39

El conde Roland ha sido muy listo —le comentó Merthin a Elizabeth Clerk—. Permitió que la justicia siguiera su curso casi hasta el final: no ha tenido que sobornar al juez, ni influir en el jurado, ni intimidar a los testigos, se ha ahorrado tener que enfrentarse a su hijo, lord William, y aun así se ha evitado la humillación de ver a uno de sus hombres en la horca.

—¿Dónde está tu hermano? —preguntó la joven.

—Ni idea. No he hablado con él ni lo he visto desde ese día.

Era domingo por la tarde y estaban sentados en la cocina de Elizabeth. Ella le había preparado jamón cocido con manzanas asadas y verdura, y una pequeña jarra de vino que había traído su madre, o tal vez la hubiera robado, de la posada donde trabajaba.

—¿Y qué va a pasar ahora? —preguntó Elizabeth.

—La sentencia de muerte todavía pende sobre él. No puede volver a Wigleigh ni venir a Kingsbridge sin arriesgarse a que lo detengan. De hecho, se ha convertido en un prófugo.

—¿No puede hacer nada?

—Podría obtener el perdón del rey… Pero eso cuesta una fortuna, más dinero del que él o yo podemos reunir.

—¿Y tú qué piensas de todo esto?

Merthin la miró afligido.

—Bueno, es evidente que se merece el castigo que iban a infligirle por lo que hizo, pero aun así no se lo deseo. Sólo espero que esté bien, allí donde se encuentre.

Esos últimos días no había hecho más que repetir una y otra vez la historia del juicio de Ralph, pero Elizabeth era la única que le había hecho las preguntas procedentes. La joven era inteligente y compasiva. En ese momento pensó que no le supondría ningún esfuerzo pasar todos los domingos por la tarde de esa manera.

La madre de Elizabeth, Sairy, que como siempre dormitaba junto al fuego, abrió los ojos de repente.

—¡Válgame Dios! Había olvidado el pastel. —La mujer se levantó y se pasó la mano por el canoso pelo—. Le prometí al gremio de curtidores que le pediría a Betty Baxter que les hiciera un pastel de jamón y huevo para mañana. Van a celebrar la última comida antes de Cuaresma en la posada.

Se echó una manta por los hombros y se fue.

No solían quedarse solos, por lo que Merthin se sintió ligeramente incómodo, pero Elizabeth parecía bastante tranquila.

—¿Qué vas a hacer ahora que ya no trabajas en el puente? —preguntó.

—Estoy construyendo la casa de Dick Brewer, entre otras cosas. Dick está a punto de retirarse y pasarle el negocio a su hijo, pero dice que no piensa dejar de trabajar mientras siga viviendo en la posada Copper, por eso quiere una casa con un huerto fuera de las murallas de la ciudad.

—Ah, ¿es esa obra un poco más allá de Lovers’ Field?

—Sí, será la casa más grande de Kingsbridge.

—Un cervecero nunca anda corto de dinero.

—¿Quieres verla?

—¿La obra?

—La casa. No está acabada, pero tiene cuatro paredes y un tejado.

—¿Ahora?

—Todavía queda una hora de luz.

Elizabeth vaciló, como si tuviera otros planes.

—Me encantaría —dijo al fin.

Se envolvieron en sus pesadas capas con capucha y salieron de casa. Era primero de marzo. Las ráfagas de viento cargado de nieve acudieron a su encuentro a lo largo de la calle mayor hasta que llegaron a la balsa, que les llevó hasta los arrabales.

A pesar de los altibajos del mercado de la lana, la ciudad crecía año tras año y el priorato no hacía más que recalificar sus pastos y huertas para convertirlos en terrenos edificables que ofrecía en arrendamiento. Merthin calculó que en esos momentos había unas cincuenta casas que doce años atrás, cuando había llegado a Kingsbridge siendo niño, no estaban allí.

El nuevo hogar de Dick Brewer sería un edificio de dos pisos, apartado del camino. Puesto que todavía faltaban los postigos y las puertas, los huecos de las paredes estaban temporalmente cubiertos con cañizos, marcos de madera con un tejido de cañas trenzadas. Con la entrada principal obstruida de este modo, Merthin llevó a Elizabeth por la parte de atrás, donde habían colocado una puerta provisional de madera con una cerradura.

El joven ayudante de Merthin, Jimmie, de dieciséis años, estaba en la cocina, vigilando el lugar para que no entraran ladrones. Jimmie era un muchacho supersticioso que siempre andaba persignándose y arrojando sal por encima del hombro. Estaba sentado en un banco delante de una poderosa lumbre, pero parecía nervioso.

—Hola, maestro —lo saludó—. Ya que estás aquí, ¿puedo ir a buscar mi comida? Se supone que debía traérmela Lol Turner, pero todavía no ha venido.

—Procura volver antes de que anochezca.

—Gracias.

Jimmie salió corriendo.

Merthin cruzó la puerta y entró en la casa.

—Cuatro habitaciones abajo —dijo, guiándola.

Elizabeth no daba crédito.

—¿Qué uso les van a dar?

—Cocina, antecámara, comedor y salón. —Todavía no había escalera, pero Merthin subió por una de mano hasta el primer piso, seguido por Elizabeth—. Cuatro alcobas —dijo, cuando la joven llegó arriba.

—¿Quién va a vivir aquí?

—Dick y su mujer, su hijo Danny y la esposa de éste, y su hija, quien seguramente no estará toda la vida soltera.

La mayoría de las familias de Kingsbridge vivían en una sola estancia y dormían unos junto a otros en el suelo: padres, hijos, abuelos y consortes.

—¡Este lugar tiene más habitaciones que un palacio! —exclamó Elizabeth.

Era cierto. Un noble con una gran corte podía vivir en sólo dos habitaciones: una alcoba para él y su esposa y un gran salón para todos los demás. Sin embargo, Merthin había diseñado varias casas para los comerciantes prósperos de Kingsbridge y el lujo que todos buscaban era la privacidad. Merthin pensaba que se trataba de una nueva moda.

—Supongo que las ventanas tendrán cristales —dijo Elizabeth.

—Sí.

Una costumbre nueva más. Merthin todavía recordaba los tiempos en los que no había vidriero en Kingsbridge, no como entonces, y la ciudad debía contentarse con un vendedor ambulante que solía pasarse por allí cada uno o dos años.

Regresaron a la planta baja. Elizabeth se sentó en el banco de Jimmie, delante del fuego, y se calentó las manos. Merthin tomó asiento a su lado.

—Algún día construiré una casa como ésta para mí —dijo el joven—. Y un gran huerto con árboles frutales.

Para su sorpresa, Elizabeth apoyó la cabeza en su hombro.

—Qué sueño tan bonito —comentó la joven.

Ambos miraron el fuego fijamente. El cabello de Elizabeth le hacía cosquillas en la mejilla. Al cabo de un rato, la joven descansó una mano en su rodilla. En el silencio que los envolvía, Merthin oía la respiración de ambos y el chisporroteo de los leños ardiendo.

—¿Quién habita la casa en tu sueño?

—No lo sé.

—¡Hombres! Yo no sabría imaginar mi casa, pero sí quién la habitaría: un marido, varios niños, mi madre, un suegro anciano y tres criados.

—Los hombres y las mujeres no comparten los mismos sueños.

Elizabeth levantó la cabeza, lo miró y le acarició la mejilla.

—Pero cuando los juntan, construyen una vida.

Lo besó en la boca.

Merthin cerró los ojos. Todavía conservaba el recuerdo de sus labios. Elizabeth esperó unos instantes y luego se apartó.

El joven se sentía extrañamente ausente, como si se viera desde un rincón de la estancia. No sabía qué pensar. La miró y volvió a reconocer su perfección. Se preguntó qué había de sorprendente en ella y entonces comprendió que todo estaba en armonía, como las distintas secciones de una bella iglesia. La boca, la barbilla, los pómulos y la frente eran tal como los habría dibujado si hubiera sido Dios creando a la mujer.

Elizabeth le devolvió su mirada de serenos ojos azules.

—Tócame —dijo, y se abrió la capa.

Merthin le acarició un pecho con suavidad. También recordaba sus pechos, firmes y pequeños. El pezón se endureció de inmediato al contacto con sus dedos, traicionando así el calmado porte de la joven.

—Quiero habitar la casa de tus sueños —dijo, y volvió a besarlo.

Elizabeth no actuaba sin pensar, no era propio de ella. En realidad, le había estado dando muchas vueltas. Durante las visitas de Merthin, el joven disfrutaba de su compañía sin plantearse nada más mientras Elizabeth imaginaba una vida en pareja. Tal vez incluso hubiera planeado esa escena, lo que explicaría por qué su madre los había dejado solos con la excusa del pastel. Merthin había estado a punto de frustrar su plan al proponerle la visita a la casa de Dick Brewer, pero ella había improvisado.

A Merthin no le molestaba un enfoque tan frío. Elizabeth era una persona cerebral, una de las cosas que le gustaban de ella y, de todos modos, sabía que las pasiones ardían bajo la superficie.

Lo que en realidad le molestaba era su propia falta de deseo. No era propio de él mostrarse fríamente racional con las mujeres, bien al contrario. Cuando se había creído enamorado, la pasión se había adueñado de él y había experimentado rabia y resentimiento además de deseo y ternura. Sin embargo, en esos momentos se sentía interesado, halagado y excitado, pero no fuera de control.

Elizabeth notó la apática respuesta del joven y se apartó. Merthin atisbó la sombra de una emoción en el rostro de ella, que Elizabeth se encargó de reprimir con ferocidad, aunque Merthin adivinó el miedo debajo de aquella máscara. Era tan flemática por naturaleza que debía de haberle costado un gran esfuerzo mostrarse tan atrevida, por lo que además debía de temer el rechazo más que a cualquier otra cosa en el mundo.

Se separó de él, se puso en pie y se levantó las faldas del vestido. Tenía unas piernas largas y bien torneadas, cubiertas por un vello rubio casi invisible. Aunque era alta y delgada, su cuerpo se ensanchaba en las caderas de una manera muy femenina. La mirada de Merthin recayó sin salvación en el delta de su sexo. Su vello púbico era tan rubio que adivinaba a través de él el pálido abultamiento de los labios y la delicada línea que los separaba.

Merthin levantó la vista y descubrió la desesperación en el rostro de la joven. Elizabeth lo había intentado todo y comprendía que no había funcionado.

—Lo siento —se disculpó Merthin. La muchacha dejó caer las faldas—. Verás, creo que…

—No digas nada —lo interrumpió Elizabeth. Su deseo se convertía en rabia—. Digas lo que digas, será mentira.

Tenía razón. Merthin había estado tratando de encontrar una verdad a medias que la tranquilizara, como que no se encontraba bien o que Jimmie podía volver en cualquier momento, pero la joven no quería que la consolaran. La habían rechazado y unas pobres excusas sólo conseguirían que además se sintiera tratada con condescendencia.

Se lo quedó mirando fijamente, mientras el dolor se batía con la rabia en el campo de batalla de su bello rostro. Lágrimas de frustración acudieron a sus ojos.

—¿Por qué no? —le imploró, aunque le impidió responder—. ¡No digas nada! No sería cierto.

Y de nuevo tendría razón.

Elizabeth se volvió para irse, pero dio media vuelta.

—Es por Caris —dijo, intentando reprimir la emoción—. Esa bruja te ha hechizado. No se casará contigo, pero tampoco permitirá que lo haga nadie. ¡Es un demonio!

Esta vez se marchó definitivamente. Abrió la puerta de un golpe, salió fuera y sólo la oyó sollozar una vez más.

Merthin se quedó sentado frente al fuego, con la mirada perdida.

—Maldita sea.

*

—Tengo que explicarte algo —le dijo Merthin a Edmund una semana después, cuando salían de la catedral.

El rostro de Edmund adoptó esa expresión divertida y afable que le era tan familiar a Merthin y que en esos momentos le decía que, a pesar de sacarle treinta años y de ser él quien tuviera que darle lecciones, disfrutaba con su entusiasmo juvenil. Además, todavía no era tan viejo como para no poder aprender algo.

—Muy bien, pero explícamelo en la posada. Necesito un trago de vino.

Entraron en la posada Bell y se sentaron cerca del fuego. La madre de Elizabeth les sirvió, pero con la cabeza bien alta y sin dirigirles la palabra.

—¿Con quién está enfadada Sairy, contigo o conmigo?

—Eso no importa ahora —contestó Merthin—. ¿Alguna vez te has quedado parado en la orilla del mar, descalzo, con los pies enterrados en la arena y has sentido el agua sobre tus dedos?

—Pues claro, todos los niños juegan en el agua. Incluso yo he sido niño.

—¿Recuerdas que el movimiento de las olas, el flujo y el reflujo, parece que arrastre la arena de debajo de tus pies y que forme un pequeño surco?

—Sí, hace mucho tiempo, pero creo que sé a qué te refieres.

—Eso es lo que le ocurrió al puente viejo. La corriente del río arrastró la tierra de debajo de la pilastra central.

—¿Cómo lo sabes?

—Por cómo se agrietó el enmaderado justo antes de desmoronarse.

—¿Adónde quieres ir a parar?

—El río no ha cambiado. Socavará el lecho del puente nuevo como lo hizo con el viejo… a no ser que lo impidamos.

—¿Cómo?

—En mi diseño añadí una pila de rocas sueltas alrededor de cada uno de los pilares del puente nuevo. Esas piedras romperán la corriente y amortiguarán su efecto. Es la diferencia entre ser acariciado por una hebra suelta y ser flagelado con una cuerda bien trenzada.

—¿Cómo estás tan seguro?

—Estuve hablando con Buonaventura justo después del hundimiento del puente, antes de que se fuera a Londres. Me dijo que había visto esas piedras acumuladas alrededor de las pilastras de los puentes en Italia y que a menudo se había preguntado para qué servirían.

—Fascinante. ¿Me cuentas esto sólo para ilustrarme o existe algún otro propósito más específico?

—La gente como Godwyn y Elfric ni lo entienden ni se dignarían escucharme si intentara explicárselo. Quiero asegurarme de que en Kingsbridge haya alguien que sepa por qué esas piedras han de estar ahí; por si al cabeza hueca de Elfric le da por no seguir mi diseño al pie de la letra.

—Pero ya hay alguien que lo sabe: tú.

—Yo me voy.

—¿Te vas? ¿Tú te vas? —preguntó Edmund, desconcertado.

En ese momento apareció Caris.

—No te demores mucho —le dijo a su padre—. Tía Petranilla está preparando la comida. ¿Te apetece compartir nuestra mesa, Merthin?

—Merthin se va de Kingsbridge —anunció Edmund.

Caris palideció.

Merthin se regodeó momentáneamente en la turbación de la joven. Caris lo había rechazado, pero le afectaba oír que dejaba la ciudad. Merthin se avergonzó de inmediato de una emoción tan indigna. La quería demasiado para desear que sufriera. De todos modos, se habría sentido peor si Caris hubiera recibido la noticia sin inmutarse.

—¿Por qué? —preguntó la joven.

—Aquí ya no me queda nada que hacer. ¿Qué voy a construir? No puedo trabajar en el puente y la ciudad ya tiene una catedral. No quiero pasarme el resto de mi vida levantando casas para comerciantes.

—¿Adónde irás? —preguntó Caris con un hilo de voz.

—A Florencia. Siempre he querido ver los edificios italianos. Le pediré algunas cartas de recomendación a Buonaventura Caroli y tal vez pueda viajar con una de sus remesas.

—Pero ¿y tus propiedades?

—De eso quería hablar contigo. ¿Te importaría administrarlas por mí? Podrías recaudar mis rentas, llevarte una comisión y entregarle el balance a Buonaventura. Él me enviaría luego el dinero a Florencia por carta.

—No quiero una maldita comisión —contestó Caris, con sequedad.

Merthin se encogió de hombros.

—Es trabajo y deberías cobrarlo.

—¿Cómo puedes decir una cosa así y quedarte tan tranquilo, como si todo te diera igual? —protestó la joven, con voz estridente. Varios comensales levantaron la vista, pero Caris no pareció reparar en ello—. ¡Vas a abandonar a tus amigos!

—No me da igual. Los amigos están muy bien, pero me gustaría casarme.

—Hay un montón de muchachas de Kingsbridge dispuestas a casarse contigo —intervino Edmund—. No eres muy agraciado, pero la fortuna te sonríe y eso vale mucho más que una buena presencia.

Merthin sonrió a su pesar. Edmund podía llegar a ser abrumadoramente sincero, una característica que Caris también había heredado.

—Durante un tiempo acaricié la idea de casarme con Elizabeth Clerk —dijo.

—Yo también —admitió Edmund.

—Es muy seca —opinó Caris.

—No, no lo es. Pero cuando me lo pidió, me eché atrás.

—Ah, por eso está últimamente de tan mal humor —dijo la joven.

—Y por eso su madre no le dirige la palabra a Merthin —concluyó Edmund.

—¿Por qué la rechazaste? —preguntó Caris.

—Sólo hay una mujer en Kingsbridge con la que quiero casarme; sin embargo ella se niega a ser la esposa de nadie.

—Pero tampoco quiere perderte.

—¿Y qué quieres que haga? —le preguntó enojado, alzando la voz e interrumpiendo la conversación de los comensales de la posada, quienes a partir de entonces prestaron atención a la discusión—. Godwyn me ha despedido, tú me has rechazado y mi hermano es un prófugo. Por el amor de Dios, ¿por qué iba a quedarme?

—No quiero que te vayas.

—¡No es suficiente! —gritó Merthin.

La estancia se quedó en completo silencio. Todo el mundo los conocía: el posadero, Paul Bell, y su curvilínea hija, Bessie; la canosa camarera Sairy, madre de Elizabeth; Bill Watkin, quien se había negado a dar trabajo a Merthin; Edward Butcher, el adúltero de pésima reputación; Jake Chepstow, el arrendatario de Merthin; fray Murdo, Matthew Barber y Mark Webber. Todos sabían de la historia de Merthin y Caris, y estaban fascinados con la discusión.

Sin embargo, a Merthin le daba igual; que escucharan si querían.

—No voy a pasarme el resto de mi vida dando vueltas a tu alrededor como Trizas, esperando tus atenciones —dijo, furioso—. Seré tu marido, pero no tu mascota.

—Muy bien —contestó ella, con un hilo de voz.

El súbito cambio en el tono lo desconcertó. No estaba seguro de a qué se refería.

—Muy bien, ¿qué?

—Muy bien, me casaré contigo.

La sorpresa lo dejó sin habla.

—¿En serio? —preguntó al cabo de unos instantes, sin acabar de creérselo.

Caris lo miró y sonrió con timidez.

—Sí, lo digo en serio —aseguró—. Pídemelo.

—Está bien. —Merthin respiró hondo—. ¿Quieres casarte conmigo?

—Sí, quiero.

—¡Hurra! —gritó Edmund.

Los clientes de la posada estallaron en vítores y aplausos, y Merthin y Caris se echaron a reír.

—¿De verdad? —volvió a preguntar Merthin.

—Sí.

Se besaron. Merthin la abrazó con todas sus fuerzas y al soltarla vio que estaba llorando.

—¡Vino para mi prometida! —pidió—. ¡Que sea un barril! ¡Sírveles a todos para que beban a nuestra salud!

—Ahora mismo —contestó el posadero, y volvieron a oírse los vítores.

*

Una semana después, Elizabeth Clerk tomó los hábitos.