fueran al mercado. Sólo permitió que se quedaran los enfermos. El suelo del hospital estaba más mugriento que de costumbre, y ordenó que lo barrieran y lo lavaran. Luego acudió al oficio en la catedral.
El obispo Richard no estaba presente. Se encontraba con el rey planeando una nueva invasión a Francia; siempre había considerado su obispado como un medio para sustentar su estilo de vida aristocrático. En su ausencia, el arcediano Lloyd era quien dirigía la diócesis, recolectaba los diezmos y rentas del obispo, oficiaba los bautizos de los recién nacidos y presidía los oficios con una eficiencia obstinada y carente de imaginación, habilidad de la que estaba haciendo gala en ese preciso momento con un tedioso sermón sobre la razón por la que Dios era más importante que el dinero, una prédica algo desafortunada con la que inaugurar una de las más importantes ferias comerciales de Inglaterra.
Sin embargo, todo el mundo estaba animadísimo, como solía ocurrir siempre el primer día. La feria del vellón era el momento más importante del año para los habitantes de la ciudad y los campesinos de las aldeas colindantes. Todos ganaban dinero en la feria y lo perdían jugando en las posadas. Las robustas aldeanas se dejaban seducir por los escuálidos y aduladores muchachos de ciudad. Los campesinos prósperos pagaban a las rameras de Kingsbridge para gozar de servicios cuya realización no osarían pedir a sus esposas. Por lo general se cometía un asesinato, y a menudo, varios.
Entre la congregación, Caris divisó la silueta corpulenta y ataviada con lujosos ropajes de Buonaventura Caroli, y le dio un vuelco el corazón. Quizá él tuviera noticias de Merthin… Pasó la misa distraída, mascullando los salmos entre dientes. A la salida consiguió captar la atención de Buonaventura. Él le sonrió. Caris intentó indicarle, con un movimiento con la cabeza, que quería que se reuniera con ella más tarde. No estaba segura de haber sabido transmitir el mensaje, pero Caris se dirigió al hospital de todos modos —el único lugar del priorato en el que una monja podía reunirse con un hombre del exterior—, y Buonaventura no tardó mucho en llegar. Llevaba un lujoso abrigo azul y unos zapatos puntiagudos.
—La última vez que te vi, el obispo Richard acababa de consagrarte monja.
—Ahora soy hospedera —le informó Caris.
—¡Felicidades! Jamás imaginé que llegarías a adaptarte con tanta presteza a la vida en el convento. —Buonaventura la conocía desde niña.
—Ni yo tampoco. —Y se rio.
—Parece que la fortuna sonríe al priorato.
—¿Por qué lo dices?
—He visto que Godwyn está construyendo un nuevo palacio.
—Sí.
—Debe de estar prosperando.
—Supongo que así es. ¿Qué hay de ti? ¿Hay suerte con las ventas?
—Tenemos algunos problemas. La guerra entre Inglaterra y Francia ha dificultado el tránsito por los caminos, y los impuestos de tu rey Eduardo encarecen mucho la lana inglesa en comparación con la española. Aunque, por otra parte, la vuestra es de mejor calidad.
Los mercaderes se quejaban continuamente de los impuestos. Caris sacó el tema que de verdad le interesaba.
—¿Tienes alguna noticia de Merthin?
—De hecho, sí tengo una —respondió Buonaventura, y aunque su actitud seguía siendo tan refinada y cortés como siempre, Caris detectó cierto titubeo en su entonación—: Merthin se ha casado.
La noticia fue como un mazazo para Caris. Jamás se lo habría imaginado, ni en sus peores pesadillas. ¿Cómo había podido Merthin hacerle una cosa así? Él era… ellos eran…
No había razón lógica alguna que le impidiera contraer matrimonio, por supuesto. Ella lo había rechazado en más de una ocasión, y la última vez había convertido su rechazo en decisión irrevocable al ingresar en el convento. Sin embargo, resultaba sorprendente que Merthin hubiera esperado tanto tiempo. Caris no tenía ningún derecho a sentirse dolida.
Esbozó una sonrisa forzada.
—¡Es espléndido! —exclamó—. Por favor, transmítele mis más sinceras felicitaciones. ¿Quién es ella?
Buonaventura fingió no apercibirse de la turbación de la joven.
—Se llama Silvia —respondió con la misma despreocupación que si estuviera propagando un rumor inofensivo—. Es la hija menor de uno de los hombres más prominentes de la ciudad, Alessandro Christi, un mercader de especias orientales y propietario de varios barcos.
—¿Qué edad tiene?
Buonaventura sonrió con malicia.
—¿Alessandro? Pues debe de ser de mi edad…
—¡No te burles de mí! —Se sintió agradecida con Buonaventura por quitar hierro al asunto—. ¿Qué edad tiene Silvia?
—Veintitrés.
—Es seis años menor que yo.
—Es una muchacha hermosa.
Caris intuyó la objeción que se estaba callando.
—¿Pero…?
Buonaventura ladeó la cabeza, como disculpándose.
—Dicen por ahí que tiene la lengua muy afilada. Claro que a la gente le gusta hablar, y son capaces de decir cualquier cosa… pero quizá sea ésa la razón por la que ha permanecido soltera durante tanto tiempo; en Florencia, las muchachas suelen casarse antes de los dieciocho.
—Estoy segura de que es cierto —apuntó Caris—. Las únicas mujeres que le gustaban a Merthin en Kingsbridge éramos Elizabeth Clerk y yo, y ambas éramos unas arpías.
Buonaventura rio.
—No tanto, no tanto…
—¿Cuándo se celebraron los desposorios?
—Hace dos años. Poco después de verte.
Caris se dio cuenta de que Merthin había permanecido soltero hasta que ella había jurado sus votos para consagrarse a Dios como monja. Debió de saber, a través de Buonaventura, que ella había dado el paso definitivo. Caris se lo imaginó esperando durante más de cuatro años, en un país extranjero; y su quebradiza fachada de buen ánimo empezó a resquebrajarse.
—Y tienen un retoño, una niñita a la que han llamado Lolla —añadió Buonaventura.
Aquello era demasiado. Toda la tristeza que Caris había sentido hacía siete años, el dolor que creía mitigado para siempre, regresó a ella invadiéndola con una intensa oleada de rabia y pena. Se dio cuenta de que, en realidad, no había perdido a Merthin en 1339. Él había permanecido fiel a su recuerdo durante años. Ahora sí lo había perdido, finalmente, para siempre y por toda la eternidad.
Empezó a estremecerse como si fuera a darle un síncope, y supo que no podría mantener la compostura durante mucho más tiempo.
—Ha sido un enorme placer verte, y ponerme al día de todas las buenas nuevas, pero ahora debo regresar al trabajo —dijo, temblorosa.
La preocupación se reflejó en el rostro del mercader.
—Espero no haberte disgustado demasiado. He creído que preferirías saberlo.
—No te compadezcas de mí. No lo soporto. —Dio media vuelta y se marchó a todo correr.
Agachó la cabeza para ocultar la cara en el recorrido desde el hospital hasta el claustro. En busca de un rincón donde estar sola, subió corriendo la escalera en dirección al dormitorio. A esa hora del día no había nadie allí. Empezó a gimotear mientras recorría la totalidad de la estancia vacía. Al fondo estaba la cámara de la madre Cecilia. Nadie tenía permitida la entrada sin invitación previa, pero Caris irrumpió en ella de todas formas, y cerró dando un portazo tras de sí. Se dejó caer desplomada sobre la cama de Cecilia, sin importarle que el tocado del hábito se le hubiera caído. Hundió la cara en el jergón de paja y lloró con desconsuelo.
Pasado un rato, sintió una mano sobre la cabeza, acariciándole su cortísimo pelo. No había oído entrar a esa persona. No le importaba su identidad. En cualquier caso, fue tranquilizándose poco a poco, de forma gradual. Sus sollozos se tornaron menos dolientes, se le secaron las lágrimas y el torbellino de emociones empezó a amainar. Se dio media vuelta y se quedó mirando cara a cara a quien la consolaba. Era Mair.
—Merthin se ha casado… tiene una niña. —Rompió a llorar de nuevo.
Mair se tumbó en la cama y acunó la cabeza de Caris entre sus brazos. Caris apretó su rostro contra los tersos senos de Mair, y dejó que el tejido de lana del hábito enjugara sus lágrimas.
—Tranquila, tranquila… —la consoló Mair.
Después de un rato, Caris se tranquilizó. Se sentía demasiado exhausta para seguir triste. Se imaginó a Merthin acunando en sus brazos a una criaturita italiana de pelo negro, y entendió lo feliz que sería. Le alegraba que así fuera, y se sumió en un profundo sueño inducido por el agotamiento.
La enfermedad que había empezado afectando a Maldwyn Cook se propagó entre la multitud asistente a la feria del vellón como un incendio estival. El lunes se transmitió del hospital a las tabernas y, el martes, de los visitantes a los habitantes de la ciudad. Caris anotó las características de la afección en su libro: se iniciaba con cólicos estomacales, daba paso casi de inmediato a los vómitos y la diarrea, y duraba entre veinticuatro y cuarenta y ocho horas. No perjudicaba mucho a los adultos, pero mataba a los ancianos y a los lactantes.
El miércoles, atacó a las monjas y a las jóvenes de la escuela. Tanto Mair como Tilly cayeron enfermas. Caris fue a buscar a Buonaventura a la posada Bell y le preguntó, muy turbada, si los médicos italianos conocían alguna clase de tratamiento para ese tipo de afección.
—No existe cura —respondió él—. Ninguna efectiva al menos, aunque los doctores, casi en la totalidad de los casos, recetan cualquier cosa para sacar más dinero a los enfermos. Sin embargo, algunos médicos árabes creen que puede retrasarse el contagio de dicha enfermedad.
—¡Oh! ¿De veras? —Caris se mostró muy interesada. Los mercaderes comentaban que los doctores musulmanes eran superiores a sus homólogos cristianos, aunque los monjes médicos lo refutaban con encarecimiento—. ¿Cómo?
—Creen que la dolencia se contrae cuando una persona enferma te mira. La vista funciona mediante haces de luz emitidos por los ojos que tocan las cosas que vemos; un proceso comparable al hecho de extender un dedo para comprobar si un objeto está caliente, seco o duro. Sin embargo, esos mismos haces de luz proyectan la enfermedad. Por tanto, puede evitarse su propagación sin coincidir jamás en la misma habitación con quien la padece.
Caris no creía que la enfermedad pudiera transmitirse a través de la mirada. Si eso fuera cierto, después de un oficio multitudinario en la catedral todos los feligreses habrían contraído cualquier dolencia que padeciera el obispo. Siempre que el rey estuviera enfermo, habría infectado a los centenares de súbditos que acudían a verlo. Sin duda alguna, era un hecho que no habría pasado inadvertido.
No obstante, la idea de que no se pudiera compartir la misma habitación con alguien enfermo sí parecía convincente. Allí en el hospital, la enfermedad de Maldwyn se propagaba de los afectados a las personas más próximas a ellos: la esposa del enfermo y sus familiares habían sido los primeros en contraerla, seguidos por las personas que se encontraban en las camas adyacentes.
También había observado que la incidencia de cierto tipo de afecciones —molestias estomacales, toses y congestiones, y erupciones cutáneas de diversas clases— se recrudecía durante la celebración de ferias y mercados; así que parecía evidente que se transmitían de una persona a otra por algún medio.
El miércoles por la noche, durante la cena, la mitad de los internos en el hospital ya padecía la dichosa enfermedad. El jueves por la mañana todos cuantos se encontraban allí la habían contraído. También sucumbieron varios sirvientes del priorato, por lo que a Caris le faltaban manos para mantener las condiciones higiénicas del lugar.
Tras observar la caótica situación que se había producido a la hora del desayuno, la madre Cecilia propuso cerrar las puertas del hospital.
Caris estaba dispuesta a tomar en consideración cualquier sugerencia. Se sentía abatida por la impotencia que le provocaba no saber cómo combatir la enfermedad y asolada por la mugre que invadía su hospital.
—Pero ¿dónde va a dormir esta gente? —preguntó.
—Envíalos a las tabernas.
—Las tabernas tienen el mismo problema. Podríamos acomodarlos en la catedral.
Cecilia sacudió la cabeza.
—Godwyn no permitirá que los campesinos estén llenando la nave de vómitos mientras se celebran los oficios sacramentales en el coro.
—Duerman donde duerman, debemos separar a los enfermos de las personas sanas. Ésa es la forma de retrasar la propagación de la enfermedad, según Buonaventura.
—Parece bastante lógico.
A Caris se le ocurrió una nueva idea, algo que de pronto se le antojó muy evidente aunque no lo hubiera pensado hasta ese momento.
—Tal vez no sólo deberíamos mejorar el hospital —empezó a decir—. Tal vez deberíamos construir uno nuevo, sólo para enfermos, y dejar el antiguo para los peregrinos y otros visitantes sanos, confinándolo a hospedería en lugar de hospital.
Cecilia parecía pensativa.
—El coste sería demasiado elevado.
—Tenemos ciento cincuenta libras. —Caris empezó a dejar volar la imaginación—. Podría incluir una nueva botica. También podríamos tener habitaciones privadas para los enfermos crónicos.
—Averigua cuánto costaría. Podrías preguntárselo a Elfric.
Caris odiaba al maestro constructor. Ni siquiera era santo de su devoción antes de su testimonio contra ella en el juicio por brujería. No quería que Elfric construyera su nuevo hospital.
—Elfric está ocupado con el palacio de Godwyn —comentó—. Preferiría preguntárselo a Jeremiah.
—¡No faltaba más!
A Caris la invadió una repentina oleada de afecto por Cecilia. Aunque era una tirana, muy rígida con la disciplina, daba a sus ayudantes cierto margen para tomar sus propias decisiones. Siempre había entendido las pasiones enfrentadas que movían a Caris. En lugar de intentar reprimir esos sueños enardecidos, Cecilia había encontrado diversas formas de sacarles partido: había dado a Caris una ocupación que le atraía y que le proporcionaba variadas válvulas de escape para su energía rebelde. «Aquí estoy —pensó Caris—, del todo impotente ante la crisis que se está produciendo, y mi superiora me autoriza para la realización de un nuevo proyecto a largo plazo».
—Gracias, madre Cecilia —dijo.
Más tarde, ese mismo día, dio un paseo por los terrenos del priorato en compañía de Jeremiah y le hizo partícipe de sus aspiraciones. El maestro constructor se mostró tan supersticioso como de costumbre, pues detectaba la intervención de santos y demonios en los acontecimientos más triviales del día a día. No obstante, era un constructor imaginativo, abierto a las nuevas ideas; había aprendido de Merthin. No tardaron en decidir cuál sería la ubicación ideal del nuevo hospital, justo al sur del edificio ya existente de las cocinas. Podía estar separado del resto de edificaciones, para que los enfermos tuvieran menos contacto con las personas sanas, pero no sería necesario transportar la comida hasta muy lejos, y podría accederse a su interior por la conveniente entrada del claustro de las monjas. Con la botica, las nuevas letrinas y una segunda planta con habitaciones privadas, Jeremiah calculó que el coste total podría ascender a unas cien libras; casi todo el donativo.
Caris habló de la localización con la madre Cecilia. Era un terreno que no pertenecía ni a los monjes ni a las monjas, así que fueron a ver a Godwyn para consultarle al respecto.
Lo encontraron en el solar donde pensaba hacer realidad su propio proyecto arquitectónico: el nuevo palacio. El armazón ya estaba levantado y el tejado colocado. Caris llevaba varias semanas sin visitar el lugar y le sorprendieron sus dimensiones; iba a ser tan grande como su nuevo hospital. Entendió por qué Buonaventura lo había calificado de impresionante: la sala del comedor era más espaciosa que el refectorio de las monjas. El solar era un hervidero de peones, como si a Godwyn le urgiera la conclusión de la obra. Los albañiles estaban componiendo una figura geométrica en un suelo de baldosas coloreadas; varios carpinteros se hallaban ocupados en la fabricación de puertas, y un maestro vidriero había colocado una caldera para fundir y moldear el vidrio de las ventanas. Godwyn estaba haciendo un verdadero dispendio de dinero.
Philemon y él mostraban el nuevo edificio al arcediano Lloyd, el ayudante del obispo. Godwyn se calló a mitad de frase cuando vio acercarse a las monjas.
—No permitas que te interrumpamos —dijo Cecilia—, pero cuando hayas terminado, ¿te importaría reunirte conmigo a la salida del hospital? Hay algo que quiero enseñarte.
—No faltaba más —respondió Godwyn.
Caris y Cecilia regresaron atravesando el recinto del mercado enfrente de la catedral. El viernes era el día de los saldos en la feria del vellón, la jornada en que los mercaderes vendían los excedentes de sus existencias a precios reducidos para no tener que llevarse de vuelta a casa los productos. Caris vio a Mark Webber, con su cara redonda y su panza ya igual de curvilínea, ataviado con un abrigo de confección propia y de color escarlata intenso. Sus cuatro hijos estaban ayudándole en el puesto. Caris sentía un cariño especial por Dora, quien tenía en ese momento quince años de edad y había heredado la animada seguridad de su madre en un cuerpo más esbelto.
—Parece que la fortuna te sonríe —comentó Caris con una sonrisa.
—La fortuna debería haber llenado tus arcas —le respondió—. La idea del tinte fue tuya, yo me limité a seguir tus instrucciones. Me siento prácticamente como si estuviera estafándote.
—Has recibido tu merecida recompensa por el trabajo duro —replicó Caris.
No le importaba que a Mark y a Madge les hubiera ido tan bien gracias a su invento. Aunque la estimulaba el reto de descubrir nuevas formas de negocio, nunca había ambicionado el dinero; tal vez porque siempre lo había considerado un bien garantizado, por haber sido educada en la próspera casa de su padre. Fuera cual fuese la razón, no lamentaba ni por un segundo el hecho de que la familia Webber estuviera disfrutando de una fortuna que podría haber sido suya. La vida sin bienes pecuniarios del priorato le llenaba. Además, le encantó ver a los hijos de Webber saludables y bien vestidos. Recordaba cuando los seis habían tenido que acomodarse en un rincón para dormir en el suelo de una estancia ocupada en su mayor parte por un telar.
Cecilia y Caris se dirigieron hacia la zona sur de los terrenos del priorato. Las tierras que rodeaban los establos parecían una granja. Allí había un par de estructuras de dimensiones reducidas: un palomar, un gallinero y un cobertizo para las herramientas. Las gallinas arañaban la tierra y los cerdos hozaban entre los desperdicios de la cocina. A Caris le consumía la impaciencia por ver limpio el lugar.
Godwyn y Philemon no tardaron en reunirse con ellas, con Lloyd pegado a sus talones. Cecilia señaló la porción de terreno destinada a las cocinas y dijo:
—Voy a construir un nuevo hospital y quiero que esté situado allí. ¿Qué te parece?
—¿Un nuevo hospital? —preguntó Godwyn—. ¿Por qué?
Caris pensó que parecía inquieto, y eso provocó su extrañeza.
—Queremos un nuevo hospital para los enfermos y una hospedería aparte para los visitantes sanos.
—¡Qué idea tan extraordinaria!
—Es por la enfermedad estomacal que empezó afectando a Maldwyn Cook. Es un ejemplo de especial virulencia, aunque las enfermedades suelen recrudecer durante la celebración de los mercados, y una de las razones por las que se propagan con tanta rapidez podría ser que las personas enfermas y las sanas comen y duermen juntas y comparten las letrinas.
Godwyn se sintió agraviado.
—¡Ajá! —exclamó—. Conque ahora las monjas son los médicos, ¿no es así?
Caris frunció el ceño. Esa clase de comentario despectivo no era propio de Godwyn. Usaba la adulación para conseguir lo que quería, sobre todo con los personajes poderosos como Cecilia. Ese repentino ataque despechado tenía que estar ocultando otra cosa.
—Por supuesto que no —replicó Cecilia—. Pero todos sabemos que algunas enfermedades se transmiten de un doliente a otro, es algo evidente.
—Los médicos musulmanes creen que la enfermedad se transmite al mirar a la persona afectada —interrumpió Caris.
—Ah, ¿eso creen? ¡Qué interesante! —Godwyn habló con sarcasmo forzado—. Quienes hemos pasado siete años de nuestra vida dedicados al estudio de la medicina en la universidad siempre agradecemos ser aleccionados sobre las enfermedades por monjas jóvenes que prácticamente acaban de salir del noviciado.
Caris no se dejó intimidar. No sentía ninguna necesidad de mostrar respeto por un hipócrita embustero que había intentado asesinarla.
—Si no crees en la transmisión de la enfermedad, ¿por qué no demuestras estar en lo cierto viniendo al hospital esta noche para pernoctar junto a un centenar de personas afectadas por las náuseas y la diarrea? —propuso Caris.
—¡Hermana Caris! Ya es suficiente —la reprendió Cecilia. Se volvió hacia Godwyn—: Perdónala, padre prior. No era mi intención que te enzarzaras en una discusión sobre la enfermedad con una simple monja. Sólo quería asegurarme de que no tienes nada que objetar a mi elección del terreno.
—En cualquier caso, no puedes construirlo ahora —le informó Godwyn—. Elfric está demasiado atareado con el nuevo palacio.
—No queremos a Elfric para nada, estamos empleando a Jeremiah —aclaró Caris.
Cecilia se volvió hacia ella.
—Caris, ¡silencio! Recuerda el lugar que ocupas. No vuelvas a interrumpir mi conversación con el padre prior.
Caris se dio cuenta de que no estaba ayudando a Cecilia y, en contra de lo que le dictaba el corazón, inclinó la cabeza y dijo:
—Lo siento, madre priora.
—La cuestión no es cuándo podremos construir el edificio, sino dónde —le dijo Cecilia a Godwyn.
—Me temo que no lo apruebo —sentenció el prior con frialdad.
—¿Dónde preferirías que se emplazara el nuevo edificio?
—No creo que necesites un nuevo hospital. En absoluto.
—Disculpa, pero soy yo quien dirige el convento —afirmó Cecilia con aspereza—. No puedes decirme cómo debo gastar mi dinero. No obstante, solemos consultar al otro antes de levantar cualquier nueva edificación, aunque es de justicia decir que tú olvidaste esa pequeña norma de cortesía al planificar la construcción de tu palacio. Sin embargo, yo sí estoy consultándotelo, y no ha sido más que una pregunta sobre la localización del edificio. —Miró a Lloyd—. Estoy segura de que el arcediano estará de acuerdo conmigo en ese aspecto.
—Debe haber consenso —respondió Lloyd sin comprometerse.
Caris frunció el ceño y quedó desconcertada. ¿Qué le importaba a Godwyn? Él estaba construyendo su palacio en la fachada norte de la catedral. No le influía en absoluto que las monjas levantaran un nuevo edificio en el terreno situado al sur, al que la mayoría de los monjes apenas iba. ¿Qué era lo que le preocupaba?
—Estoy diciéndoos que no apruebo ni la ubicación ni la construcción de ese edificio, ¡y no se hable más! ¡Fin de la discusión! —Zanjó Godwyn.
Caris entendió de pronto, por un pálpito fugaz, la verdadera razón del comportamiento de Godwyn. Se quedó tan atónita que la verbalizó sin dudarlo.
—¡Has robado el dinero!
—¡Caris! Te había dicho que…
—¡Ha robado el donativo de la mujer de Thornbury! —exclamó Caris, haciendo caso omiso de Cecilia por la indignación que se había apoderado de ella—. De ahí sacó el dinero para el nuevo palacio, ¡por supuesto! Y ahora intenta impedir la construcción de nuestro edificio porque sabe que iremos a la sala del tesoro ¡y descubriremos que el donativo ha desaparecido! —Se sentía tan agraviada que estaba a punto de estallar.
—¡No digas ridiculeces! —espetó Godwyn.
Fue una respuesta tan poco acalorada que Caris supo que había tocado la tecla exacta. Esa confirmación la enfureció aún más.
—¡Demuéstralo! —gritó. Se obligó a proseguir en un tono más calmado—: Ahora mismo iremos a la sala del tesoro y comprobaremos el contenido de las cámaras subterráneas. No tendrías por qué poner objeción a que lo hiciéramos, ¿no es así, padre prior?
—Sería un proceder del todo indecoroso y no veo por qué motivo el prior tenga que someterse al mismo —intervino Philemon.
Caris lo soslayó.
—Tendría que haber ciento cincuenta libras en oro en las reservas de las monjas.
—Es totalmente imposible que yo haga algo así —afirmó Godwyn.
—Bueno, está claro que las monjas tendrán que comprobar el contenido de los cofres de todas formas, ahora que ya se ha lanzado la acusación —advirtió Caris, y miró a Cecilia, quien asintió en silencio—. Así que, si el prior prefiere no estar presente, no me cabe ninguna duda de que el arcediano estará encantado de personarse como testigo.
Parecía que Lloyd prefería no implicarse en esa discusión, aunque le resultaba difícil desaprovechar la oportunidad de interpretar el papel de arbitro, así que musitó:
—Claro está que si puedo servir de ayuda a ambas partes…
La mente de Caris discurría a toda velocidad.
—¿Cómo abriste el cofre? —preguntó de sopetón—. Christopher Blacksmith forjó el candado, y es demasiado honrado como para haberte dado un duplicado de la llave y ayudarte a robarnos. Tienes que haber roto el encofrado de algún modo, y luego conseguiste reparar los daños. ¿Qué hiciste?, ¿extraer la bisagra? —Se dio cuenta de que Godwyn lanzaba una mirada involuntaria al suprior—. ¡Ah! —exclamó Caris en tono triunfal—, así que fue Philemon quien sacó la bisagra… Pero el prior extrajo el dinero y lo entregó a Elfric.
—¡Ya basta de especulaciones! —ordenó Cecilia—. Aclaremos este asunto de una vez por todas. Iremos todos juntos a la sala del tesoro y abriremos el cofre, y así pondremos punto y final a esto.
—No fue un robo —dijo Godwyn.
Todas las miradas se clavaron en él. La perplejidad los había enmudecido.
—¡Estás admitiéndolo! —exclamó Cecilia.
—No fue un robo —repitió Godwyn—. El dinero se está utilizando para beneficio del priorato y gloria de Nuestro Señor Dios.
—Eso no cambia nada. ¡No era tu dinero!
—Es el dinero de Dios —refutó Godwyn con terquedad.
—Fue una donación hecha al convento. Y lo sabes. Leíste el testamento.
—Yo no sé nada de ningún testamento.
—Por supuesto que lo sabes. Te lo entregué yo misma, para que hicieras una copia… —La voz de Cecilia fue apagándose.
—Yo no sé nada de ningún testamento —insistió Godwyn.
—¡Lo ha destruido! —se lamentó Caris—. Dijo que haría una copia y que guardaría el original en el cofre, en la sala del tesoro… pero lo ha destruido.
Cecilia estaba mirando a Godwyn, boquiabierta.
—Debí haberlo supuesto —dijo, apesadumbrada—. Después de lo que intentaste hacerle a Caris… no debería haber vuelto a confiar en ti nunca más. Pero creí que tu alma podría haberse redimido. ¡Cuánto me equivocaba!
—Es una suerte que nosotras mismas hayamos hecho una copia del testamento antes de desprendernos de él. —La desesperación hizo tener esa inventiva ocurrencia a Caris.
—Obviamente se trata de una falsificación —objetó Godwyn.
—Si el dinero ha sido siempre tuyo, no habrás tenido ninguna necesidad de reventar el cofre para conseguirlo, por ello propongo que vayamos a echar un vistazo. De esa forma, se aclarará todo de un modo u otro.
—El hecho de que alguien haya intentado forzar la bisagra no demuestra nada —comentó Philemon.
—¡Conque yo estaba en lo cierto! —exclamó Caris—. Pero ¿cómo sabes en qué estado se encuentra la bisagra? La hermana Beth no ha abierto la cámara desde la inspección, y entonces el cofre estaba en perfectas condiciones. Debes de haberla desencajado tú mismo, por eso sabes que alguien la ha manipulado.
Philemon parecía desconcertado, y se había quedado sin respuesta.
Cecilia se volvió hacia Lloyd.
—Arcediano, eres el representante del obispo. Considero que es tu deber ordenar al prior que devuelva ese dinero a las monjas.
Lloyd se mostró preocupado. Se dirigió a Godwyn:
—¿Te ha quedado algo de dinero?
—¡Cuando se atrapa a un ladrón, no se le pregunta si puede permitirse renunciar a las ganancias obtenidas de modo fraudulento! —exclamó Caris, fuera de sí.
—Ya se ha invertido más de la mitad en el palacio —explicó Godwyn.
—Las obras deben detenerse de inmediato —sentenció Caris—. Debe despedirse a los albañiles hoy mismo, derribar el edificio y vender los materiales. Tienes que reembolsar hasta el último penique. Lo que no puedas abonar en efectivo, tras la demolición del palacio, deberás compensarlo con tierras u otros bienes.
—Me niego —respondió Godwyn.
Cecilia volvió a dirigirse a Lloyd.
—Arcediano, ten a bien cumplir con tu deber. No puedes tolerar que uno de los subordinados del obispo robe a otro, sin importar que ambos estén al servicio de la obra de Dios.
—No puedo arbitrar en un conflicto de estas características. Es demasiado grave —se disculpó Lloyd.
La furia y la desesperación por la pusilanimidad del arcediano habían dejado a Caris sin palabras.
—Pero ¡es tu obligación!
El hombre se sentía acorralado, aunque sacudía la cabeza con tozudez.
—Acusaciones de hurto, destrucción de un testamento, delito de falsificación… ¡Este asunto compete al mismísimo obispo!
—Pero el obispo Richard se encuentra en estos momentos de camino a Francia, y nadie sabe cuándo regresará. Mientras tanto, ¡Godwyn se dedica a gastar el dinero robado! —protestó Cecilia.
—Me temo que eso no puedo evitarlo —se disculpó Lloyd—. Debéis recurrir a Richard.
—Muy bien, pues —concluyó Caris. Hubo algo en su entonación que hizo que todos la mirasen—. En tal caso, sólo queda una salida. Iremos en busca de nuestro obispo.