o puedes ganar —aseguró Gregory Longfellow al prior Godwyn, quien se hallaba sentado en el gran sillón de la cámara principal de su casa—. El rey concederá un fuero municipal a Kingsbridge.
Godwyn se lo quedó mirando. Era el mismo hombre de leyes que había ganado dos casos a su favor en el tribunal de justicia del rey, uno contra el conde y otro contra el mayordomo. Si un paladín como él se declaraba vencido, a buen seguro que la derrota resultaría inevitable.
Aquello era imposible: si Kingsbridge obtenía un fuero municipal, el priorato quedaría relegado, después de siglos de mandato del prior en el gobierno de la ciudad. A los ojos de Godwyn, la única razón de ser de la población era servir al priorato, igual que éste servía a Dios. Pero entonces el priorato se convertiría en una parte más de una ciudad gobernada por mercaderes, personas cuyo único dios era el dinero. Y en el Libro de la Vida constaría que el prior que había consentido una cosa semejante era Godwyn.
Consternado, preguntó:
—¿Estás seguro?
—Siempre estoy seguro —respondió Gregory.
Godwyn estaba fuera de sus casillas. La actitud petulante de Gregory era perfecta para tratar con desdén a los contrincantes, pero cuando era uno mismo quien la sufría resultaba exasperante. Irritado, dijo:
—¿Has venido a Kingsbridge sólo para decirme que no puedes hacer lo que te pedí?
—Y para cobrar mis honorarios —respondió Gregory con despreocupación.
A Godwyn le entraron ganas de tirarlo al estanque de los peces vestido con sus prendas londinenses.
Era sábado de Pentecostés, el día anterior a la inauguración de la feria del vellón. Fuera, en el césped de la parte oeste de la catedral, cientos de comerciantes montaban los puestos, y las conversaciones y los gritos que se dirigían unos a otros se mezclaban creando un fragor que se oía desde la cámara principal de casa del prior, donde Godwyn y Gregory permanecían sentados uno a cada extremo de la mesa.
Philemon, sentado en un banco lateral, se dirigió a Gregory.
—Tal vez podáis explicar al padre prior cómo habéis llegado a una conclusión tan pesimista. —Utilizaba un tono que resultaba sumiso y despectivo a partes iguales, lo cual no gustó demasiado a Godwyn.
Gregory no se alteró ante su actitud.
—Por supuesto —respondió—. El rey está en Francia.
—Lleva allí casi un año, pero no ha ocurrido gran cosa en este tiempo —observó Godwyn.
—Tendrás noticias durante el invierno.
—¿Por qué?
—Seguro que habéis oído hablar de los asaltos franceses a nuestros puertos del sur.
—Yo sí —respondió Philemon—. Dicen que los marinos franceses violaron a monjas en Canterbury.
—Del enemigo siempre se dice que viola a las monjas —replicó Gregory con condescendencia—. Eso ayuda a los civiles a soportar mejor la guerra. Sin embargo, sí que incendiaron Portsmouth, lo cual ha representado un serio trastorno para la navegación. Tal vez hayáis notado un descenso del precio al que vendéis la lana.
—Desde luego que sí.
—Pues en parte se debe a la dificultad para transportarla a Flandes. Y el precio que pagáis por el vino de Burdeos ha aumentado por la misma razón.
«Ya no podemos permitirnos ni comprar vino al precio antiguo», pensó Godwyn; pero no lo dijo.
Gregory prosiguió:
—Parece que los asaltos no han hecho más que empezar. Los franceses están reuniendo a toda una flota invasora. Según afirman nuestros espías, ya tienen más de doscientas embarcaciones ancladas en la desembocadura del río Zwyn.
Godwyn reparó en que Gregory se refería a «nuestros espías» como si formara parte del gobierno, cuando en realidad sólo estaba repitiendo los comentarios que había oído. No obstante, resultaba convincente.
—Pero ¿qué relación tiene la guerra francesa con el hecho de que Kingsbridge llegue a ser o no un burgo?
—Los tributos. El rey necesita dinero. La cofradía gremial ha aducido que la ciudad será más próspera y podrá hacer frente a más tributos si el priorato deja de controlar a los mercaderes.
—¿Y el rey se lo cree?
—Otras veces ha resultado cierto. Por eso los reyes crean burgos, porque generan actividad comercial, y el comercio genera tributos que suponen ingresos.
«Otra vez el dinero», pensó Godwyn con indignación.
—¿No hay nada que podamos hacer al respecto?
—En Londres no. Te aconsejo que te limites a Kingsbridge. ¿Es posible convencer a la cofradía gremial de que retire la solicitud? ¿Qué tal es el mayordomo? ¿Se dejaría sobornar?
—¿Mi tío Edmund? No goza de muy buena salud y decae por momentos. Su hija, mi prima Caris, es quien en realidad está impulsando todo esto.
—Ah, sí, la vi en el juicio. Me pareció bastante arrogante.
«Mira quién fue a hablar…», pensó Godwyn con acritud.
—Es una bruja —la acusó.
—¿De verdad? Eso podría servirnos.
—No lo decía en sentido literal.
—De hecho, padre prior, sí se han oído rumores —terció Philemon.
Gregory alzó las cejas.
—¡Muy interesante!
Philemon prosiguió:
—Es muy amiga de una sanadora llamada Mattie, que prepara pociones para los ciudadanos crédulos.
Godwyn estuvo a punto de tratar de ridícula la acusación de brujería, pero al final optó por callar; cualquier medio que sirviese para combatir la cuestión del fuero municipal sin duda debía de haber sido facilitado por Dios. «Tal vez sea cierto que Caris practica la brujería —pensó—. ¿Quién sabe?».
—Te veo vacilar —dijo Gregory—. Claro que si le tienes cariño a tu prima…
—De más joven sí —respondió Godwyn, y sintió una punzada de nostalgia al recordar la ingenuidad de los viejos tiempos—. Sin embargo, lamento tener que decir que no se ha convertido en una mujer temerosa de Dios.
—En ese caso…
—Lo investigaré —resolvió Godwyn.
—¿Puedo aconsejarte algo? —preguntó Gregory.
Godwyn estaba harto de los consejos de Gregory pero no tuvo el coraje de negarse.
—Claro —dijo en un tono cortés algo exagerado.
—Las investigaciones de casos de herejía pueden resultar… sucias. Tú personalmente no deberías mancharte las manos. Además, la gente puede sentirse incómoda al tener que hablar con un prior. Delega la tarea en alguien que intimide menos. Este joven novicio, por ejemplo. —Señaló a Philemon, a quien la propuesta llenó de orgullo—. Por su actitud, me parece… sensato.
Godwyn recordó que había sido Philemon quien había descubierto la flaqueza del obispo Richard: su lío con Margery. Era sin duda el hombre apropiado para realizar cualquier trabajo sucio.
—Muy bien —accedió—. A ver qué descubres, Philemon.
—Gracias, padre prior —respondió Philemon—. Nada me complacería más.
El domingo por la mañana, la gente seguía entrando a raudales en Kingsbridge. Caris se levantó para observarlos dirigirse a los dos puentes de Merthin; unos iban a pie, otros a caballo o montados en carros de dos o cuatro ruedas tirados por caballos, o bien en carros tirados por bueyes y cargados de productos para vender en la feria. La estampa la reconfortó. No se había celebrado ninguna ceremonia especial de inauguración porque, de hecho, el puente no estaba del todo terminado, pero era transitable gracias a los tablones de madera provisionales. Sin embargo, a pesar de ello, había corrido la voz de que se permitía el paso y de que el camino estaba libre de proscritos. Incluso Buonaventura Caroli había acudido.
Merthin había propuesto una forma distinta de cobrar el pontazgo que la cofradía gremial había aceptado con entusiasmo. En lugar de instalar una única garita en uno de los extremos del puente y crear así un cuello de botella, habían situado a diez hombres en la isla de los Leprosos, en casetas provisionales dispuestas a lo largo del camino entre los dos puentes. La mayoría de los transeúntes pagaban el establecido penique sin aminorar la marcha.
—Ni siquiera hay cola —se admiró Caris en voz alta, hablando para sí.
El tiempo era soleado, hacía una temperatura moderada y no había el menor indicio de lluvia. La feria iba a tener mucho éxito.
Luego, al cabo de una semana, Caris se casaría con Merthin.
Seguía abrigando cierto recelo. La idea de perder su independencia y convertirse en propiedad de otra persona no dejaba de aterrorizarla, a pesar de que sabía que Merthin no era el tipo de hombre que aprovecharía las circunstancias para maltratar a su esposa. En las raras ocasiones en que había confiado sus cuitas a otra persona, a Gwenda, por ejemplo, o a Mattie Wise, le habían dicho que pensaba igual que un hombre. Sea como fuese, la cuestión es que así era como se sentía.
Sin embargo, la idea de perderlo se le antojaba aún más funesta. ¿Qué le quedaría, aparte del negocio de fabricación de paños que no la motivaba en absoluto? Cuando por último Merthin comunicó su intención de marcharse de la ciudad, el futuro le pareció de pronto vacío y se dio cuenta de que sólo existía una cosa peor que casarse con él: no hacerlo.
Eso era lo que se decía en los momentos más optimistas; sin embargo a veces, cuando yacía despierta en mitad de la noche, se imaginaba retractándose en el último momento, con frecuencia durante la boda, negándose a hacer los votos y saliendo a toda prisa de la iglesia para consternación de todos los presentes.
En cambio en ese momento, a plena luz del día, el pensamiento le parecía absurdo puesto que todo iba como la seda. Se casaría con Merthin y sería feliz.
Abandonó la orilla del río y atravesó la ciudad en dirección a la catedral, llena ya de fieles que aguardaban el oficio matinal. Recordó la vez que Merthin la había estado acariciando detrás de una columna. Echaba de menos los arrebatos de pasión de los primeros tiempos del noviazgo, las largas e intensas conversaciones y los besos robados.
Lo encontró al frente de la congregación, examinando el pasillo sur del coro, la parte de la iglesia que se había derrumbado ante sus ojos dos años atrás. Recordó haber subido junto con Merthin al espacio que quedaba por encima de la bóveda y haber oído la terrible conversación entre el hermano Thomas y la esposa de quien se había separado, las palabras que habían avivado todos sus miedos y que la habían hecho rechazar a Merthin. Apartó la idea de su mente.
—Parece que la reparación aguanta —comentó imaginándose lo que él estaba pensando.
Merthin albergaba sus dudas.
—Dos años es muy poco tiempo para una catedral.
—No parece mostrar ninguna señal de deterioro.
—Ésa es una de las cosas que lo hace aún más difícil. Los problemas de construcción pueden ir haciendo mella durante años sin dejarse apreciar hasta que un buen día se desploma algo.
—Tal vez la construcción no tenga ningún problema.
—Tiene que tenerlo —aseguró él con cierta impaciencia en la voz—. Por algo se produjo un derrumbamiento hace dos años. No llegamos a descubrir cuál había sido la causa, así que no pudimos subsanarla. Y si no se ha subsanado, quiere decir que el problema sigue existiendo.
—Podría haberse arreglado solo.
Ella hablaba por hablar, pero él la tomó en serio.
—Los edificios no suelen repararse solos… Pero tienes razón, cabe la posibilidad. Podría deberse a alguna filtración de agua, tal vez de alguna gárgola obstruida, que se haya desviado hacia un recorrido menos pernicioso.
Los monjes empezaron a entrar en procesión; cantaban, y la multitud guardó silencio. Las monjas penetraron por su entrada particular. Una de las novicias alzó la cabeza y un rostro de piel pálida destacó en la hilera de encapuchadas. Era Elizabeth Clerk. El súbito rencor que se reflejó en sus ojos al ver a Merthin y a Caris juntos hizo que ésta se estremeciera. Luego Elizabeth bajó la cabeza y desapareció oculta por su anónimo hábito.
—Te odia —dijo Merthin.
—Cree que yo impedí que te casaras con ella.
—Tiene razón.
—No, no la tiene. ¡Podías casarte con quien quisieras!
—Pero yo sólo quería casarme contigo.
—Jugaste con Elizabeth.
—A ella debe de parecérselo —dijo Merthin con pesar—. Me gustaba hablar con ella, eso era todo; sobre todo cuando tú te volviste como un témpano.
Caris se sentía violenta.
—Ya lo sé, pero Elizabeth se siente traicionada. Me pone nerviosa la forma en que me mira.
—No temas. Ahora es monja y no puede hacerte ningún daño.
Guardaron silencio un rato, sentados uno al lado del otro, con los hombros rozándose íntimamente mientras observaban el ritual. El obispo Richard ocupaba el sitial del extremo este y presidía el oficio. Caris sabía que a Merthin le gustaban ese tipo de cosas, después siempre se sentía mejor y decía que eso era lo que a uno le reportaba el hecho de ir a la iglesia. Caris acudía porque si no la gente lo notaba, pero albergaba dudas sobre todo aquel asunto. Creía en Dios, pero no tenía claro que Él revelara Su voluntad únicamente a los hombres como su primo Godwyn. ¿De qué le servían a un dios las alabanzas, por ejemplo? Los reyes y los condes tenían que ser venerados, y cuanto menor era su categoría con mayor deferencia querían ser tratados. Creía que a Dios Todopoderoso debía de darle lo mismo que los ciudadanos de Kingsbridge le cantaran o no himnos de alabanza o la forma en que lo hicieran, igual que a ella le resultaba indiferente que los ciervos del bosque le tuvieran o no miedo. Una vez se atrevió a expresar sus ideas pero nadie la tomó en serio.
Sus pensamientos se centraron en el futuro. Había buenos augurios acerca de la posibilidad de que el rey concediera un fuero municipal a Kingsbridge. Probablemente su padre se convertiría en el primer alcalde, si su salud mejoraba. El negocio de los telares seguiría arrojando beneficios y Mark Webber se haría rico. Gracias a la prosperidad creciente, la cofradía gremial podría construir una lonja para que todo el mundo comerciara cómodamente incluso en los días de mal tiempo. Merthin diseñaría el edificio. Y también mejoraría la situación del priorato, aunque Godwyn no se lo agradeciera.
El oficio tocó a su fin y las hileras de hermanos y monjas empezaron a abandonar la iglesia. Un novicio salió de la fila y se mezcló con la multitud. Era Philemon, quien se acercó a Caris para sorpresa de la muchacha.
—¿Puedo hablar un momento contigo? —preguntó.
La muchacha reprimió un escalofrío; había algo en el hermano de Gwenda que le repugnaba.
—¿De qué? —respondió con la amabilidad justa.
—De hecho, quiero pedirte consejo —dijo, esforzándose por esbozar una sonrisa encantadora—. Tú conoces a Mattie Wise.
—Sí.
—¿Qué te parecen sus métodos?
Ella lo miró muy seria. ¿A qué venía aquello? Decidió que, por si acaso, lo mejor sería defender a Mattie.
—No ha estudiado los textos antiguos, por supuesto, pero a pesar de ello sus remedios funcionan… A veces da mejores soluciones que los monjes, y creo que se debe a que basa sus tratamientos en remedios que han surtido efecto con anterioridad en lugar de fiarse de una teoría de los humores.
La gente sentada alrededor escuchaba con curiosidad y algunos se sumaron a la conversación a pesar de no haber sido invitados.
—A Nora le dio una poción que le bajó la fiebre —aseguró Madge Webber.
John Constable también intervino:
—Cuando me rompí el brazo, su remedio me aplacó el dolor mientras Matthew Barber recolocaba el hueso.
—¿Y qué tipo de encantamientos pronuncia mientras prepara sus pócimas? —Quiso saber Philemon.
—¡No pronuncia ningún encantamiento! —soltó Caris indignada—. Aconseja a la gente que rece cuando tome sus medicinas porque sólo Dios es capaz de curar… Eso dice.
—¿Podría tratarse de una bruja?
—¡No! Eso es ridículo.
—El tribunal eclesiástico ha recibido una queja.
—¿De quién? —preguntó Caris al tiempo que sentía un escalofrío.
—No puedo decirlo, pero nos han pedido que investiguemos el caso.
Caris se quedó desconcertada. ¿Quién podía desearle mal a Mattie?
—Bueno, tú sabes mejor que nadie lo bien que van los remedios de Mattie puesto que le salvó la vida a tu hermana cuando dio a luz a Sam. De no haber sido por ella, Gwenda habría muerto desangrada.
—Eso parece.
—¿Cómo que eso parece? Gwenda está viva, ¿no es así?
—Claro. Así, ¿estás segura de que Mattie no invoca al diablo?
Caris notó que había formulado la pregunta con la voz algo alzada, como para asegurarse de que todos los congregados lo oyeran. Estaba perpleja, pero no dudó al dar la respuesta.
—¡Pues claro que estoy segura! Si quieres, lo juro.
—No es necesario —dijo Philemon en tono suave—. Gracias por tu ayuda. —Inclinó la cabeza haciendo una especie de reverencia y desapareció.
Caris y Merthin se dirigieron a la salida.
—¡Menudo disparate! —exclamó Caris—. ¡Mattie una bruja!
Merthin parecía preocupado.
—Supongo que imaginas que Philemon trata de conseguir pruebas contra ella, ¿no?
—Sí.
—Entonces, ¿por qué te ha preguntado a ti? Debería de haber pensado que tú serías la primera en negar la acusación. ¿Por qué querría limpiar su nombre?
—No lo sé.
Pasaron junto a la gran puerta oeste y salieron al jardín. El sol brillaba sobre los cientos de puestos abarrotados de vistosos productos.
—No tiene sentido —opinó Merthin—. Y me inquieta.
—¿Por qué?
—Pasa igual que con el problema de construcción del pasillo sur. Si no lo ves, es posible que vaya haciendo mella hasta que la cosa no tenga remedio. Y no serás consciente de ello hasta que todo a tu alrededor se desmorone.
El paño color escarlata del puesto de Caris no era de tan buena calidad como el que vendía Loro Florentino, aunque hacía falta entender mucho de lana para apreciar la diferencia. El tejido no era tan tupido porque los telares italianos eran algo superiores. El color resultaba igual de vistoso, pero no lucía la misma uniformidad en toda la longitud de la pieza, sin duda porque los tintoreros italianos estaban más cualificados. En consecuencia, ella lo vendía una décima parte más barato que el italiano.
Con todo, era el paño escarlata de procedencia inglesa más bonito que se había visto nunca en Kingsbridge, con lo cual el negocio iba viento en popa. Mark y Madge la vendían al detalle por metros, medían y cortaban la cantidad que los clientes necesitaban, y Caris se ocupaba de la venta al por mayor, negociando una rebaja según los pañeros de Winchester, Gloucester e incluso Londres se quedaran un rollo o seis.
Cuando la actividad disminuyó hacia la hora de comer, Caris dio un paseo por la feria. La invadió una profunda satisfacción. Había vencido a la adversidad, y Merthin también. Se detuvo frente al puesto de Perkin para hablar con los aldeanos de Wigleigh. Gwenda también había tenido éxito. Allí estaba, casada con Wulfric —lo que en un tiempo le había parecido imposible— y con su pequeño de un año, Sammy; sentada en el suelo, gruesa y feliz. Annet vendía huevos dispuestos en una bandeja, como siempre. Ralph se había marchado a Francia para luchar en el bando del rey y tal vez no volviera nunca.
Más adelante vio a Joby, el padre de Gwenda, que vendía pieles de ardilla. El hombre era muy cruel, pero según parecía ya no podía hacerle ningún daño a Gwenda.
Caris se detuvo frente el puesto de su padre. Ese año lo había convencido para que comprara menor cantidad de lana. Era probable que el mercado internacional no pudiera mantener su actividad cuando los franceses y los ingleses empezaran a asaltar mutuamente los puertos y a incendiar barcos.
—¿Cómo va el negocio? —le preguntó.
—No paro de vender —dijo—. Me parece que hemos tomado la decisión correcta. —Ya se le había olvidado que la decisión de obrar con prudencia la había tomado ella, no él; pero daba igual.
La cocinera, Tutty, apareció con la comida de Edmund: estofado de cordero, una rebanada de pan y una jarra de cerveza. Era importante dar apariencia de prosperidad sin excederse. Edmund le había explicado a Caris hacía muchos años que era bueno que los clientes confiaran en que el negocio donde adquirían los productos iba bien pero que no les gustaba contribuir a engrosar la fortuna de alguien que parecía nadar en la abundancia.
—¿Tienes hambre? —le preguntó.
—Muchísima.
El hombre se levantó para alcanzar el catino de estofado, pero empezó a tambalearse y, exhalando algo entre un gruñido y un grito, cayó al suelo.
La cocinera empezó a chillar.
—¡Papá! —gritó Caris, pero sabía que no respondería.
Por el modo en que yacía en el suelo, pesado e inerte como un fardo, sabía que estaba inconsciente. Luchó contra las ganas que la impelían a gritar y se arrodilló a su lado. Estaba vivo aunque su respiración era estertorosa. Le tomó la muñeca en busca del pulso: el golpeteo era fuerte pero lento. Tenía el rostro enrojecido; si bien era cierto que sus mejillas siempre mostraban cierto rubor, ahora el color era más intenso.
—¿Qué le ocurre? ¿Qué le ocurre? —Se asustó Tutty.
Caris se esforzó por mantener la calma.
—Le ha dado un ataque —explicó—. Ve a avisar a Mark Webber para que lleve a mi padre al hospital.
La cocinera salió corriendo. Los comerciantes de los puestos cercanos se apiñaron alrededor. Entre ellos apareció Dick Brewer.
—Pobre Edmund… ¿Qué puedo hacer? —se ofreció.
Dick era demasiado viejo y estaba demasiado grueso para levantar a Edmund.
—Mark va a venir para llevarlo al hospital —explicó Caris, y se echó a llorar—. Espero que se ponga bien —dijo.
Entonces llegó Mark. Levantó a Edmund sin gran esfuerzo y, sosteniéndolo con suavidad sobre sus fuertes brazos, empezó a avanzar hacia el hospital. Se abrió paso entre la multitud gritando:
—¡A ver, cuidado! ¡Apartaos, por favor! Hay un hombre herido, un hombre herido.
Caris lo siguió, embargada por la aflicción. Las lágrimas le nublaban la vista y apenas la dejaban ver, así que se mantuvo cerca de las anchas espaldas de Mark. Llegaron al hospital y entraron. Caris se sintió aliviada al ver el familiar rostro enjuto de Julie la Anciana.
—¡Ve a buscar a la madre Cecilia! ¡Ve todo lo rápido que puedas! —la instó Caris.
La vieja monja salió corriendo y Mark colocó a Edmund sobre un camastro cercano al altar.
Edmund seguía inconsciente, con los ojos cerrados y la respiración entrecortada. Caris le apoyó la mano en la frente: no estaba ni fría ni caliente. ¿A qué se debería aquello? Había ocurrido de forma muy repentina. Estaba hablando tan tranquilo y, de pronto, yacía en el suelo inconsciente. ¿Cómo era posible que sucediera una cosa así?
La madre Cecilia llegó. Su afanosa eficiencia resultaba muy tranquilizadora. Se arrodilló junto al camastro, puso la mano en el corazón de Edmund y luego le asió la muñeca. Escuchó su respiración y le tocó el rostro.
—Trae una almohada y una manta —le ordenó a Julie—. Luego ve a buscar a uno de los monjes médico.
La mujer se puso en pie y se quedó mirando a Caris.
—Ha sufrido un ataque —dijo—. Es posible que se recupere, pero de momento todo cuanto podemos ofrecerle es comodidad. A lo mejor el médico recomienda que se le practique una sangría, pero aparte de eso lo único que podemos hacer es rezar.
A Caris no le pareció suficiente.
—Voy a buscar a Mattie —dijo.
Abandonó el edificio y se abrió paso por la feria mientras recordaba que había hecho exactamente aquello mismo el año anterior, cuando Gwenda se estaba desangrando. Esta vez quien estaba en apuros era su padre y el sentimiento de pánico resultaba diferente. Cuando Gwenda enfermó se preocupó mucho, pero no se sintió como si el mundo se estuviera viniendo abajo. El miedo de que su padre pudiera morir le causaba una sensación tan espantosa como la que a veces tenía en sueños cuando se veía sobre el tejado de la catedral de Kingsbridge sin otra forma de bajar que lanzándose al vacío de un salto.
El esfuerzo físico de correr por las calles la calmó un poco, y para cuando llegó a casa de Mattie había logrado controlar sus emociones. Mattie sabría qué hacer y diría: «Ya he visto esto otras veces, sé lo que va a ocurrir. Éste es el tratamiento que necesita».
Caris llamó a la puerta. Al no recibir respuesta inmediata, trató de abrir y vio que el pestillo estaba descorrido. Entró a toda prisa gritando:
—¡Mattie! ¡Tienes que venir corriendo al hospital! ¡Es mi padre!
La primera cámara estaba desierta. Caris apartó la cortina y echó un vistazo a la cocina. Mattie tampoco estaba allí.
—¿Por qué tenías que salir justo ahora? —gritó la muchacha.
Miró alrededor en busca de algo que le indicara adónde había ido. Entonces se percató de lo vacío que estaba todo. No vio rastro de los pequeños tarros ni de los frascos; en las estanterías no había nada. Ninguno de los almireces y las manos de mortero que Mattie utilizaba para machacar los ingredientes se encontraba en su sitio, ni tampoco los cacillos en los que hervía y preparaba las disoluciones o los cuchillos con que picaba las hierbas medicinales. Caris retrocedió hasta la parte frontal de la casa y observó que los efectos personales de Mattie también habían desaparecido. No estaba su costurero, ni los cuencos de madera en los que servía el vino, ni la manteleta bordada que había colgado en la pared para decorarla, ni el peine de hueso grabado que atesoraba.
Mattie había recogido sus cosas y se había marchado.
Caris imaginaba por qué lo había hecho. A sus oídos habrían llegado las preguntas que Philemon le había hecho el día anterior en la iglesia. El tribunal eclesiástico solía celebrar una sesión el sábado de la feria del vellón. Dos años atrás los monjes habían aprovechado la ocasión para juzgar a Nell la Loca por haber sido acusada absurdamente de herejía.
Mattie no era ninguna hereje, evidentemente, pero resultaba muy difícil demostrar una cosa así, tal como muchas ancianas habían experimentado. Debía de haber sopesado las posibilidades de salir airosa de un juicio y la respuesta la habría aterrado. Por eso, sin decir nada a nadie, debía de haber empaquetado sus cosas y abandonado la ciudad. Era probable que se hubiera cruzado con algún campesino que regresaba a su casa tras vender sus productos y lo hubiera convencido para que la llevara en su carro de bueyes. Caris se la imaginó partiendo al alba, encima del carro, junto a la caja en la que había guardado sus efectos y con la capucha de su manto ocultándole el rostro. Nadie podría adivinar adónde había ido.
—¿Qué voy a hacer? —dijo Caris en la habitación desierta.
Mattie era quien mejor sabía cómo curar enfermos en todo Kingsbridge. Había desaparecido en el peor momento, justo cuando Edmund yacía inconsciente en el hospital. Caris estaba desesperada.
Se sentó en la silla de Mattie, con la respiración todavía agitada a causa de la carrera. Quería volver corriendo al hospital, pero no serviría de nada. Ella no podía ayudar a su padre. Nadie podía ayudarlo.
En la ciudad debía de haber algún curandero, pensó; alguien que no creyera en las plegarias, en el agua bendita ni en las sangrías y que se limitara a poner en práctica remedios que habían demostrado ser eficaces. Allí, sentada en la desierta casa donde había habitado Mattie, se le ocurrió que había una persona que podía hacer las veces de melecinero, alguien que conocía los métodos de Mattie y que creía en su espíritu práctico. Esa persona era la propia Caris.
El pensamiento bullía en su interior, tan cegador como una revelación, y la muchacha permaneció sentada en completo silencio mientras reflexionaba sobre las abrumadoras implicaciones. Conocía la receta de la mayoría de las pócimas de Mattie: una servía para aplacar el dolor, otra para provocar el vómito; una limpiaba las heridas, otra bajaba la fiebre. Sabía para qué servían las principales hierbas medicinales: eneldo contra la indigestión, hinojo contra la fiebre; la ruda remediaba la flatulencia y el berro, la infertilidad. También sabía cuáles eran los tratamientos que Mattie nunca prescribía: los emplastos de estiércol, las medicinas que contenían oro o plata, los versos escritos en vellón y aplicados a la parte del cuerpo que había que sanar.
Además, se le daba bien. La madre Cecilia lo había reconocido y prácticamente le había rogado que se hiciera monja. Pues bien, no iba a ingresar en el priorato pero tal vez pudiera ocupar el puesto de Mattie. ¿Por qué no? Mark Webber podía encargarse de los telares; de hecho, ya se ocupaba de la mayor parte del trabajo.
Iría en busca de otras sanadoras a Shiring, a Winchester, tal vez incluso a Londres, y les haría preguntas sobre sus métodos, sobre qué funcionaba y qué no. Los hombres se guardaban para sí sus habilidades o «misterios», tal como ellos los llamaban, como si para curtir pieles o forjar herraduras hiciera falta un poder sobrenatural. Las mujeres, en cambio, solían mostrarse predispuestas a compartir sus conocimientos con otras mujeres.
Había leído algunos de los textos antiguos de los monjes y en ellos debía de haber algo de verdad. Tal vez el sexto sentido que la madre Cecilia le atribuía la ayudara a distinguir los tratamientos efectivos de la palabrería monacal.
Se puso en pie y salió de la casa. Recorrió el camino de vuelta despacio, temerosa de lo que pudiese encontrar al llegar al hospital. Tenía el ánimo fatalista. Tal vez su padre se hubiera recuperado o tal vez no. Todo cuanto podía hacer era perseverar en su propósito para, en el futuro, saber cómo ayudar a un ser querido cuando éste enfermara.
Contuvo las lágrimas mientras recorría la feria en dirección al priorato. Al entrar en el hospital, apenas se atrevió a mirar a su padre. Se acercó al camastro rodeado de gente. Allí estaban la madre Cecilia, Julie la Anciana, el hermano Joseph, Mark Webber, Petranilla, Alice y Elfric.
Sería lo que tuviera que ser, pensó. Dio un golpecito a su hermana Alice en el hombro y ésta se apartó para hacerle sitio. Al final, Caris miró a su padre.
Estaba vivo y había recobrado el conocimiento, aunque se le veía pálido y cansado. Tenía los ojos abiertos y la miraba fijamente mientras trataba de esbozar una débil sonrisa.
—Me parece que te he dado un buen susto —dijo—. Lo siento, cariño.
—¡Gracias, Dios mío! —gritó Caris. Y se echó a llorar.
El miércoles por la mañana, Merthin se dirigió al puesto de Caris consternado.
—Betty Baxter acaba de hacerme una pregunta muy extraña —dijo—. Quería saber quién iba a ponerse en contra de Elfric en la elección del mayordomo.
—¿Qué elección? —se extrañó Caris—. El mayordomo es mi padre… ¡Oh! —Se dio cuenta de lo que estaba sucediendo. Elfric andaba diciéndole a todo el mundo que Edmund era demasiado viejo y estaba demasiado enfermo para seguir desempeñando su cargo y que la ciudad necesitaba un nuevo mayordomo. Se presentaba a sí mismo como candidato—. Tengo que contárselo a mi padre enseguida.
Caris y Merthin abandonaron la feria y cruzaron la calle principal hasta la casa. Edmund había salido del hospital el día anterior aduciendo, y con razón, que los monjes no podían hacer nada excepto sangrarlo, lo cual sólo serviría para que empeorara. Lo habían llevado a casa y le habían preparado una cama en la planta baja, en la cámara principal.
Esa mañana se encontraba recostado sobre un montón de almohadones en la cama improvisada. Tenía un aspecto tan débil que Caris no sabía si importunarlo con las noticias, pero Merthin se sentó a su lado y le relató los hechos con concisión.
—Elfric tiene razón —respondió Edmund cuando Merthin hubo terminado—. Mírame, apenas puedo sostenerme sentado. La cofradía gremial necesita un líder fuerte. No es un cargo apto para un enfermo.
—¡Pronto estarás mejor! —exclamó Caris.
—Tal vez, pero me estoy haciendo viejo. Seguro que has notado lo distraído que me he vuelto. Se me olvidan las cosas, y me costó muchísimo reaccionar cuando la actividad comercial de la lana disminuyó. De hecho, el año pasado perdí un montón de dinero. Gracias a Dios, he recuperado mi fortuna con el paño escarlata, pero ese éxito te lo debo a ti, Caris.
Ella era plenamente consciente de todo, por supuesto, pero aun así estaba indignada.
—Así que piensas dejar que Elfric te sustituya.
—No exactamente. Sería un desastre, le hace demasiado caso a Godwyn. Aunque seamos un burgo, seguiremos necesitando un mayordomo capaz de hacer frente al priorato.
—¿Quién podría hacer el trabajo?
—Habla con Dick Brewer. Es uno de los ciudadanos más ricos, y el mayordomo debe serlo para ganarse el respeto de los otros mercaderes. A Dick no le asusta Godwyn ni ninguno de los monjes. Sería un buen líder.
Caris se mostró reticente a hacer lo que su padre le decía. Le parecía que estaba aceptando su propia muerte. No recordaba un tiempo en que su padre no hubiera sido mayordomo de Kingsbridge y no quería que las cosas cambiaran.
Merthin comprendía su reticencia, pero la apremió.
—Tenemos que aceptarlo —dijo—. Si hacemos caso omiso de lo que ocurre, Elfric acabará ocupando el cargo. Será un desastre, tal vez incluso llegara a retirar la solicitud del fuero municipal.
Eso la hizo decidirse.
—Tienes razón —convino—. Vamos a ver a Dick.
Dick Brewer tenía diferentes carros situados en distintos lugares de la feria del vellón, cada uno cargado con un enorme barril. Sus hijos, nietos y familia política vendían cerveza directamente de los barriles con la misma rapidez con la que eran capaces de servirla. Caris y Merthin lo encontraron dando ejemplo: bebía cerveza propia de una gran cantarilla mientras observaba a su familia ganar dinero para él. Lo llevaron a un sitio un poco apartado y le contaron lo que sucedía.
—Supongo que, cuando tu padre muera, su fortuna quedará dividida a partes iguales entre tu hermana y tú, ¿no?
—Sí. —Edmund le había explicado a Caris que eso era lo que había hecho constar en el testamento.
—Cuando Alice sume la herencia a la fortuna de Elfric, serán muy ricos.
Caris se percató de que la mitad del dinero que estaba ganando con su paño escarlata iría a parar a manos de su hermana. No lo había pensado antes porque no se le había ocurrido que su padre fuera a morir. La idea la consternó. El dinero en sí no tenía gran importancia para ella, pero no quería contribuir a que Elfric fuera el siguiente mayordomo.
—No se trata de elegir al hombre más rico —repuso—. Necesitamos a alguien capaz de respaldar a los mercaderes.
—Entonces hace falta otro candidato —dedujo Dick.
—¿Te presentarás? —le preguntó Caris sin rodeos.
El hombre negó con la cabeza.
—No te molestes en tratar de persuadirme. Al final de esta semana voy a traspasar el negocio a mi hijo mayor. Pienso pasarme el resto de mis días bebiendo cerveza en lugar de elaborándola. —Dio un gran trago de la jarra y, satisfecho, soltó un eructo.
Caris supo que tenía que aceptar su decisión, parecía muy seguro.
—¿Quién crees que podría recibir bien la propuesta? —le preguntó.
—Sólo hay una posibilidad —respondió el hombre—. Tú.
—¿Yo? ¿Por qué yo?
—Tú eres quien está detrás de la campaña para conseguir un fuero municipal. El puente que ha construido tu prometido ha salvado la feria del vellón y tus telares han devuelto en gran parte la prosperidad a la ciudad después de la caída de la lana. Eres la hija del actual mayordomo y, aunque el cargo no es hereditario, la gente cree que los líderes engendran líderes. Y tienen razón. De hecho, has estado ejerciendo el cargo de mayordomo desde hace casi un año, cuando a tu padre empezaron a fallarle las fuerzas.
—¿Ha habido alguna vez una mujer mayordomo en la ciudad?
—Que yo sepa, no; ni tampoco ninguno tan joven como tú. Ambas cosas pesarán en tu contra, y no digo que vayas a ganar. Lo que digo es que nadie tiene más posibilidades de derrotar a Elfric.
Caris se sentía un poco mareada. ¿Era posible? ¿Sería capaz de hacer el trabajo? ¿Y qué ocurriría entonces con su propósito de convertirse en sanadora? ¿No habría otras personas en la ciudad más capacitadas que ella para desempeñar el cargo de mayordomo?
—¿Qué te parece Mark Webber? —propuso.
—Sería bueno, sobre todo teniendo una esposa tan perspicaz. Pero la gente sigue viendo a Mark como un simple tejedor.
—Ahora las cosas le van muy bien.
—Gracias a tu paño escarlata. Pero la gente desconfía de los nuevos ricos. Dirían que Mark es un simple tejedor con ínfulas. Quieren a un mayordomo de buena familia, alguien cuyo padre haya sido rico, y a ser posible, también su abuelo.
Caris tenía muchas ganas de vencer a Elfric, pero no confiaba del todo en su capacidad. Pensó en la paciencia y la sagacidad de su padre, en su carácter efusivo y su energía inagotable. ¿Poseía ella también esas cualidades? Miró a Merthin.
—Serías el mejor mayordomo que la ciudad ha tenido jamás —opinó él.
Su confianza ciega la hizo decidirse.
—Muy bien —resolvió—. Me presentaré.
Godwyn invitó a Elfric a cenar con él el viernes de la feria. Encargó una cena muy cara: cisne con jengibre y miel. Philemon les sirvió y luego se sentó con ellos a la mesa.
Los ciudadanos habían decidido elegir un nuevo mayordomo y, en un período de tiempo extraordinariamente corto, dos candidatos se habían erigido en los principales aspirantes: Elfric y Caris.
Elfric no le caía bien a Godwyn, pero le resultaba útil. No era un constructor especialmente bueno, pero había conseguido congraciarse con el prior Anthony y así había logrado que lo contrataran para llevar a cabo todas las reparaciones de la catedral. Cuando Godwyn lo sustituyó en el cargo, vio en Elfric un servil adulador y por eso lo mantuvo allí. Elfric no era muy querido, pero empleaba o subcontrataba a la mayoría de los albañiles y proveedores de la ciudad, y ellos lo trataban bien para que les diera trabajo. Al haberse ganado su confianza, todos querían que siguiera ocupando una posición que les garantizara un trato de favor, lo cual suponía una gran base de poder.
—No me gusta la incertidumbre —dijo Godwyn.
Elfric probó el cisne y emitió un sonido elogioso.
—¿A qué os referís?
—A la elección del nuevo mayordomo.
—Por su naturaleza, toda elección resulta incierta… A menos que sólo haya un candidato.
—Yo lo preferiría.
—Y yo también; si el candidato fuera yo, por supuesto.
—Eso es lo que te propongo.
Elfric levantó la vista del plato.
—¿De verdad?
—Dime, Elfric, ¿con todas tus fuerzas deseas ser mayordomo?
Elfric tragó lo que tenía en la boca.
—Lo deseo. —Su voz sonó algo ronca, así que dio un sorbo de vino—. Me lo merezco —prosiguió, con un amago de indignación en el tono—. Soy tan bueno como cualquiera de ellos, ¿no es así? ¿Por qué no puedo ser mayordomo?
—¿Seguirás adelante con la petición del fuero municipal?
Elfric se lo quedó mirando. Pensativo, respondió:
—¿Me estáis pidiendo que retire la solicitud?
—Si sales elegido mayordomo, sí.
—¿Y os ofrecéis a ayudarme a conseguirlo?
—Sí.
—¿Cómo?
—Eliminando al otro candidato.
Elfric lo miró con escepticismo.
—No veo cómo vais a lograrlo.
Godwyn le hizo una señal con la cabeza a Philemon, y éste intervino:
—Creo que Caris es una hereje.
Elfric dejó caer el cuchillo.
—¿Pensáis juzgar a Caris por bruja?
—No debes hablar con nadie de esto —le advirtió Philemon—. Si lo sabe de antemano, se dará a la fuga.
—Como hizo Mattie Wise.
—He conseguido que unos cuantos ciudadanos crean que Mattie ha sido apresada y que es a ella a quien el tribunal eclesiástico va a juzgar el sábado. Sin embargo, en el último momento, la acusada será otra.
Elfric asintió.
—Y al tratarse de un tribunal eclesiástico, no habrá lugar a censuras ni críticas —dijo. Se volvió hacia Godwyn—. Vos seréis el juez.
—Por desgracia, no —respondió Godwyn—. Lo presidirá el obispo Richard. Por eso tenemos que poder demostrarlo muy bien.
—¿Acaso existen pruebas? —preguntó Elfric con desconfianza.
—Algunas —respondió Godwyn—, pero necesitaríamos más. Con lo que tenemos bastaría si la acusada fuera una anciana sin familia ni amigos, como Nell la Loca. Sin embargo, Caris es muy popular y procede de una familia rica e influyente; en fin, no hace falta que te lo explique.
—Tenemos mucha suerte de que su padre esté demasiado enfermo para levantarse de la cama —terció Philemon—. Dios lo ha dispuesto todo para que no pueda defenderla.
Godwyn asintió.
—De todas formas, tiene muchos amigos. Por eso necesitamos pruebas convincentes.
—¿En que estáis pensando? —dijo Elfric.
Philemon respondió por él.
—Sería de gran ayuda que un miembro de su familia declarara que la muchacha invoca al diablo, o que da la vuelta a crucifijos, o que habla con espíritus en alcobas vacías.
Por un momento, Elfric pareció no entenderlo; sin embargo, enseguida cayó en la cuenta.
—¡Oh! —exclamó—. ¿Os referís a mí?
—Piénsatelo muy bien antes de contestar.
—Me estáis pidiendo que os ayude a enviar a mi cuñada al Cruce de la Horca.
—A tu cuñada, mi prima. Sí —respondió Godwyn.
—Muy bien. Estoy pensando.
Godwyn observó en el rostro de Elfric ambición, codicia y vanagloria, y se maravilló de la forma en que Dios utilizaba las debilidades de los hombres para Su sagrado propósito. Se imaginaba lo que Elfric estaba pensando. El cargo de mayordomo resultaba gravoso para un hombre desinteresado como Edmund, que ejercía el poder para beneficio de los mercaderes de la ciudad. Sin embargo, a alguien que actuaba movido por el oportunismo le ofrecía innumerables opciones para aprovecharse y engreírse.
Philemon prosiguió con voz suave y serena:
—Si nunca has observado nada sospechoso, lo dejaremos aquí, por supuesto. Pero te pido que aguces bien la memoria.
Godwyn volvió a notar lo mucho que Philemon había aprendido en los dos últimos años. El torpe sirviente del priorato se había desvanecido y ahora hablaba igual que un arcediano.
—Tal vez hayan ocurrido incidentes que en su momento aparentemente carecían de importancia pero que adquieren un cariz siniestro en virtud de lo que hoy has sabido. Meditándolo a fondo, tal vez llegues a la conclusión de que esos acontecimientos no sean tan irrelevantes como lo parecían al principio.
—Ya lo entiendo, hermano —dijo Elfric.
Se hizo un largo silencio. Ninguno de ellos comió. Godwyn aguardó pacientemente a que Elfric tomara una decisión.
—Y, por supuesto, si Caris muere, toda la fortuna de Edmund irá a parar a Alice, su hermana… y esposa tuya —añadió Philemon.
—Sí —convino Elfric—. Ya lo he pensado.
—¿Y bien? —lo instó Philemon—. ¿Se te ocurre algo que pueda ayudarnos?
—Oh, sí, ya lo creo —dijo Elfric al fin—. Se me ocurren muchas cosas.