43

La hermana Caris abandonó el claustro de las monjas y entró con paso brioso en el hospital. Allí tres pacientes yacían en sendas camas: Julie la Anciana estaba demasiado débil para asistir a los oficios o subir la escalera que conducía al dormitorio de las monjas; Bella Brewer, la esposa de Danny, el hijo de Dick Brewer, se estaba recuperando de un parto complicado y por último, Rickie Silvers, de trece años, se había roto un brazo y Matthew Barber le había recolocado el hueso. Dos personas más conversaban sentadas en un banco lateral, una novicia llamada Nellie y Bob, un sirviente del priorato.

La mirada experta de Caris recorrió la habitación. Al lado de cada cama había un plato sucio donde se había servido la comida hacía ya mucho rato.

—¡Bob! —exclamó Caris. El muchacho se puso en pie de un respingo—. Llévate esos platos; esto es un monasterio y la limpieza es una virtud. ¡Rápido!

—Lo siento, hermana —se disculpó él.

—Nellie, ¿has acompañado a Julie la Anciana a la letrina?

—Todavía no, hermana.

—Tiene que ir siempre después de comer, a mi madre le pasaba igual. Llévala enseguida, antes de que sufra un percance.

Nellie empezó a levantar a la anciana monja.

Caris se esforzaba por desarrollar la virtud de la paciencia, pero llevaba siete años en la orden sin haberlo logrado todavía, y le dolía tener que repetir las instrucciones una y otra vez. Bob ya sabía que tenía que recoger los platos justo después de la comida, Caris se lo había dicho muchas veces, y Nellie conocía las necesidades de Julie; sin embargo, se dedicaban a cuchichear sentados en un banco hasta que Caris los sorprendía durante una breve inspección rutinaria.

Recogió el cuenco de agua que habían utilizado para lavarse las manos y cruzó la habitación para vaciarlo fuera. Un hombre al que no conocía estaba orinando en el muro exterior. Caris supuso que se trataba de un viajero con ganas de descansar.

—La próxima vez utiliza la letrina que hay detrás del establo —le espetó ella.

Con mirada lasciva y el pene en la mano, él le respondió en tono insolente:

—¿Y tú quién eres?

—Soy la encargada de este hospital, y si quieres pasar aquí la noche tendrás que demostrar mejores modales.

—¡Vaya! —soltó él—. Con que una marimandona, ¿eh? —Se tomó su tiempo hasta sacudirse la última gota.

—Guárdate tu patética verga o no podrás pasar la noche en esta ciudad, y mucho menos en el priorato —dijo Caris, y le arrojó el agua del cuenco por encima. Él retrocedió sobresaltado con las calzas empapadas.

Caris volvió dentro y llenó el cuenco en la fuente. Una cañería oculta bajo tierra recorría el priorato y proporcionaba agua limpia procedente de la ciudad, la cual alimentaba las fuentes del claustro, la cocina y el hospital. Un conducto independiente de la corriente subterránea servía para evacuar las letrinas. Caris tenía ganas de construir algún día una nueva letrina contigua al hospital para que los pacientes de edad avanzada como Julie no tuvieran que desplazarse tan lejos.

El extraño la siguió.

—Lávate las manos —le ordenó ella tendiéndole el cuenco.

Él vaciló, pero al fin tomó el recipiente que le ofrecía.

Ella se lo quedó mirando. Tenía más o menos su misma edad, veintinueve años.

—¿Quién eres? —le preguntó.

—Gilbert de Hereford, un peregrino —respondió el hombre—. He venido para rendir culto a las reliquias de San Adolfo.

—En ese caso te invito a pasar la noche en el hospital, siempre que me trates con respeto; a mí y a cualquier otra persona de este lugar, por supuesto.

—Sí, hermana.

Caris regresó al claustro. Hacía un agradable tiempo primaveral y el sol brillaba en las desgastadas piedras del patio. En la parte oeste la hermana Mair enseñaba a las alumnas de la escuela un nuevo cántico y Caris se detuvo a observarla. La gente decía que Mair parecía un ángel: tenía la piel clara, los ojos vivos y una boca en forma de arco. En sentido estricto, la escuela era una de las responsabilidades de Caris, pues ella era la hospedera y se ocupaba de todo aquél que entraba en el convento procedente del mundo exterior. Ella misma había asistido a aquella escuela hacía casi veinte años.

Había diez alumnas, de nueve a quince años de edad. Algunas eran hijas de mercaderes de Kingsbridge, otras eran descendientes de nobles. El cántico, que alababa la bondad de Dios, tocó a su fin y una de las niñas preguntó:

—Hermana Mair, si Dios es bueno, ¿por qué permitió que mis padres murieran?

Se trataba de la interpretación personal que la niña hacía de la clásica pregunta que todos los jóvenes inteligentes formulaban más tarde o más temprano: ¿cómo era posible que ocurrieran cosas malas? La propia Caris se lo había preguntado en su momento. Observó con interés a la pequeña curiosa; era Tilly Shiring, la sobrina de doce años del conde Roland, una niña con una mirada pícara que gustaba a Caris. La madre de Tilly había muerto desangrada después de dar a luz a la pequeña y su padre se había roto el cuello en un accidente de caza no mucho después, así que ella había crecido en casa del conde.

Mair le respondió con un discurso anodino sobre las misteriosas formas de actuar de Dios. Resultaba evidente que Tilly no había quedado satisfecha, pero fue incapaz de expresar su recelo y guardó silencio. Más adelante volvería a formular la misma pregunta, Caris estaba segura.

Mair les indicó que volvieran a iniciar el cántico y se acercó a hablar con Caris.

—Es una chica brillante —opinó Caris.

—La mejor de la clase. Dentro de un par de años me rebatirá los argumentos con contundencia.

—Me recuerda a alguien —dijo Caris frunciendo el entrecejo—. Estoy intentando acordarme de su madre…

Mair posó con suavidad la mano en el brazo de Caris. Los gestos de afecto estaban prohibidos entre las monjas, pero Caris no se mostraba estricta con ese tipo de cosas.

—Te recuerda a ti misma —concluyó Mair.

Caris se echó a reír.

—Yo nunca he sido tan guapa.

Sin embargo, Mair estaba en lo cierto. Ya de niña, Caris formulaba preguntas guiada por su escepticismo. Más tarde, cuando se hizo novicia, provocaba una discusión cada vez que asistía a una clase de teología, y en menos de una semana la madre Cecilia ya se había visto obligada a ordenarle que guardara silencio durante las lecciones. Luego, Caris había empezado a saltarse las reglas de la comunidad y a responder a las reprimendas cuestionando la base sobre la que se fundamentaba la disciplina del convento. Una vez más le habían impuesto el silencio.

Al cabo de poco tiempo, la madre Cecilia le propuso un trato: Caris podía pasar la mayor parte del tiempo en el hospital —una parte del trabajo de las monjas en la que creía— y saltarse los oficios siempre que fuera necesario; a cambio, tendría que dejar de desobedecer las reglas y guardarse para sí sus ideas sobre la teología. Ella había aceptado, con reservas y a regañadientes, pero Cecilia era sabia y la solución había funcionado. De hecho, todavía funcionaba, pues Caris pasaba la mayor parte del tiempo supervisando el hospital. Faltaba a más de la mitad de los oficios y rara vez decía o hacía algo que resultara abiertamente subversivo.

Mair sonrió.

—Ahora sí que eres guapa —opinó—, sobre todo cuando te ríes.

Caris se sintió momentáneamente cautivada por los ojos azules de Mair. Entonces oyó el grito de una niña.

Se dio media vuelta. El chillido no provenía del grupo del claustro, sino del hospital. Recorrió a toda prisa el pequeño pasillo y vio que Christopher Blacksmith entraba con una niña de unos ocho años. La pequeña, a quien Caris reconoció como la hija de éste, Minnie, daba alaridos de dolor.

—Tiéndela en un jergón —le ordenó Caris.

Christopher obedeció.

—¿Qué ha ocurrido?

El hombre, que era de constitución fuerte, estaba aterrorizado y hablaba en un extraño tono agudo.

—Ha tropezado en mi taller y ha caído con el brazo sobre una barra de hierro candente. ¡Haz algo por ella, hermana! ¡Rápido, está sufriendo mucho!

Caris acarició la mejilla de la niña.

—Vamos, vamos, Minnie, enseguida te aliviaremos el dolor.

El extracto de semilla de amapola era demasiado fuerte, pensó: podría matar a un niño pequeño. Necesitaba un preparado más suave.

—Nellie, ve a mi botica y tráeme un tarro en el que pone «esencia de cáñamo indio». Ve rápido pero no corras, porque si tropiezas y se rompe el frasco nos llevará horas preparar una nueva dosis.

Nellie se alejó a toda prisa.

Caris examinó el brazo de Minnie. La quemadura tenía mal aspecto pero, por suerte, sólo afectaba al brazo; no era nada comparado con las peligrosas heridas que la gente sufría en todo el cuerpo cuando se incendiaba una casa. La mayor parte del antebrazo de la niña presentaba grandes ampollas inflamadas y hacia la mitad, la piel se había abrasado y dejaba al descubierto la carne calcinada.

Levantó la cabeza para pedir ayuda y vio a Mair.

—Ve a la cocina y tráeme un cuarto de litro de vino y la misma cantidad de aceite de oliva; en dos cantarillas distintas, por favor. Tanto el vino como el aceite tienen que estar templados, pero no calientes.

Mair se marchó y Caris se dirigió a la pequeña.

—Minnie, tienes que procurar dejar de gritar. Ya sé que te duele, pero escúchame: voy a darte una medicina que te aliviará.

Los gritos remitieron un poco y empezaron a transformarse en sollozos.

Nellie llegó con la esencia de cáñamo indio. Caris vertió una pequeña cantidad en una cuchara y la introdujo dentro de la boca abierta de Minnie, tapándole la nariz. La pequeña tragó y empezó a gritar de nuevo, pero al cabo de un momento se calmó.

—Dame una toalla limpia —pidió Caris a Nellie.

En el hospital utilizaban grandes cantidades de toallas y, por orden de Caris, en el armario de detrás del altar siempre había muchas limpias.

Mair regresó de la cocina con el aceite y el vino. Caris colocó una toalla en el suelo junto al jergón de Minnie y depositó el brazo quemado de la niña sobre ésta.

—¿Cómo te encuentras? —le preguntó.

—Me duele —gimió Minnie.

Caris asintió con satisfacción. Eran las primeras palabras coherentes que la paciente pronunciaba. Lo peor ya había pasado.

Minnie empezó a mostrarse adormilada tan pronto como el cáñamo hizo efecto.

—Voy a ponerte una cosa en el brazo para que te cures —dijo Caris—. Intenta estarte quieta, ¿de acuerdo?

Minnie asintió.

Caris vertió un poco de vino templado en la muñeca de Minnie, donde la quemadura era más leve. La pequeña se estremeció, pero no hizo el menor amago de apartar el brazo. Animada, Caris fue desplazando poco a poco la cantarilla por el brazo en sentido ascendente y limpió con el vino la peor parte de la herida. Luego hizo lo propio con el aceite de oliva para que éste suavizara la zona y la protegiera de los posibles agentes infecciosos del ambiente. Al fin, le envolvió el brazo con una toalla limpia para mantener alejadas a las moscas.

Minnie gemía, aunque estaba medio dormida. Caris examinó su tez con inquietud. La niña tenía las mejillas sonrosadas por la presión sanguínea, lo cual era bueno, pues si hubiera palidecido sería señal de que la dosis había resultado demasiado fuerte.

A Caris siempre la ponía nerviosa administrar medicinas; pequeñas diferencias en la dosificación hacían variar el efecto y no disponía de ningún medio preciso para medir las porciones. Si eran demasiado pequeñas, la sustancia no surtía efecto; por el contrario, si administraba demasiada, resultaba peligrosa. Lo que más la asustaba era dar una cantidad excesiva a los niños, ya que los padres siempre la presionaban para que aumentara la dosis debido a la preocupación que sentían ante el dolor de sus pequeños.

En ese momento entró el hermano Joseph. Ya era un hombre de edad avanzada —en unos años cumpliría los sesenta— y se le habían caído todos los dientes, pero seguía siendo el mejor médico del priorato. Christopher Blacksmith se puso en pie de inmediato.

—Oh, hermano Joseph, gracias a Dios que estás aquí —se alegró—. Mi pequeña tiene una quemadura terrible.

—Vamos a echarle un vistazo —dijo Joseph.

Caris se hizo atrás y disimuló su enojo. Todo el mundo creía que los monjes eran médicos con gran poder de curación, casi capaces de obrar milagros, mientras que las monjas sólo servían para dar de comer a los pacientes y mantenerlo todo en orden. Hacía mucho tiempo que Caris había dejado de combatir aquella actitud, pero aun así le seguía molestando.

Joseph retiró la toalla; observó el brazo de la paciente y palpó el tejido quemado con los dedos. En medio del sueño provocado por el fármaco, Minnie emitió un gemido.

—Es una quemadura delicada, pero no mortal —diagnosticó. Se volvió hacia Caris—. Prepara una cataplasma con tres partes de grasa de pollo, tres más de excrementos de cabra y una de blanco de plomo. Luego cubre con ella la quemadura; servirá para que salga el pus.

—Sí, hermano.

Caris tenía sus dudas acerca de la eficacia de las cataplasmas, pues había observado que muchas heridas sanaban bien sin necesidad de que apareciese el pus que los monjes consideraban tan buena señal. Según su experiencia, aquellos ungüentos a veces infectaban las heridas. Sin embargo, los monjes no eran de la misma opinión; salvo el hermano Thomas, quien estaba convencido de que había perdido el brazo por culpa de la cataplasma que el prior Anthony le había prescrito veinte años atrás. No obstante, ésa era otra batalla que Caris había dado por perdida. Los métodos de los monjes gozaban de la autoridad de Hipócrates y Galeno, los autores que en la antigüedad habían escrito sobre medicina, y todo el mundo daba por sentado que eran apropiados.

Joseph se marchó y Caris se cercioró de que Minnie se sentía bien, lo cual confortó a su padre.

—Cuando se despierte, tendrá sed. Asegúrate de que disponga de bebida abundante, puede tomar cerveza no muy fuerte o agua con vino.

No se apresuró en preparar la cataplasma, pues pensaba darle a Dios unas cuantas horas para que obrara por su cuenta antes de iniciar el tratamiento prescrito por Joseph. Las posibilidades de que el monje médico regresara más tarde para comprobar el estado de la paciente eran escasas. Envió a Nellie a recoger excrementos de cabra del césped de la parte oeste de la catedral y luego se dirigió a la botica.

La cámara se encontraba junto a la biblioteca de los monjes, pero por desgracia no disponía como ésta de grandes vidrieras sino que era oscura y pequeña. Sin embargo, sí que contaba con una mesa de trabajo, unos cuantos estantes para los tarros y los frascos y un pequeño fogón para calentar los ingredientes.

En un armario guardaba un pequeño cuaderno. El pergamino era caro y las libretas de hojas idénticas sólo se utilizaban para escritos sagrados. No obstante, Caris había reunido un montón de pedazos de formas diversas y los había cosido. Allí anotaba el historial de cada paciente aquejado por alguna dolencia grave. Escribía la fecha, el nombre del paciente, los síntomas y el tratamiento que se le había administrado; luego, añadía los resultados, detallando siempre con exactitud las horas o días que pasaban hasta que el estado del enfermo mejoraba o empeoraba. Con frecuencia consultaba casos anteriores para recordar lo efectivos que habían resultado ser los distintos tratamientos.

Al tomar nota de la edad de Minnie reparó en que su propia hija también tendría ocho años si ella no se hubiera tomado la poción de Mattie Wise. No sabía por qué pero estaba convencida de que su hijo habría sido una niña, y se preguntaba cómo habría reaccionado si hubiese sido ella quien hubiera sufrido el accidente. ¿Habría sido capaz de actuar también con serenidad ante la urgencia o, por el contrario, el miedo la habría llevado al borde de la histeria, igual que a Christopher Blacksmith?

Justo acababa de apuntar los datos del caso cuando sonó la campana anunciando el oficio de vísperas y se dispuso a asistir. Después sería hora de cenar y más tarde las monjas se irían a la cama para descansar un poco antes de que a las tres de la madrugada tuviera lugar el oficio de maitines.

Sin embargo, en lugar de acostarse, Caris regresó a la botica y preparó la cataplasma. Los excrementos de cabra no le causaban ningún reparo, pues cualquier persona que trabajara en un hospital estaba acostumbrada a cosas peores, pero le asombraba que Joseph considerara una buena idea colocar aquello sobre una quemadura.

Ya no podría aplicarla hasta la mañana siguiente, y como Minnie gozaba de buena salud, para entonces su estado habría mejorado considerablemente.

Mientras la preparaba, entró Mair.

Caris se la quedó mirando extrañada.

—¿Qué haces levantada?

Mair se colocó a su lado, ante la mesa de trabajo.

—He venido a ayudarte.

—Para preparar una cataplasma no hacen falta dos personas. ¿Qué diría la hermana Natalie?

Natalie era la supriora, encargada de mantener la disciplina, y sin su permiso ninguna monja podía salir del dormitorio durante la noche.

—Se ha quedado dormida enseguida. ¿De veras crees que no eres guapa?

—¿Te has levantado para hacerme esa pregunta?

—A Merthin debías de parecérselo.

Caris sonrió.

—Sí.

—¿Lo echas de menos?

Caris terminó con la mezcla y se volvió para lavarse las manos en un cuenco.

—Pienso en él a diario —confesó—. Ahora es el maestro constructor más rico de Florencia.

—¿Cómo lo sabes?

—Cada año, para la feria del vellón, Buonaventura Caroli me trae noticias de él.

—¿Y Merthin tiene noticias tuyas?

—¿Qué noticias? Yo no tengo nada que contar, soy monja.

—¿Sientes deseos de estar con él?

Caris se volvió y miró a Mair a los ojos.

—A las monjas les está prohibido desear a ningún hombre.

—Pero sí que pueden desear a otra mujer —dijo Mair, y se inclinó hacia delante para besar a Caris en la boca.

Caris se sorprendió tanto que, por un segundo, no reaccionó. Mair no se apartó y a Caris aquellos labios femeninos le parecieron muy suaves en comparación con los de Merthin. Se sentía perpleja, pero no escandalizada. Hacía siete años que nadie la besaba y de pronto adquirió conciencia de cuánto lo echaba de menos.

El silencio que impregnaba la estancia se quebró con un fuerte ruido procedente de la biblioteca contigua.

Mair se separó de ella dando un respingo, sintiéndose culpable.

—¿Qué ha sido eso?

—Ha sonado como si hubieran dejado caer al suelo una caja.

—¿Quién debe de andar ahí?

Caris frunció el entrecejo.

—A estas horas no debería haber nadie en la biblioteca; tanto los monjes como las monjas tendrían que estar en la cama.

Mair la miró con expresión asustada.

—¿Qué hacemos?

—Lo mejor será que echemos un vistazo.

Salieron de la botica. Aunque la cámara que la albergaba lindaba con la biblioteca, para acceder a ésta tuvieron que atravesar el claustro de las monjas y el de los monjes. La noche era oscura; por suerte, ambas llevaban viviendo allí varios años y eran capaces de encontrar el camino a ciegas. Al llegar a su destino, percibieron el parpadeo de una luz a través de las altas vidrieras. La puerta, que por la noche solía cerrarse con llave, estaba entreabierta.

Caris la abrió y, por un momento, no fue capaz de distinguir lo que veían sus ojos. Divisó un armario abierto y una mesa sobre la que había una caja y una vela, además de una figura de contorno impreciso. Al cabo de un momento, reparó en que el armario abierto era el tesoro donde se guardaban los cartularios y demás objetos de valor, y en que la caja era el cofre que contenía las joyas de oro y plata que se utilizaban en los oficios especiales que se celebraban en la catedral. La figura imprecisa extraía objetos de la caja y los iba depositando en una especie de saco.

De pronto, quien allí se encontraba levantó la cabeza y Caris lo reconoció. Se trataba de Gilbert de Hereford, el peregrino que había llegado aquel mismo día, aunque resultaba evidente que en realidad no era ningún peregrino ni, probablemente, tampoco de Hereford: era un ladrón.

Ambos permanecieron mirándose unos instantes, inmóviles, y luego Mair dio un grito. Gilbert apagó la vela y Caris cerró la puerta para entretenerlo unos minutos; a continuación, atravesó corriendo el claustro y se ocultó en un recoveco arrastrando a Mair consigo.

Se encontraban al pie de la escalera que conducía al dormitorio de los monjes. Estaba segura de que el grito de Mair los habría despertado, pero tardarían un poco en reaccionar.

—¡Ve a explicar a los monjes lo que ocurre! —gritó Caris a Mair—. ¡Corre! —Y Mair subió la escalera a toda prisa.

Caris oyó un crujido y supuso que era la puerta de la biblioteca al abrirse. Trató de percibir el ruido de los pasos sobre las losas del claustro, pero por lo visto Gilbert era un ladrón experimentado y avanzaba en silencio. Contuvo la respiración para intentar oír la de él. De pronto, en la planta superior estalló un gran alboroto.

El ladrón debió de darse cuenta de que sólo disponía de unos pocos segundos para huir y echó a correr, pues Caris oyó sus fuertes pisadas.

No le preocupaban demasiado los costosos ornamentos de la catedral, pensaba que probablemente el obispo y el prior estaban más interesados en ellos que el propio Dios; sin embargo, Gilbert le inspiraba aversión y no soportaba la idea de que pudiera hacerse rico a costa de robar en el priorato. Por eso salió de su escondite.

Apenas veía nada, pero no le cupo duda de que los pasos apresurados se dirigían hacia allí. Extendió los brazos para protegerse y el hombre chocó de lleno con ella. Caris perdió el equilibrio pero se aferró a las vestiduras del ladrón y ambos se precipitaron al suelo. El saco lleno de crucifijos y cálices golpeó el suelo con gran estruendo.

El dolor de la caída enfureció a Caris, así que soltó las prendas que asía y dirigió las manos hacia lo que creía que debía de ser el rostro del hombre. Cuando notó la piel, la arañó con fuerza. El ladrón soltó un alarido y Caris notó que los dedos se le empapaban de sangre.

Sin embargo, el hombre tenía más fuerza que ella y, forcejeando, logró situarse encima. En lo alto de la escalera de los monjes se encendió una luz que permitió que Caris viera a Gilbert, pero también que él la viera a ella, gracias a lo cual se sentó a horcajadas sobre su cuerpo y le propinó varios puñetazos en el rostro; primero con la mano derecha, luego con la izquierda y otra vez con la derecha. La mujer gritó de dolor.

La intensidad de la luz aumentó. En ese momento, los monjes bajaban la escalera a toda prisa y Caris oyó que Mair gritaba:

—¡Déjala en paz, bribón!

Gilbert se puso en pie de un salto y empezó a buscar el saco, pero ya era tarde: Mair se abalanzaba sobre él blandiendo un objeto contundente. El hombre recibió un golpe en la cabeza y se volvió dispuesto a defenderse, pero se encontró bajo una auténtica turba de monjes.

Caris se levantó. Mair se acercó a ella y ambas se abrazaron.

—¿Cómo te las has arreglado para detenerlo? —preguntó Mair.

—Primero le he hecho tropezar y luego le he arañado la cara. ¿Con qué le has golpeado tú?

—Con el crucifijo de madera del dormitorio.

—Desde luego —comentó Caris— está visto que no se nos da bien lo de poner la otra mejilla.