n año después de la muerte de Anthony, el priorato de Kingsbridge era un lugar muy distinto, reflexionaba Godwyn mientras entraba en la catedral el domingo después de la feria del vellón.
La diferencia principal era la separación entre los monjes y las monjas. Ya no se mezclaban en los claustros, la biblioteca o el scriptorium. Incluso allí, en la iglesia, una celosía nueva de madera de roble tallada y que recorría el centro del coro impedía que se mirasen unos a otros durante los oficios. Sólo en el hospital se veían a veces forzados a mezclarse.
En su sermón, el prior Godwyn dijo que el derrumbamiento del puente de hacía un año había sido el castigo de Dios por haber detectado demasiada relajación entre los hermanos y las monjas y excesivos pecados entre la población de Kingsbridge. El nuevo espíritu de rigor y pureza en el priorato, y de piedad y sumisión en la ciudad, conduciría a una vida mejor para todos, tanto en este mundo como en la otra vida. Le pareció que todos los presentes lo asimilaban sin problemas.
Más tarde, cenó con el hermano Simeón, el tesorero, en la casa del prior. Philemon les sirvió estofado de anguila y sidra.
—Quiero construir una casa nueva para el prior —anunció Godwyn.
El rostro enjuto y alargado de Simeón pareció alargarse aún más.
—¿Por alguna razón en especial?
—Estoy seguro de que soy el único prior de toda la cristiandad que vive en una casa como la de un curtidor de pieles. Piensa en las personalidades que han sido huéspedes aquí en los últimos doce meses: el conde de Shiring, el obispo de Kingsbridge, el conde de Monmouth… Este edificio no es el adecuado para tan distinguidas visitas. Ofrece una impresión muy pobre de nosotros y de nuestra orden. Necesitamos un edificio más majestuoso que refleje el prestigio del priorato de Kingsbridge.
—Quieres un palacio —dijo Simeón.
Godwyn detectó cierto dejo reprobatorio en el tono de voz del tesorero, como si el propósito de Godwyn fuese glorificarse él mismo en lugar del priorato.
—Llámalo palacio, si lo prefieres —repuso con frialdad—. ¿Por qué no? Los obispos y los priores viven en palacios. No es por su propia comodidad, sino por la de sus huéspedes, y por la reputación de la institución a la que representan.
—Por supuesto —convino Simeón, abandonando esa línea de argumentación—. Pero no puedes permitírtelo.
Godwyn torció el gesto. En teoría, se alentaba a los monjes más veteranos a discutir con él cualquier tema, pero lo cierto era que detestaba que le llevasen la contraria.
—Eso es absurdo —espetó—. Kingsbridge es uno de los monasterios más ricos de todo el territorio.
—Eso se dice siempre, y es verdad que somos dueños de unos recursos muy extensos, pero el precio de la lana ha bajado en picado este año, por quinto año consecutivo. Nuestros ingresos empiezan a mermar.
—Dicen que los mercaderes italianos están comprando lana en Castilla —terció Philemon de repente.
Philemon estaba cambiando. Desde que había conseguido su objetivo y se había convertido en un novicio había perdido su sempiterno aire de muchacho extraño y había adquirido una gran seguridad en sí mismo, hasta el punto de poder intervenir en una conversación entre el prior y el tesorero… y realizar una aportación interesante.
—Podría ser —dijo Simeón—. Además, la feria del vellón no ha reportado tantos beneficios porque no hay puente, y hemos ganado mucho menos de lo habitual en derechos de tránsito y de pontazgo.
—Pero tenemos miles de hectáreas en tierras de cultivo —señaló Godwyn.
—En esta parte del país, donde están la mayoría de nuestras tierras, el año pasado la cosecha fue nefasta por culpa de las lluvias. Buena parte de nuestros siervos se las vieron y se las desearon para sobrevivir sin morir de hambre. Es difícil obligarlos a pagar sus arriendos cuando están pasando hambre…
—Tienen que pagar, a pesar de todo —dijo Godwyn—. Los monjes también pasan hambre.
Philemon intervino de nuevo.
—Si el administrador de una aldea dice que un siervo no ha pagado sus arriendos o que esa parte de las tierras está desocupada y, por tanto, no hay arriendos que pagar, en realidad no hay forma de comprobar que está diciendo la verdad. Los administradores pueden ser sobornados por los siervos.
Godwyn sintió cómo lo embargaba un sentimiento de frustración. Había tenido numerosas conversaciones de la misma índole a lo largo de todo el año anterior. Había tomado la firme determinación de reforzar el control de las finanzas del priorato, pero cada vez que intentaba cambiar las cosas se tropezaba con infinidad de obstáculos.
—¿Tienes alguna propuesta? —le preguntó a Philemon, irritado.
—Enviar a un inspector a realizar un recorrido por las aldeas. Que hable con los administradores, que vea las tierras, que vaya a las casas de los siervos que supuestamente se mueren de hambre…
—Si se puede sobornar al administrador, también se podrá sobornar al inspector.
—No si es un monje. ¿Para qué necesitamos nosotros el dinero?
Godwyn recordó la vieja afición de Philemon por sustraer objetos. Era cierto que a los monjes no les servía para nada el dinero, al menos en teoría, pero eso no significaba que fuesen incorruptibles. Sin embargo, una visita del inspector del priorato sin duda pondría en guardia a los administradores.
—Es una buena idea —dijo Godwyn—. ¿Te gustaría ser el inspector?
—Sería un honor.
—Entonces, asunto resuelto. —Godwyn se dirigió de nuevo a Simeón—. Pese a todo, aún tenemos unos ingresos muy elevados.
—Y unos costes también muy elevados —contestó Simeón—. Pagamos un subvenio a nuestro obispo. Proporcionamos comida, vestido y alojamiento a veinticinco monjes, siete novicios y diecinueve pensionistas del priorato. Empleamos a treinta personas como limpiadores, cocineros, mozos de establos, etcétera. Gastamos una auténtica fortuna en velas. Los hábitos de los monjes…
—De acuerdo, ya basta, ya lo he entendido —lo interrumpió Godwyn con impaciencia—. Pero sigo queriendo construir un palacio.
—¿Y adónde acudirás para obtener el dinero, entonces?
Godwyn lanzó un suspiro.
—A donde siempre acudimos, al final. Se lo pediré a la madre Cecilia.
La vio unos minutos más tarde. Normalmente le habría pedido que acudiera a verlo, como señal de la superioridad del varón en el seno de la Iglesia, pero en aquella ocasión se le antojó más oportuno agasajarla visitándola en persona.
La casa de la priora era una copia exacta de la del prior, pero tenía cierto aire distinto. Había cojines y alfombras, flores en un jarrón sobre la mesa, cuadros bordados en la pared que ilustraban distintas escenas y pasajes de la Biblia, y un gato dormido delante de la chimenea. Cecilia estaba dando cuenta de una cena a base de cordero asado y vino tinto. Se puso un velo cuando llegó Godwyn, en obediencia a una regla que el prior había instaurado para las ocasiones en que los monjes tenían que hablar con las hermanas.
A Godwyn le resultaba enormemente difícil interpretar las actitudes de Cecilia, ya fuese con velo o sin él. Oficialmente había acogido sin problemas su elección como prior y se había sometido sin poner objeción alguna a sus estrictas reglas sobre la separación entre los hermanos y las monjas, haciendo únicamente algún que otro comentario ocasional acerca de la eficiencia en el funcionamiento del hospital. Nunca se había opuesto a él, y pese a todo, Godwyn sentía que no estaba verdaderamente de su parte. Por lo visto, había perdido su habilidad para engatusarla como antes. Cuando era más joven, conseguía hacerla reír como a una chiquilla, pero ya no era receptiva a sus gracias… o acaso él había perdido el don.
Era difícil hablar de cosas intrascendentes con una mujer con velo, por lo que optó por abordar directamente el asunto.
—Creo que deberíamos construir dos casas nuevas para hospedar a nuestros invitados más distinguidos y de alcurnia —explicó—. Una para los hombres y otra para las mujeres. Se denominarían la casa del prior y la casa de la priora, pero su propósito principal sería el de acoger a los visitantes en un entorno similar al que están habituados.
—Es una idea interesante —dijo Cecilia. Como de costumbre, se mostraba de acuerdo sin expresar ningún entusiasmo.
—Deberíamos construir edificios de piedra de aspecto imponente y majestuoso —siguió diciendo Godwyn—. Al fin y al cabo, llevas aquí como priora más de una década, eres unas de las monjas más veteranas de todo el reino.
—Queremos que los huéspedes se sientan impresionados no por nuestra riqueza sino por la santidad del priorato y la piedad de los monjes y las hermanas, por supuesto —repuso ella.
—Desde luego, pero los edificios también deberían simbolizar eso mismo, al igual que la catedral simboliza la majestad de Dios.
—¿Dónde crees que deberían emplazarse los nuevos edificios?
Por el momento, la cosa iba bien, pensó Godwyn para sí, pues la priora ya empezaba a centrarse en los detalles.
—Cerca de donde están ahora las viejas casas.
—De modo que la tuya, cerca del extremo este de la iglesia, junto a la sala capitular, y la mía, aquí, junto al estanque.
Godwyn tuvo el fugaz pensamiento de que la mujer se burlaba de él, aunque no podía ver la expresión de su rostro. La imposición de que las mujeres tuviesen que llevar velo tenía sus desventajas, reflexionó.
—Tal vez prefieras un nuevo emplazamiento —comentó.
—Pues sí, tal vez sí.
Se produjo una breve pausa. A Godwyn le estaba costando Dios y ayuda abordar el tema del dinero; iba a tener que cambiar la regla sobre el uso del velo o al menos hacer una excepción con la priora tal vez. Sencillamente, era demasiado difícil negociar con ella en esas circunstancias.
Se vio obligado a arremeter de nuevo.
—Por desgracia, yo no podré realizar ninguna contribución a los costes de construcción. El monasterio es muy pobre.
—¿Te refieres a los costes de construcción de la casa de la priora? —exclamó—. No lo esperaba de todos modos.
—No, en realidad me refería al coste de la casa del prior.
—Ah, de manera que quieres que las hermanas sufraguen los costes de tu nueva casa además de la mía.
—Me temo que tengo que pedirte eso mismo, sí, así es. Espero que no te importe.
—Bueno, si es por el prestigio del priorato de Kingsbridge…
—Sabía que tú también lo verías así.
—Veamos… Ahora mismo estoy construyendo nuevos claustros para las hermanas, puesto que ya no podemos compartir el espacio con los monjes.
Godwyn no hizo ningún comentario. Estaba molesto porque Cecilia hubiese decidido emplear a Merthin para diseñar los claustros en lugar de encargárselo a Elfric, un constructor más económico, lo cual suponía un extravagante despilfarro, pero no era el momento más adecuado para decírselo.
—Y cuando acabemos con eso —prosiguió Cecilia—, tendré que construir una biblioteca para las monjas y comprar algunos libros porque ya no podemos usar vuestra biblioteca.
Impaciente, Godwyn dio unos golpecitos en el suelo con el pie. Todo aquello le parecía irrelevante.
—Y entonces necesitaremos un pasillo cubierto para acceder a la iglesia, puesto que ahora utilizamos un camino distinto al que usan los monjes, y no tenemos cómo guarecernos en caso de lluvia.
—Me parece muy razonable —comentó Godwyn, aunque en realidad tenía ganas de decirle: «¡Deja ya de andarte por las ramas!».
—Así que… en fin —dijo Cecilia en tono concluyente—: creo que deberíamos volver a considerar tu propuesta dentro de tres años.
—¿Tres años? Pero yo quiero empezar a edificar ahora…
—Vaya, pues me temo que eso no va a ser posible.
—¿Por qué no?
—Verás, nosotras tenemos un presupuesto para construcciones.
—Pero ¿no es esto más importante?
—Debemos ceñirnos a nuestro presupuesto.
—¿Por qué?
—Para poder seguir siendo económicamente fuertes e independientes —contestó y acto seguido añadió, de forma harto elocuente—: No me gustaría tener que ir por ahí pidiendo dinero.
Godwyn se había quedado sin palabras; peor aún, tenía la horrible sensación de que la mujer se estaba riendo de él detrás del velo. No podía soportar que se rieran de él a la cara. Se levantó bruscamente y dijo con frialdad:
—Gracias, madre Cecilia. Volveremos a hablar de esto.
—Sí —contestó ella—, dentro de tres años. Aguardaré el momento con expectación.
Ahora estaba seguro de que se burlaba de él. El prior dio media vuelta y se marchó lo más rápido posible.
Una vez de vuelta en su propia casa, se desplomó sobre una silla, echando chispas.
—Odio a esa mujer —le dijo a Philemon, que seguía allí.
—¿Ha dicho que no?
—Ha dicho que volverá a considerarlo dentro de tres años.
—Eso es peor que un «no», es un «no» durante tres años consecutivos —señaló el monje.
—Siempre estaremos en sus manos, porque tiene dinero.
—Yo suelo escuchar las conversaciones de los ancianos —dijo Philemon, aparentemente sin venir a cuento—. Es asombroso lo mucho que se aprende.
—¿Adónde quieres ir a parar?
—Cuando el priorato construyó molinos, excavó estanques para los peces y cercó conejeras por primera vez, los priores decretaron una ley por la cual los habitantes de la ciudad debían utilizar las instalaciones de los monjes y pagar por ese uso. No se les permitía moler el grano en sus casas ni abatanar el paño prensándolo con los pies, como tampoco podían tener sus propios estanques y conejeras: tenían que comprárnoslos a nosotros. La ley garantizaba que el priorato recuperase sus costes.
—¿Acaso la ley cayó en desuso?
—Cambió. En lugar de una prohibición, se les permitía a los habitantes disponer de sus propias instalaciones siempre y cuando pagasen una multa. Y eso sí que cayó en desuso, en tiempos del prior Anthony.
—Y ahora todas las casas tienen un molino manual.
—Y todos los pescaderos tienen un estanque, hay media docena de conejeras, y los tintoreros abatanan sus propios paños con la ayuda de sus mujeres y sus hijos en lugar de llevarlos al batán del priorato.
Godwyn estaba entusiasmado.
—Si toda esa gente pagase una multa por el privilegio de contar con sus propias instalaciones…
—Podría tratarse de muchísimo dinero.
—Se pondrían a chillar como cerdos. —Godwyn frunció el ceño—. ¿Podemos probar lo que decimos?
—Hay muchos habitantes que aún se acuerdan de las multas, pero tiene que estar escrito en los registros del priorato en alguna parte, probablemente en el Libro de Timothy.
—Será mejor que averigües exactamente a cuánto ascendían las multas. Si vamos a basarnos en los precedentes, más vale que seamos muy rigurosos.
—Si se me permite hacer una sugerencia…
—Por supuesto.
—Podrías anunciar el nuevo régimen desde el púlpito de la catedral el domingo por la mañana. Eso serviría para recalcar que se trata de la voluntad de Dios.
—Muy buena idea —dijo Godwyn—. Eso es justo lo que haré.