engo la solución —le dijo Caris a su padre.
Éste estaba sentado en el enorme asiento de madera en la cabecera de la mesa, con una sonrisa leve en el rostro. Caris conocía el significado de aquella expresión, sentía cierto escepticismo pero estaba dispuesto a escuchar.
—Adelante —la animó.
Se notaba un poco nerviosa; estaba segura de que su idea funcionaría, de que salvaría la fortuna de su padre y el puente de Merthin, pero ¿lograría convencer de ello a Edmund?
—Con nuestro excedente de lana, lo hilamos, lo convertimos en paño y lo teñimos —explicó, sin más. Contuvo la respiración, aguardando la reacción de su progenitor.
—Los laneros suelen probar con eso en los tiempos duros —dijo el hombre—. Pero dime por qué crees que funcionaría. ¿Cuánto costaría?
—Por cardarla, hilarla y tejerla, cuatro chelines el costal.
—¿Y cuánto paño obtendríamos a partir de eso?
—Un costal de lana de baja calidad comprado por treinta y seis chelines, tejido por cuatro chelines más produciría un total de cuarenta y ocho varas de paño.
—Que tú venderías por…
—Sin teñir, el buriel marrón se vende a chelín la vara, así que lo vendería por cuarenta y ocho chelines, ocho más de lo que habríamos pagado.
—No es mucho, teniendo en cuenta todo el trabajo que hay que hacer.
—Pero eso no es lo mejor.
—Sigue, te escucho.
—Los tejedores venden el buriel marrón porque tienen prisa por obtener el dinero, pero si te gastas otros veinte chelines abatanando el paño, para hacerlo más tupido, y luego tiñéndolo y dándole el acabado adecuado puedes pedir el doble: dos chelines la vara, noventa y seis chelines en total… ¡treinta y seis chelines más de lo que pagaste!
Edmund parecía tener sus reservas.
—Si es tan sencillo, ¿por qué no lo hace más gente?
—Porque no tienen dinero para hacerlo.
—¡Ni yo tampoco!
—Tienes las tres libras que te dio Guillaume de Londres.
—¿Es que no voy a tener nada con que comprar la lana del año que viene?
—A esos precios, es mejor que te retires de ese negocio.
El hombre se echó a reír.
—Por todos los santos, ¡tienes razón! Muy bien, inténtalo con algo barato. Tengo cinco costales de lana virgen de Devon que los italianos no quieren nunca. Te daré un saco de esa lana a ver si puedes hacer lo que dices.
Al cabo de dos semanas, Caris se encontró a Mark Webber destrozando su molino manual.
La impresionó tanto ver a un hombre pobre destruyendo una valiosa pieza de maquinaria que, por un momento, se olvidó de sus propios problemas.
El molino manual constaba de dos piedras circulares, cada una ligeramente áspera en una de sus caras. La más pequeña se asentaba sobre la grande, encajando a la perfección por medio de una suave hendidura, con sendas caras ásperas en contacto. Un palo de madera permitía hacer girar la piedra superior mientras la inferior permanecía inmóvil, y las espigas de grano colocadas entre las dos piedras rápidamente se molían hasta quedar convertidas en harina.
La mayor parte de los habitantes de clase baja de Kingsbridge disponían de un molino manual. Los muy pobres no podían permitirse ninguno y los ricos no lo necesitaban, pues compraban la harina ya molida por un molinero. Sin embargo, para familias como los Webber, que necesitaban hasta el último penique que ganaban para dar de comer a sus hijos, un molino manual era una bendición que les ahorraba una gran cantidad de dinero.
Mark había depositado el suyo en el suelo frente a su pequeña casa. Había tomado prestado de alguien un mazo de mango largo con la cabeza de hierro. Dos de sus hijos contemplaban la escena, una niña muy flaca con un vestido raído y un niño pequeño desnudo. El hombre levantó el mazo por encima de la cabeza y lo descargó sobre el molino, describiendo un prolongado arco. Era un espectáculo digno de ver: se trataba del hombre más grandullón de todo Kingsbridge, con unos hombros tan anchos como un caballo de tiro. La piedra del molino se resquebrajó de inmediato y se hizo añicos.
—Pero ¿se puede saber qué estás haciendo? —exclamó Caris.
—Tenemos que moler el grano en los molinos de agua del prior y pagar un saco de cada veinticuatro como derecho de uso —contestó Mark.
El hombre se lo había tomado con serenidad, pero Caris estaba fuera de sí.
—Creía que las nuevas reglas sólo se aplicaban a los molinos de viento y de agua que carecían de permisos.
—Mañana tengo que acompañar a John Constable a todas las casas de la ciudad para destruir los molinos manuales ilegales. No puedo dejar que digan que yo también tengo mi propio molino, así que por eso estoy haciendo esto en la calle, donde todo el mundo pueda verme.
—No sabía que Godwyn pretendía quitarles el pan de la boca a los pobres —dijo Caris con amargura.
—Por suerte para nosotros, todavía tenemos trabajo como tejedores… gracias a ti.
Caris se acordó entonces de su propio negocio.
—¿Cómo vais?
—Ya hemos terminado.
—¡Qué rápido!
—Se tarda más en invierno, pero en verano, con dieciséis horas de sol puedo tejer seis varas al día, con la ayuda de Madge.
—¡Qué maravilla!
—Entra y te lo enseñaré.
Su esposa, Madge, estaba de pie frente al fuego de la cocina, en la parte de atrás de la casa de una sola estancia, con un bebé en brazos y un niño tímido pegado a su falda. Madge era dos palmos más baja que su marido, pero de constitución robusta. Tenía un busto generoso y un voluminoso trasero, y a Caris le recordaba una paloma regordeta. La prominente mandíbula le confería un aire agresivo que no resultaba del todo desacertado con respecto a su carácter, y a pesar de ser beligerante, tenía un gran corazón y a Caris le caía bien. Ofreció a su visitante un vaso de sidra, que Caris rehusó, a sabiendas de que la familia no podía permitirse semejante lujo.
El telar de Mark consistía en un marco de madera de más de un metro cuadrado de superficie colocado sobre un soporte y ocupaba la mayor parte del espacio útil de la vivienda. Detrás de él, cerca de la puerta trasera, había una mesa con dos bancos. Saltaba a la vista que todos dormían juntos en el suelo, alrededor del telar.
—Hago docenos —le explicó Mark—. Se llaman docenos porque la urdimbre consta de doce centenares de hilos, y no puedo hacer paños más anchos porque no tengo espacio para un telar de mayor tamaño. —Había cuatro rollos de buriel marrón apoyados contra la pared—. De un saco de lana salen cuatro docenos —dijo.
Caris le había llevado la lana sin cardar dentro de un costal estándar. Madge había mandado cardar e hilar la lana: del hilado se encargaban las mujeres pobres de la ciudad y del cardado, los hijos de éstas.
Caris palpó el tacto del paño. Estaba entusiasmada, pues había completado la primera etapa de su plan.
—¿Por qué está tan suelto el hilo? —preguntó.
Mark se enfureció.
—¿Suelto? ¡Mi buriel es el tejido más tupido de todo Kingsbridge!
—Lo sé, no pretendía que pareciese una crítica, pero es que el paño italiano tiene un tacto tan distinto… Y también lo fabrican con nuestra lana.
—Eso depende en parte de la fuerza del tejedor y de la presión que ejerza sobre el telar para prensar la lana.
—No creo que los tejedores italianos sean más fuertes que vosotros.
—Entonces serán sus máquinas. Cuanto mejor sea el telar, más tupido es el hilado.
—Eso me temía. —Lo cual implicaba que Caris no podía competir con la lana italiana de gran calidad a menos que adquiriese telares italianos, algo imposible.
«Bueno, cada cosa a su tiempo», se dijo. Pagó a Mark un total de cuatro chelines, de los cuales debería dar más o menos la mitad a las mujeres que se habían encargado del hilado. En teoría, Caris había sacado un beneficio de ocho chelines, pero ocho chelines no servirían para mucho en la construcción del puente, y a aquel ritmo, tardaría años en tejer la totalidad del excedente de lana de su padre.
—¿Hay algún modo de que podamos producir paño más rápidamente? —le preguntó a Mark.
Madge respondió por él.
—Hay otros tejedores en Kingsbridge, pero la mayoría están comprometidos a trabajar para los comerciantes de telas ya existentes. Aunque puedo encontrarte más fuera de la ciudad. En las aldeas grandes suele haber un tejedor con un telar que fabrica paño para los habitantes del pueblo a partir de su propio hilo. Esos hombres pueden cambiar de tarea fácilmente, a cambio de un buen jornal.
Caris disimuló su ansiedad.
—Muy bien —dijo—. Ya te diré algo. Entretanto, ¿querrás llevarle ese paño a Peter Dyer de mi parte?
—Pues claro. Lo llevaré ahora mismo.
Caris fue a casa a cenar, ensimismada en sus pensamientos. Para poder obtener una cantidad realmente significativa tendría que gastarse la mayor parte del dinero que le quedaba a su padre. Si las cosas se torcían, estarían aún peor, pero ¿qué otra alternativa tenían? Su plan era arriesgado, pero nadie más tenía otro plan de ninguna clase.
Cuando llegó a casa, Petranilla estaba sirviendo estofado de añojo. Edmund estaba sentado a la cabecera de la mesa. El revés económico de la feria del vellón parecía haberlo afectado mucho más de lo que Caris había supuesto, pues su euforia habitual había dado paso a un estado de ánimo más apagado, y muchas veces parecía pensativo, cuando no cabizbajo. Caris estaba muy preocupada por él.
—He visto a Mark Webber destrozando su molino manual —explicó al sentarse—. ¿Qué sentido tiene?
Petranilla irguió la cabeza.
—Godwyn está en todo su derecho —dijo.
—Ese derecho está desfasado, hace años que no está en vigor. ¿En qué otro lugar hace esas cosas un priorato?
—En St. Albans —contestó Petranilla con aire triunfal.
—He oído hablar de St. Albans —intervino Edmund—. Los habitantes de la ciudad se rebelan contra el monasterio periódicamente.
—El priorato de Kingsbridge tiene derecho a recuperar el dinero que se gastó construyendo molinos —adujo Petranilla—. Igual que tú, Edmund, quieres recuperar el dinero que vas a invertir en ese puente. ¿Cómo te sentirías si alguien construyese un segundo puente?
Edmund no le respondió, de modo que lo hizo Caris.
—Dependería sobre todo de lo pronto que eso ocurriese —dijo—. Los molinos del priorato se construyeron hace centenares de años, al igual que los estanques y las conejeras. Nadie tiene derecho a retrasar el desarrollo de la ciudad para siempre.
—El prior tiene derecho a recaudar sus deudas —insistió la mujer, con tozudez.
—Bueno, si se obstina en seguir así, pronto no habrá nadie a quien recaudar las deudas, porque la gente se irá a vivir a Shiring. Allí sí están permitidos los molinos manuales.
—¿Acaso no entendéis que las necesidades del priorato son sagradas? —exclamó Petranilla, airada—. ¡Los monjes sirven a Dios! En comparación con eso, las vidas de los habitantes de Kingsbridge son insignificantes.
—¿Es eso lo que cree tu hijo Godwyn?
—Por supuesto.
—Me lo temía.
—¿Es que no crees que la labor del prior es sagrada?
Caris no tenía respuesta para esa pregunta, por lo que se limitó a encogerse de hombros y Petranilla esbozó una sonrisa victoriosa.
La cena estaba muy sabrosa, pero Caris estaba demasiado tensa para disfrutarla. En cuanto los demás hubieron terminado, anunció:
—Tengo que ir a ver a Peter Dyer.
Petranilla protestó de inmediato.
—¿Es que piensas gastar aún más dinero? Ya le has dado a Mark Webber cuatro chelines del dinero de tu padre.
—Sí, y ahora el paño vale doce chelines más de lo que costó la lana, así que he ganado ocho chelines.
—No, no los has ganado —la contradijo su tía—. Todavía no lo has vendido.
Petranilla estaba expresando en voz alta las mismas dudas que albergaba Caris en sus momentos más pesimistas, pero las palabras de su tía la incitaban a no ceder ante ella.
—Pero la venderé, sobre todo si está teñida de rojo.
—¿Y cuánto va a cobrarte Peter por teñir y abatanar cuatro docenos?
—Veinte chelines, pero el paño rojo valdrá el doble que el buriel marrón, así que ganaremos otros veintiocho chelines.
—Eso si lo vendes. Pero ¿y si no es así?
—Lo venderé.
Su padre decidió intervenir en ese momento.
—Déjala —le dijo a su hermana—. Ya le he dicho que puede intentarlo.
El castillo de Shiring estaba situado en lo alto de una colina. Era el hogar del sheriff del condado, y a los pies de la colina se hallaba la horca. Cada vez que había un ahorcamiento, traían al prisionero del castillo en un carro, para que lo ahorcaran delante de la iglesia.
La plaza donde se hallaba la horca era también la plaza del mercado. La feria de Shiring se celebraba allí, entre la sede del gremio y un enorme edificio de madera llamado la Lonja de la Lana. El palacio del obispo y numerosas tabernas también rodeaban la plaza.
Aquel año, a causa de los problemas en Kingsbridge, había más puestos que nunca y la feria se extendía por las calles aledañas a la plaza del mercado. Edmund había llevado cuarenta costales de lana en diez carretas, y podía traer más de Kingsbridge antes de que terminara la semana si era necesario.
Para decepción de Caris, no fue necesario. Vendió diez costales el primer día, y luego nada hasta el final de la feria, cuando vendió otros diez rebajando el precio que había pagado. Su hija no recordaba haberlo visto nunca tan hundido.
Caris colocó los cuatro rollos de paño rojo parduzco en el puesto de su padre y a lo largo de la semana vendió tres de los cuatro.
—Plantéatelo de este modo —le dijo a su padre el último día de la feria—: Antes tenías un costal de lana imposible de vender y cuatro chelines. Ahora tienes treinta y seis chelines y un rollo de paño.
Sin embargo, su alegría era impostada, y sólo la fingía para hacerlo feliz a él, puesto que en realidad estaba muy deprimida. Se había jactado de forma muy arrogante de que podría vender el paño, y a pesar de que el resultado no había sido un fracaso absoluto, lo cierto es que tampoco había sido un éxito. Si no podía vender el paño por más de su coste, entonces no tenía la solución al problema. ¿Qué iba a hacer? Abandonó el puesto y se fue a supervisar los puestos de sus competidores.
El mejor paño procedía de Italia, como siempre. Caris se detuvo en el puesto de Loro Florentino. Los mercaderes de paño como Loro no eran compradores de lana a pesar de que a menudo trabajaban estrechamente con ellos. Caris sabía que Loro le daba sus ingresos ingleses a Buonaventura, quien los empleaba para comprar lana virgen a los comerciantes ingleses. Luego, cuando la lana llegaba a Florencia, la familia de Buonaventura la vendía y, con los beneficios, devolvía el dinero a la familia de Loro. De ese modo evitaban los riesgos del transporte de monedas de oro y plata a través de Europa.
Loro sólo tenía en un puesto dos rollos de paño, pero los colores eran mucho más brillantes que los que cualquiera de los lugareños podían ofrecer.
—¿Es esto todo lo que habéis traído de Italia? —le preguntó Caris.
—Pues claro que no, he vendido lo que falta.
La joven no salía de su asombro.
—Pero si para todos los demás la feria está resultando un desastre…
Él se encogió de hombros.
—El paño de mejor calidad siempre se vende.
Una idea tomó forma en la cabeza de Caris.
—¿Cuánto cuesta el rojo escarlata?
—Sólo siete chelines la vara, bella dama.
Aquello era siete veces el precio del buriel.
—Pero ¿quién puede permitírselo?
—El obispo se llevó buena parte de mi rojo, lady Philippa algo de azul y verde, algunas de las hijas de los cerveceros y los panaderos de la ciudad, algunos lores y ladies de las aldeas de las inmediaciones… Aun en tiempos difíciles, siempre hay alguien a quien le van bien las cosas. Este bermellón os sentaría de maravilla. —Con un ágil movimiento, desenrolló el fardo y echó un trozo de paño por encima del hombro de Caris—. Maravilloso. ¿Veis como todos ya os están mirando?
La joven sonrió.
—Ya veo por qué vendéis tanto género. —Le devolvió el paño. Era un tejido muy tupido. Caris ya tenía una capa de paño escarlata italiano que había heredado de su madre y era su prenda favorita—. ¿Qué tinte utilizáis para obtener este rojo?
—Rubia, lo mismo que todo el mundo.
—Pero ¿cómo conseguís hacerlo tan brillante?
—No es ningún secreto. En Italia utilizamos alumbre. Ilumina el color y también lo fija, para que no se desvanezca con el tiempo. Una capa de este color, para vos, sería una delicia, una maravilla para siempre.
—Alumbre —repitió—. ¿Y por qué no lo usan los tintoreros ingleses?
—Es muy caro. Viene de Turquía. Semejante lujo sólo es para mujeres muy especiales.
—¿Y el azul?
—Como vuestros ojos.
Sus ojos eran verdes, pero no le corrigió.
—Es tan intenso…
—Los tintoreros ingleses usan hierba pastel, pero nosotros usamos índigo, de Bengala. Los mercaderes árabes lo traen de la India a Egipto, y luego nuestros mercaderes italianos lo compran en Alejandría. —Esbozó una sonrisa—. Pensad en lo mucho que ha viajado… para servir de complemento a vuestra belleza sin parangón.
—Sí —dijo Caris—. Tendré que pensar en ello.
El taller a orillas del río de Peter Dyer era una casa tan grande como la de Edmund, pero construida en piedra y sin paredes interiores ni suelos, sólo un armazón. Había dos calderos de hierro encima de sendos fuegos, y junto a ellos había un cabrestante, como el que Merthin utilizaba para las labores de construcción. Éstos se empleaban para levantar enormes costales de lana o paño y depositarlos en el interior de los calderos. Los suelos estaban húmedos a todas horas y el aire, espeso por los vapores. Los aprendices trabajaban descalzos, en calzones a causa del calor, con la cara empapada en sudor y el pelo reluciente de humedad. Un olor acre impregnaba toda la estancia y se adhería a la garganta de Caris.
La joven mostró a Peter el trozo de paño que no había logrado vender.
—Quiero el rojo escarlata que tienen los paños italianos —dijo—. Es lo que se vende más.
Peter era un hombre lúgubre con un aire perpetuo de ofendido, daba lo mismo lo que se le dijese. En ese momento asintió con gesto sombrío, como reconociendo una crítica justificada.
—Volveremos a teñirlo con rubia.
—Y con alumbre, para fijar el color y darle más brillo.
—No utilizamos alumbre, nunca lo hemos hecho. No conozco a nadie que lo haga.
Caris maldijo para sus adentros. No se le había ocurrido comprobar aquello, sino que había dado por hecho, sin más, que un tintorero lo sabría todo acerca de los tintes.
—¿Y no puedes probarlo?
—Es que no tengo alumbre.
Caris lanzó un profundo suspiro. Peter parecía uno de esos artesanos para los que todo es imposible a menos que lo hayan hecho antes.
—Supón que yo te lo traigo.
—¿De dónde?
—De Winchester, o tal vez de Londres. O puede que de Melcombe. —Aquél era el puerto importante más cercano, pues los barcos atracaban allí procedentes de toda Europa.
—Aunque lo tuviera, no sabría cómo usarlo.
—¿Y no puedes aprender a hacerlo?
—¿De quién?
—Entonces ya intentaré aprenderlo yo.
El hombre meneó la cabeza con aire pesimista.
—No sé…
Caris no quería pelearse con él, pues era el único tintorero a gran escala de toda la ciudad.
—Ya cruzaremos ese puente cuando lleguemos a él —le dijo en tono conciliador—. No te robaré más tiempo hablando de eso ahora. Antes iré a ver si consigo un poco de alumbre.
Caris se marchó. ¿Quién podía saber algo sobre el alumbre en Kingsbridge? En ese momento deseó haberle hecho más preguntas a Loro Florentino. Los monjes tenían que tener conocimientos acerca de esas cosas, pero ya no se les permitía hablar con mujeres. Decidió ir a ver a Mattie Wise; la sanadora se pasaba el tiempo mezclando ingredientes extraños, y puede que el alumbre fuese uno de ellos. Y lo que era aún más importante: si no lo conocía, admitiría su ignorancia, no como un monje o un boticario, capaces de inventarse lo que fuera por miedo a que los considerasen estúpidos.
—¿Cómo está tu padre? —Fueron las primeras palabras de Mattie.
—Parece un poco trastornado por el fracaso de la feria del vellón —explicó Caris. Era muy propio de Mattie adivinar siempre qué le preocupaba a la joven—. Se le olvidan las cosas. Parece mayor.
—Cuida de él —la aconsejó Mattie—. Es un buen hombre.
—Lo sé. —Caris no estaba segura de saber adónde quería ir a parar la sanadora.
—Mientras que Petranilla es una vieja egoísta.
—Eso también lo sé.
Mattie estaba moliendo algo con el almirez y la mano de mortero. Empujó el cuenco hacia Caris.
—Si me ayudas con esto, te sirvo una copa de vino.
—Gracias. —Caris empezó a machacar.
Mattie sirvió un vino amarillo de una jarra de piedra en dos copas de madera.
—¿A qué has venido? No estás enferma.
—¿Tú sabes lo que es el alumbre?
—Sí. En pequeñas cantidades lo empleamos como astringente, para cerrar heridas. También puede detener las diarreas. Pero en grandes cantidades es venenoso. Como la mayoría de los venenos, te hace vomitar. Había alumbre en la poción que te di el año pasado.
—¿Qué es, una hierba?
—No, es un mineral. Los árabes lo extraen de las minas de Turquía y África. Los curtidores lo emplean en la preparación del cuero, a veces. Supongo que lo quieres para teñir paños.
—Sí. —Como de costumbre, las dotes adivinatorias de Mattie parecían un don sobrenatural.
—Actúa como mordiente, ayuda al tinte a fijarse en la lana.
—¿Y de dónde lo obtienes?
—Lo compro en Melcombe —dijo Mattie.
Caris realizó el viaje de dos días a Melcombe, donde ya había estado anteriormente en varias ocasiones, acompañada por uno de los peones de su padre como medida de protección. En el muelle encontró un mercader que trataba con especias, jaulas para pájaros, instrumentos musicales y toda clase de curiosidades procedentes de los rincones más remotos del mundo. Le vendió el tinte rojo producto de la raíz de la planta de la rubia, cultivada en Francia, y también un tipo de alumbre conocido como spiralum que, según dijo, procedía de Etiopía. Le cobró siete chelines por un pequeño barril de rubia y una libra por un saco de alumbre, y Caris no tenía ni idea de si estaba pagando un precio justo o no. El hombre le vendió todas sus existencias y le prometió que le conseguiría más del siguiente barco italiano que atracase en el puerto. Ella le preguntó qué cantidades de tinte y alumbre debía utilizar, pero él no lo sabía.
Cuando volvió a casa, Caris empezó a teñir fragmentos del paño que no había vendido en una olla de cocina. Petranilla protestó por el hedor que desprendía la mezcla, así que Caris hizo un fuego en el patio trasero. Sabía que debía sumergir el paño en una solución de tinte y dejar que hirviera en ella, y Peter Dyer le dijo la proporción correcta del tinte para la solución. Sin embargo, nadie sabía con certeza cuánto alumbre necesitaba o cómo debía emplearlo.
Puso en marcha un frustrante proceso de ensayo y error. Lo intentó dejando el paño en remojo en alumbre antes de teñirlo, añadiendo el alumbre al mismo tiempo que el tinte, e hirviendo el paño teñido en una solución de alumbre después. Probó a utilizar la misma cantidad de alumbre que de tinte, luego más y luego menos. Siguiendo los consejos de Mattie, experimentó con otros ingredientes como agallas de roble, yeso, aguacal, vinagre y orina.
Se le acababa el tiempo. En todas las ciudades, nadie podía vender paño más que los miembros del gremio, salvo durante una feria, cuando las normas habituales se hacían más laxas, y todas las ferias eran en verano. La última era la feria de San Gil, que tenía lugar en las colinas al este de Winchester el día de San Gil, el 12 de septiembre. Estaban a mediados de julio, por lo que le quedaban ocho semanas.
Comenzaba por la mañana muy temprano y trabajaba hasta bien entrada la noche. El tener que remover el paño continuamente y sacarlo y meterlo de la olla le producía fuertes dolores de espalda. Las manos se le ponían coloradas de tanto sumergirlas en los agresivos colorantes y el pelo empezaba a olerle, pero pese a la frustración, en ocasiones se sentía verdaderamente dichosa, y se ponía a tararear, e incluso a cantar mientras trabajaba, viejas tonadas de su infancia cuya letra apenas recordaba. Los vecinos, en sus propios patios traseros, la observaban con curiosidad por encima de la valla.
De vez en cuando le acudía el siguiente pensamiento a la cabeza: «¿Será éste mi destino?». Más de una vez había dicho que no sabía qué iba a hacer con su vida, pero que, a la vez, no podía tomar una elección libremente: no podía ser médica, ejercer de comerciante de lana no parecía una buena idea y no quería esclavizarse para siempre sometiéndose a un marido y unos hijos… pero nunca había soñado que pudiera acabar convirtiéndose en tintorera. Cuanto más lo pensaba, más se convencía de que no era aquello lo que quería hacer. Puesto que ya lo había puesto en marcha, no pensaba dejarlo hasta obtener un éxito rotundo, pero aquél no iba a ser su destino.
Al principio sólo consiguió teñir el paño de un rojo parduzco o un rosa pálido. Cuando empezó a acercarse a la tonalidad adecuada de escarlata, descubrió con exasperación que el color se difuminaba cuando secaba el paño al sol o desaparecía con el lavado. Intentó teñirlo dos veces, pero el efecto resultó ser sólo pasajero. Peter le dijo, demasiado tarde, que el material absorbería mejor el tinte si trabajaba con el hilo antes de tejerlo, o incluso con lana virgen, y con aquello consiguió mejorar la tonalidad, pero no el ritmo de trabajo.
—Sólo hay una forma de aprender el arte de los tintes, y eso es directamente de un maestro —le dijo Peter en varias ocasiones.
Caris se dio cuenta de que todos pensaban así. El prior Godwyn aprendía medicina leyendo libros que tenían siglos de antigüedad y prescribía medicinas sin ni siquiera examinar al paciente. Elfric había castigado a Merthin por tallar la parábola de las vírgenes desde un nuevo punto de vista. Peter nunca había intentado teñir el paño de escarlata. Sólo Mattie basaba sus decisiones en lo que veía con sus propios ojos en lugar de confiar en los de alguna autoridad venerada.
La hermana de Caris, Alice, fue a observar cómo trabajaba una noche, mirándola con los brazos cruzados y los labios fruncidos. Cuando la oscuridad se apoderó de todos los rincones del patio, el rojo llameante del fuego de Caris iluminó el gesto de desaprobación de Alice.
—¿Cuánto del dinero de nuestro padre llevas gastado ya en esta tontería? —le preguntó.
Caris hizo los cálculos.
—Veamos, siete chelines por la rubia, una libra por el alumbre, más doce chelines por el paño… suman un total de treinta y nueve chelines.
—¡Que Dios nos asista! —Alice estaba horrorizada.
La suma también impresionó a la propia Caris, pues era más del jornal de un año para la mayor parte de los habitantes de Kingsbridge.
—Es mucho, pero obtendré más —dijo.
Alice estaba enfadada.
—No tienes derecho a gastar su dinero de ese modo.
—¿Que no tengo derecho? —exclamó Caris—. Tengo su permiso, ¿qué otra cosa necesito?
—Está mostrando síntomas de senilidad. Su juicio ya no es lo que era.
Caris fingió no saber nada de aquello.
—Su juicio está perfectamente sano, mucho mejor que el tuyo.
—¡Estás dilapidando nuestra herencia!
—¿Es eso lo que te preocupa, nada más? Pues no sufras, porque voy a conseguir que obtengas beneficios.
—No quiero correr el riesgo.
—No eres tú la que corre el riesgo, sino él.
—¡Pues él no debería tirar un dinero que debería ser para nosotras!
—Eso díselo a él.
Alice se marchó derrotada, pero Caris no estaba tan ufana como aparentaba. Cabía la posibilidad de que no lo consiguiera, y entonces ¿qué iban a hacer ella y su padre?
Cuando al fin dio con la fórmula correcta, resultó ser asombrosamente simple: una onza de rubia y dos onzas de alumbre por cada tres onzas de lana. Primero hirvió la lana en el alumbre y luego agregó la rubia al caldero sin volver a llevar el líquido a ebullición. Como ingrediente adicional empleó aguacal. Casi no podía creerse el resultado, pues obtuvo más éxito del que podía haber esperado. El rojo era muy brillante, casi como el rojo italiano. Estaba segura de que el color se difuminaría y volvería a llevarse otro disgusto, pero el color permaneció invariable tras el secado, un nuevo lavado y el abatanado.
Dio a Peter la fórmula y, bajo su atenta supervisión, el tintorero utilizó todo el alumbre restante para teñir doce varas del paño de mayor calidad en una de sus cubas gigantes. Una vez abatanado, Caris pagó a un cardador para que retirase el pelo suelto con una carda, la cabeza espinosa de una flor silvestre, y reparase las pequeñas imperfecciones del paño.
Caris acudió a la feria de San Gil con un fardo de paño de un rojo brillante impecable.
No bien había empezado a desenrollar el paño, la abordó un hombre con acento de Londres.
—¿Cuánto vale este paño? —dijo.
Ella lo miró. Llevaba ropa cara pero sin resultar ostentosa, y Caris supuso que sería un hombre acaudalado pero no un noble. Tratando de disimular su voz trémula, contestó:
—Siete chelines la vara. Es el mejor…
—No, me refiero a cuánto vale todo el paño.
—Son doce varas, así que serán ochenta y cuatro chelines.
El hombre palpó el tacto del paño entre el dedo índice y el pulgar.
—No es tan tupido como el italiano pero no está mal. Os daré veintisiete florines de oro.
La moneda de oro de Florencia era de uso común porque Inglaterra carecía de moneda de oro propia. Equivalía a unos tres chelines, treinta y seis peniques de plata ingleses. El londinense le estaba ofreciendo comprarle la totalidad del paño por sólo tres chelines menos de lo que conseguiría vendiéndolo vara a vara, pero la joven intuyó que su interlocutor no iba en serio con su regateo, porque de lo contrario habría comenzado por una cantidad mucho más baja.
—No —repuso, maravillada ante su propia audacia—. Quiero el total del precio.
—Está bien —convino enseguida el hombre, confirmando la corazonada de Caris, quien lo observó con entusiasmo mientras extraía su bolsita con el dinero. Al cabo de un momento la joven tenía en la palma de su mano veintiocho florines de oro.
Examinó atentamente una de las monedas: era un poco mayor que un penique de plata. En una cara estaba la efigie de San Juan Bautista, el santo patrón de Florencia, mientras que en la otra aparecía la flor de la ciudad. La joven la puso en una balanza para comparar su peso con el de un florín recién acuñado que su padre conservaba a tal efecto. La moneda era auténtica.
—Gracias —le dijo, sin acabar de creerse del todo su buena estrella.
—Soy Harry Mercer de Cheapside, Londres —dijo el hombre—. Mi padre es el comerciante de paño más importante de Inglaterra. Cuando obtengáis más paño escarlata como éste, venid a Londres. Os compraremos todo el que nos traigáis.
—¡Vamos a tejerlo todo! —le dijo Caris a su padre a su regreso a casa—. Te quedan cuarenta costales de lana. La transformaremos toda en paño rojo.
—Eso es mucho volumen de trabajo —repuso él con aire reflexivo.
Caris estaba convencida de que su plan funcionaría.
—Hay muchísimos tejedores, y todos son pobres. Peter no es el único tintorero de Kingsbridge, podemos enseñarles a los demás a utilizar el alumbre.
—Otros te copiarán en cuanto descubran tu secreto.
Sabía que su padre tenía razón al tratar de pensar en todos los posibles inconvenientes, pero se sentía impaciente pese a todo.
—Deja que nos copien —dijo—, ellos también pueden ganar dinero.
Edmund no pensaba dejarse convencer así como así.
—Pero el precio bajará si hay mucho paño en venta.
—Tendrá que bajar muchísimo para que el negocio deje de resultar rentable.
El hombre asintió con la cabeza.
—Eso es verdad, pero ¿puedes vender tanta cantidad en Kingsbridge y Shiring? No hay tanta gente rica.
—Entonces lo llevaré a Londres.
—De acuerdo. —Edmund sonrió—. Eres tan terca… Es un buen plan, pero aunque fuese malo, seguramente conseguirías que funcionase.
Acudió de inmediato a casa de Mark Webber y le pidió que empezase cuanto antes a trabajar con otro costal de lana. También dispuso que Madge se llevase una de las carretas de bueyes de Edmund y cuatro costales de lana y fuese por las aldeas vecinas en busca de tejedores.
Sin embargo, el resto de la familia de Caris no estaba tan contenta. Al día siguiente, Alice fue a cenar, y en cuanto se sentaron a la mesa, Petranilla le dijo a Edmund:
—Alice y yo creemos que deberías reconsiderar tu proyecto de fabricación de paño.
Caris quería que su padre le contestase que la decisión ya estaba tomada y que era demasiado tarde para echarse atrás, pero en lugar de eso, el hombre se limitó a preguntar en tono afable:
—¿Ah, sí? Pues dime por qué.
—Porque vas a arriesgar hasta el último penique que te queda. ¡Por eso!
—Ya estoy arriesgando la mayor parte —repuso él—. Tengo un almacén lleno de lana que no puedo vender.
—Pero podrías hacer que la situación empeorase aún más.
—He decidido correr el riesgo.
En ese momento intervino Alice:
—¡No es justo para mí!
—¿Por qué no?
—¡Caris se está gastando mi herencia!
El rostro del hombre se ensombreció.
—Todavía no estoy muerto —contestó.
Petranilla se mordió la lengua, captando el resentimiento en la voz de su hermano, pero Alice no advirtió lo enfadado que estaba y siguió con su implacable discurso.
—Tenemos que pensar en el futuro —dijo—. ¿Por qué tiene que gastarse Caris mi parte de la herencia?
—Porque no es tuya todavía, y puede que nunca llegue a serlo.
—No puedes tirar sin más un dinero que me pertenece.
—No pienso tolerar que nadie me diga qué debo hacer con mi dinero… ¡y mucho menos mis propias hijas! —exclamó, y su voz estaba tan crispada por la ira que hasta Alice se dio cuenta.
Más serena, trató de apaciguarlo:
—No pretendía hacerte enfadar.
El hombre lanzó un gruñido. No era una disculpa sincera, pero lo cierto era que no podía permanecer malhumorado mucho tiempo.
—Ahora, cenemos y no se hable más del asunto —dijo, y Caris supo entonces que su proyecto había sobrevivido un día más.
Después de cenar fue a ver a Peter Dyer, a advertirle del volumen de trabajo que se le venía encima.
—No se puede hacer —dijo el tintorero.
Aquello la cogió desprevenida. Siempre se mostraba pesimista, pero normalmente accedía a hacer lo que le decía.
—No te preocupes, no tendrás que teñirlo tú todo —lo tranquilizó—. Encargaré parte del trabajo a otros.
—No es por el teñido —contestó él—, es por el abatanado.
—¿Por qué?
—Tenemos prohibido abatanar el paño nosotros mismos. El prior Godwyn ha promulgado un nuevo edicto: tenemos que usar el batán del priorato.
—Bueno, entonces lo usaremos.
—Es demasiado lento. La maquinaria es muy vieja y siempre se estropea. La han reparado varias veces, de modo que la madera es una mezcla de madera vieja y nueva, y eso nunca funciona. Es más lento que un hombre prensando con los pies en una tina de agua. Pero sólo hay un batán. Apenas si dará abasto para el volumen de trabajo normal de los tejedores y tintoreros de Kingsbridge.
Aquello era desquiciante. Desde luego, era imposible que todo su plan se viniese abajo por culpa de una estúpida regla de su primo Godwyn.
—Pero si el batán no puede hacer el trabajo… ¡el prior tiene que dejarnos abatanar el paño con los pies! —exclamó, indignada.
Peter se encogió de hombros.
—Pues díselo tú.
—¡Lo haré!
Se puso en marcha hacia el priorato pero, justo antes de llegar, se lo pensó dos veces. El salón de la casa del prior se utilizaba para las reuniones de éste con los habitantes de la ciudad, pero aun así, sería muy poco ortodoxo que una mujer entrase en la casa sola sin haber concertado una visita previamente, y Godwyn se mostraba cada vez más susceptible con respecto a esa clase de cosas. Además, un enfrentamiento directo podía no ser el mejor modo de hacerlo cambiar de opinión. Se dio cuenta de que lo mejor sería rumiar un poco más el asunto. Volvió a su casa y se sentó junto a su padre.
—El joven Godwyn se mueve en terreno poco firme —dijo Edmund de inmediato—. Nunca llegó a cobrarse nada por el uso del batán. Según cuenta la leyenda, fue construido por un ciudadano local, Jack Builder, para el gran prior Philip, y cuando Jack murió, Philip concedió a la ciudad el derecho a usar el batán a perpetuidad.
—¿Y por qué dejó de usarlo la gente?
—Se estropeó con el tiempo y creo que hubo cierta discusión acerca de quién debía pagar por su mantenimiento. La discusión no llegó a zanjarse nunca y la gente volvió a abatanar el paño por sus propios medios.
—Bueno, en ese caso, ¡no tiene derecho a cobrar por su uso ni a obligar a la gente a utilizarlo!
—Desde luego que no.
Edmund envió un mensaje al priorato preguntando cuándo sería conveniente para Godwyn recibirlo, y le respondieron diciendo que estaba libre de inmediato, por lo que Edmund y Caris atravesaron la calle y se dirigieron a la casa del prior.
Godwyn había cambiado mucho en apenas un año, pensó Caris. Ya no le quedaba ningún vestigio de aquel entusiasmo juvenil y parecía mostrarse alerta, como si esperase que se pusiesen agresivos con él. La joven empezaba a preguntarse si tenía la suficiente fortaleza de carácter para ser prior.
Philemon lo acompañaba, tan patéticamente ansioso como siempre por ofrecerles asiento y servirles algo de beber, pero con un nuevo aire de seguridad en sí mismo en su forma de conducirse, el aspecto de alguien que sabía que aquél era su sitio.
—Bueno, Philemon, conque ahora eres tío —dijo Caris—. ¿Qué te parece tu nuevo sobrino, Sam?
—Soy un novicio —contestó, con remilgo—. Nosotros renunciamos a nuestra familia terrena.
Caris se encogió de hombros. Sabía que quería a su hermana Gwenda, pero si él pretendía aparentar lo contrario, no sería ella quien le llevase la contraria.
Edmund planteó el problema a Godwyn con toda su crudeza.
—Habrá que paralizar los trabajos del puente si los comerciantes de lana de Kingsbridge no logran obtener beneficios. Por suerte, hemos ideado una nueva fuente de ingresos: Caris ha descubierto cómo producir paño escarlata de gran calidad. Sólo hay un obstáculo que se interpone en el camino del éxito de esta nueva iniciativa: el batán.
—¿Por qué? —preguntó Godwyn—. El paño escarlata se puede abatanar en el batán.
—Por lo visto, no es así. El batán es viejo y poco eficaz. Apenas si puede dar abasto a la producción de paño existente. No tiene capacidad para una mayor producción. O construyes un nuevo batán…
—Eso es imposible —lo interrumpió Godwyn—. No dispongo de dinero para construir uno nuevo.
—Muy bien, en ese caso —prosiguió Edmund— tendrás que permitir a la gente que abatane el paño a la antigua usanza, sumergiéndolo en una tina de agua y prensándolo con los pies.
La expresión que se apoderó del rostro del prior le resultaba muy familiar a Caris: era una mezcla de resentimiento, orgullo herido y obstinación. Cuando eran niños, su primo esbozaba la misma expresión cada vez que alguien le llevaba la contraria. Por lo general, significaba que intentaría someter por la fuerza a los otros niños a su voluntad o, si eso fallaba, daría una patada en el suelo y se iría a su casa. El hecho de querer salirse con la suya sólo era una parte del problema. Era como si se sintiese humillado cuando alguien se mostraba en desacuerdo con él, como si la idea de que alguien pudiese creer que estaba equivocado fuese demasiado dolorosa para soportarla. Fuera cual fuese la explicación, Caris supo en cuanto vio aquella expresión que su primo no iba a entrar en razón.
—Ya sabía que te pondrías contra mí —le dijo a Edmund, enfurruñado—. Por lo visto crees que el priorato existe sólo para beneficio de Kingsbridge, y no te das cuenta de que es justo al contrario.
Edmund no tardó en enfurecerse.
—¿Es que no ves que dependemos los unos de los otros? Creíamos que entendías esa relación recíproca, por eso te ayudamos a que te eligieran prior.
—Me eligieron prior los monjes, no los comerciantes. Puede que la ciudad dependa del priorato, pero aquí había un priorato antes de que existiese la ciudad, y podemos seguir existiendo sin vosotros.
—Puede que sigáis existiendo, pero como una filial aislada, en lugar del centro neurálgico de una ciudad próspera y activa.
Caris intervino en ese momento.
—Tienes que desear que Kingsbridge prospere, Godwyn, ¿por qué si no habrías ido a Londres a enfrentarte al conde Roland?
—Fui al tribunal de justicia del rey a defender los derechos históricos del priorato, al igual que intento hacer aquí y ahora.
—¡Esto es traición! —exclamó Edmund, indignado—. ¡Te dimos nuestro apoyo para que fueses elegido prior porque nos hiciste creer que construirías un nuevo puente!
—No os debo nada —replicó Godwyn—. Mi madre vendió su casa para enviarme a la universidad, ¿dónde estaba mi tío rico entonces?
Caris se quedó atónita al ver que Godwyn todavía estaba resentido por algo ocurrido diez años atrás.
La expresión de Edmund se tornó abiertamente fría y hostil.
—No creo que tengas derecho a obligar a los habitantes de Kingsbridge a usar el batán —dijo.
Godwyn y Philemon se intercambiaron una mirada y Caris se dio cuenta de que ya lo sabían.
—Puede que hubiese un tiempo en que, en un alarde de generosidad, el prior permitiese a los habitantes de la ciudad utilizar el batán sin cobrarles nada a cambio —adujo Godwyn.
—Fue un regalo del prior Philip a la ciudad.
—No tengo constancia de eso.
—Debe de haber algún documento en los registros del priorato.
Godwyn se enfadó.
—Los habitantes de Kingsbridge han descuidado el mantenimiento del batán para que el priorato tenga que pagar las reparaciones. Con eso basta para anular cualquier dádiva.
Caris se dio cuenta de que su padre tenía razón: Godwyn se movía en terreno muy poco firme. Estaba al corriente del regalo del prior Philip a la ciudad, pero fingía ignorarlo.
Edmund lo intentó de nuevo.
—Seguro que podemos arreglar esto entre nosotros…
—No pienso echarme atrás con mi edicto —repuso Godwyn—, eso me haría aparentar debilidad.
Caris advirtió que era eso lo que le molestaba en el fondo: temía que los habitantes de la ciudad le perdiesen el respeto si cambiaba de opinión. Su obstinación nacía, paradójicamente, de una especie de inseguridad.
—Ninguno de nosotros quiere tener que sufrir las molestias y los gastos de otra visita al tribunal real —dijo Edmund.
Godwyn se puso furioso.
—¿Acaso me estás amenazando con el tribunal del rey?
—Trato de evitarlo, pero…
Caris cerró los ojos, rezando por que los dos hombres no llevasen la discusión al límite, pero su plegaria no fue atendida.
—Pero ¿qué? —exclamó Godwyn en tono desafiante.
Edmund lanzó un suspiro.
—Pero sí, si obligas a los habitantes de Kingsbridge a usar el batán y les prohíbes abatanar el paño en sus casas, apelaré al rey.
—Que así sea —sentenció Godwyn.