a cierva era una joven hembra de uno o dos años, de buen aspecto y robustas ancas de músculos poderosos bajo la piel suave. Se encontraba al otro lado del claro, empujando el largo cuello entre el ramaje de un arbusto para alcanzar la maleza del suelo. Ralph Fitzgerald y Alan Fernhill iban a caballo, pero el manto de la hojarasca húmeda del otoño amortiguaba los cascos de sus monturas y los perros estaban adiestrados para no hacer ruido. Por todo esto, y tal vez porque la cierva estaba concentrada en alargar el cuello todo lo que pudiera para alcanzar la hierba, no oyó que se acercaban hasta que fue demasiado tarde.
Ralph la vio primero y señaló al otro lado del calvero. Alan llevaba su arco largo en una mano, con la que también sujetaba las riendas. Con la destreza que nace de la práctica, colocó una flecha en la cuerda en un abrir y cerrar de ojos y disparó.
Los perros tardaron un poco más en reaccionar. Sólo lo hicieron al oír la vibración de la cuerda y el zumbido de la saeta al surcar el aire. Espiga, la perra, se quedó completamente quieta, con la cabeza erguida y las orejas levantadas; y Rayo, su hijo, ya más grande que su madre, lanzó un quedo y sorprendido ladrido.
La flecha medía cerca de un metro de largo y estaba rematada con plumas de cisne. La punta, de hierro macizo, medía cinco centímetros y tenía una muesca en la que el astil encajaba a la perfección. Era una flecha de caza, con una punta muy afilada; una flecha de batalla la habría tenido cuadrada para poder atravesar la armadura sin que ésta la desviara.
El disparo de Alan fue bueno, pero no perfecto. Alcanzó a la cierva en el cuello, pero demasiado abajo. El animal dio un salto, supuestamente desconcertado por la súbita y lacerante herida, y sacó la cabeza del arbusto. Ralph pensó por un momento que iba a caer muerta, pero entonces la cierva volvió a dar otro salto. La flecha seguía encajada en el cuello, pero la sangre rezumaba de la herida en vez de manar a chorros, por lo que debía de haberse alojado en los músculos sin alcanzar ningún vaso sanguíneo de importancia.
Los perros se lanzaron a por ella como si a ellos también los hubieran disparado con un arco y los dos caballos los siguieron sin necesidad de tener que espolearlos. Ralph montaba a Griff, su caballo de caza favorito. Sintió la inyección de adrenalina que era la razón de su existencia, esa alteración de los nervios, esa opresión en el cuello, ese impulso irresistible de lanzar un alarido, esa exaltación, tan parecida a la excitación sexual que apenas habría sabido distinguirlas.
Los hombres como Ralph sólo vivían para la guerra. El rey y sus barones los convertían en señores y caballeros y les concedían aldeas y tierras bajo su gobierno por una única razón: para que posteriormente proveyeran caballos, escuderos, armas y armaduras cuando el rey necesitase un ejército. Sin embargo, no siempre había guerra. A veces podían transcurrir un par o tres de años sin mayores altercados que alguna que otra incursión represora de escasa importancia en las fronteras de la rebelde Gales o la salvaje Escocia. Los caballeros necesitaban algo con que entretenerse mientras tanto. Tenían que mantenerse en forma, no perder el manejo del caballo y la sed de sangre, tal vez lo más importante. Los soldados tenían que matar y cuanto más lo desearan, mejor lo hacían.
La caza era la solución. Todos los nobles, desde el rey hasta los señores de menor alcurnia como Ralph, cazaban siempre que se les presentaba la ocasión, a menudo varias veces a la semana. Disfrutaban con la actividad y al mismo tiempo se mantenían en forma para cuando se les llamara a formar filas para entrar en batalla. Ralph cazaba con el conde Roland en sus frecuentes visitas a Earlscastle y solía sumarse a las partidas de caza de lord William en Casterham. Cuando se encontraba en su aldea de Wigleigh, salía con su escudero, Alan, a los bosques que la circundaban. Por lo general solían matar jabalíes, los cuales, a pesar de no tener demasiada carne, eran un gran reclamo pues suponían un reto para el cazador. Ralph también cazaba zorros y algún que otro lobo, aunque éste muy de vez en cuando. No obstante, la mejor pieza de todas era el ciervo: ágil, rápido y varios kilos de carne sabrosa que llevar a la mesa.
Ralph se estremeció al sentir la solidez y la fuerza de Griff debajo de él, sus poderosos músculos en acción y el repiqueteo de sus pisadas. La cierva desapareció entre la vegetación, pero Espiga sabía adónde había ido y los caballos siguieron a los perros. Ralph llevaba una lanza preparada en una mano, una larga vara de fresno con la punta endurecida a fuego. Al tiempo que Griff saltaba y cambiaba de dirección con brusquedad, Ralph se agachaba bajo las ramas colgantes y se movía con el caballo, con las botas apuntaladas con firmeza en los estribos y manteniéndose en perfecto equilibrio sobre la silla ejerciendo presión con las rodillas.
Los caballos no eran tan ágiles en el monte como los ciervos, por lo que empezaron a quedarse atrás, pero no así los perros, cuyos ladridos histéricos llegaron hasta Ralph cuando comenzaron a acercarse a su presa. A continuación dejó de oírlos y Ralph comprendió rápidamente por qué: la cierva había abandonado la vegetación y había salido a un sendero, por lo que les estaba ganando terreno. Sin embargo, en pista despejada eran los caballos los que jugaban con ventaja, de modo que superaron a los perros en un abrir y cerrar de ojos y empezaron a acortar las distancias con la cierva.
Ralph vio que el animal perdía fuerzas. Tenía sangre en la grupa, por lo que dedujo que uno de los perros la habría mordido. Su paso era cada vez más irregular; era una velocista nata, diestra en la huida rápida y súbita, pero no podía mantener ese ritmo demasiado tiempo.
Ralph sintió que el pulso se le aceleraba a medida que se acercaba a su presa y agarró la lanza con más fuerza. Se necesitaba mucha para clavar una punta de madera en la carne dura de un animal grande y atravesar la piel curtida, los fuertes músculos y los robustos huesos. El cuello era la parte más blanda, siempre que se lograra evitar las vértebras y alcanzar la yugular. Había que escoger el momento adecuado y luego hundirla rápidamente con todas las fuerzas.
Al ver que los caballos estaban a punto de echársele encima, la cierva dio un giro inesperado hacia los matorrales, con lo que consiguió unos segundos de respiro. Los caballos fueron perdiendo velocidad al tener que abrirse paso a través de la maleza que la cierva salvaba con sus incesantes saltos. No obstante, los perros volvieron a darle alcance y Ralph supo que el animal no podría ir muy lejos.
Por lo general, los sabuesos continuaban infligiéndole heridas que iban frenando el avance del ciervo hasta que los caballos lo atrapaban y el cazador le asestaba el golpe mortal. Sin embargo, en esta ocasión ocurrió un accidente: cuando los perros y los caballos ya casi estaban sobre la cierva, el animal viró hacia un lado. Rayo, el perro más joven, la siguió con más entusiasmo que sentido común y giró delante de Griff. El caballo iba demasiado rápido para detenerse o sortearlo y lo pisoteó con una poderosa pata delantera. El perro era un mastín de treinta o treinta y cinco kilos y el impacto hizo trastabillar al caballo.
Ralph salió volando por los aires y soltó la lanza. En esos momentos lo que más temía era que el caballo le cayera encima. Sin embargo, instantes antes de aterrizar en el suelo, vio que Griff conseguía recuperar el equilibrio.
Ralph cayó en un arbusto espinoso. Se rozó la cara y las manos, pero las ramas amortiguaron la caída. Tanto daba, porque estaba furioso.
Alan tiró de las riendas. Espiga fue detrás de la cierva, pero regresó al poco. Evidentemente, la bestia se había escapado. Mientras Ralph se ponía en pie, maldiciendo, Alan atrapó a Griff y desmontó, aguantando las riendas de sendos caballos.
Rayo yacía inmóvil sobre la hojarasca, sangrando por la boca. La herradura de hierro de Griff le había golpeado la cabeza. Espiga se acercó a él, lo olisqueó, lo empujó con suavidad con el hocico, le lamió la sangre de la cara y se volvió, desconcertada. Alan lo tocó con la punta de la bota. No hubo respuesta: Rayo no respiraba.
—Está muerto —dictaminó Alan.
—Ese maldito perro se lo merece —contestó Ralph.
Se abrieron camino a través del bosque con los caballos en busca de un lugar donde descansar. Al cabo de un rato, Ralph oyó el murmullo de un arroyo y, siguiéndolo, al poco dieron con un rápido riachuelo que reconoció enseguida: estaban un poco más allá de los campos de Wigleigh.
—Vamos a refrescarnos —dijo.
Alan ató los caballos y luego sacó de su silla una jarra con tapa, dos tazas de madera y un saco de arpillera con comida.
Espiga se acercó al arroyo y bebió el agua fría con avidez mientras Ralph se sentaba en la orilla y apoyaba la espalda contra un árbol. Alan hizo otro tanto a su lado y le tendió un vaso de cerveza y un trozo de queso. Ralph aceptó la bebida y rechazó la comida.
El escudero sabía que su señor estaba de mal humor, por lo que prefirió mantenerse callado mientras éste bebía y, sin abrir la boca, le llenó el vaso en cuanto lo apuró. En medio de ese silencio oyeron voces de mujer. Alan miró a Ralph y enarcó una ceja. Espiga gruñó. Ralph se puso en pie, hizo callar a la perra y se acercó sin hacer ruido al lugar del que procedían las voces. El escudero lo siguió.
Ralph se detuvo a unos cuantos metros, junto al riachuelo, y atisbó entre la vegetación. Un pequeño grupo de aldeanas estaba haciendo la colada en la orilla del riachuelo, junto a unas piedras que sobresalían del agua y aceleraban la corriente. Era un húmedo día de octubre, fresco aunque no frío, e iban arremangadas, con las faldas de los vestidos subidas hasta los muslos para que no se les mojaran.
Ralph las observó con atención, una por una. Reconoció a Gwenda, con sus brazos y pantorrillas musculosas, quien llevaba a su hijo de cuatro meses cogido a la espalda. También reconoció a Peg, la esposa de Perkin, quien estaba restregando los calzones de su marido contra una piedra. Luego a su propia criada, Vira, una mujer de facciones duras y unos treinta años que lo había mirado con tanta frialdad cuando en cierta ocasión le había palmeado el trasero que jamás había vuelto a tocarla. La voz que había oído pertenecía a la viuda Huberts, una mujer muy habladora, seguramente porque vivía sola. La viuda estaba en medio del riachuelo, vuelta hacia las demás, charlando a gritos con ellas para que pudieran oírla.
Y Annet.
La joven estaba en una roca lavando una prenda pequeña, agachándose para sumergirla en el riachuelo y enderezándose para restregarla. Tenía unas piernas largas y blancas que desaparecían seductoramente en su vestido remangado. Cada vez que se inclinaba hacia delante, el escote dejaba adivinar el pálido fruto de sus pequeños pechos, que colgaban como la tentación de un árbol. Se había mojado las puntas del cabello rubio y por la expresión de su bonita cara parecía malhumorada, como si creyera que ese tipo de tareas eran indignas para ella.
Ralph supuso que ya llevaban allí un rato y que su presencia le habría pasado inadvertida si la viuda Huberts no hubiera alzado la voz para llamarlas. Se agachó y se arrodilló detrás de un arbusto para espiarlas a través de las ramas desnudas. Alan lo imitó a su lado.
A Ralph le gustaba observar a las mujeres a escondidas, actividad en la que solía complacerse de adolescente. Se rascaban, se estiraban en el suelo con las piernas abiertas y hablaban de cosas de las que nunca hablarían si supieran que un hombre las estaba escuchando. En realidad, se conducían como hombres.
Se regaló la vista con las confiadas mujeres de su aldea y aguzó el oído para enterarse de lo que decían. Al mirar el pequeño y fuerte cuerpo de Gwenda, la recordó desnuda y arrodillada en la cama y revivió lo que había sentido cuando la había sujetado por las caderas y atraído hacia él. También recordó el cambio de actitud en la mujer. Al principio se había mostrado fría y pasiva, tratando de ocultar el asco y el aborrecimiento que le producía lo que hacía. Sin embargo, Ralph fue descubriendo un lento cambio: la piel de la nuca se le había arrebolado, la respiración agitada la había traicionado y había inclinado la cabeza y cerrado los ojos en los que Ralph creyó reconocer una mezcla de vergüenza y placer. El recuerdo aceleró su respiración y a pesar del frío aire de octubre la frente se le perló de sudor. Se preguntó si tendría ocasión de volver a acostarse con Gwenda.
Demasiado pronto para su gusto, las mujeres se empezaron a preparar para irse. Doblaron la colada húmeda y la colocaron en los cestos o la distribuyeron en varios atados para llevarla en equilibrio sobre la cabeza y echaron a andar por el sendero que corría junto al arroyo. Annet y su madre comenzaron a discutir. La joven sólo había lavado la mitad de la colada que había llevado al río y tenía intención de llevar la otra mitad sucia a casa, pero al parecer Peg creía que debía quedarse hasta que acabara. Al final Peg se fue disgustada y Annet se quedó, enfurruñada.
Ralph no daba crédito a su suerte.
—Nos divertiremos con ella —le dijo a Alan en voz baja—. Arrástrate hasta allí y córtale la retirada.
Alan desapareció.
Ralph vio que Annet sumergía la ropa que le quedaba de cualquier manera y luego se sentaba en la orilla y se quedaba mirando el agua fijamente, malhumorada. Cuando Ralph consideró que las otras mujeres estaban lo bastante lejos para oírlos y Alan hubo ocupado su posición, se levantó y echó a andar.
Annet lo oyó abrirse camino entre la maleza y levantó la vista, sobresaltada. Ralph disfrutó viendo cómo su expresión de sorpresa y curiosidad se transformaba en miedo cuando Annet comprendió que estaba sola con él en el bosque. La joven se puso en pie de un salto, pero Ralph ya había llegado a su lado y la sujetó por el brazo sin demasiada fuerza, pero con firmeza.
—Hola, Annet. ¿Qué haces aquí… sola?
Annet miró atrás con la esperanza, o eso creyó él, de que el hombre pudiera ir acompañado de otros que lo detuvieran, pero en su rostro apareció el desconsuelo al ver sólo a Espiga.
—Me voy a casa —dijo Annet—. Mi madre acaba de irse.
—No tengas tanta prisa. Estás muy guapa así, con el pelo mojado y las rodillas a la vista. —La joven intentó bajarse la falda de inmediato. Con la mano libre, Ralph la agarró por la barbilla y la obligó a mirarle—. ¿Y una sonrisa? No tienes de qué preocuparte. Yo nunca te haría daño, soy tu señor.
Annet intentó sonreír.
—Sólo estoy un poco nerviosa. Me habéis asustado. —La joven consiguió fingir algo de su coquetería habitual—. Tal vez podríais escoltarme hasta casa —dijo, con una sonrisa tonta—. Una muchacha necesita protección en el bosque.
—Te protegeré, no te preocupes, cuidaré de ti mucho mejor que ese imbécil de Wulfric o de tu marido.
Ralph apartó la mano de su barbilla y la bajó hasta uno de sus pechos. Era como lo recordaba: pequeño y firme. Le soltó el brazo para poder usar ambas manos, una en cada pecho.
Sin embargo, en cuanto la soltó, ella intentó escaparse. Ralph se puso a reír al ver cómo echaba a correr por el camino y se adentraba en el bosque. Segundos después la oyó lanzar un grito de sorpresa. Sin moverse de donde estaba, vio que Alan la traía con él, retorciéndole el brazo detrás de la espalda de modo que el pecho de la joven sobresalía sugerentemente.
Ralph sacó su cuchillo, un puñal afilado con una hoja de treinta centímetros.
—Quítate el vestido —le dijo.
Alan la soltó, pero Annet no obedeció.
—Por favor, señor, siempre os he mostrado respeto… —suplicó.
—Quítate el vestido o te rajaré la cara y las cicatrices te quedarán para siempre.
La amenaza perfecta para una mujer vanidosa. Annet se rindió de inmediato y rompió a llorar mientras se quitaba el vestido de lana marrón por la cabeza. Al principio sujetó la arrugada prenda delante de ella para cubrir su desnudez, pero Alan se la arrancó de las manos y la arrojó a un lado.
Ralph contempló su cuerpo completamente expuesto. Annet miraba al suelo con los ojos anegados de lágrimas. Tenía unas caderas estrechas con una prominente mata de pelo rubio oscuro.
—Wulfric nunca te ha visto así, ¿verdad? —dijo Ralph.
Annet negó con la cabeza, sin levantar la vista.
Ralph metió la mano entre las piernas.
—¿Te ha tocado aquí alguna vez?
—Por favor, señor, soy una mujer casada…
—Mejor que mejor, no hay virtud que mancillar, no hay nada de lo que preocuparse. Tiéndete.
Annet intentó apartarse de él, retrocediendo, pero topó con Alan, quien le puso la zancadilla. La joven cayó de espaldas y Ralph la agarró por los tobillos para que no pudiera levantarse, pero Annet se resistió desesperadamente.
—Sujétala —le ordenó Ralph a Alan.
Alan le hizo bajar la cabeza y luego se colocó de rodillas sobre sus brazos para sujetarle los hombros con las manos.
Ralph se sacó el miembro y empezó a frotárselo para que se le pusiera duro. Luego se arrodilló entre las piernas de Annet.
La joven empezó a chillar, pero nadie la oyó.