aris oyó un grito de dolor y reconoció de inmediato la voz de Gwenda. Sintió una punzada de miedo: algo iba mal. Dando un par de apresuradas zancadas, se plantó en el puesto de Perkin.
Gwenda estaba sentada en un taburete, con el rostro muy pálido y crispado por una mueca de dolor, y con la mano de nuevo a la altura de los riñones. Tenía el vestido húmedo.
—Ha roto aguas —explicó la mujer de Perkin en tono eficiente—. Se ha puesto de parto.
—Pero es muy pronto… —dijo Caris con ansiedad.
—Pues ese hijo viene en camino de todos modos.
—Es muy peligroso. —Caris tomó una decisión—. Vamos a llevarla al hospital. —Normalmente, las mujeres no acudían al hospital a dar a luz, pero admitirían a Gwenda si Caris insistía. Un niño prematuro podía ser muy vulnerable, todo el mundo lo sabía.
Wulfric apareció junto a Gwenda. A Caris le impresionó lo joven que parecía, diecisiete años y a punto de ser padre.
—Sólo estoy un poco floja. Se me pasará enseguida.
—Yo te llevaré —se ofreció Wulfric, y la levantó sin esfuerzo.
—Sígueme —dijo Caris. Caminó delante de él a través de los puestos, gritando—: ¡Apartaos, por favor! ¡Apartaos! —Y al cabo de un minuto ya estaban en el hospital.
La puerta estaba abierta de par en par. Hacía horas que se habían ido los huéspedes que acudían a pasar la noche, y sus jergones de paja estaban apilados contra una pared. Varios subalternos y novicias fregaban el suelo enérgicamente con baldes y trapos. Caris se dirigió a la limpiadora más cercana, una mujer de mediana edad con los pies descalzos.
—Id a buscar a Julie la Anciana, rápido, decidle que os envía Caris.
Caris halló un jergón razonablemente limpio y lo dispuso en el suelo cerca del altar. No estaba segura de cuán eficaces eran los altares para ayudar a los enfermos, pero optó por seguir la opinión común. Wulfric dejó a Gwenda en el jergón con tanto cuidado como si la joven estuviera hecha de cristal y ésta se tendió con las rodillas flexionadas y las piernas separadas.
Al cabo de unos momentos llegó Julie la Anciana, y Caris se acordó de las numerosas ocasiones en su vida que la había consolado aquella buena mujer, quien pese a que ni siquiera llegaba a la cincuentena, ofrecía el aspecto de una auténtica anciana.
—Ésta es Gwenda de Wigleigh —dijo Caris—. Ella está bien, pero el niño se ha adelantado varias semanas y me ha parecido necesario traerla aquí. Además, estábamos justo al lado.
—Una decisión muy sensata —respondió Julie, apartando con delicadeza a Caris para arrodillarse junto al jergón—. ¿Cómo te encuentras, muchacha? —le preguntó a Gwenda.
Mientras Julie se dirigía en voz baja a la parturienta, Caris miró a Wulfric, cuyo hermoso y joven rostro se hallaba crispado por la ansiedad. Caris sabía que nunca había tenido intención de casarse con Gwenda, que siempre había querido a Annet; sin embargo, en ese instante parecía tan preocupado por ella como si la hubiese amado toda la vida.
Gwenda dejó escapar un grito de dolor.
—Así, muy bien —la animó Julie. Se arrodilló entre los pies de Gwenda y le levantó el vestido—. El niño ya está en camino —afirmó.
Apareció otra monja y Caris reconoció a Mair, la novicia de rostro angelical.
—¿Voy a buscar a la madre Cecilia? —preguntó.
—No es necesario molestarla —contestó Julie—. Sólo ve al almacén y tráeme una caja de madera con la inscripción «Partos» en lo alto.
Mair salió apresuradamente.
—¡Dios, cómo me duele…! —exclamó Gwenda.
—Sigue empujando —le ordenó la monja.
—Pero ¿qué pasa, por el amor de Dios? ¿Es que algo va mal?
—No, todo va bien —dijo Julie—. Esto es normal, es así como dan a luz las mujeres. Debes de ser el menor de tus hermanos, porque de lo contrario habrías visto a tu madre así alguna vez.
Caris sí que era la hermana menor en su familia, y aunque sabía que los partos eran dolorosos, en realidad nunca había presenciado ninguno y estaba horrorizada por lo espantoso que era todo.
Mair regresó y colocó una caja de madera en el suelo junto a Julie.
Gwenda dejó de gemir de dolor; cerró los ojos y parecía que se había quedado dormida cuando de repente, al cabo de unos minutos, volvió a chillar.
—Siéntate a su lado y cógele la mano —ordenó Julie a Wulfric, y éste obedeció de inmediato.
Julie seguía observando la evolución por debajo del vestido de Gwenda.
—Ahora deja de empujar —dijo al cabo de un rato—. Inspira y suelta el aire muy rápido, varias veces.
La monja jadeó para que Gwenda supiese qué quería decir. La joven hizo lo que le decía y aquello pareció aliviar su sufrimiento durante unos minutos. Luego volvió a gritar.
Caris no podía soportarlo. Si aquello era normal, ¿cómo sería un parto cuando surgían complicaciones? Perdió la noción del tiempo, todo sucedía muy deprisa pero el tormento de Gwenda parecía interminable. Caris experimentó la sensación de impotencia que tanto detestaba, la misma sensación que la había embargado cuando su madre había muerto: quería ayudar, pero no sabía qué hacer, y eso le provocaba tanta ansiedad que se mordió el labio hasta que notó cómo le salía sangre.
—Ya viene la criatura —anunció Julie.
Alargó los brazos entre las piernas de Gwenda, retiró completamente el vestido y Caris vio con toda claridad la cabeza del niño, con la cara boca abajo, cubierta de pelo húmedo, saliendo de una abertura que parecía haberse estirado de manera imposible, al máximo.
—¡Que Dios nos asista! ¡Con razón duele tanto! —exclamó horrorizada.
Julie sujetó la cabeza con la mano izquierda. La criatura fue volviéndose lentamente hacia un lado y luego sus hombros diminutos salieron también. Tenía la piel resbaladiza por la sangre y algún otro fluido.
—Ahora relájate —le indicó Julie—. Ya casi ha terminado. La criatura es preciosa.
«¿Preciosa?», se dijo Caris para sus adentros. A ella le parecía horrible.
El torso del niño salió con un grueso cordón palpitante de color azul adherido al ombligo. Luego, las piernas y los pies aparecieron enseguida. Julie cogió al recién nacido con ambas manos. Era minúsculo, la cabeza apenas un poco mayor que la palma de la mano de Julie.
Algo parecía no ir bien. Caris se percató de que la criatura no respiraba.
Julie atrajo la carita de la criatura hacia sí y sopló en los diminutos orificios nasales.
El recién nacido abrió la boca de repente, tomó aire y rompió a llorar.
—Alabado sea Dios —dijo Julie.
Limpió la cara del niño con la manga de su hábito, poniendo especial cuidado alrededor de las orejas, los ojos, la nariz y la boca. A continuación apretó al recién nacido contra su pecho y cerró los ojos, y en ese preciso instante, Caris vio ante sus ojos una vida entera dedicada al sacrificio. Pasaron unos segundos y Julie dejó a la criatura en el pecho de su madre.
Gwenda bajó la mirada.
—¿Es niño o niña?
Caris se dio cuenta de que ninguno de ellos se había fijado. Julie se inclinó hacia delante y separó las rodillas del recién nacido.
—Un niño —contestó.
El cordón azul dejó de palpitar y se arrugó, volviéndose de color blanco. Julie extrajo de la caja dos fragmentos cortos de cuerda y los ató al cordón umbilical. A continuación sacó una navaja pequeña y afilada y cortó el cordón entre ambos nudos. Mair le quitó la navaja de las manos y le dio una manta minúscula de la caja. Julie tomó al niño de entre los brazos de Gwenda, lo envolvió en la manta y se lo devolvió. Mair encontró unos cojines y se los puso a Gwenda detrás de la espalda, para ayudarla a incorporarse. Gwenda tiró hacia abajo del cuello de su vestido y se sacó un pecho hinchado. Le ofreció el pezón a su hijo y éste empezó a succionar con avidez. Al cabo de un minuto, pareció quedarse dormido.
El otro extremo del cordón seguía colgando del cuerpo de Gwenda. Al cabo de unos minutos se movió y una masa roja e informe se deslizó hacia fuera: era la placenta. El jergón se empapó de sangre. Julie levantó aquella masa, se la dio a Mair y dijo:
—Quémala.
Julie examinó la zona pélvica de Gwenda y frunció el ceño. Caris siguió su mirada y advirtió que seguía saliendo sangre. Julie limpió las manchas del cuerpo de Gwenda, pero las vetas rojas reaparecieron al instante.
Cuando Mair regresó, Julie le dio más instrucciones.
—Ve a buscar a la madre Cecilia, por favor, rápido.
—¿Es que pasa algo malo? —inquirió Wulfric.
—Ya debería haber dejado de sangrar —respondió Julie.
De pronto, la tensión se palpó en el aire. Wulfric parecía asustado. Se oyó el llanto del recién nacido y Gwenda le dio de mamar de nuevo. La criatura succionó unos minutos más y volvió a quedarse dormida. Julie no dejaba de mirar hacia la puerta.
Cecilia apareció al fin; examinó a Gwenda y preguntó:
—¿Ha expulsado ya la placenta?
—Hace unos minutos.
—¿Le has puesto la criatura al pecho?
—Nada más cortarle el cordón.
—Iré a buscar a un médico. —Cecilia desapareció rápidamente.
No reapareció hasta pasados varios minutos, y cuando lo hizo, trajo consigo un pequeño frasco de cristal que contenía un líquido amarillento.
—El prior Godwyn ha prescrito esto —dijo.
Caris estaba indignada.
—¿Es que no piensa examinar a Gwenda?
—Por supuesto que no —repuso Cecilia enérgicamente—. Es un sacerdote además de un monje. Esa clase de hombres no examina las partes pudendas de una mujer.
—Podex… —exclamó Caris con desdén. Era el término en latín para «imbécil».
Cecilia fingió no haberla oído y se arrodilló junto a Gwenda.
—Bébete esto, querida.
Gwenda se bebió la poción, pero siguió sangrando. Estaba muy pálida, y parecía más débil que justo después del parto. El recién nacido dormía plácidamente en su seno, pero todos los demás presentes estaban muy asustados. Wulfric no dejaba de sentarse y levantarse de nuevo; Julie limpiaba la sangre de los muslos de Gwenda y parecía a punto de llorar en cualquier momento. Gwenda pidió algo de beber y Mair le trajo un vaso de cerveza.
Caris se llevó a Julie a un lado y le dijo en un susurro:
—¡Se va a desangrar!
—Hemos hecho lo que hemos podido —repuso Julie.
—¿Habéis visto casos así con anterioridad?
—Sí, tres.
—¿Y cómo acabaron?
—Las mujeres murieron.
Caris dejó escapar un leve gemido de desesperación.
—¡Tiene que haber algo que podamos hacer!
—Ahora está en manos de Dios. Podrías rezar.
—No era a eso a lo que me refería con lo de hacer algo.
—Ten cuidado con lo que dices.
Caris se sintió culpable de inmediato, pues no quería discutir con una persona tan bondadosa como Julie.
—Lo siento, hermana. No pretendía dudar del poder de la oración.
—Eso espero.
—Pero todavía no estoy lista para dejar a Gwenda en manos de Dios.
—¿Y qué otra cosa se puede hacer?
—Ya lo veréis. —Caris salió a toda prisa del hospital.
Se abrió paso atropelladamente entre los clientes que se paseaban por la feria. Le parecía asombroso que la gente todavía pudiera seguir comprando y vendiendo cuando a apenas unos metros de distancia estaba teniendo lugar una auténtica tragedia a vida o muerte. Sin embargo, en numerosas ocasiones ella misma había oído que una mujer se había puesto de parto y el marido ni siquiera había dejado de hacer lo que estaba haciendo, sólo le había deseado suerte a la mujer y luego había seguido con sus quehaceres.
Salió del recinto del priorato y recorrió las calles de la ciudad en dirección a la casa de Mattie Wise. Llamó a la puerta y la mujer le abrió. Sintió un gran alivio al ver que estaba en casa.
—Gwenda acaba de dar a luz a su hijo —le explicó.
—¿Y qué ha ido mal? —preguntó Mattie inmediatamente.
—El niño está bien, pero Gwenda sigue sangrando.
—¿Ha salido ya la placenta?
—Sí.
—Entonces, la hemorragia debería haberse detenido.
—¿Puedes ayudarla?
—Tal vez. Puedo intentarlo.
—¡Date prisa, por favor!
Mattie retiró un caldero de la lumbre y se puso los zapatos; luego ambas se marcharon y Mattie cerró la puerta al salir.
—Nunca tendré un hijo, lo juro —anunció Caris con vehemencia.
Fueron a toda prisa al priorato y entraron en el hospital. Caris reparó en el fuerte olor a sangre.
Mattie tuvo la precaución, antes que nada, de saludar a Julie la Anciana.
—Buenas tardes, hermana Juliana.
—Hola, Mattie. —Julie la miró con aire reprobador—. ¿De veras crees que puedes ayudar a esta mujer cuando los remedios del venerable prior no han sido bendecidos con el éxito?
—Si rezáis por mí y por la paciente, hermana, ¿quién sabe lo que puede suceder?
Era una respuesta diplomática y Julie se dulcificó.
Mattie se arrodilló junto a la madre y el hijo. Gwenda estaba cada vez más pálida; tenía los ojos cerrados y el niño buscaba a tientas su pecho, pero Gwenda parecía demasiado cansada para ayudarlo.
—Tiene que seguir bebiendo líquidos, pero no licores fuertes. Por favor, traedle una jarra de agua tibia con un vaso pequeño de vino diluido en ella. Luego preguntadle al cocinero si tiene alguna sopa clara, caliente pero que no queme.
Mair miró con aire interrogador a Julie, quien vaciló unos instantes y luego dijo:
—Ve, pero no le digas a nadie que sigues las instrucciones de Mattie. —La novicia salió de inmediato.
Mattie levantó el vestido de Gwenda hasta arriba y dejó al descubierto la totalidad de su abdomen. La piel que aparecía tensa y tirante apenas unas horas antes estaba en ese momento flácida y surcada de pliegues. Mattie asió la carne suelta, hundiendo los dedos con delicadeza pero firmemente en el vientre de Gwenda. La joven gimió, pero era un gemido de malestar más que de auténtico dolor.
—El útero está blando —dictaminó Mattie—. No ha conseguido contraerse todavía, por eso sigue sangrando.
Wulfric, que parecía al borde de las lágrimas, preguntó:
—¿Puedes hacer algo por ella?
—No lo sé. —Mattie empezó a realizar un masaje, presionando con los dedos el útero de Gwenda a través de la piel y la carne de su vientre—. A veces esto hace que el útero se contraiga.
Todos observaban en silencio, y Caris temía incluso respirar.
Mair regresó con la mezcla de agua y vino.
—Dale un poco, por favor —le pidió Mattie sin interrumpir el masaje en el vientre. Mair acercó un vaso a los labios de Gwenda y ésta bebió con avidez—. Pero que no beba demasiado —advirtió Mattie, y Mair le apartó el vaso.
Mattie prosiguió con el masaje, examinando de vez en cuando la pelvis de Gwenda. Los labios de Julie se movían recitando una silenciosa plegaria, pero la sangre seguía manando imparable.
Con expresión preocupada, Mattie cambió de postura. Colocó la mano izquierda en la barriga de Gwenda, justo debajo del ombligo, y luego la mano derecha encima de la izquierda. Oprimió hacia abajo, presionando un poco más cada vez, despacio. Caris temía que pudiese hacerle daño a su amiga, pero ésta sólo parecía semiconsciente. Mattie siguió empujando hacia abajo hasta que parecía que estaba echando todo el peso de su cuerpo en sus manos sobre Gwenda.
—¡Ha dejado de sangrar! —exclamó Julie.
Mattie no cambió de posición.
—¿Sabe alguien contar hasta quinientos?
—Sí —respondió Caris.
—Hazlo, despacio, por favor.
Caris empezó a contar en voz alta. Julie volvió a limpiar la sangre a Gwenda y esta vez las vetas no reaparecieron. Empezó a rezar en voz alta.
—Santa María, Madre de Dios…
Todos permanecieron inmóviles, como un grupo de estatuas: la madre y el niño en el jergón, la sabia sanadora apretando el vientre de la madre hacia abajo; el marido, la monja rezando y Caris contando:
—Ciento once, ciento doce…
Además de su propia voz y de la de Julie, Caris oía el ruido de la feria afuera, el bullicio de centenares de personas hablando a la vez. El esfuerzo por el tiempo que llevaba presionando empezó a hacer mella en el rostro de Mattie, pero no se movió. Wulfric lloraba en silencio, y unos lagrimones le resbalaban por las mejillas bronceadas por el sol.
Cuando Caris llegó a quinientos, Mattie empezó a aliviar lentamente la presión sobre el abdomen de Gwenda. Todos miraron hacia su vagina, atenazados por el temor de que la sangre reapareciese a borbotones.
No reapareció.
Mattie dejó escapar un largo suspiro de alivio y Wulfric sonrió, mientras que Julie exclamó:
—¡Alabado sea el Señor!
—Dadle de beber otra vez, por favor —dijo Mattie.
Una vez más, Mair acercó un vaso lleno a los labios de Gwenda, que abrió los ojos y apuró el vaso de un sorbo.
—Ahora te vas a poner bien —la tranquilizó Mattie.
—Gracias —murmuró Gwenda con un hilo de voz, antes de cerrar los ojos de nuevo.
Mattie miró a Mair.
—Tal vez deberías ir a ver cómo va esa sopa —dijo—. Esta mujer tiene que recuperar las fuerzas, de lo contrario se le secará la leche.
Mair asintió con la cabeza y se marchó.
El recién nacido rompió a llorar y Gwenda pareció revivir de inmediato. Se acercó el niño al otro pecho y lo guio para que encontrase la aureola del pezón. A continuación, buscó con la mirada a Wulfric y le sonrió.
—Qué niño más guapo… —comentó Julie.
Caris volvió a mirar a la criatura y, por primera vez, lo vio como a un individuo. ¿Cómo sería, fuerte y honesto como Wulfric o débil y ruin como su abuelo, Joby? No se parecía a ninguno de los dos, pensó.
—¿A quién se parece? —preguntó.
—Tiene los colores de su madre —repuso Julie.
Era cierto, pensó Caris, porque el niño tenía el pelo negro y la piel atezada, mientras que Wulfric era de piel clara y tenía una mata de pelo rubio castaño. La cara del crío le recordaba a alguien y al cabo de un instante se dio cuenta de que le recordaba a Merthin. Por una fracción de segundo, un pensamiento absurdo se le pasó por la cabeza, pero lo desechó de inmediato. Pese a todo, el parecido era indiscutible.
—¿Sabéis a quién me recuerda…? —dijo.
De repente sintió la mirada de Gwenda clavada en ella; la joven abrió los ojos con una expresión de pánico y realizó un imperceptible movimiento negativo con la cabeza. Desapareció en un instante, pero el mensaje era inequívoco: «Cállate». Caris se mordió la lengua.
—¿A quién? —inquirió Julie inocentemente.
Caris titubeó antes de contestar, tratando por todos los medios de que se le ocurriera algo. Al fin tuvo una inspiración.
—A Philemon, el hermano de Gwenda —contestó.
—Pues claro —dijo Julie—. Alguien debería ir a decirle que venga a conocer a su nuevo sobrino.
Caris estaba perpleja. Así que… ¿el niño no era de Wulfric? ¿De quién era, entonces? No podía ser de Merthin. Puede que se hubiese acostado con Gwenda, desde luego, era un ser vulnerable ante la tentación, pero no podría habérselo ocultado a Caris tanto tiempo. Y si no era de Merthin…
Caris tuvo un lóbrego presentimiento. ¿Qué había pasado el día que Gwenda había ido a suplicarle a Ralph que diese a Wulfric su herencia? ¿Podía ser de Ralph aquel niño? Era demasiado horrible para ser verdad.
Miró primero a Gwenda, luego a la criatura y después a Wulfric. Éste sonreía de felicidad, a pesar de que aún tenía el rostro surcado de lágrimas. No sospechaba nada.
—¿Habéis pensado un nombre para la criatura?
—Sí, sí —respondió Wulfric—. Quiero llamarlo Samuel.
Gwenda asintió con la cabeza y bajó la vista hacia el rostro de su hijo.
—Samuel —repitió—. Sammy. Sam.
—Como mi padre —explicó Wulfric con expresión de dicha absoluta.