37

Caris se sentía más segura la segunda vez que acudió al tribunal del rey. El vasto interior de Westminster Hall ya no la intimidaba, ni la aglomeración de personajes pudientes y poderosos que se apiñaba alrededor de las tribunas de los jueces. Ya había estado allí antes y sabía cómo funcionaba todo, razón por la cual lo que hacía un año le había parecido tan extraño, ahora le resultaba familiar. Incluso iba a la moda de Londres y lucía un vestido de dos colores: una mitad verde y la otra azul. Le gustaba observar a los que la rodeaban y adivinar sus vidas en suspiros: engreídos o desesperados, desorientados o avisados. Sabía distinguir a los que acababan de llegar a la capital por su mirada atónita y su aire inseguro, y le complacía sentirse como una entendida o incluso superior.

Si albergaba algún recelo, éste se lo inspiraba su abogado, Francis Bookman. Era joven, instruido y, como casi todos los letrados a juicio de Caris, parecía muy seguro de sí mismo. Se trataba de un hombre bajito, de cabello rubio rojizo, movimientos nerviosos y siempre presto a discutir, que le recordaba a un pajarillo cantarín en el alféizar de una ventana, picoteando migas y espantando a sus rivales con agresividad. Les había dicho que su caso era incontrovertible.

Godwyn contaba con Gregory Longfellow, por descontado. Gregory había ganado el caso contra el conde Roland, por lo que Godwyn le había pedido que volviera a representar al priorato. El hombre había demostrado su valía, mientras que Bookman era un desconocido. Sin embargo, a Caris aún le quedaba un golpe de mano oculto que Godwyn a buen seguro no se esperaba.

Godwyn no parecía reconocer que había traicionado a Caris, a su padre y a toda la ciudad de Kingsbridge. Siempre se había presentado como un reformador al que impacientaba la pusilanimidad del prior Anthony, como un hombre volcado en las necesidades de la ciudad y preocupado por la prosperidad de monjes y comerciantes por igual. Sin embargo, al cabo de un año de mandato, se había revelado como todo lo contrario y se había mostrado incluso más conservador que Anthony. Aunque lo cierto es que no parecía avergonzarse lo más mínimo de ello. La rabia invadía a Caris cada vez que lo pensaba.

No tenía derecho a obligar a la gente de la ciudad a utilizar su batán. Sus otras imposiciones, como la prohibición de molinos manuales o las multas por tener charcas de peces y conejeras particulares, podrían considerarse legítimas, aunque escandalosamente severas. Sin embargo, el uso del batán no debería tener restricciones y Godwyn lo sabía. Caris se preguntaba si el hombre creería que cualquier ardid era perdonable siempre que se hiciera en nombre de la labor divina. ¿Acaso los hombres de Dios no debían ser más escrupulosos con la honestidad que los laicos?

Así mismo se lo planteó a su padre mientras deambulaban por los tribunales a la espera de que los llamaran a declarar.

—Nunca he confiado en los que proclaman su honestidad desde el púlpito de una iglesia —fue la respuesta de Edmund—. Ese tipo de personas con tan alto concepto de sí mismas siempre encuentran una excusa para violar sus propias reglas. Prefiero tener tratos con pecadores normales y corrientes; ésos al menos creen que al final les es más provechoso decir la verdad y cumplir sus promesas. Y es algo sobre lo que no suelen cambiar de opinión.

En esa clase de ocasiones en las que volvía a ser el de siempre, era cuando Caris se daba cuenta de cuánto había cambiado su padre. Hacía un tiempo que venía perdiendo rapidez mental y perspicacia y la mayoría de las veces se mostraba olvidadizo y distraído. Caris sospechaba que el declive había comenzado meses antes de que ella se hubiera dado cuenta y seguramente a ello se debía que, por desgracia, no hubiera previsto el hundimiento del mercado lanar.

Al cabo de varios días de espera, los llamaron a comparecer ante sir Wilbert Wheatfield, el juez de cara sonrosada y dientes cariados que había presidido el juicio contra el conde Roland hacía un año. La confianza de Caris empezó a debilitarse cuando el juez tomó asiento en la tribuna que se apoyaba en el muro oriental. Era intimidante que un simple mortal tuviera tanto poder. Si tomaba la decisión equivocada, el proyecto de manufacturación de paños de Caris se iría a pique, su padre se arruinaría y nadie podría financiar un puente nuevo.

No obstante, empezó a sentirse mejor en cuanto su abogado tomó la palabra. Francis comenzó por la historia del batán: explicó que lo había inventado el legendario Jack Builder, que había sido el primero en construirlo, y que el prior Philip había concedido a la gente de la ciudad el derecho a utilizarlo de manera gratuita.

Acto seguido la emprendió con las posibles réplicas de Godwyn para desarmar al prior por adelantado.

—Es cierto que el molino necesita reparaciones, es lento y suele quedarse varado —admitió—, pero ¿cómo puede un prior poner en duda el derecho de usufructo de la gente? El molino es propiedad del priorato y es obligación del priorato mantenerlo en buen estado. El hecho de que él no haya cumplido con su obligación no es pertinente. La gente no tiene derecho a reparar el molino y ciertamente aún menos la obligación. La concesión del prior Philip no era condicionada. —En ese momento, Francis utilizó su golpe de mano secreto—. En el caso de que el prior intentara aducir que la concesión fue condicionada, invito a este tribunal a leer esta copia del testamento del prior Philip.

Godwyn se quedó atónito. Había intentado hacerles creer que el testamento se había perdido, pero Thomas de Langley había accedido a buscarlo como favor personal a Merthin y lo había sacado de la biblioteca sin que nadie se diera cuenta durante un día, tiempo suficiente para que Edmund lo diera a copiar.

Caris no pudo evitar regocijarse con la expresión de asombro y rabia de Godwyn al descubrir que su treta no había dado resultado.

—¿Cómo ha llegado a vuestras manos? —preguntó indignado el prior, dando un paso al frente.

La pregunta resultó muy reveladora. No había querido saber dónde lo habían encontrado, pregunta lógica si realmente hubiera estado perdido alguna vez.

Gregory Longfellow tenía cara de preocupación y le hizo un gesto para que callara. Godwyn cerró la boca y retrocedió, dándose cuenta de que se había descubierto, aunque demasiado tarde a juicio de Caris. El juez comprendería que la ira de Godwyn se debía únicamente a que el prior sabía que el documento favorecía a la gente de la ciudad y que por eso mismo había intentado eludirlo.

Francis dio por terminada rápidamente su exposición. Caris consideró que era una buena decisión pues el juez todavía tendría fresca la artimaña de Godwyn cuando Gregory expusiera el caso para la defensa.

Sin embargo, el enfoque de Gregory los cogió a todos por sorpresa. El hombre se adelantó y se dirigió al juez.

—Señor, Kingsbridge no es un municipio foral.

Eso fue todo, como si no fuera necesario decir nada más.

En rigor era cierto. La mayoría de las ciudades disfrutaban de una cédula real gracias a la que podían comerciar y abrir mercados a su antojo, sin obligaciones de ningún tipo para con el conde o el barón. Sus ciudadanos eran hombres libres que le debían lealtad únicamente al rey. Sin embargo, unas cuantas ciudades como Kingsbridge seguían siendo propiedad de un señor, por lo general un obispo o un prior. St. Albans y Bury St. Edmunds eran un ejemplo. El estatus de dichas poblaciones no estaba tan claro.

—Eso es diferente —admitió el juez—. Sólo los hombres libres pueden acudir al tribunal del rey. ¿Qué tenéis que decir a eso, Francis Bookman? ¿Son siervos vuestros clientes?

—¿La gente de la ciudad ha acudido al tribunal del rey alguna otra vez? —le preguntó Francis a Edmund en voz baja y apremiante, volviéndose hacia él.

—No. El prior ha…

—¿Ni siquiera la cofradía gremial? ¿Aunque fuera antes de que vosotros entrarais en ella?

—No existen registros de…

—Así que no podemos apoyarnos en un precedente, maldita sea. —Francis se volvió hacia el juez. Su semblante mudó de la preocupación a la confianza absoluta en cuestión de segundos y se dispuso a hablar como si condescendiera a explicar algo trivial—. Señor, mis clientes son libres. Tienen condición de ciudadanos.

—En la condición de ciudadano coligen muchas y diferentes definiciones, en cada lugar significa una cosa diferente —se apresuró a replicar Gregory.

—¿Existe una declaración de costumbres por escrito? —preguntó el juez.

Francis miró a Edmund, quien negó con la cabeza.

—Ningún prior se avendría a dejar por escrito nada por el estilo —le dijo el comerciante entre dientes.

Francis se volvió hacia el juez.

—No existe ninguna declaración escrita, señor, pero es evidente…

—Entonces este tribunal debe decidir si sois hombres libres o no —sentenció el juez.

—Señor, los ciudadanos pueden comprar y vender sus viviendas con total libertad —intervino Edmund, dirigiéndose directamente al juez.

Se trataba de un derecho importante que no se les concedía a los siervos, quienes necesitaban el permiso de su señor.

—Pero tenéis obligaciones feudales —repuso Gregory—. Debéis usar los molinos y las charcas del prior.

—Olvidémonos de las charcas —dijo sir Wilbert—. La cuestión clave es la relación de los ciudadanos con el sistema judicial del rey. ¿La ciudad deja entrar libremente al sheriff real?

—No, ha de pedir permiso para entrar en la ciudad —contestó Gregory.

—¡Por decisión del prior, no por la nuestra! —protestó Edmund.

—Muy bien. ¿Los ciudadanos pueden ser llamados a formar parte de jurados reales o alegan exención? —prosiguió sir Wilbert.

Edmund vaciló. Godwyn parecía exultante. Formar parte de un jurado era una obligación que suponía una gran pérdida de tiempo y que todo el mundo intentaba eludir si podía.

—Alegamos exención —contestó Edmund, al cabo de un momento.

—Entonces está todo dicho —concluyó el juez—. Si eludís ese deber alegando que sois siervos, no podéis acudir a la justicia del rey pasando por encima de vuestro señor.

—En vista de ello, solicito que desestiméis la demanda —pidió Gregory, con voz triunfante.

—Concedido —sentenció el juez.

—Señor, ¿se me permite hablar? —intervino Francis, indignado.

—En absoluto —contestó el juez.

—Pero, señor…

—Una palabra más y os proceso por desacato.

Francis cerró la boca y agachó la cabeza.

—Siguiente caso —dijo sir Wilbert.

Un nuevo abogado empezó a hablar.

Caris estaba confundida.

—¡Tendríais que haberme dicho que erais siervos! —protestó Francis dirigiéndose a ella y a su padre.

—No lo somos.

—El juez ha dictaminado que lo sois. No puedo ganar casos si se me oculta información.

Caris decidió no discutir con él, pues sabía que se enfrentaba al tipo de persona que jamás admite un error.

Godwyn estaba tan henchido de satisfacción que parecía a punto de estallar. Al salir, no pudo evitar despedirse con unas palabras.

—Espero que en el futuro comprendáis que lo más acertado es someteros a la voluntad del Señor —dijo con toda solemnidad, apuntándolos con un dedo.

—Vete al cuerno —contestó Caris, dándole la espalda—. ¡Seguimos con las manos atadas! —le dijo a su padre—. ¡Hemos demostrado que tenemos derecho a utilizar el batán sin que nos puedan cobrar por ello, pero Godwyn sigue negándonos ese derecho!

—Eso parece —admitió Edmund.

Caris se volvió hacia Francis.

—Tiene que haber algo que podamos hacer —dijo, enfadada.

—Bueno, podríais pedir la consideración de municipio para Kingsbridge, con una cédula real que estableciera vuestros derechos y libertades —contestó el abogado—. Una vez hecho esto, podríais acudir al tribunal del rey.

Caris vio un atisbo de esperanza.

—¿Qué hay que hacer?

—Tenéis que apelar al rey.

—¿Nos la concederá?

—Si alegáis que la necesitáis para poder pagar vuestros impuestos, sin duda os escuchará.

—Entonces tenemos que intentarlo.

—Godwyn se pondrá furioso —le advirtió Edmund.

—Que se ponga como quiera —contestó Caris.

—No lo subestimes —insistió su padre—. Ya sabes lo implacable que es, incluso en discusiones triviales. Una cosa así conduciría a una guerra declarada.

—Que así sea —dijo Caris en tono sombrío—. Si quiere guerra, tendrá guerra.

*

—Por Dios, Ralph, ¿cómo has podido hacer una cosa así? —se lamentó su madre.

Merthin observó el rostro de su hermano a la débil luz del hogar de sus padres. Ralph parecía debatirse entre la negación rotunda y la autojustificación.

—Ella me engatusó —contestó al fin.

Maud parecía más afligida que enfadada.

—Pero, Ralph, ¡es la mujer de otro hombre!

—La mujer de un campesino.

—Aun así.

—No te preocupes, madre, jamás condenarán a un señor basándose en la palabra de un siervo.

Merthin no estaba tan seguro. Ralph era un señor de poca monta y parecía haberse ganado la enemistad de William de Caster. Nadie sabía cuál sería el resultado del juicio.

—¡Aunque no te condenaran, y rezo para que no lo hagan, piensa en la vergüenza que has traído a esta casa! —dijo su padre con dureza—. Eres hijo de un caballero, ¿cómo has podido olvidar eso?

Merthin estaba horrorizado y preocupado, pero no sorprendido. Ralph siempre había tenido un carácter violento. De niños, andaba continuamente metido en peleas de las que Merthin a menudo tenía que apartarlo utilizando una palabra conciliatoria o una broma para así evitar la confrontación y los puñetazos. Si cualquier otra persona que no fuera su hermano hubiera cometido esa despreciable violación, Merthin habría querido ver a ese hombre colgado de la horca.

Ralph no apartaba los ojos de Merthin, cuya desaprobación lo atormentaba tal vez incluso más que la de su madre, pues siempre había respetado a su hermano mayor. Merthin deseaba que hubiese un modo de contener a Ralph para que no agrediera a la gente ahora que ya no lo tenía a él a su lado para sacarle las castañas del fuego.

La escena con sus atribulados padres tenía visos de continuar largo rato cuando alguien llamó a la puerta de la modesta casa y Caris asomó la cabeza. La joven sonrió a Gerald y a Maud a modo de saludo, aunque su expresión cambió al ver a Ralph.

Merthin supuso que lo buscaba a él y se levantó.

—No sabía que habías vuelto de Londres —dijo.

—Acabo de llegar —contestó Caris—. ¿Podemos hablar un momento?

Merthin se echó un manto sobre los hombros y salió con ella a la tenue y grisácea luz de un frío día de diciembre. Hacía un año que habían puesto fin a su relación. Merthin sabía que su embarazo había acabado en el hospital y suponía que Caris se las había arreglado de algún modo para abortar deliberadamente. Por dos veces le había pedido que volviera con él en las semanas posteriores, pero ella lo había rechazado. Era desconcertante. Merthin sabía que todavía lo amaba, pero su decisión era firme. El joven había perdido toda esperanza y había supuesto que con el tiempo dejaría de sufrir. Sin embargo, hasta el momento eso no había sucedido. Su corazón seguía latiendo con fuerza cuando la veía y no había nada que lo hiciera más feliz en el mundo que hablar con ella.

Salieron a la calle principal y entraron en la posada. A última hora de la tarde, el establecimiento estaba tranquilo. Pidieron vino caliente y especiado.

—Hemos perdido el caso —le informó Caris.

Merthin se quedó atónito.

—¿Cómo es posible? Tenías el testamento del prior Philip…

—No ha servido de nada. —Merthin adivinaba que Caris estaba amargamente decepcionada—. El avispado abogado de Godwyn alegó que los habitantes de Kingsbridge son siervos del prior y los siervos no tienen derecho a acudir a los tribunales del rey. El juez ha desestimado el caso.

—Pero eso es una tontería —repuso Merthin, indignado—. Eso significa que el prior puede hacer lo que le venga en gana al margen de leyes y fueros…

—Ya lo sé.

Merthin comprendió que a Caris le impacientaría oír las obviedades que ella ya se habría dicho a sí misma muchas veces. Reprimió su indignación e intentó ser práctico.

—¿Qué vais a hacer?

—Solicitar un fuero municipal con el que liberaríamos a la ciudad del yugo del prior. Nuestro abogado cree que nuestro caso es sólido, pero no olvides que también lo creía con el batán. De todas maneras, el rey necesita recaudar fondos desesperadamente para su guerra con Francia y por eso le interesan las ciudades prósperas, para cobrarles sus impuestos.

—¿Cuánto se tarda en conseguir un fuero?

—Eso son las malas noticias: un año como mínimo, tal vez más.

—Y durante ese tiempo no puedes confeccionar paño de color escarlata.

—Con el viejo batán, no.

—Entonces tendremos que dejar de trabajar en el puente.

—No sé qué otra solución hay.

—Maldita sea. —Era absurdo: tenían los medios para devolver la prosperidad a la ciudad al alcance de la mano y lo único que lo impedía era la terquedad de un solo hombre—. ¿Cómo es posible que juzgáramos tan mal a Godwyn? —se preguntó Merthin.

—No me lo recuerdes.

—Tenemos que librarnos de su yugo.

—Lo sé.

—Pero no podemos esperar un año.

—Ojalá hubiera algún modo.

Merthin se devanó los sesos, sin apartar los ojos de Caris. La joven llevaba un vestido nuevo y multicolor, como estaba de moda, comprado en Londres, que le daba un aire festivo a pesar de su semblante serio y angustiado. Era como si le brillaran los ojos y su piel refulgiera gracias a los colores, un verde oscuro y un azul medio. Le ocurría de vez en cuando. Estaban en medio de una conversación sobre algún problema relacionado con el puente, pues rara vez hablaban de otra cosa, cuando de pronto reparaba en lo adorable que era.

Mientras seguía ensimismado en esos pensamientos, la parte resolutiva de su cerebro dio con una propuesta.

—Deberíamos construir nuestro propio batán.

Caris negó con la cabeza.

—Sería ilegal. Godwyn le ordenaría a John Constable que lo echara abajo.

—¿Y si estuviera fuera de la ciudad?

—¿Te refieres al bosque? Eso también sería ilegal. Los guardas forestales se te echarían encima.

Los guardabosques velaban por el cumplimiento de las leyes forestales.

—Pues entonces en el bosque no, en otra parte.

—Da igual donde vayas, necesitarás el permiso de un señor.

—Mi hermano posee un señorío.

Caris hizo una mueca de disgusto ante la mención de Ralph, pero enseguida mudó la expresión al pensar en lo que Merthin proponía.

—¿Quieres construir un batán en Wigleigh?

—¿Por qué no?

—¿Hay un arroyo con bastante agua para hacer girar la rueda del molino?

—Creo que sí, pero si no lo hay, podría tirar de ella un buey, como con la balsa.

—¿Y Ralph lo consentiría?

—Claro que sí, es mi hermano. Si se lo pido, accederá.

—Godwyn se pondrá hecho un basilisco.

—Godwyn le importa bien poco a Ralph.

Merthin sabía que Caris estaba contenta y emocionada, pero ¿qué sentiría por él? La joven se alegraba porque habían dado con una solución para su problema y la entusiasmaba superar a Godwyn en astucia, pero las deducciones de Merthin no llegaban más allá.

—Pensémoslo bien antes de echar las campanas al vuelo —dijo Caris—. Godwyn promulgará una norma que prohibirá que se saque paño de Kingsbridge con intención de abatanarlo. Muchas ciudades tienen leyes por el estilo.

—Sin la cooperación de un gremio le será muy difícil conseguir que se cumpla una norma de esa índole. Además, si lo hace, tienes otra solución. La mayor parte del paño se teje en las aldeas, ¿no es así?

—Sí.

—Entonces no lo traigas a la ciudad. Envíalo de los tejedores a Wigleigh directamente. Tíñelo allí, abatánalo en el nuevo molino y luego llévalo a Londres. Godwyn no tendrá jurisdicción sobre el paño.

—¿Cuánto tiempo se necesita para construir un molino?

Merthin hizo unos cálculos.

—El edificio de madera puede levantarse en un par de días. La maquinaria también sería de madera, pero para eso necesitaré más tiempo porque hay que hacer cálculos muy precisos. Sin embargo, lo que nos retrasará más será hacer llegar hasta allí a los hombres y los materiales. Podría tenerlo terminado para después de Navidad.

—Eso es estupendo —dijo Caris—. Lo haremos.

*

Elizabeth lanzó los dados sobre el tablero y metió su última pieza en casa.

—¡He ganado! —exclamó—. Tres de tres. Paga.

Merthin le tendió un penique de plata. Sólo dos personas conseguían derrotarle a las tablas reales: Elizabeth y Caris, aunque con ellas no le importaba perder. Agradecía poder enfrentarse a un digno rival.

Se recostó hacia atrás y tomó un trago de su licor de pera. Era una fría tarde de un sábado de enero y ya había oscurecido. La madre de Elizabeth dormitaba en una silla junto al fuego, roncando suavemente con la boca abierta. La mujer trabajaba en la posada Bell, pero siempre estaba en casa cuando Merthin visitaba a su hija. El joven lo prefería así, de ese modo no tenía que debatirse entre besar a Elizabeth o no, cuestión a la que no quería enfrentarse. Por descontado que le hubiera gustado besarla, recordaba el contacto de sus fríos labios y la firmeza de sus pequeños pechos, pero eso significaría tener que admitir que su relación con Caris se había terminado para siempre y todavía no estaba preparado para dar ese paso.

—¿Cómo va el nuevo molino de Wigleigh? —preguntó Elizabeth.

—Listo y funcionando —contestó Merthin, ufano—. Caris lleva abatanando paño desde hace una semana.

—¿Ella solita? —preguntó Elizabeth, enarcando las cejas.

—No, es una forma de hablar. En realidad es Mark Webber quien lleva el molino, aunque está enseñando a algunos aldeanos para que le sustituyan.

—A Mark le vendría muy bien convertirse en el hombre de confianza de Caris. Toda su vida ha sido pobre como una rata y ésta podría ser una gran oportunidad para él.

—El nuevo proyecto de Caris nos vendrá muy bien a todos, así podré acabar el puente.

—Es una muchacha inteligente —admitió Elizabeth con un tono desapasionado—, aunque ¿qué opina Godwyn de todo esto?

—Nada. No sé si lo sabe.

—Pero lo acabará sabiendo.

—Me temo que no podrá hacer nada.

—Es un hombre orgulloso. Si le demuestras que has sido más astuto que él, nunca te lo perdonará.

—Podré soportarlo.

—¿Y qué me dices del puente?

—A pesar de todos los problemas, el trabajo sólo se ha retrasado un par de semanas. He tenido que invertir más dinero para ponerme al día, pero estará listo para la feria del vellón. Eso sí, con tablones de madera provisionales.

—Entre Caris y tú habéis salvado la ciudad.

—Todavía no, pero lo haremos.

La madre de Elizabeth se despertó sobresaltada cuando alguien llamó a la puerta.

—¿Quién podrá ser a estas horas? —dijo—. Pero si ya ha oscurecido.

Era uno de los aprendices de Edmund.

—Esperan a maese Merthin en la junta de la cofradía gremial —anunció.

—¿Para qué? —preguntó Merthin.

—Maese Edmund me pidió que os dijera que os esperan en la junta de la cofradía gremial —repitió el muchacho.

Era evidente que se había aprendido el mensaje de memoria y que no sabía nada más.

—Supongo que será por algo relacionado con el puente —comentó Merthin a Elizabeth—. Están preocupados por los costes. —Recogió su manto—. Gracias por el vino… y por el juego.

—Aquí estaré cuando quieras repetirlo —contestó ella.

Siguió al aprendiz hasta el salón del gremio de la calle mayor. La cofradía celebraba una junta, no un banquete. Cerca de una veintena de los ciudadanos más influyentes de Kingsbridge se sentaba alrededor de la larga mesa de caballetes con sus vasos de cerveza o vino mientras charlaban en voz baja. Merthin percibió la tensión y la animosidad en el ambiente y empezó a preocuparse.

Edmund presidía la mesa junto al prior Godwyn, quien se sentaba a su lado. El prior no era miembro de la cofradía, por lo que su presencia indicaba que las suposiciones de Merthin habían sido acertadas y que la reunión estaba relacionada con el puente. Sin embargo, Thomas el matricularius no se hallaba presente, aunque sí Philemon, cosa extraña.

Hacía poco que Merthin había tenido una pequeña discusión con Godwyn. Su contrato tenía una duración de un año a dos peniques diarios más el usufructo de la isla de los Leprosos. Cuando llegó el momento de la renovación, Godwyn le había propuesto seguir pagándole dos peniques al día, pero Merthin había insistido en que fueran cuatro y al final Godwyn le había concedido el aumento. ¿Se habría quejado al respecto ante el gremio?

—Te hemos hecho llamar porque el prior Godwyn desea despedirte como maestro constructor a cargo del puente —le informó Edmund con su brusquedad habitual.

Merthin recibió la noticia como si le hubieran propinado un bofetón. No se lo esperaba.

—¿Qué? ¡Pero si fue el propio Godwyn quien me escogió!

—Y por tanto tengo derecho a despedirte —intervino Godwyn.

—Pero ¿por qué?

—El trabajo no se ha hecho en el tiempo estipulado y ha excedido el presupuesto.

—Se ha retrasado porque el conde cerró la cantera y ha excedido el presupuesto porque tuve que invertir dinero para ponerme al día.

—Excusas.

—¿Acaso me invento la muerte de un carretero?

—¡Asesinado por tu propio hermano! —replicó Godwyn.

—¿Qué tiene eso que ver con todo lo demás?

—¡Un hombre acusado de violación! —insistió Godwyn, eludiendo la pregunta.

—No puedes despedir a un maestro constructor por el comportamiento de su hermano.

—¿Quién eres tú para decidir lo que puedo o lo que no puedo hacer?

—¡Soy el constructor de tu puente!

En ese momento Merthin cayó en la cuenta de que la mayor parte del trabajo de construcción estaba terminado. Había diseñado las partes más complicadas y había levantado los armazones de madera que servían de guía a los albañiles. Había construido las ataguías, que nadie más sabía hacer, y había ideado las grúas y los cabrestantes flotantes que se necesitaban para colocar las pesadas piedras en su lugar en medio de la corriente. Consternado, comprendió que, en esos momentos, cualquier constructor podía acabar el trabajo.

—Tu contrato no tenía cláusula de renovación —alegó Godwyn.

Era cierto. Merthin miró a su alrededor en busca de apoyo. Todos desviaron la mirada, por lo que dedujo que ya lo habían discutido con Godwyn. Lo invadió la desesperación. ¿Qué había ocurrido? Nada tenía que ver con que se hubiera retrasado con el puente o con que se hubiera excedido del presupuesto. El retraso no era culpa suya y, de todos modos, se había puesto al día. ¿Cuál era la verdadera razón? Todavía no había acabado de formularse del todo la pregunta cuando la respuesta acudió a su mente.

—¡Esto es por lo del batán de Wigleigh! —concluyó.

—Una cosa no tiene que ver con la otra —repuso Godwyn, con remilgo.

—Monje embustero —murmuró Edmund entre dientes, aunque se le entendió a la perfección.

—¡Cuidado, mayordomo! —le advirtió Philemon, interviniendo por primera vez.

Edmund no se dejó intimidar.

—Merthin y Caris te han superado en astucia, ¿verdad, Godwyn? El molino de Wigleigh es completamente legal. Tu codicia y tu terquedad son las que te han llevado a donde estás y no has encontrado mejor forma de vengarte que ésta.

Edmund había acertado. Existían muy pocos constructores que pudieran igualársele a Merthin y Godwyn lo sabía, pero estaba claro que no le importaba.

—¿A quién vas a contratar para sustituirme? —preguntó Merthin, aunque no le dio tiempo a contestar—. A Elfric, supongo.

—Esto todavía está por decidir.

—Más embustes —murmuró Edmund.

—¡Podrías tener que vértelas con un tribunal eclesiástico por esas palabras! —exclamó Philemon, con voz estridente.

Merthin se preguntó si aquello no sería más que una jugada estratégica, una manera de renegociar el contrato.

—¿La cofradía está de acuerdo con el prior? —le preguntó a Edmund.

—¡No son ellos los que han de decidir si están de acuerdo o no! —protestó Godwyn.

Merthin no le hizo caso y miró inquisitivamente a Edmund.

Edmund parecía avergonzado.

—No puede negarse que el prior es quien debe decidir. Los miembros del gremio financian el puente con préstamos, pero el prior es el señor de la ciudad. Así se acordó desde un principio.

Merthin se volvió hacia Godwyn.

—¿Tenéis algo más que decir, señor prior?

Merthin esperó, deseando en lo más profundo de su corazón que Godwyn expusiera sus verdaderas demandas.

—No —contestó Godwyn con voz glacial.

—Entonces, buenas noches tengáis.

Se demoró un instante más, pero nadie quiso hablar y el silencio le dijo que la conversación se había acabado.

Abandonó la cámara.

Una vez en la calle, aspiró con fuerza el frío aire nocturno. Apenas daba crédito a lo que acababa de ocurrirle: ya no era el constructor del puente.

Deambuló por las oscuras calles. Era una noche clara y la luz de las estrellas le ayudó a encontrar el camino. Pasó junto a la casa de Elizabeth, pero no le apetecía hablar con ella. Vaciló frente a la de Caris, pero también acabó pasando de largo y se dirigió a la orilla del río. Su pequeña barca a remos estaba varada justo enfrente de la isla de los Leprosos. Se subió a ella y remó hasta la otra orilla.

Al llegar a casa, se detuvo delante de ésta y alzó la vista hacia el firmamento intentando reprimir las lágrimas. Al final no había superado a Godwyn en astucia, en realidad había sido al revés. Había subestimado el afán del prior por castigar a los que se oponían a él. Merthin se había creído muy listo, pero Godwyn lo había sido más, o como mínimo más implacable. Godwyn estaba dispuesto a sacrificar la ciudad y el priorato si era necesario para vengar su orgullo herido, y eso le había concedido la victoria.

Merthin entró en casa y se tumbó, solo y derrotado.