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Caris no consiguió averiguar la verdad acerca de Mattie Wise. Algunos decían que la habían capturado y que la habían encerrado en una celda del priorato, otros pensaban que iban a juzgarla aunque no estuviera presente, mientras que una tercera corriente de opinión aseguraba que en el juicio por herejía el acusado iba a ser alguien que nada tenía que ver con ella. Godwyn se negó a responder a las preguntas de Caris y el resto de los monjes decía no saber nada.

La muchacha se dirigió a la catedral el sábado por la mañana, decidida a defender a Mattie estuviera o no presente y a hacer lo propio con cualquier otra pobre anciana sometida a una acusación tan absurda como aquélla. ¿Por qué los monjes y los sacerdotes odiaban tanto a las mujeres? Rendían culto a la Santa Virgen pero trataban a cualquier otra fémina como si fuera la reencarnación del propio diablo. ¿Qué les sucedía?

En los tribunales seculares había un jurado encargado de evaluar la acusación y una audiencia preliminar, y Caris habría sabido de antemano cuáles eran las pruebas contra Mattie. Sin embargo, la Iglesia dictaba sus propias reglas.

Fuera lo que fuese lo que alegaran, Caris diría alto y claro que Mattie era una verdadera sanadora que utilizaba hierbas y sustancias medicamentosas y aconsejaba a la gente que pidiera a Dios que la ayudara a sanar. Seguro que algunos de los muchos ciudadanos a quienes Mattie había asistido se pronunciarían a su favor.

Caris permaneció de pie en el crucero norte, junto a Merthin, y recordó aquel sábado de hacía dos años en que se había celebrado el juicio de Nell la Loca. Ella había reconocido ante el tribunal que Nell estaba ida pero también había asegurado que era inofensiva. Sin embargo, no había servido de nada.

Ese día, igual que entonces, una gran multitud formada por ciudadanos y visitantes se había congregado en la catedral ansiosa por presenciar un drama: acusaciones, protestas, discusiones, histerismo, insultos y el espectáculo que suponía ver cómo azotaban a una mujer por las calles antes de colgarla en el Cruce de la Horca. Fray Murdo estaba presente. Siempre se presentaba en los juicios sensacionalistas porque le brindaban la oportunidad perfecta de hacer lo que mejor se le daba: despertar la histeria colectiva.

Mientras esperaban al clero, Caris dejó vagar la imaginación. Al día siguiente, en aquella misma iglesia, se casaría con Merthin. Betty Baxter y sus cuatro hijas estaban ya trabajando con afán para preparar el pan y el pastel que ofrecerían en el banquete. A la noche siguiente, dormiría junto con Merthin en su casa de la isla de los Leprosos.

El matrimonio había dejado de preocuparle. Había tomado una decisión y aceptaría las consecuencias. En realidad, se sentía muy feliz. A veces se extrañaba de que algo así hubiera podido asustarla tanto. Merthin no era capaz de esclavizar a nadie, pues no encajaba en absoluto con su forma de ser. De hecho, trataba con amabilidad incluso a Jimmie, su ayudante.

Por encima de todo, le encantaba la intimidad de sus relaciones sexuales. Era lo mejor que le había pasado en la vida. De lo que más ganas tenía era de tener una casa y una cama para ellos solos y así poder hacer el amor cuando les viniera en gana, al acostarse o al despertarse, a media noche o incluso en pleno día.

Al fin entraron los hermanos y las monjas, y al frente de ellos el obispo Richard y su ayudante, el arcediano Lloyd. Cuando hubieron tomado asiento, el prior Godwyn se puso en pie y anunció:

—Nos hemos reunido hoy aquí para demostrar la acusación de herejía presentada contra Caris, la hija de Edmund Wooler.

La multitud profirió un grito ahogado.

—¡No! —gritó Merthin.

Todo el mundo se volvió a mirar a Caris, atenazada por el pánico. No había sospechado nada y la realidad la golpeó como un puñetazo inesperado. Perpleja, preguntó:

—¿Por qué?

Pero nadie le contestó.

Recordó la advertencia de su padre acerca de la actitud extremista con que Godwyn reaccionaría ante la amenaza de un fuero municipal. «Ya sabes lo implacable que se muestra incluso en las disputas más nimias —había dicho Edmund—. Una cosa semejante desembocará en una auténtica guerra». Caris se estremeció al acordarse de cuál había sido su respuesta: «Pues muy bien; si quiere guerra la tendrá».

Con todo, las posibilidades de que Godwyn se saliera con la suya habrían sido escasas si su padre gozara de buena salud. Edmund habría luchado hasta paralizar a Godwyn y con toda probabilidad habría acabado con él. Sin embargo, el hecho de que Caris se encontrara sola cambiaba las cosas; no contaba con el poder de su padre, con su autoridad y el apoyo popular, todavía no. Sin él, resultaba muy vulnerable.

Vio a su tía Petranilla entre la muchedumbre. Era una de las pocas personas que no miraba a Caris. ¿Cómo era posible que permaneciera en silencio? Era lógico que, en general, apoyara a su hijo Godwyn, pero a buen seguro le pararía los pies, puesto que trataba de condenarla a muerte, ¿no era así? Una vez había afirmado incluso que deseaba ser como una madre para ella, ¿acaso no lo recordaba? No, algo le hacía pensar que no. Sentía demasiada devoción por su hijo y por eso no era capaz de mirar a Caris a los ojos. Había tomado de antemano la decisión de no interponerse en el camino de Godwyn.

Philemon se levantó.

—Monseñor —empezó, dirigiéndose al juez, aunque enseguida se volvió hacia la muchedumbre—. Como todo el mundo sabe, Mattie Wise ha huido temerosa de que la juzgaran ante su culpabilidad. Caris, la acusada, ha acudido con regularidad a casa de Mattie durante años y hace tan sólo unos días defendió a la mujer en esta misma catedral, de lo cual hay testigos.

Por eso Philemon le había hecho aquellas preguntas sobre Mattie, pensó Caris. Miró a Merthin a los ojos. El muchacho se había mostrado receloso ante el interrogatorio del monje, preguntándose qué diablos tramaba, y ahora se evidenciaba que tenía buenos motivos.

Al mismo tiempo, una parte de ella no salía de su asombro ante la transformación sufrida por Philemon. El muchacho torpe e infeliz había dado paso a un hombre arrogante y seguro de sí mismo capaz de situarse frente al obispo, el prior y la ciudadanía dispuesto a arrojar tanto veneno como una serpiente a punto de atacar.

—Se prestó a jurar que Mattie no es ninguna bruja. ¿Por qué lo habría hecho, sino para ocultar su propia culpabilidad? —dijo Philemon.

—¡Porque es inocente, y Mattie también, mendaz hipócrita! —protestó Merthin.

La intervención podría haberle costado el cepo, pero otros gritaban al mismo tiempo que él y el insulto quedó sin respuesta.

Philemon prosiguió:

—En los últimos días, Caris ha conseguido teñir milagrosamente la lana del tono escarlata italiano, algo que los tintoreros ingleses no habían conseguido jamás. ¿Cómo creéis que lo ha logrado? ¡Gracias a una fórmula mágica!

Caris oyó la voz ronca de Mark Webber.

—¡Eso es mentira!

—Como no puede hacerlo durante el día, anoche encendió una hoguera en el patio de su casa, tal como los vecinos apreciaron.

Caris tuvo el presentimiento de que Philemon, con gran diligencia, había interrogado a sus propios vecinos.

—Y se puso a entonar unas extrañas rimas. ¿Por qué? —Para no aburrirse, Caris cantaba mientras sumergía los paños en agua hirviendo, pero Philemon tenía la habilidad de transformar una banalidad inocente en una prueba de maldad. Bajó la voz hasta un susurro afectados de misterio y prosiguió—: Porque, en secreto, pedía ayuda al príncipe de las tinieblas… —Alzó el tono hasta gritar—: ¡Lucifer!

La multitud emitió un enfervorizado grito de espanto.

—¡Es el color escarlata de Satanás!

Caris miró a Merthin. El muchacho se había quedado horrorizado.

—¡Los muy estúpidos empiezan a pensar que tiene razón! —exclamó.

Caris recobró el valor.

—No desesperes —lo tranquilizó—. Yo también tengo cosas que decir.

Él le tomó la mano.

—Ése no es el único conjuro que ha pronunciado —prosiguió Philemon en un tono más normal—. Mattie Wise preparaba elixires de amor. —Se volvió alrededor con mirada acusatoria—. Seguro que en esta iglesia hay más de una muchacha cruel que ha hecho uso de los poderes de Mattie para seducir a algún hombre.

«Incluida tu propia hermana», pensó Caris. ¿Lo sabría Philemon?

—Esta novicia va a presentar su testimonio —anunció.

Elizabeth Clerk se puso en pie. Con la voz queda y los ojos fijos en el suelo, era la viva estampa de la modestia monjil.

—Juro por mi salvación decir la verdad —empezó—: Merthin Builder era mi prometido.

—¡Mentirosa! —gritó Merthin.

—Estábamos enamorados y éramos muy felices juntos —prosiguió Elizabeth—. De pronto, él empezó a cambiar, me parecía un extraño. Me trataba con mucha frialdad.

—¿Os extrañó alguna otra cosa de él, hermana? —preguntó Philemon.

—Sí, hermano. Le vi manejar el cuchillo con la mano izquierda.

La multitud lo comprendió enseguida: la zurdera era una señal inequívoca de que alguien estaba embrujado. Sin embargo, en realidad —tal como Caris sabía bien— Merthin era ambidiestro.

—Luego me dijo que iba a casarse con Caris —explicó Elizabeth.

Caris pensó que resultaba asombroso con qué facilidad podía tergiversarse la verdad para que resultara siniestra. Ella tenía muy claro lo que había ocurrido: Merthin y Elizabeth habían sido amigos hasta que ésta le había expresado su deseo de querer ir más allá de la simple amistad, ante lo cual él le había confesado que su amor no era correspondido y por eso se habían distanciado. Sin embargo, era mucho más efectista atribuirlo a un embrujo satánico.

Elizabeth debía de estar convencida de que decía la verdad, pero Philemon sabía que todo era mentira, y a Philemon lo utilizaba Godwyn. ¿Cómo era posible que tanta maldad permitiera al prior mantener la conciencia tranquila? ¿Acaso se decía a sí mismo que el bien del priorato justificaba cualquier cosa?

—Sé que jamás podré amar a ningún otro hombre, por eso decidí entregar mi vida a Dios —terminó Elizabeth y se sentó.

El testimonio resultaba una prueba muy convincente y, consciente de ello, Caris cayó presa de la desesperanza y su ánimo se ensombreció como el cielo en invierno. El hecho de que Elizabeth se hubiera hecho monja confería mayor credibilidad a su declaración. Ejercía una especie de chantaje emocional: ¿cómo no vais a creerme después del enorme sacrificio que he hecho?

La multitud guardaba más silencio que antes. Aquello no era equiparable al alegre espectáculo que representaba el hecho de contemplar cómo condenaban a una vieja chalada. Lo que estaban presenciando era una lucha en la que estaba en juego la vida de una conciudadana.

Philemon intervino en ese momento.

—La prueba irrefutable, monseñor, la aporta el testimonio final, un miembro de la propia familia de la acusada: su cuñado, Elfric Builder.

Caris sofocó un grito. Ya la habían acusado su primo, Godwyn, y el hermano de su mejor amiga, Philemon; y también Elizabeth. Pero lo que estaba a punto de suceder era mucho peor, pues el hecho de que el marido de su hermana se pronunciara en su contra era una auténtica traición. Seguro que después de aquello nadie volvería a respetar a Elfric.

El hombre se puso en pie. La expresión desafiante de su rostro hizo notar a Caris que se avergonzaba de sí mismo.

—Juro por mi salvación decir la verdad —empezó.

Caris buscó con la mirada a su hermana, Alice, pero no la vio. Seguro que si hubiera estado allí le habría parado los pies a Elfric, y sin duda él la había hecho quedarse en casa con cualquier excusa. Era probable que no supiera nada de todo aquello.

—Caris habla con seres invisibles en cámaras desiertas —aseguró Elfric.

—¿Con espíritus? —apuntó Philemon.

—Me temo que sí.

Se oyó un murmullo de horror procedente de la multitud.

Caris era consciente de que muchas veces hablaba sola y, aunque se avergonzaba un poco de ello, siempre había pensado que era un hábito inofensivo. Su padre opinaba que era frecuente en las personas con gran capacidad imaginativa. Sin embargo, ahora utilizaban aquella costumbre para condenarla. Reprimió una protesta. Era mejor dejar que el juicio siguiera su curso, luego refutaría todas las acusaciones, una a una.

—¿Cuándo lo hace? —preguntó Philemon a Elfric.

—Cuando cree que está sola.

—¿Y qué dice?

—Resulta difícil entenderla. Creo que habla en otro idioma.

La muchedumbre también reaccionó ante aquella afirmación, pues se decía que las brujas y sus familiares se comunicaban en un idioma propio que nadie más era capaz de entender.

—¿Qué te parece que dice?

—A juzgar por su tono de voz, pide ayuda; pide tener buena suerte y maldice a los que causan sus infortunios. Ese tipo de cosas.

—¡Eso no prueba nada! —gritó Merthin. Todo el mundo se lo quedó mirando, y él aprovechó para añadir—: ¡Ha reconocido que no la entiende! ¡Se lo está inventando!

Se oyó un rumor de consenso por parte de los ciudadanos más sensatos, pero no resultó tan audible ni indignado como a Caris le habría gustado.

El obispo Richard habló por primera vez.

—Callaos —ordenó—. Cualquier persona que interfiera en el proceso será expulsada por el alguacil. Continúa, por favor, hermano Philemon, pero no animes a los testigos a inventarse pruebas cuando admitan no conocer la verdad.

«Por lo menos demuestra imparcialidad», pensó Caris. Richard y su familia no sentían ningún aprecio por Godwyn después del revuelo que se había creado en torno a la boda de Margery, aunque, por otra parte, al tratarse de un clérigo era lógico que Richard no deseara que el priorato dejara de ejercer el control sobre la ciudad. Bueno, tal vez al menos se mostrara neutral en aquel asunto. Sus esperanzas aumentaron un poco.

Philemon se dirigió a Elfric.

—¿Crees que las presencias con las que habla la ayudan de algún modo?

—Es lo más probable —respondió Elfric—. Los amigos de Caris, las personas que gozan de su favor, son afortunadas. Merthin se ha convertido en un maestro constructor muy reconocido a pesar de que ni siquiera llegó a completar su formación como aprendiz de carpintero. Mark Webber era pobre y ahora es rico. La amiga de Caris, Gwenda, se ha casado con Wulfric pese a que él estaba prometido con otra muchacha. ¿Cómo es posible que sucedan esas cosas, si no es gracias a la ayuda sobrenatural?

—Gracias.

Elfric se sentó.

Mientras Philemon recapitulaba las pruebas, Caris luchó contra el terror creciente que la invadía. Trató de apartar de sí la visión de Nell la Loca recibiendo azotes detrás del carro y se esforzó por concentrarse en lo que alegaría en defensa propia. Podía reducir al absurdo todas y cada una de las afirmaciones que se habían hecho sobre ella, pero tal vez con eso no fuera suficiente. Tenía que explicar por qué aquellas personas mentían y exponer cuáles eran los motivos que las impulsaban a hacerlo.

Cuando Philemon terminó, Godwyn le preguntó si tenía algo que decir. Con una voz clara que expresaba mayor confianza de la que sentía, la muchacha respondió:

—Pues claro que tengo algo que decir.

Se abrió paso hasta situarse frente a la multitud; no pensaba permitir que sus acusadores monopolizaran la posición de dominio. Se tomó su tiempo e hizo que todos la esperaran. Luego, se dirigió al sitial y miró a Richard a los ojos.

—Monseñor: juro por mi salvación decir la verdad. —Se volvió hacia los allí congregados y añadió—: He notado que Philemon no lo ha hecho.

Godwyn la interrumpió:

—Es un monje, no hace falta que preste juramento.

Caris alzó la voz:

—¡Mejor para él! ¡De otro modo, ardería en el infierno por todas las mentiras que hoy ha dicho!

«Un punto a mi favor», pensó y sintió renacer sus esperanzas.

Se dirigió a la multitud. Aunque le correspondía al obispo tomar la decisión, la reacción de la ciudadanía le influiría mucho puesto que no era un hombre de nobles principios.

—Mattie Wise ha ayudado a sanar a muchas personas de esta ciudad —empezó—. Hace dos años, el día en que el puente se derrumbó, ella fue una de las primeras en atender a los heridos junto con la madre Cecilia y las monjas. Al mirar hoy a las personas reunidas en esta iglesia, veo a muchos a quienes su ayuda benefició en aquel terrible momento. ¿Alguien la oyó invocar al diablo ese día? Si es así, que hable.

Hizo una pausa para que el silencio se grabara en las mentes de su auditorio.

A continuación, señaló a Madge Webber.

—Mattie te dio una poción que le bajó la fiebre a tu hijo. ¿Qué te dijo entonces?

Madge parecía asustada. Nadie se sentía cómodo teniendo que testificar a favor de una persona acusada de brujería. Sin embargo, Madge le debía mucho a Caris. Se irguió, adoptó una actitud desafiante y declaró:

—Mattie me dijo lo siguiente: «Pide a Dios que te ayude, pues sólo Él es capaz de sanar».

Luego Caris señaló al alguacil.

—John: Mattie aplacó tu dolor cuando Matthew Barber tuvo que recolocarte los huesos rotos. ¿Qué te dijo?

John solía formar parte del bando acusador y también pareció incomodarse, pero dijo la verdad con voz clara:

—Me dijo: «Pide a Dios que te ayude, pues sólo Él es capaz de sanar».

Caris se volvió hacia la muchedumbre.

—Todo el mundo sabe que Mattie no es ninguna bruja. Philemon se pregunta por qué ha huido si eso es cierto. La respuesta es muy sencilla. Tenía miedo de que la gente contara mentiras sobre ella, igual que las han contado sobre mí. ¿Alguna de vosotras, mujeres, se sentiría tranquila si la acusaran de herejía y tuviera que demostrar su inocencia ante un tribunal formado por sacerdotes y monjes? —Miró alrededor y clavó los ojos en las mujeres más prominentes de la ciudad: Lib Wheeler, Sarah Taverner y Susanna Chepstow.

—Os explicaré por qué preparo el tinte de noche —prosiguió—. ¡Pues porque los días se me quedan cortos! Como muchos de vosotros, mi padre no consiguió vender toda la lana el año pasado y yo decidí convertir la materia virgen en algo que tuviera más demanda. Me costó mucho descubrir la fórmula pero al final lo conseguí trabajando muchas horas, día y noche… pero sin la ayuda de Satanás. —Hizo una pausa para tomar aliento.

Cuando reanudó su discurso, utilizó un tono de voz más dicharachero.

—Se me acusa de haber embrujado a Merthin. Tengo que admitir que los argumentos son convincentes, sólo tenéis que mirar a la hermana Elizabeth. Levántate, por favor, hermana.

De mala gana, Elizabeth se puso en pie.

—Es guapa, ¿verdad? —admitió Caris—. Y también es muy inteligente. Además, es hija de un obispo. ¡Oh, perdonadme, monseñor! No he querido ofenderos.

La multitud ahogó una risita ante el descarado ataque. Godwyn se mostró ultrajado pero el obispo Richard disimuló una sonrisa.

—La hermana Elizabeth no entiende por qué un hombre me prefiere a mí antes que a ella, ni yo tampoco. Por extraño que parezca, Merthin me ama tal como soy. Ni yo misma me lo explico. Siento que Elizabeth se lo haya tomado tan mal. Si viviéramos en los tiempos del Antiguo Testamento, Merthin podría tener dos esposas y todo el mundo sería feliz. —La gente rio abiertamente ante la ocurrencia. Caris aguardó a que el murmullo de risas se apagara y luego añadió en tono grave—: Sin embargo, lo que más siento es que los simples celos de una mujer despechada sirvan de pretexto a un novicio no muy de fiar para presentar un cargo tan serio como una acusación de herejía.

Philemon se puso en pie dispuesto a protestar por haber sido tachado de poco digno de confianza; no obstante, el obispo Richard lo acalló con un ademán y dijo:

—Déjala hablar, déjala hablar.

Caris decidió que ya había hablado bastante de Elizabeth y pasó al siguiente punto.

—Confieso que a veces utilizo un vocabulario vulgar cuando estoy sola, sobre todo si acabo de golpearme el dedo del pie. Pero tal vez os preguntéis por qué mi propio cuñado testifica en mi contra y os dice que en mis murmullos invoco a los espíritus del mal. Me temo que conozco la respuesta. —Hizo una pausa y adoptó un tono solemne—. Mi padre está enfermo. Si él muere, mi hermana y yo nos repartiremos su fortuna. Claro que si yo muero antes, mi hermana lo heredará todo. Y mi hermana es la esposa de Elfric.

Hizo una pausa y miró a la congregación con aire burlón.

—¿Os sorprende? —preguntó—. A mí también, pero hay hombres que matan por menos dinero.

Avanzó un poco, como si hubiera terminado, y Philemon se levantó del banco en el que estaba sentado. Entonces, Caris se volvió y se dirigió a él en latín.

Caput tuum in ano est.

Los monjes prorrumpieron en carcajadas y Philemon se sonrojó.

Caris se volvió hacia Elfric.

—No me has entendido, ¿verdad, Elfric?

—No —respondió el hombre enfurruñado.

—Ya, y por eso crees que estaba hablando en algún idioma siniestro propio de brujas. —Se volvió hacia Philemon—. Hermano, tú sí que sabes en que lengua he hablado, ¿no es así?

—En latín —contestó Philemon.

—Tal vez puedas explicarnos qué acabo de decirte.

Philemon se volvió hacia el obispo, buscando su apoyo, pero Richard se estaba divirtiendo mucho y se limitó a decir:

—Responde a la pregunta.

Furioso, Philemon le obedeció.

—Ha dicho: «Tienes la cabeza en el culo».

Los ciudadanos estallaron en risas y Caris regresó a su sitio.

Cuando el ruido cesó, Philemon empezó a hablar, pero Richard le interrumpió.

—No necesito oír nada más de lo que tengas que decir —le espetó—. Has pronunciado una rotunda acusación contra la muchacha y ella ha construido una defensa contundente. ¿Hay alguien más que tenga algo que decir sobre este caso?

—Yo, monseñor. —Fray Murdo avanzó hacia delante. Algunos de los ciudadanos lo aclamaron y otros protestaron, y es que Murdo provocaba reacciones encontradas—. La herejía es nefasta —empezó a decir con la voz sonora característica de las prédicas—. Corrompe el alma de mujeres y hombres…

—Gracias, hermano, pero ya sé qué hace la herejía —lo interrumpió Richard—. ¿Tienes algo más que decir? Si no…

—Tan sólo eso —respondió Murdo—. Convengo y reitero…

—Pues si ya se ha dicho…

—… que, tal como vos habéis dicho, la acusación ha sido rotunda y la defensa también.

—En ese caso…

—Quiero proponer una solución.

—Muy bien, hermano Murdo, ¿de qué se trata? En pocas palabras.

—Que la examinen para ver si presenta la marca del diablo.

Caris creyó que se le había parado el corazón.

—Claro —convino el obispo—. Me parece que ya recomendaste lo mismo en otro juicio.

—Sí, monseñor, pues el diablo succiona con avidez la cálida sangre de sus acólitos con su tetina especial igual que un recién nacido succiona los pechos henchidos…

—Sí, gracias, hermano, no hacen falta más detalles. Madre Cecilia, ¿podéis tú y algunas de las monjas llevaros a la acusada para examinarla?

Caris se quedó mirando a Merthin. El muchacho había palidecido de horror. Ambos estaban pensando lo mismo.

Caris tenía un lunar.

Era diminuto, pero las monjas lo encontrarían… Y justo en uno de los lugares en que, según se creía, el diablo estaba más interesado: en la parte izquierda de su vulva, justo al lado de la abertura. Era de color marrón oscuro y el vello castaño rojizo de alrededor no conseguiría ocultarlo. La primera vez que Merthin lo había visto, había bromeado sobre él: «Fray Murdo creería que eres una bruja… Es mejor que no se lo enseñes». Y Caris se había echado a reír y le había respondido: «No lo haría aunque fuera el único hombre del mundo».

¿Cómo podían haber hablado con tanta despreocupación? Ahora la condenarían a muerte por su causa.

Miró a su alrededor desesperada. Habría salido corriendo, pero la rodeaban cientos de personas y algunas la habrían detenido. Vio que Merthin se llevaba la mano a la daga envainada en el cinturón, pero aunque ésta hubiera sido una espada y él un gran luchador —lo cual no era el caso—, no habría logrado abrirse paso entre una multitud semejante.

La madre Cecilia se le acercó y la tomó de la mano.

Caris decidió que escaparía en cuanto saliera de la iglesia; cruzaría el claustro y le resultaría fácil huir.

Entonces Godwyn dijo:

—Alguacil, elija a uno de sus ayudantes y escolten a la mujer hasta el lugar donde vayan a examinarla; luego aguarden en la puerta hasta que hayan terminado.

Cecilia no habría podido detener a Caris, pero dos hombres sí.

John miró a Mark Webber, que solía ser el preferido de sus ayudantes. Caris sintió un amago de esperanza, pues Mark era su leal amigo. Pero al parecer el alguacil pensó lo mismo, porque en lugar de a Mark eligió a Christopher Blacksmith.

Cecilia tiró son suavidad de la mano de Caris.

Como si caminara en sueños, la muchacha permitió que la guiara hasta el exterior de la iglesia. Salieron por la puerta norte; la hermana Mair y Julie la Anciana iban detrás de Cecilia y Caris, y John Constable y Christopher Blacksmith las seguían de cerca. Cruzaron el claustro, entraron en el convento de las monjas y se dirigieron al dormitorio. Los dos hombres aguardaron fuera.

Cecilia cerró la puerta.

—No hace falta que me examinéis —dijo Caris en tono monótono—. Tengo una marca.

—Ya lo sabemos —respondió Cecilia.

Caris frunció el entrecejo.

—¿Cómo lo sabéis?

—Nosotras te aseamos —dijo volviéndose hacia Mair y Julie—, las tres. Fue cuando estuviste en el hospital hace dos años, por Navidad. Sufriste una intoxicación por algo que habías comido.

Cecilia no sabía —o fingía no saber— que Caris había ingerido una sustancia para interrumpir el embarazo. La mujer prosiguió:

—Vomitabas y tenías descomposición; te lo hacías todo encima y sangrabas sin parar. Tuvimos que lavarte muchas veces. Todas vimos el lunar.

La desesperación se apoderó de Caris, invadiéndola en una oleada incoercible. Cerró los ojos.

—Así, me condenaréis a muerte —dijo con la voz tan apagada que pareció un susurro.

—No necesariamente —respondió Cecilia—. Hay otra solución.

*

La aflicción embargaba a Merthin. Caris no tenía salida. La condenarían a muerte y él no podía hacer nada por impedirlo. No habría logrado rescatarla ni siquiera siendo Ralph, con sus anchos hombros, su espada y su afición por la violencia. Sabía dónde tenía Caris el lunar y estaba seguro de que las monjas lo encontrarían; de hecho, era el lugar que examinarían con más atención.

A su alrededor se elevaban las animadas conversaciones de la multitud. Las distintas personas se pronunciaban a favor o en contra de Caris, repitiendo el juicio, pero a él le parecía estar dentro de una burbuja y le costaba seguir cualquier argumentación. En sus oídos el rumor sonaba igual que el redoble de un centenar de tambores.

Se descubrió mirando a Godwyn y preguntándose qué estaría pensando. Merthin podía entender a los otros: Elizabeth se consumía de celos, a Elfric lo dominaba la avaricia y Philemon era la pura estampa de la malevolencia. Sin embargo, el prior lo tenía desconcertado. Godwyn había crecido junto a su prima Caris y sabía que no era ninguna bruja. A pesar de ello, estaba dispuesto a verla morir. ¿Cómo era posible que hiciera algo tan cruel? ¿Con qué excusa se engañaba? ¿Acaso se convencía de que todo era por la gloria de Dios? Había habido un tiempo en que Godwyn parecía imbuido del don del progresismo y la honradez, el remedio contra el conservadurismo intolerante del prior Anthony. Sin embargo, había resultado peor que éste: perseguía los mismos objetivos anticuados de manera más despiadada.

«Si Caris muere —pensó Merthin—, mataré a Godwyn».

Sus padres se acercaron a él. Habían asistido a todo el juicio en la catedral. Su padre le dijo algo pero Merthin no lo entendió.

—¿Qué? —preguntó.

Entonces se abrió la puerta norte y la multitud guardó silencio. La madre Cecilia entró sola y cerró la puerta tras de sí. Se oyó un murmullo de curiosidad. ¿Qué sucedía?

Cecilia se dirigió al sitial del obispo.

—¿Y bien, reverenda madre? —preguntó Richard—. ¿Qué tienes que decir al tribunal?

—Caris ha confesado… —empezó Cecilia despacio.

De la muchedumbre procedió un clamor de asombro. Cecilia alzó la voz.

—Ha confesado sus pecados.

De nuevo reinó el silencio. ¿Qué significaba aquello?

—Pero ha recibido la absolución…

—¿De quién? —La cortó Godwyn—. ¡Una monja no puede otorgar la absolución!

—Del padre Joffroi.

Merthin conocía a Joffroi. Era el sacerdote de St. Mark, la iglesia de la que Merthin había reparado el tejado. Joffroi no sentía simpatía hacia Godwyn.

Pero ¿qué había ocurrido? Todo el mundo aguardaba a que Cecilia lo explicara.

La mujer prosiguió.

—Caris desea ingresar como novicia en el priorato.

Un nuevo clamor de asombro de los allí congregados la interrumpió, pero ella alzó la voz:

—Y yo he aceptado.

Se oyeron protestas airadas. Merthin vio a Godwyn desgañitándose, pero sus palabras no surtieron ningún efecto; Elizabeth se mostraba encolerizada; Philemon dirigió a Cecilia una mirada llena de odio; Elfric parecía perplejo y Richard, divertido. Él, por su parte, trataba de dilucidar las implicaciones. ¿Admitiría el obispo la decisión? Si así era, ¿significaba que había terminado el juicio? ¿Se había salvado Caris de la ejecución?

Al fin el murmullo se apagó. En cuanto su voz resultó audible, Godwyn habló con el rostro pálido de ira.

—¿Ha confesado o no ser una hereje?

—La confesión es sagrada —respondió Cecilia impasible—. No sé lo que le ha dicho al sacerdote, y aunque lo supiera no te lo contaría, ni a ti ni a nadie.

—¿Lleva la marca de Satanás?

—No la hemos examinado. —Merthin se apercibió de que la respuesta era una evasiva, pero la mujer se apresuró a añadir—: No ha sido necesario puesto que ha recibido la absolución.

—¡Eso es inaceptable! —bramó Godwyn, olvidándose de que era Philemon quien supuestamente mantenía la acusación—. ¡La reverenda madre no puede interferir en el proceso de esta manera!

—Gracias, padre prior —lo atajó el obispo Richard.

—¡La resolución del tribunal debe llevarse a cabo!

—¡Ya está bien, padre prior, es suficiente! —exclamó Richard levantando la voz.

Godwyn abrió la boca para protestar pero lo pensó mejor.

—No quiero oír más argumentos —dijo Richard—. Ya he tomado una decisión y voy a anunciarla.

Se hizo un silencio sepulcral.

—La propuesta de que a Caris se le permita ingresar en el convento de monjas me parece interesante. Si es bruja, no podrá hacer ningún mal en un entorno sagrado, pues el diablo no puede entrar allí. Por otra parte, si no lo es, la decisión nos librará del error de condenar a una inocente. Tal vez el convento no responda a la forma de vida que Caris habría elegido libremente, pero la consolará saber que consagrará su existencia a servir a Dios. En conclusión, la solución me parece acertada.

—¿Y qué ocurrirá si abandona el convento? —inquirió Godwyn.

—Buena observación —dijo el obispo—. Por eso voy a condenarla a muerte formalmente, pero la sentencia quedará suspendida mientras sea monja. Si renuncia a los votos, la sentencia se cumplirá.

«Ya está —pensó Merthin desesperado—, una condena a cadena perpetua». A sus ojos asomaron lágrimas de rabia y pesadumbre.

Richard se puso en pie.

—¡Se levanta la sesión! —concluyó Godwyn.

El obispo se marchó seguido de los hermanos y las monjas en procesión.

Merthin estaba aturdido. Su madre le habló en tono de consuelo pero él la soslayó. Se dejó llevar por la oleada de gente hasta la puerta oeste de la catedral y salió al jardín. Los comerciantes recogían la mercancía restante y desmontaban los puestos: una vez más, la feria del vellón tocaba a su fin. Se dio cuenta de que Godwyn se había salido con la suya. Con Edmund moribundo y Caris fuera de circulación, Elfric se convertiría en el nuevo mayordomo y retiraría la solicitud del fuero municipal.

Se quedó mirando los grises muros de piedra del priorato: Caris estaba allí dentro, en algún lugar. Cambió de sentido y empezó a avanzar a contracorriente, con la intención de llegar al hospital.

El lugar estaba desierto. Lo habían barrido y los jergones de paja en los que descansaban los visitantes que pasaban allí la noche se encontraban apilados contra la pared. En el altar del extremo este ardía un cirio. Merthin recorrió la longitud de la sala sin saber muy bien qué hacer.

Recordó haber leído en el Libro de Timothy que uno de sus antepasados, Jack Builder, había sido novicio durante un breve espacio de tiempo. El autor insinuaba que Jack había expresado cierta reticencia a ingresar en la orden y que no le resultaba fácil adaptarse a la disciplina monástica. Como consecuencia, su noviciado había terminado de forma repentina en circunstancias sobre las que Timothy había preferido correr un tupido velo.

Sin embargo, el obispo Richard había sentenciado que si Caris abandonaba el convento, sería condenada a muerte.

Entró una joven monja y al reconocer a Merthin pareció asustarse.

—¿Qué quieres? —le preguntó.

—Tengo que hablar con Caris.

—Iré a preguntar —dijo y se marchó corriendo.

Merthin se quedó mirando el altar, el crucifijo y el tríptico colgado en la pared que exhibía a Isabel de Hungría, la santa patrona de los hospitales. En el primero de los paneles aparecía la santa, que había sido princesa, luciendo una corona y dando de comer a los pobres; en el segundo se la veía construyendo su hospital; el tercero ilustraba el milagro por el cual los alimentos que llevaba bajo el manto se convertían en rosas. ¿Qué haría Caris en aquel lugar? Ella era escéptica y dudaba de todas y cada una de las doctrinas de la Iglesia, no creía que una princesa fuera capaz de transformar el pan en rosas. «¿Y cómo lo saben?», preguntaba al oír alguna de las historias que las demás personas creían a pie juntillas, sin cuestionarse nada. Dudaba de Adán y Eva, del arca de Noé, de David y Goliat e incluso de la Natividad. Allí se sentiría como un animal salvaje en cautividad.

Tenía que hablar con ella para averiguar qué pensamientos cruzaban su mente. Debía de tener algún plan que él no lograba adivinar. Aguardó impaciente a que regresara la monja, pero en su lugar apareció Julie la Anciana.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Merthin—. ¡Julie! ¡Tengo que ver a Caris enseguida!

—Lo siento, joven Merthin —respondió ella—. Caris no desea verte.

—No digas ridiculeces —le espetó él—. Estamos prometidos, se supone que vamos a casarnos mañana. ¡Tengo que verla!

—Ahora es una novicia. No va a casarse.

Merthin alzó la voz.

—Si eso es cierto, ¿no te parece que debería decírmelo en persona?

—Eso no me corresponde decidirlo a mí. Sabe que estás aquí y no quiere verte.

—No te creo. —Merthin empujó a la anciana monja para abrirse paso y penetró por la puerta por la que ella había salido. Se encontró en un pequeño vestíbulo. Nunca había estado antes en aquel lugar: pocos hombres entraban en la parte del priorato destinada a las religiosas. Atravesó otra puerta y llegó al claustro de las monjas. Algunas de ella se encontraban allí; leían, paseaban por el cuadrado espacio con aire meditabundo o hablaban con voz queda.

Avanzó por la galería hasta que una monja lo vio y empezó a gritar. Merthin no le hizo caso y, al descubrir una escalera, subió hasta la primera cámara. Era el dormitorio. Allí había dos hileras de jergones, cada uno con unas sábanas pulcramente dobladas encima, pero ninguna persona. Avanzó un poco por el pasillo y trató de abrir otra puerta; por desgracia, estaba cerrada con llave.

—¡Caris! —voceó—. ¿Estás ahí? ¡Dime algo!

Golpeó la puerta con el puño y de resultas se le levantó la piel de los nudillos, que empezaron a sangrarle. Sin embargo, no notó dolor alguno.

—¡Déjame entrar! —pidió a voz en grito—. ¡Déjame entrar!

A sus espaldas, oyó una voz que decía:

—Yo te dejaré entrar.

Se dio media vuelta y vio a la madre Cecilia.

La mujer tomó una llave atada a su cinturón y le dio la vuelta en la cerradura con toda tranquilidad. Merthin abrió la puerta y accedió a una pequeña cámara con una única ventana. Todas las paredes estaban cubiertas con estanterías sobre las que había prendas dobladas.

—Aquí es donde guardamos las vestiduras de invierno —explicó la madre Cecilia—. Es la ropería.

—¿Dónde está ella? —gritó Merthin.

—En una cámara, encerrada bajo llave a petición suya. No encontrarás la cámara; y, aunque la encontraras, no podrías entrar. No quiere verte.

—¿Y cómo sé que no está muerta? —Merthin notó que la emoción le quebraba la voz, pero no le importó.

—Me conoces —respondió Cecilia—. No está muerta. —Reparó en la mano del muchacho—. Te has hecho daño —dijo en tono compasivo—. Ven conmigo, te pondré un poco de ungüento en las heridas.

Merthin se miró la mano y luego miró a la madre Cecilia.

—Eres un demonio —le espetó.

Se apartó de ella corriendo y se fue por donde había venido: atravesó el hospital, pasó junto a la asustada Julie y salió al exterior. Se abrió paso frente a la catedral a través del caos que suponía el fin de la feria y llegó a la calle principal. Se le ocurrió ir a hablar con Edmund, pero decidió que no lo haría: lo mejor sería que otra persona le contara al enfermo padre de Caris la terrible verdad. ¿En quién podía confiar? Pensó en Mark Webber.

Mark y su familia se habían trasladado a una espaciosa casa de la calle principal, con una planta baja de grandes dimensiones y paredes de piedra destinada a almacenar las balas de paño. Ya no tenían el telar en la cocina; ahora otros tejían y ellos organizaban el negocio. Mark y Madge estaban sentados en un banco, con aire solemne. Cuando Merthin entró, Mark se puso en pie como movido por un resorte.

—¿La has visto? —le preguntó a voz en grito.

—No me lo han permitido.

—¡Qué barbaridad! —exclamó Mark—. ¡No tienen derecho a impedir que vea al hombre con el que iba a casarse!

—Las monjas dicen que es ella quien no quiere verme.

—No me lo creo.

—Ni yo tampoco. He entrado a buscarla, pero no la he encontrado. Hay muchas puertas cerradas con llave.

—Tiene que estar en alguna parte.

—Ya lo sé. ¿Te vienes conmigo? Podemos llevarnos un martillo y derribar todas las puertas hasta que demos con ella.

Mark pareció incomodarse. Era fuerte pero detestaba la violencia.

—Tengo que encontrarla —insistió Merthin—. ¡Tal vez esté muerta!

Antes de que Mark pudiera responder, Madge intervino.

—Se me ocurre una idea mejor.

Los dos hombres se la quedaron mirando.

—Yo iré al convento —propuso Madge—. Las monjas no se pondrán tan nerviosas al ver a una mujer. A lo mejor convencen a Caris para que hable conmigo.

Mark asintió.

—Por lo menos así sabremos que está viva.

—Pero… necesito algo más que eso —dijo Merthin—. Tengo que saber qué piensa hacer. ¿Va a esperar a que se calmen los ánimos para escapar? ¿Quiere que trate de sacarla de allí? ¿O piensa esperar? Y, si es así, ¿cuánto tiempo? ¿Un mes? ¿Un año? ¿Siete?

—Se lo preguntaré si me dejan entrar. —Madge se puso en pie—. Tú espera aquí.

—No, voy contigo —resolvió Merthin—. Esperaré fuera.

—En ese caso, Mark, ven tú también y así harás compañía a Merthin.

Lo que quería decir era que así evitaría que Merthin se buscara problemas; sin embargo, el muchacho no hizo la mínima objeción. Les había pedido ayuda y se sentía muy agradecido de contar con dos personas en quienes confiaba.

Regresaron corriendo al priorato. Mark y Merthin aguardaron fuera del hospital y Madge entró. El muchacho vio a la vieja perrita de Caris, Trizas, sentada en la puerta aguardando a que apareciera su dueña.

Al cabo de media hora, Merthin dijo:

—Deben de haberla dejado pasar, de lo contrario ya estaría aquí.

—Ya veremos —respondió Mark.

Observaron a los últimos comerciantes recoger sus mercancías y marcharse, dejando el terreno exterior de la catedral, antes cubierto de césped, removido y embarrado. Merthin se paseaba arriba y abajo mientras Mark aguardaba sentado como una estatua de Sansón. Las horas se sucedían y, a pesar de estar impaciente, Merthin se alegraba de ello, pues casi tenía la certeza de que Madge estaría hablando con Caris.

El sol se estaba ocultando por el extremo oeste de la ciudad cuando Madge salió al fin. Su rostro expresaba solemnidad y tenía las mejillas húmedas de lágrimas.

—Caris está viva —dijo—. Y no sufre ningún daño físico ni mental. Está en su sano juicio.

—¿Qué te ha dicho? —preguntó Merthin con apremio.

—Te lo contaré palabra por palabra. Ven, vamos a sentarnos en el jardín.

Se dirigieron al huertecillo y se sentaron en el banco de piedra a contemplar la puesta de sol. La actitud ecuánime de Madge despertó la suspicacia de Merthin; habría preferido oírla hablar con rabia, pues su forma de conducirse le decía que las noticias eran malas. Se sintió desesperar.

—¿Es cierto que no quiere verme? —Quiso saber.

—Sí —respondió Madge con un suspiro.

—Pero ¿por qué?

—Yo le he preguntado lo mismo y me ha contestado que se le rompería el corazón.

Merthin se echó a llorar.

Madge prosiguió con voz suave y clara:

—La madre Cecilia nos ha dejado solas para que pudiéramos hablar con franqueza al saber que nadie nos estaba escuchando. Caris cree que Godwyn y Philemon están decididos a quitarla de en medio a causa de la petición del fuero municipal. En el convento está a salvo, pero si sale la encontrarán y la matarán.

—¡Podría escaparse! ¡Yo la llevaría a Londres! —exclamó Merthin—. ¡Allí Godwyn no nos encontraría!

Madge asintió.

—Ya se lo he propuesto. Hemos hablado de ello mucho rato, pero cree que eso os convertiría a los dos en fugitivos para el resto de vuestras vidas y no está dispuesta a condenarte a algo semejante. Tu destino es convertirte en el maestro constructor más importante de tu generación y hacerte famoso. Si ella está contigo, tendrás que ocultar siempre tu verdadera identidad y no podrás dejarte ver a la luz del día.

—¡Eso no me importa!

—Ya me ha dicho que ésa sería tu respuesta. Sin embargo, ella cree que sí que te importa; es más, cree que debe importarte. A ella no le da igual y no piensa apartarte de tu destino aunque se lo supliques de rodillas.

—¡Podría decírmelo en persona!

—Teme que la hagas cambiar de idea.

Merthin sabía que Madge decía la verdad, y Cecilia también. Caris no quería verlo. La pena y el dolor le atenazaron la garganta. Tragó saliva, se enjugó las lágrimas con la manga y se esforzó por articular las palabras.

—Entonces, ¿qué hará? —preguntó.

—Se esforzará por ser una buena monja.

—¡Pero si odia a la Iglesia!

—Ya sé que nunca se ha mostrado muy respetuosa con el clero, y no es de extrañar, viviendo en esta ciudad. De todas formas, ella cree que puede encontrar consuelo en el hecho de dedicar su vida a sanar a sus semejantes.

Merthin recapacitó mientras Mark y Madge lo observaban en silencio. No le costaba ningún esfuerzo imaginarse a Caris trabajando en el hospital y atendiendo a los enfermos. Pero ¿qué le parecería tener que pasarse media noche cantando y rezando?

—Tal vez se suicide —dijo tras una larga pausa.

—No lo creo —respondió Madge con convicción—. Está muy triste, pero no me la imagino actuando de ese modo.

—Pues tal vez mate a otra persona.

—Eso es más probable.

—Entonces, puede que encuentre un modo de ser feliz —dijo Merthin despacio y de mala gana.

Madge no respondió. Merthin se la quedó mirando y entonces ella hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

El muchacho se percató de que ésa era la terrible verdad: tal vez Caris encontrara la felicidad. Había perdido su casa, su libertad y a su futuro marido; pero, con todo, aún podía ser feliz.

No había nada más que añadir.

Merthin se puso en pie.

—Gracias por vuestra amistad —les dijo, y se alejó poco a poco.

—¿Adónde vas? —preguntó Mark.

Merthin se detuvo y se dio media vuelta. Una idea imprecisa le rondaba la cabeza y esperó a que acabara de definirse. Cuando lo hizo, él mismo se asombró, pero no tardó en darse cuenta de que lo que se le había ocurrido era lo más apropiado. De hecho, el plan no sólo era apropiado, era perfecto.

Se enjugó las lágrimas y miró a Mark y a Madge, iluminados por la luz rojiza del sol a punto de ocultarse.

—Me voy a Florencia —dijo—. Adiós.