alph y Alan no levantaban cabeza. Vivían de carne de venado y agua helada, y Ralph acabó soñando con viandas que antes solía despreciar, como cebollas, manzanas, huevos o leche. Dormían en un lugar distinto todas las noches, junto a una pequeña hoguera. Ambos tenían sendas capas, pero no eran suficientes a la intemperie y por la mañana se despertaban tiritando. Robaban a los indefensos con los que se topaban en el camino, pero el botín era casi siempre mísero o inservible: harapos, forraje o dinero que flaco servicio les hacía en el bosque.
En una ocasión se incautaron de una gran cuba de vino. La arrastraron por el bosque haciéndola rodar, bebieron hasta hartarse y se echaron a dormir. Al despertar, resacosos y malhumorados, comprendieron que no podían llevársela con ellos, casi llena como estaba, así que la abandonaron allí mismo.
Ralph añoraba las comodidades de las que antes disfrutaba: la casa señorial, la lumbre, los criados, las comidas… Aunque, siendo realista, sabía que tampoco deseaba esa vida. Era demasiado aburrida y seguramente por eso había violado a la muchacha, porque le faltaba emoción.
No bien había transcurrido un mes en el bosque, Ralph decidió que debían organizarse. Necesitaban un lugar fijo donde poder construir un refugio y almacenar comida. Además, también tenían que planear sus robos para incautarse de cosas que realmente les fueran de provecho, como ropa de abrigo y alimentos frescos.
Por la época en que empezaba a darle vueltas al asunto, sus correrías los habían llevado hasta una sierra a unos kilómetros de Kingsbridge. Ralph recordaba que en verano los pastores utilizaban para pasto los montes, inhóspitos y desnudos en invierno, y que por ello construían toscas chozas de piedra junto a los rediles. De adolescentes, Merthin y él habían descubierto esas rústicas construcciones al salir de caza, y desde entonces allí encendían hogueras y asaban los conejos y las perdices que alcanzaban con sus flechas. Ralph recordó que ya en esos tiempos sólo vivía para la emoción que le reportaba salir de caza y perseguir a una criatura aterrorizada, dispararle y rematarla con un cuchillo o un palo. Le extasiaba la sensación de poder que le producía quitar una vida.
Nadie aparecería por los prados hasta la siguiente estación, cuando la hierba hubiera crecido lo suficiente. Tradicionalmente, ese día solía ser el de Pentecostés, que coincidía con la inauguración de la feria del vellón, ocasión para la que todavía faltaban un par de meses. Ralph escogió una choza que parecía sólida y la convirtieron en su hogar. No tenía ni puertas ni ventanas, sólo una pequeña entrada y un agujero en el techo por donde salía el humo. Encendieron un fuego y durmieron calientes por primera vez desde hacía un mes.
La proximidad a Kingsbridge le inspiró a Ralph otra idea brillante. Cayó en la cuenta de que el momento propicio para cometer sus robos era cuando los campesinos fuesen de camino al mercado, pues entonces irían cargados de quesos, jarras de sidra, miel, tortas de avena… Todo lo que los aldeanos producían y la gente de la ciudad, y los proscritos, necesitaban.
El mercado de Kingsbridge se celebraba en domingo. Ralph había perdido la cuenta de los días de la semana, pero lo averiguó preguntándole a un fraile antes de robarle sus tres chelines y una oca. Al sábado siguiente, Alan y él acamparon cerca del camino de Kingsbridge y se quedaron despiertos toda la noche junto al fuego. Al amanecer, se apostaron junto a la vía, a la espera.
El primer grupo de campesinos que apareció transportaba forraje. Kingsbridge tenía cientos de caballos y muy pocos pastos, de modo que la ciudad debía abastecerse de paja constantemente. Sin embargo, a Ralph no le servía de nada puesto que Griff y Fletch se hartaban a ramonear en el bosque.
A Ralph no le aburría esperar. Preparar una emboscada era como espiar a una mujer mientras se desnudaba: cuanto más larga la expectación, más intensa era la emoción.
Poco después oyeron unas voces melodiosas. A Ralph se le erizaron los pelos de la nuca: parecían ángeles. La mañana se había levantado con neblina y cuando al fin aparecieron ante él aquellos cantores, vio que los envolvía un halo. A Alan, igual de impresionado que Ralph, se le escapó un sollozo acongojado. Sin embargo, sólo se trataba del efecto de la débil luz invernal, que iluminaba la niebla a la espalda de los viajeros. No eran más que un grupo de campesinas con cestas de huevos a las que no valía la pena robar. Ralph las dejó pasar sin descubrir su presencia.
El sol se acercaba un poco más a su cénit y a Ralph empezó a preocuparle que el bosque acabara atestado de gente de camino al mercado, lo que frustraría sus planes. En ese momento vieron a una familia: un hombre y una mujer de unos treinta años con dos hijos adolescentes, un niño y una niña. Le resultaban familiares, por lo que supuso que debía de haberlos visto alguna vez en el mercado de Kingsbridge, cuando vivía allí. Todos llevaban algún tipo de mercancía: el marido cargaba una pesada cesta de hortalizas a la espalda, la mujer una larga vara al hombro de la que colgaban varias gallinas vivas atadas por las patas, el muchacho arrastraba un pesado jamón también al hombro y su hermana una vasija de barro que probablemente contuviera mantequilla salada. A Ralph se le hizo la boca agua al pensar en el jamón.
Sintió el peculiar cosquilleo de la excitación que crecía en su estómago y le hizo una leve señal a Alan con la cabeza.
Ralph y Alan salieron de improviso de entre los matorrales cuando la familia se puso a su altura.
La mujer lanzó un chillido y el muchacho gritó espantado.
El hombre intentó descolgarse la cesta, pero antes de que le cayera de los hombros, Ralph se abalanzó sobre él y le atravesó el abdomen con su espada, por debajo de las costillas, antes de seguir con la hoja hacia arriba. Los gritos agónicos del hombre cesaron con brusquedad cuando la punta de la espacia le traspasó el corazón.
Alan le asestó un mandoble a la mujer en el cuello y la sangre empezó a manar a chorros.
Exultante, Ralph se volvió hacia el hijo. El muchacho había reaccionado con rapidez, había tirado el jamón y en esos momentos blandía un cuchillo. Ralph seguía con la espada en alto cuando el joven se arrojó sobre él e intentó apuñalarlo, aunque sin mucha pericia. La arremetida fue demasiado impetuosa para resultar efectiva y la hoja no atravesó el pecho de Ralph. Sin embargo, la punta le desgarró el brazo y la súbita punzada de dolor obligó a Ralph a tirar la espada. El muchacho dio media vuelta y echó a correr en dirección a Kingsbridge.
Ralph miró a Alan. Antes de volverse hacia la hija, Alan remató a la madre y esa dilación casi le costó la vida: Ralph vio que la muchacha le arrojaba la vasija de mantequilla y, ya fuera por suerte o por puntería, lo alcanzó en toda la nuca. Alan cayó al suelo como si lo hubieran noqueado.
La muchacha salió corriendo detrás de su hermano.
Ralph se agachó, recogió su espada con la otra mano y salió tras ellos.
Los adolescentes eran jóvenes y de pies ligeros, pero Ralph tenía unas piernas largas y no tardó en darles alcance. Para sorpresa de Ralph, cuando el muchacho miró atrás y vio que casi lo tenía encima, dejó de correr, se volvió y cargó contra él gritando y con el cuchillo en alto.
Ralph se detuvo y levantó la espada. El chico corrió hacia él, pero se paró antes de que Ralph lo tuviera al alcance, por lo que el prófugo se adelantó e hizo el amago de asestarle un mandoble. El muchacho esquivó el golpe, creyendo que sorprendería a Ralph a contrapié y con la guardia bajada y que conseguiría clavarle el cuchillo a corta distancia. Sin embargo, eso era exactamente lo que Ralph esperaba que hiciese. Retrocedió con gran agilidad, apoyándose en los talones, y le atravesó la garganta con la espada, empujándola hasta que la punta salió por la nuca.
El muchacho cayó al suelo fulminado y Ralph retiró su hoja, complacido por el certero y efectivo golpe mortal.
Al levantar la vista, vio que la muchacha desaparecía a lo lejos. Sabía que no la atraparía a pie y que para cuando fuera a buscar su caballo, ella ya estaría en Kingsbridge.
Se volvió y echó un vistazo al otro lado del camino. Sorprendido, vio que Alan se ponía en pie con dificultades.
—Pensé que te había matado —dijo Ralph.
Limpió la hoja de la espada en el sayo del muchacho muerto, la envainó y se tapó la herida del brazo con la otra mano para intentar detener la hemorragia.
—La cabeza me duele horrores —contestó Alan—. ¿Los has matado?
—La muchacha ha escapado.
—¿Crees que nos ha reconocido?
—Puede que a mí sí. Ya he visto antes a esta familia.
—En ese caso, ahora nos acusarán de asesinos.
Ralph se encogió de hombros.
—Mejor morir en la horca que de hambre. —Miró los tres cadáveres—. De todos modos, será preferible que saquemos a estos campesinos del camino antes de que venga alguien.
Arrastró al hombre hasta los matorrales con la mano ilesa y Alan levantó el cuerpo y lo arrojó entre las matas. Hicieron lo mismo con la mujer y el hijo. Ralph procuró que nadie pudiera ver los cuerpos desde el camino, donde la sangre empezaba a oscurecerse y a adoptar el color del barro, que la estaba absorbiendo.
Ralph rasgó a tiras el vestido de la mujer y se hizo un torniquete en el brazo. Todavía le dolía, pero detuvo la hemorragia. Comenzaba a sentir el ligero desencanto que siempre seguía a una pelea, como la apatía después del sexo.
Alan empezó a recoger el botín.
—Bonito trofeo —se admiró—. Jamón, gallinas, mantequilla… —Echó un vistazo al interior de la cesta que llevaba el hombre—. ¡Y cebollas! Del año pasado, claro, pero todavía están buenas.
—Las cebollas añejas saben mejor que las imaginarias. Eso es lo que dice mi madre.
Cuando Ralph se inclinó para recoger la vasija de mantequilla que había derribado a Alan, sintió una afilada punta de hierro contra su trasero; sin embargo, Alan estaba delante de él, ocupado con las gallinas.
—¿Quién…?
—No te muevas —dijo alguien, con voz áspera.
Ralph nunca obedecía ese tipo de órdenes. Dio un salto hacia delante, alejándose de la voz, y se volvió en redondo. Seis o siete hombres se habían materializado de la nada. A pesar del desconcierto, consiguió desenvainar con la izquierda. El hombre que tenía más cerca, seguramente quien le había pinchado, se puso en guardia, pero los otros estaban apropiándose del botín, agarrando los pollos a manotadas y peleándose por el jamón. Alan salió en defensa de sus gallinas con la espalda en alto al tiempo que Ralph se enfrentaba a su adversario y caía en la cuenta de que otro grupo de proscritos estaba intentando robarles. ¡Aquello era un ultraje, había matado a varias personas por ese botín y ahora querían quitárselo! Tal era la indignación que el miedo quedó relegado a un segundo plano y se lanzó sobre su contrincante espoleado por la ira, a pesar de verse obligado a luchar con la izquierda.
—Bajad las armas, mentecatos —oyó que alguien decía con voz autoritaria.
Los desconocidos se detuvieron en seco. Ralph no bajó el arma, temiendo una artimaña, pero al volverse hacia la voz vio a un apuesto joven de veintitantos, de porte aristocrático, que vestía ropas de apariencia costosa, aunque muy sucias: una capa de lana italiana de color escarlata cubierta de hojas y ramitas, un gabán de exquisito brocado salpicado de posibles manchas de comida y unas calzas de caro cuero castaño, raspadas y embarradas.
—Me entretiene robar a ladrones —dijo el desconocido—. No es un crimen, ¿no crees?
Ralph sabía que estaba en un apuro, pero de todos modos le picaba la curiosidad.
—¿Acaso eres ése al que llaman Tam Hiding?
—Ya corrían historias acerca de Tam Hiding cuando era niño —contestó el joven—, pero de vez en cuando alguien toma el relevo e interpreta su papel, como el monje que representa a Lucifer en un misterio.
—No eres un proscrito normal y corriente.
—Ni tú tampoco. Supongo que eres Ralph Fitzgerald. —Ralph asintió con la cabeza—. Me dijeron que te habías fugado y me preguntaba cuánto íbamos a tardar en conocernos. —Tam miró a uno y otro lado del camino—. Hemos dado contigo por casualidad. ¿Por qué has elegido este lugar?
—Primero escogí el día y el momento. Es domingo y a esta hora los campesinos se dirigen con sus mercancías al mercado de Kingsbridge, que está en este camino.
—Bien, bien. Llevo diez años viviendo al margen de la ley y nunca se me había ocurrido una cosa así. Tal vez deberíamos unir fuerzas. ¿No piensas bajar el arma?
Ralph vaciló, pero como Tam no iba armado, no vio ningún inconveniente. Además, de todos modos los superaban en número, por tanto era mejor evitar una confrontación. Envainó la espada muy despacio.
—Así está mejor.
Ralph se dio cuenta de que Tam y él eran de la misma estatura cuando éste le pasó un brazo por encima de los hombros y echó a andar hacia el bosque. Poca gente era tan alta como Ralph.
—Los demás traerán el botín. Ven por aquí, tú y yo tenemos mucho de qué hablar.
Edmund dio un golpe en la mesa.
—He convocado esta reunión de la cofradía gremial con carácter de urgencia para discutir el problema de los proscritos —anunció— pero, como me estoy volviendo viejo y holgazán, le he pedido a mi hija que resuma la situación.
Caris era miembro de pleno derecho del gremio gracias a su boyante negocio de producción de paño escarlata, el mismo que había rescatado a su padre de la bancarrota. Muchas otras personas de Kingsbridge prosperaban gracias a ella, sobre todo la familia Webber. Edmund había podido cumplir su promesa y había prestado dinero para la reconstrucción del puente, gracias a lo cual otros comerciantes lo habían imitado, animados por el florecimiento general. La construcción del puente avanzaba a pasos agigantados aunque, por desgracia, bajo la supervisión de Elfric, no de Merthin.
Últimamente el padre de Caris ya apenas tomaba la iniciativa. Cada vez eran menos los momentos en que volvía a ser el avispado comerciante de siempre. Caris estaba preocupada por él, pero ¿qué podía hacer? Sentía la misma frustración amarga que la había acompañado durante la enfermedad de su madre. ¿Por qué no había cura para él? Nadie conocía la causa, ni siquiera sabían qué nombre darle a su dolencia, únicamente se limitaban a decir que era por la edad ¡cuando ni tan sólo había cumplido los cincuenta!
Caris rezaba por que viviera lo suficiente para ver su boda. Iba a casarse con Merthin en la catedral de Kingsbridge el domingo siguiente a la feria del vellón, para lo que ya sólo faltaba un mes. El enlace de la hija del mayordomo de la ciudad sería un gran acontecimiento. Se celebraría un banquete en el salón del gremio para los ciudadanos más prominentes y una comida campestre en Lovers’ Field para cientos de invitados. Había días en que su padre se pasaba horas concibiendo menús y planeando el entretenimiento para olvidarlo al cabo de un momento y volver a empezar desde cero al día siguiente.
La joven apartó aquellas preocupaciones de su mente y devolvió su atención a un problema para el cual esperaba encontrar una solución más sencilla.
—Durante el último mes se ha venido acusando un gran incremento de los asaltos llevados a cabo por los proscritos —comentó—, los cuales suelen tener lugar en domingo y cuyas víctimas son, una y otra vez, personas que traen mercancía a Kingsbridge.
—¡El responsable es el hermano de tu prometido! —la interrumpió Elfric—. Habla con Merthin, no con nosotros.
Caris reprimió una respuesta airada. El marido de su hermana jamás desaprovechaba la ocasión para criticarla. Caris era plenamente consciente de la implicación de Ralph en los asaltos y del sufrimiento que eso le causaba a Merthin, algo en lo que Elfric se regodeaba.
—Yo creo que se trata de Tam Hiding —intervino Dick Brewer.
—Puede que se trate de ambos —admitió Caris—. Me temo que Ralph Fitzgerald, quien posee conocimientos militares, puede haber sumado sus fuerzas a una banda de proscritos ya existente y que gracias a ello se han vuelto más organizados y efectivos.
—Da igual de quiénes se trate, serán la ruina de esta ciudad —se lamentó la oronda Betty Baxter, la panadera más próspera de la ciudad—. ¡Ya nadie viene al mercado!
Betty Baxter exageraba, pero la asistencia al mercado semanal estaba descendiendo a ojos vistas y los efectos se dejaban sentir en todos los negocios de la ciudad, desde las panaderías hasta los prostíbulos.
—Eso no es lo peor de todo —dijo Caris—. De aquí a cuatro semanas comenzará la feria del vellón. Varios de los aquí reunidos han invertido enormes sumas de dinero en el puente nuevo, que debería estar acabado para entonces con su pavimento de tablones provisional, a tiempo para la inauguración. La mayoría de nosotros dependemos de la feria anual. Yo en particular tengo un almacén lleno de caro paño escarlata listo para vender y si corre la voz de que los proscritos están asaltando a la gente que viene a Kingsbridge, es probable que nos quedemos sin clientes.
En realidad estaba mucho más preocupada de lo que se permitía aparentar. Ni a su padre ni a ella les quedaba dinero en efectivo. Todo lo que tenían lo habían invertido o en el puente o en lana virgen y paño escarlata, por lo que la feria del vellón era su única oportunidad de recuperar el dinero. Si la asistencia era pobre, tendrían que enfrentarse a graves problemas; entre otras cosas, el pago de la boda.
Sin embargo, no era la única ciudadana preocupada.
—Sería el tercer mal año consecutivo —apuntó Rick Silvers, el portavoz del gremio de joyeros. Era un hombre remilgado y quisquilloso, que siempre iba impecablemente vestido—. Eso supondría el cierre para muchos de los míos —añadió—. Hacemos la mitad del negocio del año en la feria del vellón.
—Sería el fin de esta ciudad —afirmó Edmund—. No podemos permitir que ocurra.
Varios asistentes se le sumaron. Caris, que presidía la reunión de manera extraoficial, dejó que siguieran soliviantándose. Cuanto más acuciante fuera su sensación de encontrarse en una situación de emergencia, más predispuestos estarían a aceptar la solución radical que iba a proponerles.
—¿Y se puede saber qué hace el sheriff de Shiring al respecto? —preguntó Elfric—. ¿Para qué le pagan si no es para mantener la paz y el orden?
—No puede registrar todo el bosque —contestó Caris—. No tiene suficientes hombres.
—Pues el conde Roland sí.
Eso era querer hacerse ilusiones, pero Caris dejó una vez más que la discusión continuara para que cuando les planteara su idea fueran conscientes de que no les quedaba otra alternativa.
—El conde no va a ayudarnos —informó Edmund—. Ya se lo he pedido.
—Ralph era uno de los hombres del conde y lo sigue siendo —dijo Caris, quien de hecho había escrito la carta que Edmund le había dirigido a Roland—. No sé si os habéis fijado en que los proscritos no asaltan a la gente que acude al mercado de Shiring.
—Esos campesinos de Wigleigh no deberían haber presentado nunca una reclamación contra un escudero del conde —protestó Elfric, indignado—. ¿Quiénes se creen que son?
Caris estaba a punto de responder exasperada, pero Betty Baxter se le adelantó.
—Ah, ¿entonces crees que los señores deberían tener derecho a violar a quien se les antojara?
—Eso es harina de otro costal —intervino Edmund rápidamente, demostrando así que todavía retenía parte de su antigua autoridad—. Lo hecho, hecho está, pero el caso es que Ralph está viviendo a nuestra costa y nosotros debemos hacer algo. El sheriff no puede ayudarnos y el conde no quiere hacerlo.
—¿Y lord William? —preguntó Rick Silvers—. Se puso de parte de la gente de Wigleigh. Es culpa suya que Ralph sea un prófugo.
—También se lo he pedido a él —contestó Edmund—, pero me contestó que no estábamos en sus tierras.
—Ése es el problema de tener al priorato como señor, ¿de qué nos sirve un prior cuando necesitamos que nos protejan? —protestó Rick.
—Ésa es otra de las razones por las que estamos solicitando un fuero municipal. Entonces disfrutaremos de la protección del rey —dijo Caris.
—Pero tenemos nuestro propio alguacil, ¿qué está haciendo al respecto? —preguntó Elfric.
—Estamos dispuestos a hacer lo que sea necesario —respondió Mark Webber, uno de los ayudantes del alguacil—. Sólo tenéis que decirlo.
—Nadie pone en duda vuestra valentía —lo apaciguó Caris—, pero vuestra tarea consiste en ocuparos de los malhechores de la ciudad. John Constable carece de la experiencia necesaria para dar caza a los proscritos.
—Bueno, pues entonces, ¿quién? —preguntó Mark, ligeramente indignado.
Mark había intimado con Caris desde que se encargaba del batán de Wigleigh.
La joven había ido conduciendo la discusión hacia esa pregunta.
—De hecho, hay un soldado con experiencia que está dispuesto a ayudarnos —anunció— al que me he tomado la libertad de invitar esta noche. Está esperando en la capilla. Thomas, ¿querrías acompañarnos, por favor? —lo llamó, alzando la voz.
Thomas de Langley salió de la pequeña capilla que había en el otro extremo de la sala.
—¿Un monje? —preguntó Rick Silvers, con escepticismo.
—Antes de tomar los hábitos era soldado —repuso Caris—. Así perdió el brazo.
—Debería haberse pedido permiso a los miembros del gremio con antelación a la invitación —rezongó Elfric.
Nadie le hizo caso, como a Caris le complació comprobar. Estaban demasiado interesados en escuchar lo que Thomas tuviera que decirles.
—Deberíais formar una milicia —opinó Thomas—. La banda de proscritos debe de estar integrada por unos veinte o treinta hombres, no muchos, y casi todos los ciudadanos saben utilizar un arco largo con bastante pericia gracias a las sesiones prácticas de las mañanas de domingo. Un centenar de vosotros, bien preparados y conducidos con conocimiento, podría vencer a los proscritos sin complicaciones.
—Todo eso está muy bien, pero primero tendríamos que encontrarlos —repuso Rick Silvers.
—Por descontado —contestó Thomas—, pero estoy seguro de que en Kingsbridge hay alguien que sabe dónde están.
Merthin le había pedido al comerciante de madera Jake Chepstow que le trajera una pieza de pizarra de Gales, la más grande que encontrara. Jake había vuelto de la última expedición de tala con una fina lámina de pizarra gris galesa de más de un metro cuadrado que Merthin había encajado en un armazón de madera para realizar sus bocetos sobre ella.
Esa tarde, mientras Caris asistía a la reunión de la cofradía gremial, Merthin estaba en su propia casa concentrado en un mapa de la isla de los Leprosos. Arrendar tierras para la construcción de muelles y almacenes era la más modesta de sus ambiciones. El joven imaginaba una calle repleta de posadas y negocios, que cruzaba la isla de un puente al otro. Los construiría él mismo y se los arrendaría a comerciantes emprendedores de Kingsbridge. Se deleitaba pensando en el futuro de la ciudad, proyectando las calles y las construcciones que necesitaría. Lo que el priorato habría hecho si hubiera estado mejor dirigido.
En sus planes se incluía una casa nueva para él y para Caris. Al principio, de recién casados, sería un lugar pequeño y acogedor, pero con el tiempo necesitarían más espacio, sobre todo si tenían hijos. Había marcado un lugar en la orilla sur, donde les llegaría aire fresco al estar frente al río. Casi toda la isla era rocosa, pero en la parte en que estaba pensando había un pequeño terreno cultivable donde podría plantar árboles frutales. Al tiempo que imaginaba la casa, se deleitaba en la visión de su vida en común, juntos para siempre.
Unos golpes en la puerta interrumpieron su sueño. Merthin se sobresaltó. Por lo general, nadie se acercaba a la isla de noche salvo Caris, y ella nunca llamaba.
—¿Quién es? —preguntó, nervioso, y en ese momento entró Thomas de Langley—. Se supone que los monjes han de estar durmiendo a estas horas —dijo Merthin.
—Godwyn no sabe que estoy aquí. —Thomas miró la pizarra—. ¿Dibujas con la izquierda?
—Con la izquierda o con la derecha, tanto da. ¿Te apetece un poco de vino?
—No, gracias. Tendré que levantarme para el oficio de maitines de aquí a unas horas y el vino me atonta.
Merthin apreciaba a Thomas. Se había creado un vínculo entre ellos desde el día en que, doce años atrás, le había prometido a Thomas que si éste moría, él llevaría a un sacerdote hasta el lugar donde habían enterrado la carta. Más adelante, cuando trabajaron juntos en las reparaciones de la catedral, Thomas siempre había sido claro en sus instrucciones y benevolente con los aprendices. Conseguía no engañar a nadie sobre su vocación religiosa sin caer en la soberbia. Merthin pensaba que todos los hombres de Dios deberían ser como él.
—¿Qué puedo hacer por ti? —preguntó, haciéndole un gesto para que tomara asiento junto al fuego.
—Se trata de tu hermano. Hay que pararle los pies.
Merthin contrajo el rostro en una mueca, como si sintiera una súbita punzada de dolor.
—Si pudiera hacer algo, lo haría, pero no lo he visto y estoy seguro de que si lo viera, no me escucharía. Hace tiempo acudía a mí en busca de consejo, pero creo que eso ya pasó.
—Vengo de una reunión de la cofradía gremial. Me han pedido que organice una milicia.
—No esperes que forme parte de ella.
—No, no he venido con ese propósito. —Thomas esbozó una sonrisa irónica—. Entre tus muchos dones no se encuentran las aptitudes militares.
Merthin asintió con la cabeza.
—Gracias —respondió, con tristeza.
—Pero hay algo que podrías hacer para ayudarme si quisieras.
—Bueno, ¿qué es? —preguntó Merthin, desazonado.
—Los proscritos deben tener un escondite en algún lugar no lejos de Kingsbridge. Quiero que pienses dónde podría estar tu hermano. Seguramente será un sitio que ambos conocéis: una cueva, tal vez, o una choza abandonada en el bosque.
Merthin vaciló.
—Sé que sentirías mucho tener que traicionar a tu hermano, pero piensa en esa primera familia a la que asaltó: un campesino honrado y trabajador, su bella esposa, un muchacho de catorce años y una chiquilla. Ahora tres de ellos están muertos y la niña no tiene padres. Por mucho que quieras a tu hermano, tienes que ayudarnos a atraparlo.
—Lo sé.
—¿Se te ocurre dónde podría estar?
Merthin todavía no estaba preparado para contestar a esa pregunta.
—¿Lo cogerás vivo?
—Si puedo.
Merthin negó con la cabeza.
—No es suficiente, necesito una garantía.
Thomas guardó silencio unos instantes.
—Está bien —contestó al fin—. Lo cogeré vivo. No sé cómo, pero ya me las apañaré. Te lo prometo.
—Gracias. —Merthin vaciló. Sabía que debía hacerlo, pero su corazón se negaba a entregarlo. Por fin se obligó a hablar—. Cuando tenía unos catorce años, a menudo solíamos salir a cazar con muchachos más mayores. Estábamos fuera todo el día y cocinábamos lo que cazábamos. A veces nos acercábamos hasta las Chalk Hills y nos encontrábamos con familias que pasaban allí el verano mientras pacían las ovejas. Las pastoras solían ser bastante desenfadadas y alguna hasta nos dejaba besarla. —Esbozó una leve sonrisa—. En invierno, cuando ya no estaban, utilizábamos sus chozas como refugio. Ralph debe de esconderse allí.
—Gracias —dijo Thomas, levantándose.
—Recuerda tu promesa.
—Lo haré.
—Me confiaste un secreto hace doce años.
—Lo sé.
—Nunca te he traicionado.
—Soy consciente de ello.
—Confío en ti.
Merthin sabía que sus palabras podían interpretarse de dos maneras: o bien como una súplica para que el favor fuera recíproco o como una amenaza velada. De todos modos, le daba igual, que Thomas se lo tomara como gustase.
El monje le tendió la mano que le quedaba y Merthin la estrechó.
—Cumpliré mi palabra —aseguró Thomas.
Y se fue.
Ralph y Tam cabalgaban juntos colina arriba seguidos por Alan Fernhill, también a caballo, y los demás proscritos, que iban a pie. Ralph se sentía bien, había sido una nueva y fructífera mañana de domingo. La primavera había llegado y los campesinos empezaban a llevar al mercado la producción de la nueva estación. Los miembros de la banda se habían hecho con media docena de corderos, un jarro de miel, una jarra de nata con tapa y varias botas de vino. Como siempre, los proscritos apenas habían sufrido heridas de consideración, sólo unos cuantos cortes y moretones causados por las víctimas más insensatas.
La sociedad con Tam había demostrado ser muy rentable. Un par de horas de trabajo fácil les reportaban todo lo que necesitaban para vivir una semana entera a cuerpo de rey. El resto del tiempo lo pasaban cazando de día y bebiendo de noche. No había siervos zafios que les dieran la lata con disputas sobre lindes o les escatimaran las rentas. Lo único que les faltaba eran mujeres y ese día habían puesto remedio a ese problema después de raptar a dos jóvenes orondas, unas hermanas de unos trece y catorce años.
Su único pesar era que nunca había luchado por el rey, su sueño desde que era niño, y todavía seguía sintiendo ese prurito. Vivir al margen de la ley era demasiado fácil, pero no había de qué enorgullecerse en matar siervos desarmados. El niño que llevaba dentro todavía añoraba la gloria. Jamás había podido demostrar a nadie, ni a sí mismo ni a los demás, que en él anidaba el alma de un verdadero caballero.
Sin embargo, no iba a permitir que eso le hundiera el ánimo. Al coronar la colina tras la que se ocultaban las tierras altas de pasto donde se encontraba su guarida, empezó a pensar con impaciencia en la fiesta que celebrarían esa noche. Asarían un cordero en un espetón y beberían nata con miel. Y las muchachas… Ralph decidió que las haría yacer juntas, así la una vería cómo a la otra la violaba un hombre detrás de otro. La imagen le aceleró el corazón.
Por fin vieron las chozas de piedra. Ralph sabía que ya no podrían utilizarlas mucho más tiempo, pues la hierba crecía y los pastores no tardarían en aparecer por allí. La Pascua se había adelantado ese año, por lo que ya no debía de faltar mucho para el día de Pentecostés, poco después del primero de mayo. Los proscritos tendrían que buscar un nuevo campamento.
Se encontraba a unos cincuenta metros de la choza más próxima a ellos cuando, sorprendido, reparó en que alguien salía de ella.
Tam y él tiraron de las riendas y los proscritos se reunieron a su alrededor, con las manos en las empuñaduras de sus armas.
Cuando el hombre echó a andar hacia ellos, Ralph vio que se trataba de un monje.
—En nombre de Dios, ¿qué…? —exclamó Tam.
Ralph reconoció al hermano Thomas de Kingsbridge al ver que una de las mangas del hábito del monje se agitaba, vacía. Thomas se acercó a ellos como si se los encontrara por casualidad en la calle mayor.
—Hola, Ralph, ¿te acuerdas de mí? —lo saludó.
—¿Conoces a este hombre? —preguntó Tam a Ralph.
Thomas se llegó hasta uno de los costados del caballo de Ralph y le tendió la mano que le quedaba para estrechársela. ¿Qué demonios estaba haciendo allí? Por otro lado, ¿qué daño podría hacerles un monje manco? Desconcertado, Ralph se inclinó y estrechó la mano que le ofrecían. En ese momento, Thomas subió la suya por el brazo de Ralph y lo agarró por el codo.
Ralph vio movimiento cerca de las chozas de piedra por el rabillo del ojo. Al levantar la vista, comprobó que un hombre salía por la puerta de la construcción más próxima, seguido de cerca por un segundo y luego tres más, hasta que comprendió que se trataba de decenas de ellos, apostados hasta entonces en todas las chozas. Ralph vio cómo colocaban sus flechas en los largos arcos que llevaban y en ese momento supo que les habían tendido una emboscada. Justo entonces sintió una presión en el codo y con un súbito y fuerte tirón alguien lo derribó del caballo.
Los proscritos gritaron. Ralph cayó al suelo y aterrizó sobre su espalda. Su caballo, Griff, se separó de ellos, espantado. Cuando Ralph intentó ponerse en pie, Thomas cayó sobre él como un mazo, apretándolo contra el suelo, y se colocó encima de él a horcajadas.
—Estate quieto y no morirás —le dijo Thomas al oído.
Acto seguido Ralph oyó docenas de flechas disparadas a la vez con los largos arcos, un zumbido mortífero inconfundible parecido al viento repentino que anuncia una tormenta eléctrica. Tan acongojante fue el fragor que sus cálculos le llevaron a suponer la presencia de unos cien arqueros. Era evidente que se habían hacinado en las chozas a la espera de la señal, la de agarrarlo por el brazo, para salir y disparar.
Se planteó si debía forcejear y sacarse a Thomas de encima, pero prefirió no hacerlo al oír los gritos de los proscritos cuando los alcanzaban las flechas. Desde el suelo apenas conseguía ver lo que ocurría, pero algunos de sus hombres estaban desenvainando las espadas. No obstante, se encontraban demasiado lejos de los arqueros; si se abalanzaban sobre el enemigo, éste los derribaría antes de alcanzarlo. Era una matanza, no una batalla. Oyó unos cascos de caballo aporreando la tierra y Ralph se preguntó si Tam estaría cargando contra los arqueros o huyendo.
Reinaba la confusión, aunque no por mucho tiempo. Al cabo de unos momentos dedujo que los proscritos se habían dado a la fuga.
Thomas se levantó y sacó un largo puñal de debajo de su hábito benedictino.
—Ni se te ocurra desenvainar —le advirtió el monje.
Ralph se puso en pie. Miró a los arqueros y reconoció a varios hombres entre ellos: al gordo Dick Brewer, al rijoso Edward Butcher, al cordial Paul Bell, al gruñón Bill Watkin… Ciudadanos tímidos y cumplidores de la ley de Kingsbridge todos ellos. Lo habían capturado unos comerciantes. Sin embargo, eso no era lo más sorprendente.
—Me has salvado la vida, monje —dijo, mirando a Thomas con curiosidad.
—Sólo porque me lo pidió tu hermano —le espetó Thomas—. Si hubiera sido por mí, habrías muerto mucho antes de caer al suelo.
La prisión de Kingsbridge se encontraba en el sótano de la sede del gremio. El lugar tenía muros de piedra, suelo de tierra y carecía de ventanas. Tampoco había chimenea y algunos prisioneros morían de frío en invierno, aunque estaban en mayo y Ralph contaba con un manto de lana que lo resguardaba del frío por las noches. También disfrutaba de cierto mobiliario: una silla, un banco y una mesita, todo arrendado a John Constable y pagado por Merthin. Al otro lado de la puerta de roble con barrotes se encontraba el cubículo de John Constable. Durante los días de mercado y la feria, sus ayudantes y él se sentaban allí a la espera de que los llamaran para poner orden.
Alan Fernhill ocupaba la celda con Ralph. Un arquero de Kingsbridge lo había alcanzado con una flecha en el muslo, y aunque la herida no revestía gravedad, no había podido correr. No obstante, Tam Hiding había escapado.
Era el último día que pasarían allí, pues al mediodía se esperaba la llegada del sheriff para que los llevara a Shiring. En ausencia de los prófugos, habían sido condenados a muerte por la violación de Annet y por los delitos que habían cometido en el tribunal de Shiring ante la presencia del juez: herir al portavoz del jurado, herir a Wulfric y huir. Los ahorcarían al llegar a la ciudad.
Una hora antes del mediodía, los padres de Ralph le llevaron la comida: jamón caliente, pan fresco y una jarra de cerveza fuerte. Merthin los acompañaba y Ralph supuso que aquello era una despedida.
Su padre se lo confirmó.
—No te acompañaremos a Shiring —le comunicó el hombre.
—No queremos ver cómo… —añadió su madre, y aunque no terminó la frase, Ralph sabía lo que iba a decir: no viajarían hasta Shiring para ver cómo lo ahorcaban.
Ralph se bebió la cerveza, pero le resultó imposible comer. Lo iban a llevar a la horca, por lo que la comida no tenía sentido. De todos modos, tampoco tenía hambre. Sin embargo, Alan dio cuenta del jamón y del pan con apetito, como si se mostrara totalmente indiferente a la suerte que les aguardaba.
La familia permaneció sentada en silencio. A pesar de que iban a ser los últimos minutos que pasarían juntos, nadie sabía qué decir. Maud lloraba en silencio, Gerald se paseaba intranquilo y Merthin estaba sentado con la cabeza hundida entre las manos. Alan Fernhill parecía aburrido.
Ralph tenía una pregunta para su hermano. En cierto modo no deseaba formulársela, pero sabía que ésa sería su última oportunidad.
—Cuando el hermano Thomas me tiró del caballo para protegerme de las flechas le agradecí que me salvara la vida —dijo. Miró a su hermano y continuó—: Me dijo que lo hacía por ti, Merthin. —Merthin asintió con la cabeza—. ¿Se lo pediste tú?
—Sí.
—Entonces sabías qué iba a ocurrir.
—Sí.
—Pero… ¿cómo supo Thomas dónde encontrarme? —Merthin no respondió—. Se lo dijiste tú, ¿verdad? —insistió Ralph.
—¡Merthin! —exclamó su padre, atónito—. ¿Cómo has podido?
—Cerdo traidor —musitó Alan Fernhill.
—¡Estabais asesinando personas! —Se defendió Merthin—. ¡Campesinos inocentes junto a sus esposas e hijos! ¡Alguien tenía que pararos los pies!
En cierto modo sorprendido, Ralph comprendió que no estaba enfadado, pero sintió un nudo en la garganta.
—Pero ¿por qué le pediste que me perdonara la vida? ¿Porque preferías verme ahorcado? —preguntó, tragando saliva.
—Ralph, por favor —suplicó Maud, sollozando.
—No lo sé —confesó Merthin—. Tal vez sólo quería que vivieras un poco más.
—Pero me traicionaste. —Ralph sabía que estaba a punto de desmoronarse. Le empezaron a escocer los ojos y sintió una opresión en la cabeza—. Me traicionaste —repitió.
—¡Por Dios, te lo merecías! —gritó Merthin enojado, poniéndose en pie.
—No os peleéis —pidió Maud.
—No vamos a pelearnos —la tranquilizó Ralph, sacudiendo la cabeza con tristeza—. Esas cosas ya pertenecen al pasado.
La puerta se abrió y entró John Constable.
—Ha llegado el sheriff —anunció.
Maud se abrazó a Ralph, desconsolada. Al cabo de unos momentos, Gerald la apartó con suavidad.
Ralph siguió a John al exterior. Le sorprendió que no lo maniataran o lo encadenaran. Ya se había escapado una vez, ¿acaso no temían que volviera a hacerlo? Atravesó el cubículo del alguacil y salió al aire libre. Su familia iba detrás.
Debía de haber estado lloviendo, porque el sol se reflejaba en las calles húmedas y Ralph tuvo que frotarse los ojos para protegerse del resplandor. Al acostumbrarse a la luz, descubrió a su caballo, Griff, ensillado, una visión que le alegró el corazón.
—Tú nunca me has traicionado, ¿verdad? —le dijo al oído, agarrando las riendas.
El caballo bufó y piafó, contento de reencontrarse con su dueño.
El sheriff y varios ayudantes estaban esperando, montados y armados hasta los dientes. Le permitirían cabalgar hasta Shiring, pero no pensaban correr riesgos con él. Ralph comprendió que esa vez no habría escapatoria posible.
Sin embargo, al fijarse mejor vio que el sheriff era el de siempre, pero que los jinetes armados no eran sus ayudantes, sino hombres del conde Roland. No sólo eso, el propio conde estaba allí, con su cabello y su barba oscuros, montado en un corcel gris. ¿Qué significaba todo aquello?
Sin bajar del caballo, el conde se agachó y le tendió un pergamino enrollado a John Constable.
—Léelo, si sabes —dijo Roland, hablando por un lado de la boca, como siempre—. Es un mandato real. Todos los prisioneros del condado han obtenido el perdón y son libres… a condición de que vengan conmigo para sumarse a las mesnadas del rey.
—¡Hurra! —gritó Gerald.
Maud rompió a llorar. Merthin se asomó por encima del hombro del alguacil y leyó el mandato.
Ralph miró a Alan, quien preguntó:
—¿Qué significa eso?
—¡Significa que somos libres! —contestó Ralph.
—Lo sois, si lo he leído correctamente —afirmó John Constable. Se volvió hacia el sheriff—. ¿Lo confirmas?
—Lo confirmo —dijo el sheriff.
—Entonces no hay nada más que decir. Estos hombres son libres de ir con el conde.
El alguacil enrolló el pergamino.
Ralph miró a su hermano. Merthin lloraba. ¿Lágrimas de alegría o de frustración? No tuvo tiempo de averiguarlo.
—Vamos —dijo Roland, impaciente—. Ahora que ya hemos cumplido con las formalidades, pongámonos en marcha de una vez. El rey está en Francia ¡y nos queda mucho camino por delante!
Hizo dar media vuelta a su corcel y salió al galope por la calle principal.
Ralph espoleó los flancos de Griff y el caballo salió al trote en pos del conde.