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El prior Godwyn, como miembro del tribunal eclesiástico, juzgó a Gilbert de Hereford, lo declaró culpable y lo condenó a la pena impuesta a los ladrones de iglesias: desollamiento en vida. Le arrancarían la piel a tiras, mientras permaneciera en estado consciente, y moriría desangrado.

El día del desollamiento, Godwyn celebró su encuentro semanal con la madre Cecilia. Sus correspondientes subalternos también asistieron: el suprior Philemon y la supriora Natalie.

—Debemos convencerlas para que construyan un nuevo tesoro. No podemos seguir guardando nuestros objetos de valor en una caja oculta en la biblioteca —dijo Godwyn a Philemon mientras esperaban en la cámara principal de la casa del prior la llegada de las monjas.

—¿Compartiríamos los gastos de la construcción? —preguntó Philemon con gravedad.

—Así debería ser. No podemos permitirnos costearla en su totalidad.

Godwyn recordó con pesar las ambiciones que otrora había tenido, siendo joven, de llevar a cabo una reforma económica en el monasterio y volver a enriquecerlo. Sin embargo, nada de eso había ocurrido y él seguía sin entender el porqué. Había actuado con mano de hierro al obligar a los ciudadanos al uso y al pago por el usufructo de los molinos del priorato, los estanques para la pesca y las conejeras pero, por lo visto, los habitantes de la ciudad habían encontrado formas alternativas para eludir sus normas, como la construcción de molinos en las aldeas vecinas. Godwyn había impuesto duras sentencias a hombres y mujeres descubiertos en plena cacería furtiva o talando árboles de los bosques del priorato en contravención de la ley. Además se había resistido a las lisonjas de quienes le habían tentado para que invirtiera el dinero del priorato en la construcción de molinos, o que malgastara su provisión de madera al autorizar su consumo a carboneros y fundidores de hierro. Tenía la certeza de que su planteamiento era el acertado, aunque éste todavía no había reportado el aumento de las ganancias que él creía merecer.

—Entonces, ¿le pedirás a Cecilia el dinero? —preguntó Philemon con seriedad—. Guardar nuestras riquezas en el mismo lugar que las de las monjas podría ser beneficioso para nosotros.

Godwyn intuyó las maliciosas maquinaciones que tramaba la mente de Philemon.

—Pero eso no será lo que le diremos a Cecilia.

—Por supuesto que no.

—Está bien, yo se lo propondré.

—Mientras esperamos…

—¿Sí?

—Hay un problema en la aldea de Long Ham del que debo informarte.

Godwyn asintió en silencio. Long Ham era una de las decenas de aldeas que pagaban homenajes y arrendamientos feudales al priorato.

—Es un asunto relacionado con las tierras propiedad de una viuda, Mary-Lynn. Al fallecer su esposo, ella accedió a entregar su terreno en usufructo a un granjero del vecindario, un hombre llamado John Nott. Ahora, la viuda ha contraído matrimonio en segundas nupcias y desea que las tierras le sean devueltas para que su marido pueda cultivarlas —explicó Philemon.

Godwyn estaba confundido. Era la típica escaramuza entre campesinos, demasiado trivial para requerir de su intervención.

—¿Qué dice el alguacil?

—Que las tierras deben regresar a manos de la viuda, pues el acuerdo era de carácter temporal desde un principio.

—Entonces, que así sea.

—Existe cierta complicación. La hermana Elizabeth tiene un hermanastro y dos hermanastras en Long Ham.

—Ah. —Godwyn debería haber supuesto que existía algo en esa cuestión que suscitaba el interés de Philemon. La hermana Elizabeth, antes Elizabeth Clerk, era la matricularius de las monjas, quien supervisaba la marcha de sus construcciones. Era joven e inteligente, y llegaría muy alto en la jerarquía eclesiástica. Sería una valiosa aliada.

—Son los únicos familiares que tiene, aparte de su madre, que trabaja en la posada Bell. —Philemon prosiguió—: Elizabeth siente un gran afecto por su parentela campesina, y ellos, a su vez, la adoran como el piadoso baluarte de la familia. Cuando vienen de visita a Kingsbridge llevan regalos al convento: fruta, miel, huevos… esa clase de cosas.

—¿Y…?

—John Nott es el hermanastro de la hermana Elizabeth.

—¿Elizabeth ha solicitado tu intervención?

—Sí. Y también me ha pedido que no diga nada a la madre Cecilia sobre su petición.

Godwyn sabía que ése era precisamente el tipo de tejemaneje que le gustaba a Philemon. Adoraba que le considerasen un personaje poderoso capaz de utilizar sus influencias para favorecer a una parte u otra en una disputa. Esas acciones alimentaban su ego, que jamás quedaba saciado. Además, se sentía atraído por todo lo clandestino. El hecho de que Elizabeth no quisiera que su superiora tuviera noticia de su solicitud de ayuda complacía en extremo a Philemon, pues significaba que él conocía su vergonzoso secreto. Atesoraría la información como un avaro sus monedas de oro.

—¿Qué quieres hacer? —preguntó Godwyn.

—Tú tienes la última palabra, por supuesto, aunque yo propongo que dejemos que John Nott conserve sus tierras. Elizabeth estaría en deuda con nosotros, y eso nos será útil, sin duda, en el futuro.

—Será duro para la viuda —comentó Godwyn con desasosiego.

—Estoy de acuerdo, pero debemos tomar la decisión sopesando los intereses del priorato.

—En efecto, y la obra de Dios es más importante. Muy bien. Ve a decírselo al alguacil.

—La viuda recibirá su compensación en lo sucesivo.

—Por supuesto.

Hubo un tiempo en que Godwyn había vacilado a la hora de autorizar las turbias maquinaciones de Philemon, pero había llovido mucho desde entonces. Su ayudante había demostrado ser muy útil, como bien había vaticinado la madre de Godwyn, Petranilla, hacía ya muchos años.

Alguien tocó a la puerta, y entró la mismísima Petranilla.

En ese momento vivía en una modesta y acogedora casa de Candle Court, al final de la calle principal. Su hermano Edmund le había dejado un generoso legado, suficiente para que le durara el resto de su vida. Tenía cincuenta y ocho años; su otrora esbelta figura estaba encorvada y decrépita, y caminaba ayudada por un bastón, pero conservaba el veneno en la lengua. Como siempre, Godwyn se alegró de verla, aunque sentía cierta aprensión por el miedo a haber hecho algo que pudiera disgustarla.

Petranilla se había convertido en la cabeza de familia. Anthony había perdido la vida en el hundimiento del puente y Edmund había fallecido hacía siete años, así que ella era la última superviviente de su generación. Jamás dudaba a la hora de decir a Godwyn qué debía hacer. Se comportaba de igual forma con su sobrina Alice. El esposo de ésta, Elfric, era el mayordomo, pero Petranilla también le daba órdenes. Su autoridad se extendía incluso hasta su nieta adoptiva, Griselda, y su visión aterrorizaba al hijo de ocho años de Griselda, el pequeño Merthin. Sus opiniones seguían siendo tan irrebatibles como siempre; por ello la obedecían en la mayoría de las ocasiones y si por algún motivo no tomaba las riendas de un asunto, le pedían su opinión de todas formas. Godwyn no estaba muy seguro de qué habrían hecho sin ella. Y en las escasas oportunidades en las que no cumplían sus deseos, debían esmerarse con denuedo para ocultarlo. Caris era la única capaz de plantarle cara. «No te atrevas a decirme qué tengo que hacer —le había dicho a Petranilla en más de una ocasión—. Tú habrías dejado que me mataran».

Petranilla se sentó y echó un vistazo a la estancia.

—Este sitio no es lo bastante bueno —sentenció.

Siempre era brusca, pero Godwyn se exasperaba sin remedio cuando la oía hablar así.

—¿Qué has querido decir con eso?

—Deberías tener una morada en mejores condiciones.

—Ya lo sé.

Hacía ocho años, Godwyn había intentado convencer a la madre Cecilia para que financiara la construcción de un nuevo palacio. Ella había prometido darle el dinero tres años después pero, llegado el momento, alegó que había cambiado de opinión. Godwyn estaba seguro de que la razón había sido su actuación con Caris: tras el juicio por herejía, sus encantos habían dejado de funcionar con Cecilia, y se había vuelto difícil conseguir dinero de ella.

—Necesitas un palacio para hospedar a obispos y arzobispos, barones y condes —dijo Petranilla.

—Hoy en día no vemos a muchos de esos nobles por aquí. El conde Roland y el obispo Richard han estado en Francia durante los últimos años.

El rey Eduardo había invadido el noreste de Francia en 1339 y había pasado allí todo 1340; luego, en 1342 había conducido a sus ejércitos hacia el noroeste de las tierras galas y había combatido en la Bretaña. En 1345, los soldados ingleses habían librado una batalla en la Gascuña, región vinícola al sudoeste del país. En esos momentos, Eduardo ya estaba de regreso en Inglaterra, pero había empezado a reclutar a más hombres para una nueva invasión.

—Roland y Richard no son los únicos nobles —replicó Petranilla con irritación.

—Los otros no nos visitan nunca.

La voz de la anciana se endureció.

—Quizá sea porque no podéis alojarlos con la clase y la distinción acordes con su rancio abolengo. Necesitáis una sala para los banquetes, una capilla privada y alcobas espaciosas.

Godwyn supuso que Petranilla había pasado la noche en vela rumiando todo aquello. Ésa era su forma de proceder: daba vueltas a las ideas y luego disparaba sus ocurrencias como dardos envenenados. El prior se preguntó qué habría suscitado ese arrebato en particular.

—Parece un lujo excesivo —comentó, para ganar tiempo.

—¿Es que no lo entiendes? —espetó ella—. El priorato no es tan influyente como debería por el simple hecho de que jamás te reúnes en calidad de prior con los próceres del territorio. Cuando tengas un palacio con hermosas alcobas para acogerlos, vendrán aquí.

Seguramente estaba en lo cierto. Los monasterios más prósperos, como el de Durham y el de St. Albans, llegaban incluso a quejarse por el gran número de visitantes de la nobleza y la realeza que se veían obligados a albergar.

—Ayer fue el aniversario de la muerte de mi padre —prosiguió Petranilla. «Así que es eso lo que la ha puesto de mal humor», pensó Godwyn: había estado rememorando la gloriosa trayectoria de su padre—. Hace casi nueve años que te ordenaron prior —dijo—. No quiero que te estanques. Los arzobispos y el rey deberían estar considerando tu candidatura para algún obispado, la regencia de alguna abadía de renombre como la de Durham, o como embajador eclesiástico en misión papal.

Godwyn siempre había supuesto que Kingsbridge sería su trampolín para alcanzar metas más elevadas, pero en ese momento se dio cuenta de que había permitido que su ambición decayera. Le daba la sensación de que había sido ayer cuando había ganado las elecciones como prior, y se sentía casi como si acabase de tomar posesión del cargo, pero lo cierto era que su madre tenía razón: habían pasado más de ocho años.

—¿Por qué no piensan en ti para cargos de mayor relevancia? —Fue su retórica pregunta—. ¡Porque ni siquiera saben que existes! Eres prior de un importante monasterio pero no se lo has contado a nadie. ¡Haz gala de tu magnificencia! ¡Construye un palacio! Invita al arzobispo de Canterbury a ser tu primer huésped. Dedica la capilla al santo de su predilección. Informa al rey de que has construido una alcoba real con la esperanza de recibir su visita.

—No te precipites, cada cosa a su tiempo —la refrenó Godwyn—. Me encantaría construir un palacio, pero no tengo el dinero necesario.

—Pues consíguelo —espetó la mujer.

El prior quiso preguntarle cómo, pero en ese momento las dos monjas más prominentes del convento hicieron acto de presencia en la habitación. Petranilla y Cecilia se saludaron con recelosa cortesía y acto seguido, la madre de Godwyn abandonó la sala.

La madre Cecilia y la hermana Natalie tomaron asiento. Cecilia tenía ya cincuenta y un años, el pelo encanecido y la visión mermada. Todavía iba revoloteando de aquí para allá como un pajarillo inquieto, metiendo el «pico» en todas las celdas para dar sus instrucciones a las monjas, novicias y sirvientas. Sin embargo, se había ablandado con los años y era capaz de dar largos rodeos con tal de evitar conflictos.

Cecilia llevaba un pergamino.

—El convento ha recibido un donativo —anunció mientras se ponía cómoda—. De una pía mujer de Thornbury.

—¿Cuánto? —preguntó Godwyn.

—Ciento cincuenta libras en monedas de oro.

Godwyn se quedó anonadado. Era una suma cuantiosa, suficiente para erigir un palacio modesto.

—¿Lo ha recibido el convento o el priorato?

—El convento —respondió Cecilia con decisión—. Este pergamino es una copia de su testamento.

—¿Por qué os ha dejado tal cantidad de dinero?

—Por lo visto, cuidamos de ella cuando cayó enferma en su camino de regreso a casa desde Londres.

Natalie intervino. Era unos años mayor que Cecilia; una mujer de rostro ovalado y trato afable.

—La cuestión es: ¿dónde vamos a guardar el dinero?

Godwyn miró a Philemon. Natalie les había dado pie para el tema que deseaban sacar a colación.

—¿Qué hacéis con vuestro dinero en la actualidad? —preguntó a la monja.

—Se encuentra en la celda de la madre priora, a la que sólo se puede acceder pasando por el dormitorio.

Como si se le hubiera ocurrido en ese preciso instante, Godwyn dijo:

—Quizá sería conveniente invertir parte del donativo en una nueva sala del tesoro.

—Estoy de acuerdo, es algo necesario —admitió Cecilia—. Un sencillo edificio de piedra sin ventanas y una pesada puerta de roble.

—No tardará mucho en construirse —dijo Godwyn—. Y no debería costar más que cinco o diez libras.

—Por razones de seguridad, creemos que debería formar parte de la catedral.

—Ah…

Ésa era la razón por la que las monjas tenían que discutir el plan con Godwyn. No tendrían que haberle consultado nada de haber querido construir una sala del tesoro en su zona del priorato, pero la iglesia era patrimonio común de sacerdotes y monjas.

—Podría construirse contra el muro de la catedral, en la esquina formada por el crucero norte y el coro, aunque se accedería al interior desde la iglesia.

—Sí, eso era precisamente lo que había pensado.

—Hoy mismo hablaré con Elfric, si así lo deseas, y le pediré que nos haga un presupuesto.

—Hazlo, por favor.

Godwyn se alegraba de haberle sacado a Cecilia una parte de ese dinero como llovido del cielo, pero no estaba satisfecho del todo. Después de la conversación con su madre, deseaba echar mano de una cantidad mayor. Le hubiera gustado hacerse con el botín completo. Pero ¿cómo?

Se oyó el tañido de la campana de la catedral, y los cuatro se pusieron en pie y salieron de la sala.

El reo se encontraba en el exterior, en el ala oeste de la iglesia. Estaba desnudo, y fuertemente atado de pies y manos a una tabla rectangular de madera semejante a un quicial. Un centenar o más de habitantes de la ciudad esperaban para ver la ejecución. Los hermanos y las monjas de jerarquía inferior no habían sido invitados; no se consideraba apropiado que presenciaran una carnicería.

El verdugo era Will Tanner, un hombre de unos cincuenta años con la piel tostada por su oficio. Llevaba un pulcro mandil de lona. Se encontraba de pie junto a una pequeña mesa sobre la que había dispuesto sus cuchillos. Estaba afilando uno de ellos con una mola, y el chirrido de la cuchilla al chocar con el granito hizo estremecer a Godwyn.

El prior pronunció varias oraciones, que finalizó con un ruego improvisado en inglés para que la muerte del ladrón sirviera a Dios como ejemplo disuasorio contra la comisión del mismo pecado por parte de otros hombres. Acto seguido hizo una señal de asentimiento a Will Tanner.

El verdugo se situó detrás del ladrón amarrado. Agarró una cuchilla de punta afilada y la ensartó en el centro de la nuca de Gilbert, a continuación descendió con ella en línea recta por la espalda hasta la base de la columna vertebral. Gilbert rugió de dolor, y la sangre manó a borbotones por el corte. Will hizo un nuevo tajo en los hombros del reo y dibujó una letra te.

Entonces cambió de cuchillo y escogió uno de hoja alargada y delgada. La clavó con cuidado justo en el punto de intersección entre ambos cortes, y tiró de la piel por una esquina. Gilbert emitió un nuevo alarido. Después, asiendo la esquina de pellejo entre los dedos de la mano izquierda, Will empezó a desollarle la espalda a Gilbert con mucha parsimonia.

El condenado soltó un berrido animal.

La hermana Natalie contuvo una arcada, se volvió de espaldas y corrió de regreso al priorato. Cecilia cerró los ojos y empezó a rezar. Godwyn sintió náuseas. Alguno de los presentes entre la multitud cayó desplomado, víctima de un vahído. El único inconmovible parecía ser Philemon.

Will trabajaba con premura; su afilado cuchillo se hundía en la grasa subcutánea hasta dejar a la vista los músculos estriados de debajo. La sangre manaba en abundancia, y el verdugo se detenía cada pocos segundos para enjugarse las manos en el mandil. Gilbert gritaba con creciente agonía a cada tajo que le daban. La piel de la espalda no tardó en quedarle colgando en dos anchas tiras.

El verdugo se arrodilló en el suelo, las rodillas se le empaparon con un dedo de sangre, y empezó a trabajar en las piernas del reo.

Los gritos se silenciaron en seco; al parecer, Gilbert había muerto. Godwyn se sintió aliviado. Su intención inicial había sido que el hombre sufriera una terrible agonía por haber intentado robar en una iglesia —y quería que los demás presenciaran el tormento del ladrón—, pero pese a ello, le había resultado muy difícil soportar todos esos quejidos.

Will prosiguió su labor con actitud flemática, indiferente al hecho de que su víctima siguiera consciente o no, hasta que toda la piel de la espalda, los brazos y las piernas quedó desprendida. A continuación dio la vuelta para colocarse frente al reo. Hizo un corte alrededor de tobillos y muñecas, y los desolló para que la piel quedara colgando de los hombros y caderas de la víctima. Ascendió hasta la pelvis, y Godwyn se dio cuenta de que iba a intentar arrancar el pellejo de una sola pieza. Pronto no quedó más piel pegada al músculo que la de la cabeza.

Gilbert todavía respiraba.

Will realizó una serie de precisas incisiones en torno al cráneo. Después dejó los cuchillos y se limpió las manos una vez más. Por último agarró la piel de Gilbert por los hombros y tiró con fuerza de ella hacia arriba. Rostro y cuero cabelludo se desgarraron de la cabeza, aunque siguieron adheridos al resto del cuerpo.

El verdugo levantó el ensangrentado pellejo de Gilbert en el aire, como un trofeo de caza, y la multitud lo jaleó.

*

Caris no se sentía cómoda compartiendo la nueva sala del tesoro con los monjes. Acosó a Beth con tantas preguntas sobre el buen recaudo de su dinero que, al final, ésta la llevó a inspeccionar el lugar.

Godwyn y Philemon se presentaron en la catedral en ese preciso momento, como si hubiera sido por casualidad. Vieron a las monjas y las siguieron.

Pasaron por debajo de un nuevo arco en la pared sur del coro hasta adentrarse en un pequeño vestíbulo y se detuvieron delante de una formidable puerta tachonada. La hermana Beth sacó una enorme llave de hierro. Era una mujer humilde, apocada y modesta, como la mayoría de las monjas.

—Esto es nuestro —le dijo a Caris—. Podemos entrar en la sala del tesoro siempre que lo deseemos.

—Más vale que así sea, ya que nosotras pagamos su construcción —espetó Caris con descaro.

Entraron a una cámara rectangular de dimensiones reducidas. Contenía un escritorio con una pila de pergaminos encima, un par de taburetes y un imponente cofre ferreteado.

—El cofre es demasiado voluminoso para sacarlo por la puerta —señaló Beth.

—Entonces, ¿cómo lo metieron aquí dentro? —preguntó Caris.

—Desmontado. El carpintero lo montó una vez colocado en la estancia —respondió Godwyn.

Caris lanzó al prior una mirada fría. Aquel hombre había intentado asesinarla. Desde el juicio por brujería lo miraba con odio y evitaba hablar con él en la medida de lo posible. En ese momento dijo con tono cansino:

—Las monjas necesitan una llave del cofre.

—No será necesario —respondió él a toda prisa—. Contiene los ornamentos engastados de la catedral, bajo la vigilancia del sacristán, que siempre es un monje.

—Enséñamelo —ordenó Caris.

Se apercibió de que a Godwyn le había ofendido su tono, y de que estaba a punto de negarse a obedecer, pero el prior quería parecer solícito y sin malicia, así que accedió. Sacó una llave del saquillo que llevaba prendido del cinto y abrió el baúl. Además de los ornamentos de la catedral, en su interior había decenas de rollos manuscritos, los cartularios del priorato.

—Por lo visto no sólo contiene los ornamentos —afirmó Caris confirmando sus sospechas.

—También están los archivos.

—Incluidos los cartularios de las monjas —persistió Caris.

—Sí.

—En cuyo caso debemos tener una llave.

—Mi idea es que copiemos todos nuestros cartularios, y que guardemos las copias en la biblioteca. Siempre que necesitemos leer un cartulario, consultaremos la copia de la biblioteca, para que los valiosos originales permanezcan bajo llave.

Beth detestaba los conflictos e intervino con nerviosismo:

—Parece una idea bastante razonable, hermana Caris.

—Siempre y cuando las monjas tengan libre acceso a sus documentos de una forma u otra —espetó Caris de mala gana. Los cartularios eran un asunto baladí. Dirigiéndose a Beth, más que a Godwyn, dijo—: Lo que es más importante, ¿dónde guardaremos el dinero?

—En pequeñas cámaras subterráneas —respondió Beth—. Hay cuatro: dos para los monjes y dos para las monjas. Si observas con detenimiento podrás ver las piedras sueltas.

Caris estudió el suelo y, pasado un instante, comentó:

—No me habría percatado de ello si no me lo hubieras dicho, pero ahora las veo. ¿Pueden estar cerradas con llave?

—Supongo que sería posible —respondió Godwyn—. Pero entonces su ubicación sería evidente y entraría en contradicción con la idea de ocultarlas bajo las losas.

—Pero de esta forma, monjas y monjes tendrán acceso al dinero del otro.

Philemon se decidió a intervenir. Miró de forma acusatoria a Caris y dijo:

—¿Qué estás haciendo aquí? No eres más que una hospedera, no tienes nada que ver con la sala del tesoro.

La actitud de Caris con Philemon era de desprecio manifiesto. Tenía la sensación de que aquel ser no era del todo humano. Parecía no saber distinguir entre el bien y el mal, y carecía de cualquier principio o escrúpulo. Aunque despreciaba a Godwyn como hombre vil y consciente de sus fechorías, le daba la impresión de que Philemon era más similar a una fiera, un perro rabioso o un jabalí salvaje.

—Acostumbro a fijarme en los detalles —respondió Caris.

—Eres muy desconfiada —le reprochó Philemon.

Caris soltó una risilla desganada.

—Viniendo de ti, Philemon, ese comentario resulta irónico.

El religioso fingió sentirse dolido.

—No entiendo a qué puedes estar refiriéndote.

Beth habló de nuevo, en un intento de apaciguar los ánimos.

—He invitado a Caris a inspeccionar el lugar sólo porque a ella se le ocurren preguntas en las que yo ni siquiera pienso.

—Por ejemplo, ¿cómo podemos estar seguras de que los monjes no se llevan nuestro dinero?

—Te lo demostraré —afirmó Beth. Colgado de un gancho de la pared había un trozo alargado de sólida madera de roble. Al usarlo como palanca, Beth levantó una piedra. Justo debajo había un espacio con un cofre que tenía refuerzos de hierro—. Hemos encargado la fabricación de cofres cerrados con el tamaño preciso para que encajen en estas cámaras secretas —aclaró. Metió la mano dentro y levantó el escriño.

Caris lo examinó. Parecía de hechura resistente. La tapa tenía goznes, y el cierre estaba asegurado con un candado cilíndrico de acero.

—¿De dónde ha salido este candado? —preguntó Caris.

—Lo ha fabricado Christopher Blacksmith.

Eso era buena señal. Christopher era un ciudadano prominente de Kingsbridge que no se habría arriesgado a mancillar su reputación vendiendo duplicados de las llaves a los ladrones.

Caris no pudo encontrar pegas al conjunto de disposiciones para la seguridad. Tal vez se había preocupado sin necesidad. Se disponía a dar media vuelta para marcharse cuando apareció Elfric, acompañado de un aprendiz cargado con un costal al hombro.

—¿Podemos colgar ya la señal de advertencia? —preguntó el mayordomo.

—Sí, por favor, adelante.

El ayudante de Elfric extrajo del costal algo similar a un gran pedazo de cuero.

—¿Qué es eso? —preguntó Beth.

—Esperad —dijo Philemon—. Esperad y veréis.

El aprendiz apoyó el objeto sobre la puerta.

—He estado esperando a que se secara —informó Philemon—. Es la piel de Gilbert de Hereford.

Beth lanzó un grito, horrorizada.

—¡Eso es asqueroso! —protestó Caris.

La piel empezaba a amarillear, y el pelo estaba cayéndose del cuero cabelludo, pero todavía podían adivinarse los elementos característicos de la cara: las orejas, las dos cuencas donde antes habían estado alojados los ojos y un orificio para la boca que parecía sonreír de oreja a oreja.

—Esto debería disuadir a los ladrones —aclaró Philemon con satisfacción.

Elfric sacó un martillo y empezó a clavar el pellejo en la puerta de la sala del tesoro.

*

Las dos monjas se marcharon. Godwyn y Philemon esperaron a que Elfric finalizara su repulsiva tarea y luego volvieron a entrar a la sala.

—Creo que estamos salvados —opinó Godwyn. Philemon asintió.

—Caris es una mujer con muchos recelos, pero todas sus preguntas han recibido una respuesta satisfactoria.

—En tal caso…

Philemon cerró la puerta y echó el seguro. Luego levantó la losa de piedra que quedaba sobre una de las dos cámaras subterráneas de las monjas y sacó el cofre.

—La hermana Beth guarda una pequeña cantidad de dinero en efectivo para los gastos diarios en algún lugar de los aposentos de las monjas —explicó a Godwyn—. A este lugar sólo viene para depositar o retirar sumas más cuantiosas. Siempre destapa el otro agujero, que contiene sobre todo peniques de plata. Casi nunca abre este cofre, que es donde se encuentra el donativo.

Le dio la vuelta a la caja y observó la bisagra que tenía detrás. Estaba sujeta a la madera con cuatro clavos. Se sacó del bolsillo un delgado formón de acero y un par de alicates para sujetar el gozne. Godwyn se preguntó de dónde habría sacado las herramientas, pero no formuló la pregunta en voz alta. En algunas ocasiones era más conveniente no estar al tanto de todos los detalles.

Philemon introdujo el delgado punzón por debajo del borde de la bisagra de acero y tiró hacia arriba. La pieza se levantó ligeramente de la madera y Philemon introdujo un poco más la punta de su afilado instrumento. Trabajó con delicadeza y paciencia para asegurarse de que el estropicio no fuera apreciable a primera vista. De forma gradual, la plaquita plana de la bisagra fue desprendiéndose y los clavos salieron con ella. Cuando tuvo sitio suficiente para sujetar las cabezas de los pernos con los alicates, los desclavó. Entonces pudo retirar la bisagra y levantar la tapa.

—He aquí el donativo de la piadosa mujer de Thornbury —anunció.

Godwyn se quedó mirando el interior del cofre. El dinero estaba en ducados venecianos. En esas monedas de oro se veía la imagen del dogo de Venecia arrodillado ante San Marcos en una cara y, en la otra, a la Virgen María, rodeada de estrellas para simbolizar que estaba en el cielo. Por su diseño, los ducados eran intercambiables con los florines de Florencia: ambos tenían las mismas dimensiones, peso y pureza del metal. Valían tres chelines o treinta y seis peniques de plata ingleses. En esa época, Inglaterra tenía sus propias monedas de oro —una innovación del rey Eduardo—, nobles, medios nobles y cuartos de noble, pero llevaban en circulación menos de dos años y todavía no habían desplazado a las doradas monedas extranjeras.

Godwyn sacó cincuenta ducados del cofre, por un valor de siete libras con diez chelines, y Philemon cerró la tapa. Envolvieron los clavos con unas tiras de cuero, para que encajaran bien, y recolocaron la bisagra. Philemon volvió a situar el cofre en la cámara subterránea y colocó la losa sobre el agujero.

—Está claro que, más tarde o más temprano, acabarán dándose cuenta de la pérdida —dijo.

—Podrían pasar años antes de que sucediera —comentó Godwyn—. Ya salvaremos ese escollo cuando lo encontremos.

Entonces salieron de la sala y Godwyn cerró la puerta con llave.

—Busca a Elfric y reúnete conmigo en el cementerio —ordenó Godwyn.

Philemon partió. Godwyn se dirigió al extremo occidental del camposanto, más allá de la casa del prior. Era un ventoso día de mayo y el aire fresco hacía restallar su hábito a la altura de las piernas. Una cabra suelta estaba pastando entre las tumbas y Godwyn se quedó contemplándola, meditabundo.

Sabía que se arriesgaba a tener un terrible enfrentamiento con las monjas, pero no creía que descubrieran lo que faltaba hasta después de un año o incluso más tiempo, aunque no podía saberlo con certeza. Cuando lo descubrieran, iba a armarse un escándalo tremendo. Sin embargo, ¿cuáles serían las verdaderas consecuencias? Él no era como Gilbert de Hereford, quien había robado dinero para su lucro personal. Había tomado prestado el donativo de una mujer pía para invertirlo en propósitos igual de píos.

Dejó a un lado sus preocupaciones. Su madre tenía razón: debía actuar en consonancia con su papel de prior de Kingsbridge si quería medrar.

Cuando Philemon regresó con Elfric, Godwyn dijo:

—Quiero levantar el palacio del prior en este lugar, mucho más al este del edificio actual.

Elfric asintió en silencio.

—Excelente ubicación, si me permites el comentario, reverendísimo padre: próxima a la sala capitular y en el ala este de la catedral, pero separada del mercado por el cementerio; así podrás gozar de más paz y tranquilidad.

—Quiero una espaciosa sala de banquetes en la planta baja —prosiguió Godwyn— de unos treinta metros de largo. Debe rezumar prestigio, poder, para albergar a comensales de la nobleza, e incluso, algún día, de la realeza.

—Muy bien.

—Y una capilla en el ala este de la misma planta.

—Pero si estará a unos pocos pasos de la catedral…

—Los invitados de la nobleza no siempre quieren exponerse al contacto con la plebe. Deben contar con la alternativa de orar en privado si así lo desean.

—¿Y arriba?

—La cámara privada del prior, por supuesto, con espacio suficiente para un altar y una mesa de escritorio. Y otros tres aposentos espaciosos para los invitados.

—Espléndido.

—¿Cuánto costará?

—Más de cien libras, quizá doscientas. Haré el esbozo de un proyecto para darte un presupuesto más aproximado.

—No dejes que supere las ciento cincuenta libras. Es todo cuanto puedo permitirme.

Si Elfric llegó a cuestionarse de dónde habría sacado Godwyn, de pronto, ciento cincuenta libras, no se lo preguntó.

—Será mejor que empiece a hacer acopio de piedras para la construcción lo antes posible —dijo—. ¿Podrías darme parte del dinero por adelantado para empezar?

—¿Te parece bien cinco libras?

—Diez estaría mejor.

—Te daré siete libras con diez chelines, en ducados —concluyó Godwyn, y le entregó las cincuenta monedas de oro que había robado de los ahorros de las religiosas.

Tres días más tarde, cuando monjes y monjas abarrotaban la catedral tras el oficio vespertino de nona, la hermana Elizabeth habló con el prior.

Se suponía que monjes y monjas no debían hablar entre sí de asuntos cotidianos, así que la hermana tuvo que inventar un pretexto. Dio la casualidad de que había un perro en la nave y había estado ladrando durante el oficio. Los chuchos se colaban continuamente en la iglesia y daban la lata, aunque, por lo general, los feligreses no les hacían mucho caso. Sin embargo, en esa ocasión, Elizabeth abandonó la procesión para espantar al can. Se vio obligada a cruzar la fila de los monjes y se las ingenió para ir a parar justo enfrente de Godwyn. Le dedicó una sonrisa, como disculpándose, y dijo:

—Ruego me perdones, padre prior. —Entonces bajó el tono de voz, y añadió—: Reúnete conmigo en la biblioteca, como si se tratara de un encuentro casual. —Se alejó para echar al perro por la puerta oeste.

Intrigado, Godwyn se dirigió hasta la biblioteca y se sentó a leer la Regla de San Benito. Poco tiempo después apareció Elizabeth y escogió el Evangelio de San Mateo. Las monjas habían construido su propia biblioteca, después de que Godwyn fuera ordenado prior, con objeto de mejorar la segregación entre mujeres y hombres; pero al retirar todos sus libros de la biblioteca de los monjes, el lugar había quedado desierto, y Godwyn se había retractado. El edificio destinado a la biblioteca de las monjas se utilizaba en ese momento como aula escolar en la estación más fría.

Elizabeth se sentó de espaldas a Godwyn; de esa forma, nadie que entrara podría sospechar que estaban tramando algo, aunque estaba lo bastante pegada a él como para escucharlo con claridad.

—Hay algo que he creído que debía decirte —anunció la religiosa—. A la hermana Caris no le gusta que el dinero de las monjas se guarde en la nueva sala del tesoro.

—Eso ya lo sabía —replicó Godwyn.

—Ha convencido a la hermana Beth para contar el dinero y asegurarse así de que todavía sigue allí. He creído que podría interesarte saberlo, por si hubieras… tomado algo prestado.

A Godwyn le dio un vuelco el corazón. En una inspección descubrirían que faltaban cincuenta ducados en los fondos. Además, necesitaría el resto para construir su palacio. No había imaginado que esa coyuntura pudiera darse tan pronto. Maldijo a Caris. ¿Cómo había descubierto algo que él había hecho con tanta discreción?

—¿Cuándo? —preguntó con la voz entrecortada.

—Hoy. No sé a qué hora; será en cualquier momento. Pero Caris ha insistido mucho en que nadie te avisara.

Tendría que volver a poner los ducados en su sitio, y deprisa.

—Muchas gracias —dijo—. Agradezco que me lo hayas contado.

—Lo he hecho porque tú favoreciste a mi familia en Long Ham —respondió ella; se levantó y se fue.

Godwyn se apresuró en salir. ¡Qué suerte que Elizabeth se sintiera en deuda con él! El instinto de Philemon para la intriga era inestimable. Justo cuando se formulaba ese pensamiento para sí, vio a Philemon en el claustro.

—Recoge esas herramientas y reúnete conmigo en la sala del tesoro —susurró. A continuación salió del priorato.

Se apresuró en atravesar el césped y salir a la calle principal. La esposa de Elfric, Alice, había heredado la casa de Edmund Wooler, una de las viviendas más espaciosas de la ciudad, además de todo el dinero que había ganado Caris tiñendo paño. En esa época, Elfric vivía rodeado de grandes lujos.

Godwyn tocó a la puerta y entró en la cámara principal. Alice estaba sentada a la mesa delante de las sobras de la cena. Con ella se encontraba su hija, Griselda, y el hijo de ésta, el pequeño Merthin. A esas alturas nadie creía ya que Merthin Fitzgerald fuera el padre de la criatura: tenía un parecido asombroso con el amante fugado de Griselda, Thurstan. Griselda se había desposado con uno de los empleados de su padre, Harold Mason. La gente de bien llamaba al pequeño de ocho años Merthin Haroldson, y los demás lo llamaban Merthin el Bastardo.

Alice se levantó de un salto al ver a Godwyn.

—¡Primo prior, qué honor tenerte en mi casa! ¿Te apetece una copa de vino?

Godwyn pasó por alto su cortés hospitalidad.

—¿Dónde está Elfric?

—Está arriba, echando una cabezadita antes de regresar al trabajo. Ve a sentarte a la cámara privada, yo iré a buscarle.

—Ahora mismo, si no te importa.

Godwyn entró a la estancia contigua. Había dos sillas de aspecto muy cómodo, pero él no dejó de deambular de aquí para allá.

Elfric entró frotándose los ojos.

—Disculpa —dijo—. Es que estaba…

—Esos cincuenta ducados que te di hace tres días —empezó a decir Godwyn—, necesito que me los devuelvas.

Elfric quedó anonadado.

—Pero si el dinero era para las piedras…

—¡Ya sé para lo que era! Lo necesito ahora mismo.

—Ya he gastado una parte, para pagar a los carreteros que han traído las piedras de la cantera.

—¿Cuánto?

—Aproximadamente la mitad.

—Bueno, puedes reunir esa suma con tus ahorros, ¿verdad?

—¿Ya no quieres construir un palacio?

—Por supuesto que quiero, pero debo recuperar ese dinero. No me preguntes por qué, limítate a dármelo.

—¿Qué hago con las piedras que he comprado?

—Guárdalas. Recuperarás el dinero; lo necesito sólo durante un par de días. ¡Deprisa!

—Está bien. Espera aquí. Si quieres.

—No pensaba ir a ninguna parte.

Elfric salió. Godwyn se preguntó dónde escondería el dinero. En el hogar, bajo el pedernal, ése era el lugar habitual. Dada su condición de maestro constructor, Elfric podría haber tenido un escondrijo más ingenioso. Fuera como fuese, no tardó más que unos minutos en regresar.

Contó cincuenta monedas de oro en la mano de Godwyn.

—Yo te lo di en ducados, y algunas de estas monedas son florines… —El florín era del mismo tamaño, pero las imágenes acuñadas eran distintas: Juan Bautista en una cara y, en la otra, una flor.

—¡No tengo las mismas monedas! Ya te he dicho que he gastado parte del adelanto. Pero valen todas lo mismo, ¿no es así?

Así era. ¿Se percatarían las monjas de la diferencia? Godwyn se metió el dinero en el portamonedas del cinto y salió sin mediar palabra.

Regresó a todo correr a la catedral y se reunió con Philemon en la sala del tesoro.

—Las monjas van a realizar una inspección —explicó casi sin aliento—. He recuperado el dinero que le había dado a Elfric. Abre ese cofre, deprisa.

Philemon abrió la cámara del suelo, sacó el cofre, retiró los clavos y levantó la tapa.

Godwyn removió las monedas: eran todas ducados.

No había nada que pudieran hacer. Hundió la mano hasta el fondo y allí enterró sus florines.

—Ciérralo y vuelve a ponerlo en su sitio —ordenó.

Philemon obedeció.

El prior sintió un momento de alivio. Su delito había quedado parcialmente oculto. Al menos ahora no resultaría tan evidente.

—Quiero estar aquí cuando lo cuente —anunció a Philemon—. Me preocupa que se dé cuenta de que ahora hay florines mezclados con sus ducados.

—¿Sabes cuándo tienen pensado venir?

—No.

—Pondré a un novicio a barrer el coro. Cuando Beth aparezca, puede venir a buscarnos. —Philemon tenía un pequeño círculo de monjes novicios que le admiraban y hacían todo cuanto les ordenaba.

No obstante, la ayuda del joven monje no fue necesaria. Cuando estaban a punto de salir de la sala del tesoro, llegaron la hermana Beth y la hermana Caris.

Godwyn fingió estar discutiendo en ese preciso instante un asunto sobre la contabilidad.

—Tendremos que consultar ese dato en un pergamino de contabilidad anterior a éste, hermano —le dijo a Philemon—. ¡Oh!, buenas tardes, hermanas.

Caris abrió las dos cámaras secretas de las monjas y sacó sendos cofres.

—¿Puedo ayudaros en algo? —preguntó Godwyn.

Caris no le prestó atención.

—Sólo estamos comprobando algo, gracias, padre prior. No tardaremos mucho —aclaró Beth.

—Adelante, adelante —las invitó con amabilidad, aunque tenía el corazón desbocado.

—No es necesario justificar nuestra presencia en este lugar, hermana Beth. Es nuestro tesoro y nuestro dinero —replicó Caris, irritada.

Godwyn desenrolló un pergamino de la contabilidad al azar, y fingió que lo estaba leyendo con Philemon. Beth y Caris contaron la plata del primer cofre: cuartos de penique, medios peniques, peniques y unos cuantos luxemburgos, toscos peniques de aleación de plata adulterada y utilizados como calderilla. También había algunas monedas sueltas de oro: florines, ducados y otras monedas por el estilo —el genovino de Génova y el reale de Nápoles—, además de un par de mutones franceses de mayor valor y nobles ingleses recién acuñados. Beth comprobó los totales con las cifras anotadas en una pequeña libreta. Cuando terminaron dijo:

—Está todo correcto.

Volvieron a meter todas las monedas en el cofre, lo cerraron y lo colocaron de nuevo en la cámara subterránea.

Empezaron a contar las monedas de oro del otro cofre, y las fueron apilando en montones de diez. Cuando llegaron al fondo del cofre, Beth frunció el ceño y emitió un gruñido de perplejidad.

—¿Qué ocurre? —preguntó Caris.

El pavor inducido por la culpabilidad invadió a Godwyn.

—En este cofre sólo está el donativo de la piadosa mujer de Thornbury. Yo lo había guardado aparte —respondió Beth.

—¿Y?

—Su marido tenía negocios con Venecia. Estaba segura de que la totalidad de la suma eran ducados. Pero aquí también hay algunos florines.

Godwyn y Philemon quedaron petrificados, escuchando.

—Qué raro… —comentó Caris.

—Quizá me haya equivocado.

—Es un tanto sospechoso.

—En realidad, no —rectificó Beth—. Los ladrones no se dedicarían a meter dinero en el tesoro, ¿verdad?

—Tienes razón, no harían precisamente eso —admitió Caris a regañadientes.

Finalizaron el recuento. Tenían cien montones de diez monedas cada uno, que ascendían a la suma de ciento cincuenta libras.

—Es la cantidad exacta que tengo anotada en mi libro —anunció Beth.

—Así que está todo, hasta el último penique… —afirmó Caris.

—Ya te lo había dicho.