35

Por fortuna, Gwenda fue una de las primeras personas en ver a Annet después del incidente.

Gwenda y Peg llevaron a casa la colada y la tendieron a secar alrededor del fuego de la cocina del hogar de Perkin, para quien Gwenda seguía trabajando de bracera, pero como estaban en otoño y la faena del campo había menguado, ayudaba a Peg en las tareas del hogar. Cuando terminaron con la colada, empezaron a preparar la comida para Perkin, Rob, Billy Howard y Wulfric.

—¿Qué puede haberle pasado a Annet? —preguntó Peg al cabo de una hora.

—Iré a ver.

Gwenda comprobó primero que su pequeño estuviera bien. Sammy descansaba en un moisés, envuelto en un trozo de manta vieja de color marrón, con sus vivos ojillos oscuros atentos al humo de la lumbre que se arremolinaba en zarcillos bajo el techo. Gwenda lo besó en la frente y luego fue a buscar a Annet.

Desanduvo el camino a través de los ventosos campos. Lord Ralph y Alan Fernhill pasaron junto a ella al galope, en dirección a la aldea; por lo visto su día de caza había quedado interrumpido. Gwenda entró en el bosque y siguió el corto sendero que conducía al lugar donde las mujeres lavaban la ropa. Antes de llegar al riachuelo, se encontró con Annet, que venía en su dirección.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Gwenda—. Tu madre estaba preocupada.

—Nada, estoy bien —contestó Annet.

Gwenda adivinó que sucedía algo.

—¿Qué ha ocurrido?

—Nada. —Annet evitó mirarla a la cara—. No ha pasado nada. Déjame en paz.

Gwenda le impidió el paso plantándose delante y la miró de arriba abajo. El rostro de Annet le confirmó que debía de haber ocurrido alguna desgracia. A primera vista, Annet no parecía herida, aunque llevaba la mayor parte del cuerpo cubierta por una larga prenda de lana, pero entonces Gwenda vio unas manchas oscuras en el vestido que parecían sangre.

En ese momento Gwenda recordó a Ralph y Alan pasando al galope junto a ella.

—¿Te ha hecho algo lord Ralph?

—Me voy a casa.

Annet intentó apartar a Gwenda de un empujón para pasar, pero ésta la agarró del brazo y la detuvo. No apretó con fuerza y, sin embargo, Annet gritó de dolor y se llevó la mano al lugar por donde Gwenda la sujetaba.

—¡Estás herida! —exclamó Gwenda.

Annet se echó a llorar y Gwenda le pasó un brazo por los hombros.

—Vamos a casa —dijo—, hay que decírselo a tu madre.

Annet negó con la cabeza.

—No voy a contárselo a nadie.

Gwenda sabía que era demasiado tarde para eso.

Mientras la acompañaba de vuelta a la casa de Perkin, Gwenda calibró mentalmente todas las posibilidades. Era evidente que Annet había sufrido algún tipo de tropelía. Podían haberla asaltado uno o más viajeros, aunque los caminos no pasaban cerca de allí. Nunca había que descartar a los proscritos, pero hacía mucho tiempo que no se veía a ninguno cerca de Wigleigh. No, los sospechosos más factibles eran Ralph y Alan.

Peg la trató sin miramientos, la hizo sentar en un banco y le quitó el vestido por los hombros. La joven tenía los brazos llenos de grandes moretones.

—Alguien te ha inmovilizado —dijo Peg, encolerizada.

Annet no contestó.

—¿Me equivoco? —insistió Peg—. Contéstame, niña, o sabrás lo que es bueno. ¿Te ha inmovilizado alguien?

Annet asintió con la cabeza.

—¿Cuántos hombres? Vamos, dilo ya.

Annet no abrió la boca, pero levantó dos dedos. La ira encendió el rostro de Peg.

—¿Te han violado?

Annet asintió.

—¿Quiénes eran?

Negó con la cabeza.

Gwenda sabía por qué no quería decirlo. Era muy peligroso para un siervo acusar a su señor de un delito.

—He visto a Ralph y a Alan alejándose a caballo —dijo Gwenda.

—¿Han sido ellos, Ralph y Alan? —le preguntó Peg a Annet.

Annet asintió.

—Supongo que Alan te sujetaba mientras Ralph se aprovechaba de ti —dijo Peg con un hilo de voz.

Annet volvió a asentir.

Ahora que sabía la verdad, Peg se ablandó. Rodeó a su hija con los brazos y la estrechó con fuerza.

—Pobre niña —se lamentó—. Mi pobre niña.

Annet empezó a sollozar.

Gwenda las dejó solas.

Los hombres estaban a punto de llegar para sentarse a la mesa y no tardarían en averiguar que Ralph había violado a Annet. El padre de Annet, su hermano, su marido y su antiguo pretendiente montarían en cólera. Perkin era demasiado mayor para hacer una locura, Rob haría lo que Perkin le dijera y seguramente Billy Howard no tenía tantos arrestos como para buscar jaleo, pero a Wulfric no habría modo de detenerlo: mataría a Ralph.

Y luego lo colgarían en la horca.

Gwenda tenía que cambiar el curso de los acontecimientos o se quedaría sin marido. Atravesó la aldea a toda prisa, sin hablar con nadie, y se dirigió hacia la casa señorial, donde esperaba que le dijeran que Ralph y Alan habían acabado de comer y habían vuelto a salir, pero era demasiado pronto y, para su desazón, todavía estaban en la casa.

Los encontró en el establo de atrás, inspeccionando la pezuña infectada de un caballo. Solía sentirse incómoda en presencia de Ralph o Alan, pues no le cabía duda de que cuando la miraban la recordaban desnuda, de rodillas, en la cama de la posada Bell de Kingsbridge. Sin embargo, ese día ni siquiera se le pasó por la cabeza. Tenía que hacerlos salir de la aldea como fuese, de inmediato, antes de que Wulfric averiguara qué habían hecho. ¿Qué iba a decirles? Se había quedado en blanco.

—Señor, ha venido un mensajero del conde Roland —se lanzó sin más, inspirada por la desesperación.

Ralph la miró sorprendido.

—¿Cuándo ha sido eso?

—Hace una hora.

Ralph miró al mozo de cuadra que sujetaba la pata del caballo para que le echara un vistazo.

—Por aquí no ha venido nadie —repuso el hombre.

Por norma general, el mensajero habría acudido a la casa señorial y habría hablado con los criados del señor.

—¿Por qué te entregó el mensaje precisamente a ti? —le preguntó Ralph a Gwenda.

—Me encontré con él por el camino, fuera de la aldea —improvisó Gwenda a la desesperada—. Me preguntó por lord Ralph y le dije que estabais de caza y que no regresaríais hasta la hora de comer, pero no quiso esperar.

Los mensajeros no solían comportarse de ese modo. Normalmente se detenían a comer y beber algo y dejaban descansar al caballo.

—¿A qué venían tantas prisas? —Quiso saber Ralph.

—Tenía que estar en Cowford antes del anochecer —se inventó Gwenda—. No me atreví a seguir preguntándole.

Ralph rezongó. Lo último era verosímil: no era probable que un mensajero del conde Roland se aviniera a someterse al interrogatorio de una campesina.

—¿Por qué no has venido a decírmelo antes?

—Fui a buscaros al campo, pero no me visteis y pasasteis al galope por mi lado.

—Ah. Creo que sí que te vi. No importa… ¿Cuál es el mensaje?

—El conde Roland os espera en Earlscastle lo antes posible. —Tomó aire y añadió un nuevo tinte de inverosimilitud—: El mensajero me pidió que os dijera que no os detuvieseis a comer, que ensillarais caballos frescos y partierais de inmediato.

Carecía de una base sólida, pero Ralph tenía que estar lejos antes de que Wulfric apareciera.

—¿De verdad? ¿Dijo por qué me necesita con tanta urgencia?

—No.

—Mmm…

Ralph se quedó callado y reflexionó unos instantes.

—¿Partiréis de inmediato? —preguntó Gwenda, angustiada.

Ralph la fulminó con la mirada.

—Eso a ti no te concierne.

—Es que no querría que se dijera que no os he transmitido con claridad la urgencia del mensaje.

—Ah, vaya. Bueno, pues me importa bien poco lo que tú quieras o dejes de querer. Largo.

Gwenda tuvo que irse.

Regresó a la casa de Perkin. Llegó justo cuando los hombres volvían de los campos. Sam estaba callado y tan campante en su cuna. Annet seguía sentada en el mismo sitio, con el vestido bajado para que todos vieran los moretones de los brazos.

—¿Dónde has estado? —preguntó Peg en tono acusador.

Gwenda no contestó y la aparición de Perkin en la puerta distrajo a Peg.

—¿Qué es esto? ¿Qué le pasa a Annet? —preguntó el hombre.

—Ha tenido la desgracia de toparse con Ralph y Alan estando sola en el bosque —contestó Peg.

—¿Por qué estaba sola? —Quiso saber Perkin, con el rostro rojo de ira.

—Ha sido culpa mía —dijo Peg, y se echó a llorar—. Es que iba tan lenta con la colada, como siempre, que cuando las demás regresamos a casa la obligué a quedarse hasta que acabara, y fue entonces cuando debieron de aparecer esos dos animales.

—Los hemos visto hace nada, cruzando Brookfield —explicó Perkin—. Debían de volver del lugar. —Tenía cara de asustado—. Esto es muy delicado. Este tipo de cosas son las que hacen caer en desgracia a una familia.

—¡Pero nosotros no hemos hecho nada malo! —protestó Peg.

—El sentimiento de culpa de Ralph hará que nos odie por nuestra inocencia.

Gwenda comprendió que probablemente tenía razón. A pesar de sus maneras serviles, Perkin era muy perspicaz.

El marido de Annet, Billy Howard, entró, limpiándose las manos sucias en la camisa. Su hermano, Rob, le pisaba los talones.

—¿Qué te ha ocurrido? —preguntó Billy, viendo los moretones de su mujer.

—Han sido Ralph y Alan —contestó Peg por ella.

Billy miró fijamente a su esposa.

—¿Qué te han hecho?

Annet bajó la vista y no contestó.

—Los mataré —dijo Billy, furioso, aunque era evidente que se trataba de una falsa amenaza.

El joven era un hombre pacífico, escuchimizado, que ni estando borracho sabía cómo pelear.

Wulfric fue el último en entrar por la puerta. Gwenda se dio cuenta de lo atractiva que estaba Annet cuando ya era demasiado tarde. La joven tenía un cuello esbelto y unos hombros bonitos, y la parte superior de los pechos asomaba por el escote. Los moretones no hacían más que resaltar sus otros encantos. Wulfric se la quedó mirando con manifiesta admiración, incapaz de ocultar sus sentimientos, pero frunció el ceño en cuanto reparó en los grandes moretones.

—¿Te han violado? —preguntó Billy.

Gwenda observó la reacción de Wulfric. Poco a poco, a medida que el joven fue comprendiendo el significado de aquella escena, en su semblante empezó a adivinarse la sorpresa y el desconcierto, y su blanca piel enrojeció por la ira.

—¿Lo han hecho, mujer? —insistió Billy.

Gwenda sintió una oleada de compasión por la antipática Annet. ¿Por qué todo el mundo se creía con derecho a hacerle preguntas intimidatorias?

Annet por fin respondió a la pregunta de Billy asintiendo con la cabeza, en silencio. El rostro de Wulfric se tiñó de una ira incontenible.

—¿Quiénes? —preguntó entre dientes.

—Esto no es asunto tuyo, Wulfric. Ve a casa —dijo Billy.

—No quiero problemas. No debemos permitir que esto acabe con nosotros —insistió Perkin con voz trémula.

Billy miró enojado a su suegro.

—¿Qué quieres decir? ¿Que deberíamos quedarnos de brazos cruzados?

—Si nos granjeamos la enemistad de lord Ralph, lo pagaremos el resto de nuestras vidas.

—¡Pero ha violado a Annet!

—¿Ralph ha hecho eso? —preguntó Wulfric, incrédulo.

—Dios lo castigará —insistió Perkin.

—Y yo también, por todos los santos —dijo Wulfric.

—¡Wulfric, no! —exclamó Gwenda.

Wulfric se dirigió hacia la puerta.

Gwenda se abalanzó sobre él, presa del pánico, y lo agarró por el brazo. Apenas habían transcurrido unos minutos desde que había comunicado a Ralph el mensaje falso y aunque la hubiera creído, ignoraba hasta qué punto se había tomado en serio la urgencia del mismo. Había muchas posibilidades de que todavía no hubiera abandonado la aldea.

—No vayas a la casa señorial —le suplicó Gwenda—. Por favor.

Wulfric se desembarazó de ella con una sacudida.

—Déjame.

—¡Mira a tu hijo! —gritó Gwenda, señalando al pequeño Sammy en la cuna—. ¿Vas a dejarlo sin padre?

Wulfric salió de la casa y Gwenda fue tras él, seguida por los demás hombres. Wulfric atravesó la aldea como el ángel exterminador, con los puños cerrados a ambos costados, mirando al frente y con el rostro crispado por la ira. Los aldeanos que se encontraron con él por el camino, de vuelta a sus casas tras la jornada en los campos, lo saludaron, pero no obtuvieron respuesta. Algunos lo siguieron. Fue reuniendo a una pequeña multitud a lo largo del corto trayecto que los separaba de la casa señorial. Nathan Reeve salió a su puerta y le preguntó a Gwenda qué sucedía.

—¡Que alguien lo detenga, por favor! —Fue lo único que Gwenda respondió, aunque no sirvió de nada, pues aunque se hubieran atrevido a intentarlo, ninguno de ellos habría podido frenar a Wulfric.

Wulfric irrumpió en la casa señorial por la puerta principal y entró con paso firme. Gwenda le siguió y los demás entraron detrás de ellos, empujándose unos a otros.

—¡Tenéis que llamar a la puerta! —exclamó indignada Vira, el ama de llaves.

—¿Dónde está tu señor? —preguntó Wulfric.

Vira miró a Wulfric y se asustó al ver su expresión.

—En el establo —contestó—, está a punto de partir hacia Earlscastle.

Wulfric la apartó a un lado y se dirigió a la cocina. Cuando salían por la puerta de atrás, Wulfric y Gwenda vieron que Ralph y Alan estaban montando en las sillas. Gwenda habría gritado de frustración: ¡se habían adelantado por escasos segundos!

Wulfric se lanzó hacia delante. Con desesperada inspiración, Gwenda adelantó un pie y le puso la zancadilla.

Wulfric cayó de bruces sobre el fango.

Ralph ni siquiera los vio. Espoleó su caballo y éste salió del patio al trote. Alan en cambio sí reparó en ellos y, comprendiendo cuál era la situación, decidió evitar los problemas, por lo que salió detrás de Ralph. Cuando salían del patio, Alan puso su caballo a medio galope y adelantó a Ralph, con lo que la montura de éste también apretó el paso, nervioso.

Wulfric se puso en pie de un salto, maldiciendo, y salió tras ellos seguido por Gwenda. Era imposible que Wulfric diera alcance a los caballos, pero Gwenda temía que Ralph mirara atrás y frenara su montura para averiguar la razón de tanto alboroto.

Sin embargo, los dos hombres se contagiaron de la briosa energía de los caballos frescos y, sin volverse ni una sola vez, salieron galopando por el camino que abandonaba la aldea. Desaparecieron en cuestión de segundos.

Wulfric se dejó caer de rodillas en el barro.

Gwenda lo alcanzó y lo agarró del brazo para que se pusiera en pie, pero el joven la apartó con tanta fuerza que Gwenda perdió el equilibrio y a punto estuvo de caer ella también. Lo miró anonadada: no era nada propio de él mostrarse brusco con ella.

—Me pusiste la zancadilla —dijo Wulfric mientras se enderezaba sin ayuda de nadie.

—Te he salvado la vida —se defendió ella.

Wulfric la fulminó con una mirada llena de odio.

—No te lo perdonaré nunca.

*

Cuando Ralph llegó a Earlscastle, le dijeron que Roland no lo había hecho llamar y mucho menos con urgencia. Los grajos de las almenas se rieron burlonamente de él.

—Seguro que tiene que ver con Annet —supuso Alan, a modo de explicación—. Cuando nos íbamos, vi a Wulfric saliendo por la puerta de atrás de la casa señorial. En ese momento no se me ocurrió, pero tal vez iba con intención de plantarte cara.

—No me extrañaría —contestó Ralph, acariciando el largo puñal que llevaba al cinto—. Deberías habérmelo dicho, me habría encantado tener una excusa para abrirle la barriga de un tajo.

—Y estoy seguro de que Gwenda lo sabe, por eso tal vez se inventara el mensaje, para alejarte de su violento marido.

—Claro —dijo Ralph—. Eso explicaría por qué nadie más vio al mensajero, porque no había tal mensajero. Qué lista es la perra…

La mujer tendría que recibir un castigo, pero puede que no resultara tan sencillo. Lo más probable es que adujera que lo había hecho por el bien de todos, y Ralph no podría defender que Gwenda se había equivocado al evitar que su marido atacara al amo del señorío. Y lo que era peor, si montaba un escándalo por el hecho de que lo hubiera engañado, eso sólo destacaría el hecho de que Gwenda lo había superado en ingenio y, por ende, puesto en ridículo. No, no podría castigarla de manera pública, aunque ya encontraría el modo de hacérselas pagar.

Dado que se encontraba en Earlscastle, aprovechó la ocasión para ir de caza con el conde y su séquito y se olvidó de Annet… hasta la tarde del segundo día, cuando Roland lo hizo llamar a sus estancias privadas. Sólo lo acompañaba su secretario, el padre Jerome. El conde no invitó a Ralph a que tomara asiento.

—El sacerdote de Wigleigh está aquí —dijo.

—¿El padre Gaspard? ¿En Earlscastle? —preguntó Ralph, muy sorprendido.

Roland no se molestó en contestar sus preguntas retóricas.

—Dice que has violado a una mujer llamada Annet, la esposa de Billy Howard, uno de sus siervos.

A Ralph le dio un vuelco el corazón. Ni se le había pasado por la cabeza la posibilidad de que los campesinos tuvieran el coraje suficiente de quejarse ante el conde. Cuando un siervo acusaba a su señor ante un tribunal, se colocaba en una situación muy comprometida. Sin embargo, podían llegar a ser muy listos y alguien de Wigleigh había conseguido convencer al sacerdote para que presentara una queja.

Ralph afectó despreocupación.

—Tonterías —contestó—. Sí, de acuerdo, me acosté con ella, pero con su consentimiento. —Intentó intercambiar con Roland una sonrisa de complicidad—. Con mucho consentimiento.

El conde puso cara de disgusto y se volvió hacia el padre Jerome con mirada inquisitiva.

Jerome era un joven instruido y ambicioso, el tipo de persona que Ralph despreciaba muy especialmente.

—La muchacha está aquí —anunció, con mirada desdeñosa—. Debería decir la mujer, aunque sólo tiene diecinueve años. Se ha presentado con los brazos amoratados y un vestido manchado de sangre. Dice que topasteis con ella en el bosque y que vuestro escudero se arrodilló encima de ella para inmovilizarla. También ha venido un hombre llamado Wulfric, quien asegura haberos visto alejándoos a caballo del lugar.

Ralph supuso que había sido Wulfric quien había convencido al padre Gaspard para que acudiera a Earlscastle.

—No es cierto —dijo, intentando fingir indignación.

Jerome lo miró, escéptico.

—¿Por qué iba a mentir la mujer?

—Tal vez nos vio alguien y se lo dijo a su marido. Supongo que él le pegó y ella aseguró que la habían violado para que dejara de golpearla. Luego mancharía el vestido con sangre de gallina.

Roland suspiró.

—Una explicación un poco burda, ¿no crees, Ralph?

Ralph no estaba seguro de a qué se refería. ¿Acaso esperaba que sus hombres se comportaran como malditos monjes?

—Me advirtieron acerca de tu comportamiento —continuó Roland—. Mi nuera siempre me ha dicho que nos traerías problemas.

—¿Philippa?

—Dirígete a ella como lady Philippa.

—¿Es ésa la razón por la que no me ascendisteis cuando os salvé la vida, porque se opuso una mujer? —preguntó Ralph, incrédulo, comprendiéndolo al fin—. ¿Qué tipo de ejército tendréis si dejáis que las mujeres escojan vuestros hombres?

—Tienes razón, no te lo niego, y por eso al final desoí sus consejos. Las mujeres no entienden que un hombre sin coraje sólo sirve para cultivar la tierra, y no podemos enviar gallinas a la guerra, pero tenía razón cuando me advirtió que me causarías problemas. No deseo que un maldito sacerdote venga a molestarme en tiempos de paz quejándose porque están violando a las mujeres de sus siervos, así que no vuelvas a hacerlo. Me importa bien poco que te acuestes con campesinas, en realidad no me importaría ni aunque lo hicieras con sus maridos, pero si le quitas la mujer a alguien, con su consentimiento o sin él, has de saber que tendrás que compensar al marido de algún modo. Casi todos los campesinos tienen un precio. Lo único que te pido es que no dejes que llegue a convertirse en mi problema.

—Sí, mi señor.

—¿Qué debo hacer con el tal Gaspard? —preguntó Jerome.

—Veamos —dijo Roland, pensativo—. Wigleigh está en los límites de su territorio, cerca de las tierras de mi hijo William, ¿no es así?

—Sí —contestó Ralph.

—¿A qué distancia estabas de los dominios de mi hijo cuando te encontraste a esa chica?

—No demasiado lejos. Estábamos muy cerca de Wigleigh.

—No importa. —Se volvió hacia Jerome—. Todo el mundo sabrá que no es más que una excusa, pero dile al padre Gaspard que el incidente tuvo lugar en las tierras de lord William, así que no puedo decidir sobre el asunto.

—Muy bien, mi señor.

—¿Y si acuden a William? —preguntó Ralph.

—Dudo que lo hagan, pero si insisten, tendrás que llegar a un acuerdo con él. Al final los campesinos se cansarán.

Ralph asintió con la cabeza, aliviado. Por un momento había temido que hubiese cometido un terrible error de juicio y que, después de todo, le hicieran pagar caro el haber violado a Annet. Sin embargo, al final se había salido con la suya, tal como esperaba.

—Gracias, mi señor.

Se preguntó qué pensaría su hermano de todo aquello y la sola idea lo cubrió de vergüenza. Aunque tal vez Merthin no lo sabría nunca.

—Debemos quejarnos ante lord William —dijo Wulfric cuando volvieron a Wigleigh.

Toda la aldea se había reunido en la iglesia para debatir la cuestión. El padre Gaspard y Nathan Reeve estaban presentes pero, a pesar de su juventud, era Wulfric quien parecía presidir la asamblea. El joven se había adelantado hasta la primera fila y había dejado a Gwenda y al pequeño Sammy entre los asistentes.

Gwenda rezaba para que decidieran olvidar el tema y no porque quisiera que Ralph quedara sin castigo: nada más lejos de la realidad; de hecho le habría gustado ver cómo lo escaldaban vivo. Ella había matado a dos hombres por haberla amenazado con violarla, algo que no dejó de recordar con un escalofrío a lo largo de toda la reunión. Sin embargo, no le gustaba que Wulfric tomara la iniciativa. En parte porque ese impulso estaba motivado por la inextinguible llama de la pasión que el joven seguía sintiendo por Annet, algo que afligía y apesadumbraba a Gwenda, pero sobre todo porque temía por él. La enemistad entre Ralph y Wulfric ya le había costado a éste su herencia. ¿Qué otros castigos les depararía la venganza de Ralph?

—Soy el padre de la víctima —intervino Perkin— y no quiero que nadie más salga malparado. Es muy comprometido quejarse de las acciones de un señor, quien siempre encontrará el modo de castigar a los que se oponen a él, con o sin razón. Yo digo que lo dejemos.

—Ya es demasiado tarde —repuso Wulfric—. Ya hemos protestado o al menos lo ha hecho nuestro sacerdote. No nos ahorramos nada echándonos atrás.

—Hemos ido demasiado lejos —replicó Perkin—. Ralph ha sido avergonzado delante de su señor y ahora sabe que no puede hacer lo que se le antoje.

—Al contrario —dijo Wulfric—, cree que se ha salido con la suya. Me temo que volverá a hacerlo. Ninguna mujer de la aldea estará a salvo.

Incluso Gwenda le había dicho a Wulfric lo mismo que defendía Perkin, pero Wulfric no le había contestado. Apenas le dirigía la palabra desde el incidente de la zancadilla en la parte trasera de la casa señorial. Al principio Gwenda se había dicho que Wulfric sólo estaba disgustado porque se había sentido como un tonto, y esperaba que todo estuviera olvidado a su regreso de Earlscastle, pero se había equivocado. Hacía una semana que no la tocaba, ni en la cama ni fuera de ella. Apenas la miraba y se dirigía a ella con monosílabos o gruñidos, lo que estaba empezando a hacer mella en la joven.

—Jamás vencerás a Ralph —intervino Nathan Reeve—. Los siervos no se imponen nunca a sus señores.

—No estoy tan seguro —repuso Wulfric—. Todo el mundo tiene enemigos. Tal vez no seamos los únicos a los que les gustaría ver cómo le derriban de su caballo. Puede que nunca lo veamos condenado ante un tribunal, pero debemos ocasionarle tanto bochorno y problemas como podamos si queremos que se lo piense dos veces antes de volver a hacer algo por el estilo.

Varios aldeanos asintieron a modo de aprobación, pero nadie salió en defensa de Wulfric, por lo que Gwenda empezó a albergar la tímida esperanza de que perdiera el debate. Sin embargo, su marido no era de los que daban su brazo a torcer con facilidad y se volvió hacia el sacerdote.

—¿Tú qué piensas, padre Gaspard?

Gaspard era un joven pobre y honrado que no temía a la nobleza. No era ambicioso, no anhelaba llegar a ser obispo y sumarse a las clases gobernantes, por lo que no sentía ninguna necesidad de complacer a la aristocracia.

—Annet ha sufrido una atroz violación, la paz de nuestra aldea se ha visto quebrantada por un delito y lord Ralph ha cometido un pecado mortal que debe confesar y del que debe arrepentirse. Por la víctima, por nosotros y para salvar a lord Ralph de las llamas del infierno, debemos acudir a lord William.

Se oyó un murmullo de aprobación.

Wulfric miró a Billy Howard y a Annet, sentados el uno al lado del otro, y Gwenda pensó que la gente seguramente acabaría haciendo lo que Annet y Billy quisieran.

—No quiero problemas —dijo Billy—, pero deberíamos terminar lo que hemos empezado, por el bien de todas las mujeres de la aldea.

Annet no levantó la vista, pero asintió con la cabeza y, para su consternación, Gwenda comprendió que Wulfric se había salido con la suya.

—Muy bien, ya tienes lo que querías —le dijo cuando salían de la iglesia.

Wulfric gruñó.

—Supongo que seguirás poniendo tu vida en peligro por el honor de la mujer de Billy Howard y negándote a dirigirle la palabra a tu propia mujer —insistió Gwenda.

Wulfric no abrió la boca. Sammy percibió la hostilidad y se echó a llorar.

Gwenda estaba desesperada. Había removido cielo y tierra para conseguir al hombre que amaba, se había casado con él y le había dado un hijo para que ahora él la tratara como si fuera su enemiga. Su padre jamás se había comportado de esa manera con su madre y no es que la conducta de Joby sirviera de modelo para nadie. Gwenda no sabía qué hacer. Había intentado utilizar a Sammy; lo había sostenido en un brazo mientras acariciaba a Wulfric con la otra mano, tratando de ganarse su afecto mediante la asociación con el niño que él adoraba, pero Wulfric se había apartado de ella y los había rechazado a ambos. Incluso lo había intentado con el sexo; había apretado sus pechos contra la espalda de Wulfric por la noche, le había acariciado la barriga, le había tocado el pene, pero nada había dado resultado. Sin embargo, debería de haberlo imaginado, teniendo en cuenta la resistencia que había opuesto el verano anterior, antes de que Annet se casara con Billy.

—¿Qué es lo que te pasa? —Acabó gritándole, superada por la frustración—. ¡Yo sólo intentaba salvarte la vida!

—No deberías haberlo hecho.

—¡Te habrían colgado si te hubiera dejado matar a Ralph!

—No tenías derecho.

—¿Qué importa si tenía derecho o no?

—Ésa es la filosofía de tu padre, ¿verdad?

Gwenda lo miró desconcertada.

—¿Qué quieres decir?

—Tu padre cree que no importa si tiene derecho o no a hacer algo. Si es por el bien de todos, lo hace. Como lo de venderte para alimentar a su familia.

—¡Ellos me vendieron para que me violaran! Yo te hice tropezar para salvarte de la horca. No tiene nada que ver.

—Mientras sigas creyendo eso, jamás lo entenderás, ni a él ni a mí.

Gwenda comprendió que no iba a recuperar su amor intentando demostrarle que estaba equivocado.

—Bueno, pues entonces no lo entiendo.

—Me impides tomar mis propias decisiones. Me has tratado como tu padre te trataba a ti, como a una cosa que podía controlar, no como a una persona. No importa si yo tenía razón o no, lo que importa es que era yo quien debía decidir, no tú. Pero tú no puedes entenderlo, igual que tu padre tampoco puede entender por qué te perdió al venderte.

Gwenda seguía pensando que eran dos cosas completamente distintas, pero decidió no discutir con él porque comenzaba a comprender qué era lo que lo había enfurecido tanto. Wulfric defendía su independencia a capa y espada, algo con lo que ella podía identificarse pues compartían el mismo sentimiento, y ella se la había robado.

—Creo… Creo que lo entiendo —balbució.

—¿De verdad?

—En cualquier caso, no volveré a hacer una cosa así nunca más.

—Bien.

—Lo siento mucho —dijo al fin.

Gwenda sólo creía a medias que se había equivocado, pero estaba desesperada por poner fin a aquella guerra.

—Está bien.

Wulfric seguía sin hablar demasiado, pero Gwenda percibió que estaba ablandándose.

—Ya sabes que no quiero que vayas a quejarte ante lord William, pero sí estás decidido a hacerlo, no intentaré detenerte.

—Me alegro.

—De hecho, tal vez podría ayudarte.

—¿Ah, sí? ¿Cómo?