30

Cl mes de junio de 1338 fue un mes seco y soleado, pero la feria del vellón resultó una auténtica catástrofe, para Kingsbridge en general y para Edmund Wooler en particular. A mitad de la semana de la feria, Caris se dio cuenta de que su padre estaba en la ruina.

Los habitantes de la ciudad habían supuesto que iba a ser difícil, y habían hecho todo lo posible por prepararse para lo peor. Encargaron a Merthin la construcción de tres balsas de grandes dimensiones capaces de ser impulsadas con pértigas hasta la orilla opuesta del río a fin de complementar la balsa de Merthin y la barca de Ian. Podría haber construido más, pero no había espacio suficiente para atracarlas en las orillas. Abrieron el recinto del priorato un día antes, y la balsa funcionó toda la noche, con la luz de las antorchas. Convencieron a Godwyn para que diera permiso a los comerciantes de Kingsbridge para cruzar al otro lado, hacia el lado de los arrabales, y vendiesen sus productos a quienes aguardaban en la cola, con la esperanza de que la cerveza de Dick Brewer y los panecillos de Betty Baxter aplacasen los ánimos de quienes, impacientes, esperaban para acceder a la feria.

Pero no fue suficiente.

Acudieron a la feria menos visitantes que de costumbre, pero las colas fueron peores que nunca. Las balsas adicionales no bastaron para transportar a todos, pero aun así, las dos orillas del río se empantanaron tanto que los carros se quedaban varados en el barro constantemente y había que sacarlos en medio de grandes esfuerzos con ayuda de bueyes. Para empeorar aún más las cosas, era muy difícil manejar las balsas, por lo que hasta dos veces se produjeron colisiones en las que los pasajeros acabaron en el agua, aunque por fortuna no se ahogó nadie.

Algunos comerciantes supieron prever todos esos problemas y se mantuvieron alejados de Kingsbridge, mientras que otros dieron media vuelta cuando vieron la longitud de la cola. De aquellos dispuestos a esperar medio día para entrar en la ciudad, algunos cerraron tratos por cuantías tan ridículas y miserables que se marcharon después de un día o dos. El miércoles, la balsa ya se estaba llevando a más gente de Kingsbridge de la que traía a la ciudad.

Esa mañana, Caris y Edmund realizaron un recorrido por las obras del puente con Guillaume de Londres. Guillaume no era un cliente tan importante como Buonaventura Caroli, pero era el mejor cliente que tenían ese año, y lo estaban tratando a cuerpo de rey. Era un hombre alto y fornido que llevaba una capa de tela italiana muy cara, de color rojo intenso.

Tomaron prestada la balsa de Merthin, que contaba con una plataforma elevada y un cabrestante incorporado para el transporte de materiales de construcción. Su joven ayudante, Jimmie, los condujo por el río.

Los pilares en mitad del río que Merthin había construido a toda prisa el diciembre anterior seguían rodeados de sus ataguías. El joven había explicado a Edmund y Caris que dejaría las ataguías en su sitio hasta que el puente estuviese casi terminado para proteger la obra de mampostería de posibles daños accidentales causados por sus propios hombres. Cuando las demoliese, colocaría en su lugar una pila de fragmentos de roca sueltos, conocidos como protección de escollera, que según dijo, impediría que la corriente erosionase los pilones.

Las gigantescas columnas de piedra habían crecido, como árboles, expandiendo sus arcos hacia los lados, hacia pilares más pequeños construidos en la parte menos profunda del río, cerca de las márgenes. De éstos, a su vez, también retoñaban otros arcos, por un lado hacia los pilares centrales y por otro hacia los machones embutidos en la orilla. Un grupo muy numeroso de canteros trabajaba con gran ahínco en el elaborado andamiaje, que se adhería a la obra de cantería como nidos de gaviota a un acantilado.

Atracaron en la isla de los Leprosos y encontraron a Merthin en compañía del hermano Thomas, supervisando a los canteros que construían el estribo del que arrancaría el puente hacia la sección norte del río. El priorato seguía siendo el dueño y ejerciendo el control sobre el puente, a pesar de que los terrenos habían sido arrendados a la cofradía gremial y la construcción estaba financiada con los préstamos de personalidades locales. Thomas solía acudir a menudo a realizar el seguimiento de las obras, pues el prior Godwyn mostraba un interés desmesurado por el proyecto, y sobre todo por el aspecto final que tendría el puente, con el aparente convencimiento de que iba a ser una especie de monumento dedicado a él.

Merthin miró a los visitantes con aquellos ojos castaños y dorados y a Caris se le aceleró el corazón. En las semanas anteriores, apenas lo había visto, y cuando hablaban siempre era de negocios. Aun así, invariablemente se sentía un tanto extraña en su presencia, y tenía que hacer un auténtico esfuerzo para respirar con normalidad, para mirarlo a los ojos con indiferencia fingida y para ralentizar la velocidad de sus frases a un ritmo más pausado.

No habían llegado a hacer las paces. Ella no le había contado lo del aborto, por lo que él no sabía si el embarazo se había interrumpido de manera espontánea o de otro modo. Ninguno de los dos había vuelto a aludir al asunto, y en las dos ocasiones en las que él había ido a hablar con ella desde entonces, de manera solemne, Merthin le había suplicado que volviese a empezar de nuevo con él, pero ella le había contestado que, a pesar de que nunca volvería a amar a otro hombre, no pensaba pasarse la vida siendo esposa y madre.

—¿Y se puede saber cómo piensas pasarte la vida entonces? —le había preguntado él, a lo que ella había contestado, sencillamente, que no lo sabía.

Merthin ya no era el jovenzuelo de aspecto desastrado de antaño, sino que llevaba el pelo y la barba muy bien cuidados, pues se había convertido en cliente habitual de Matthew Barber. Vestía una túnica de color rojizo como la de los canteros, pero llevaba además una capa amarilla con ribetes de piel, signo de su condición de maestro, y también un gorro con una pluma, lo que le hacía parecer un poco más alto.

Elfric, quien seguía sintiendo la misma animadversión hacia él, se había opuesto a que Merthin vistiese como un maestro, aduciendo que no era miembro de ningún gremio. La réplica de Merthin había sido que él sí era un maestro, y que la solución al problema consistía en que lo admitiesen en algún gremio. Y así, el asunto seguía igual, sin resolverse.

Con todo, Merthin seguía siendo un muchacho de veintiún años, por lo que Guillaume lo miró y exclamó:

—¡Qué joven es!

—Ha sido el mejor constructor de la ciudad desde que tenía diecisiete años —repuso Caris a la defensiva.

Merthin intercambió unas palabras más con Thomas y luego se aproximó a ellos.

—Es absolutamente necesario que los estribos de un puente sean muy pesados, con cimientos muy profundos —explicó, dando sentido al colosal baluarte de piedra que estaba construyendo.

—¿Y eso por qué, muchacho? —Quiso saber Guillaume.

Merthin ya estaba acostumbrado a que lo trataran con condescendencia, por lo que no se lo tomó a mal. Con una media sonrisa, respondió:

—Os lo explicaré. Separad los pies el máximo posible, así. —Merthin hizo una demostración y, tras dudarlo unos instantes, Guillaume lo imitó—. Tenéis la sensación de que vuestros pies van a separarse aún más, ¿no es así?

—Sí.

—Y los extremos de un puente tienden a separarse, como vuestros pies. Esto ejerce mucha presión en el puente, al igual que vos sentís esa misma presión en la entrepierna. —Merthin enderezó el cuerpo y apoyó la bota de su propio pie firmemente contra el zapato de cuero suave de Guillaume—. Y ahora no podéis mover vuestro pie y la presión sobre vuestra entrepierna ha cesado, ¿me equivoco?

—Así es.

—El estribo produce el mismo efecto que mi pie, refuerza vuestro pie y alivia la presión.

—Muy interesante —comentó Guillaume con aire pensativo mientras volvía a juntar las piernas, y Caris adivinó que seguramente estaba diciéndose que no debía subestimar a Merthin.

—Dejad que os muestre todo esto —indicó Merthin.

La isla había cambiado por completo en los seis meses anteriores, y cualquier indicio de la vieja colonia de leprosos había desaparecido sin dejar rastro. Buena parte del terreno rocoso estaba ocupada por toda clase de materiales apilados: montones ordenados de bloques de piedra, toneles de cal, cúmulos de tablones de madera y ovillos de cuerda. El lugar seguía infestado de conejos, pues los habitantes de Kingsbridge no podían comérselos a causa de una vieja superstición según la cual eran las ánimas de los leprosos muertos, pero en esos momentos competían con los peones por el espacio. Había una forja, donde el herrero reparaba herramientas viejas y forjaba otras nuevas; varios alojamientos para los canteros y la casa nueva de Merthin, pequeña pero construida con mucho esmero y de proporciones muy armoniosas. Los carpinteros, los canteros y los albañiles trabajaban incansablemente para que los hombres que había en el andamiaje no se quedaran sin materiales.

—Parece que hay más hombres trabajando que de costumbre —susurró Caris al oído de Merthin.

El joven sonrió.

—Eso es porque he colocado al mayor número posible en posiciones bien visibles —le contestó en voz baja—. Quiero que todos los visitantes se fijen en lo rápido que estamos trabajando para construir el puente nuevo. Quiero que se convenzan de que la feria volverá a funcionar normalmente el año próximo.

En el extremo occidental de la isla, lejos de los puentes gemelos, había depósitos y patios de almacenaje en parcelas de terreno que Merthin había arrendado a los mercaderes de Kingsbridge. Aunque el precio era más bajo que las rentas que los arrendatarios habrían tenido que pagar dentro de los límites de la ciudad, Merthin ya estaba ganando mucho más que la suma simbólica que pagaba cada año por el contrato de arrendamiento.

También frecuentaba bastante la compañía de Elizabeth Clerk, y aunque Caris opinaba de ella que era una mala pécora, lo cierto es que era la única otra mujer de la ciudad capaz de rivalizar en inteligencia con Merthin. Tenía un pequeño arcón de libros que había heredado de su padre, el obispo, y Merthin pasaba las tardes en casa de ella, leyendo. Si hacían algo más aparte de leer, Caris lo ignoraba.

Cuando terminó el recorrido por la isla, Edmund regresó con Guillaume hacia la otra orilla, pero Caris se quedó atrás para hablar con Merthin.

—¿Es un buen cliente? —le preguntó él mientras observaban cómo se alejaba la balsa.

—Acabamos de venderle dos costales de lana barata por menos de lo que pagamos por ella.

Un costal pesaba 364 libras de lana lavada y seca. Ese año, la lana barata se vendía a treinta y seis chelines el costal, y la de buena calidad, por aproximadamente el doble de eso.

—¿Por qué?

—Cuando bajan los precios, es mejor tener dinero contante y sonante en lugar de lana.

—Pero ya debíais de imaginaros que este año la feria no tendría mucho éxito.

—No esperábamos que pudiese ir tan mal.

—Me sorprende, tu padre siempre ha tenido un don especial para prever esta clase de cosas.

Caris vaciló antes de contestar.

—Es la combinación de una caída en la demanda y la falta del puente. —A decir verdad, ella también estaba sorprendida. Había visto a su padre comprar vellón en la misma cantidad que de costumbre, a pesar de las perspectivas poco halagüeñas, y se había preguntado por qué no había actuado sobre seguro reduciendo sus compras.

—Supongo que intentaréis vender el excedente en la feria de Shiring —comentó Merthin.

—Es lo que el conde Roland quiere que hagamos todos. El problema es que allí nuestra presencia no es habitual, de modo que los comerciantes locales arramblarán con la mejor parte del negocio. Es lo mismo que ocurre en Kingsbridge: mi padre y otros dos o tres mercaderes más cierran importantes tratos con los compradores de mayor envergadura, y dejan que los comerciantes menores y los forasteros se peleen por las migajas. Estoy segura de que los mercaderes de Shiring hacen exactamente lo mismo. Puede que vendamos unos cuantos costales, pero no tenemos ninguna posibilidad real de poder colocarlo todo.

—¿Y qué haréis?

—Por eso he venido a hablar contigo. Puede que tengamos que interrumpir la construcción del puente.

El joven la miró fijamente.

—No —dijo, con calma.

—Lo siento mucho, pero mi padre no tiene dinero. Ha invertido todo lo que tenía en lana y no la puede vender.

Merthin se sentía como si le acabasen de dar una bofetada. Al cabo de un momento, exclamó:

—¡Tenemos que encontrar otro modo!

Caris sentía mucha lástima por él, pero no se le ocurría nada útil que decir.

—Mi padre se comprometió a contribuir con setenta libras a la construcción del puente, y ya ha pagado la mitad, pero me temo que el resto está en sacos de lana en su almacén.

—Pero no puede haberse quedado sin un penique…

—Poco le falta. Y lo mismo puede decirse de otros ciudadanos que prometieron dinero para el puente.

—Podría ir más lento —apuntó Merthin—. Podría despedir a algunos artesanos y reducir la cantidad de materiales.

—Entonces el puente no estaría listo para la feria del vellón del próximo año y sería aún peor.

—Aun así, es mejor que detener las obras por completo.

—Sí, sí que lo sería —dijo ella—, pero no hagas nada todavía. Cuando termine la feria del vellón, ya pensaremos en algo. Sólo quería que estuvieses al tanto de la situación.

Merthin aún estaba muy pálido.

—Te lo agradezco.

La balsa regresó a la isla y Jimmie esperó para transportar a Caris a la otra orilla. Cuando subía a bordo preguntó, como si tal cosa:

—¿Y cómo está Elizabeth Clerk?

Merthin se hizo un poco el sorprendido ante aquella pregunta.

—Está bien, creo —contestó.

—Últimamente la ves mucho, ¿no?

—No especialmente. Siempre hemos sido amigos.

—Sí, claro —dijo Caris, aunque eso no era del todo cierto.

Merthin había dejado de lado a Elizabeth prácticamente casi todo el año anterior, cuando él y Caris pasaban tanto tiempo juntos, pero habría sido indecoroso contradecirlo, por lo que no añadió nada más.

Se despidió de él con la mano y Jimmie empujó la balsa con la pértiga. Merthin trataba de dar la impresión de que él y Elizabeth no mantenían ninguna relación sentimental. Puede que fuese cierto, o puede que el joven sintiese cierto pudor ante Caris para admitir que estaba enamorado de otra. Para ella, era imposible saberlo, aunque había algo de lo que estaba completamente segura: no tenía ninguna duda de que, por parte de Elizabeth, lo que ésta sentía era amor y no una simple amistad. Caris lo intuía sólo por el modo en que ella lo miraba; puede que Elizabeth fuese una mujer de hielo, pero lo que sentía por Merthin era algo tórrido.

La balsa atracó en la orilla opuesta. Caris se bajó de la embarcación y enfiló la colina que conducía al centro de la ciudad.

Las noticias de Caris habían afectado mucho a Merthin, y a la joven le daban ganas de llorar cuando recordaba la expresión de estupor y consternación en el rostro de él. Era la misma expresión que había visto el día en que ella había rechazado reanudar su historia amorosa con él.

Caris no sabía todavía qué iba a hacer con su vida. Siempre había supuesto que, hiciera lo que hiciese, viviría en una cómoda casa que un próspero negocio se encargaría de mantener y sacar adelante. En esos momentos, hasta ese castillo en el aire se estaba desmoronando. Trató de pensar en alguna solución para salir de aquella situación; su padre estaba extrañamente sereno, como si todavía no hubiese asimilado del todo la magnitud de sus pérdidas, pero Caris sabía que tenían que hacer algo.

Al subir por la calle principal, se cruzó con la hija de Elfric, Griselda, quien llevaba en brazos a su hijo de seis meses. Era un niño y le había puesto el nombre de Merthin, un reproche perpetuo hacia el otro Merthin por no haberse casado con ella. Griselda seguía fingiendo una apariencia de inocencia herida, y a pesar de que todos aceptaban ya que Merthin no era el verdadero padre, algunos habitantes todavía pensaban que debería haberse casado con la chica de todos modos, puesto que se había acostado con ella.

Cuando Caris llegó a casa, su padre salió a su encuentro. La joven lo miró atónita, pues sólo iba vestido con su ropa interior: una camisa larga, calzones y calzas.

—¿Dónde está tu ropa? —dijo.

El hombre se miró el cuerpo y lanzó un gruñido de indignación.

—Estoy perdiendo la cabeza —dijo, y volvió a meterse dentro.

Debía de haberse quitado el sobretodo y la túnica para ir al excusado, pensó Caris, y se le había olvidado ponérselos de nuevo. ¿Era cosa de la edad únicamente? Sólo tenía cuarenta y ocho años, y además, era mucho más grave que un simple olvido. La joven se puso muy nerviosa.

Su padre regresó vestido con normalidad y recorrieron juntos la calle principal para dirigirse al recinto del priorato.

—¿Le has dicho a Merthin lo del dinero? —le preguntó Edmund.

—Sí. Se ha quedado destrozado.

—¿Qué ha dicho?

—Que podría gastar menos dinero bajando el ritmo de trabajo.

—Pero entonces no tendríamos el puente listo para el año que viene.

—Pero tal como ha dicho él, eso sería mejor que abandonar el puente a medias.

Llegaron al puesto de Perkin Wigleigh, que vendía gallinas ponedoras. Su descocada hija, Annet, llevaba una bandeja de huevos colgada del cuello por una tira de cuero. Tras el tablero, Caris vio a su amiga Gwenda, que entonces trabajaba para Perkin. Embarazada de ocho meses, con los pechos hinchados y un vientre prominente, Gwenda se llevaba la mano a los riñones con la clásica postura de la futura madre con dolor de espalda.

Caris calculó que ella también estaría embarazada de unos ocho meses si no se hubiese tomado la poción de Mattie. Tras el aborto le había salido calostro de los pechos, y no había podido evitar pensar que aquél era, precisamente, el reproche que le hacía su cuerpo por lo que había hecho. Sentía remordimientos de vez en cuando, pero cada vez que lo pensaba fría y racionalmente, sabía que si tuviese que pasar por la misma situación, actuaría de igual modo.

Gwenda vio a Caris y le sonrió. Contra todo pronóstico, Gwenda había conseguido lo que quería: tener a Wulfric por marido. Él estaba allí en ese momento, fuerte como un roble y más guapo que nunca, cargando una pila de cajas de madera en la plataforma de un carro. Caris se alegraba de todo corazón por Gwenda.

—¿Cómo te encuentras hoy? —le preguntó.

—Llevo toda la mañana con dolor de espalda.

—Ya no te falta mucho.

—Un par de semanas, creo.

—¿Quién es ésta, querida? —le preguntó Edmund a su hija.

—¿Es que no te acuerdas de Gwenda? —exclamó Caris—. ¡Ha estado en nuestra casa como invitada al menos una vez al año en los últimos diez años!

Edmund sonrió.

—Es que no te he reconocido, Gwenda… debe de ser por el embarazo. Pero tienes muy buen aspecto.

Siguieron andando. Caris sabía que Wulfric no había obtenido su herencia, Gwenda no había conseguido ese objetivo. Caris no estaba segura de lo que había pasado con exactitud el mes de septiembre anterior, cuando Gwenda había acudido a Ralph a suplicarle y éste le había hecho alguna especie de promesa de la que había renegado después. En cualquier caso, lo cierto era que ahora Gwenda odiaba a Ralph con un ímpetu rayano en lo enfermizo.

Cerca de allí había una hilera de puestos de mercado en los que los mercaderes locales vendían buriel marrón, el paño que se empleaba para hacer tejidos bastos y que todos excepto los ricos compraban para confeccionar sus vestidos en casa. El negocio parecía irles viento en popa, a diferencia de los laneros. La lana a peso era un negocio al por mayor, y la ausencia de grandes compradores podía resultar nefasta para el comercio. Sin embargo, el paño era un negocio al detalle, todo el mundo lo necesitaba y todo el mundo lo compraba, puede que en menor cantidad en tiempos de penuria y escasez, pero lo cierto es que aún necesitaban ropa pese a todo.

En algún recoveco del cerebro de Caris, empezó a tomar forma una idea imprecisa: cuando los comerciantes no podían vender su lana, a veces la hilaban e intentaban venderla como paño, pero se trataba de un proceso muy laborioso y el margen de beneficios era muy escaso con el buriel. Todo el mundo compraba el más barato y los vendedores no tenían más remedio que mantener los precios a la baja.

Miró los puestos de paño con nuevos ojos.

—Me pregunto qué debe de dar más dinero… —expresó en voz alta.

El buriel valía doce peniques la vara. Había que pagar la mitad de eso de nuevo para obtener el tejido ya tupido y abatanado, y aún más por obtenerlo en colores distintos al anodino marrón natural. En el puesto del tintorero Peter Dyer se ofrecía tela verde, amarilla y rosa a dos chelines, es decir, veinticuatro peniques la vara, a pesar de que los colores no eran muy brillantes.

Se volvió hacia su padre para contarle la idea que acababa de tener, pero antes de poder pronunciar palabra, sucedió algo que acaparó toda su atención.

*

El hecho de estar de nuevo en la feria del vellón trajo a Ralph recuerdos muy desagradables de lo ocurrido el año anterior, y se llevó la mano a la nariz maltrecha. ¿Cómo había sucedido? Todo había comenzado cuando trató de gastarle una broma inofensiva a aquella campesina, Annet, y cuando luego quiso darle una lección de respeto a aquel zafio y torpe admirador suyo, pero sin que supiera muy bien cómo, lo cierto era que había terminado en una humillación para Ralph.

A medida que se aproximaba al puesto de Perkin, sintió cierto consuelo al pensar en lo acaecido desde entonces. Le había salvado la vida al conde Roland tras el hundimiento del puente, había complacido al noble con su contundente actuación en la cantera y al fin había conseguido que lo nombrase señor, aunque fuese tan sólo de la pequeña aldea de Wigleigh. Había matado a un hombre, Ben Wheeler, carretero de profesión, de modo que no se trataba de nada particularmente honroso, pero aun así, se había demostrado a sí mismo que podía hacerlo.

Incluso había hecho las paces con su hermano. Su madre había forzado la situación, invitándolos a ambos a la cena de Navidad, insistiendo obcecadamente en que se estrecharan las manos. Era una desgracia que ambos sirviesen a señores que eran rivales entre sí, pero cada uno tenía un deber que cumplir, como soldados que se hallan combatiendo en bandos distintos en una guerra civil. Ralph estaba satisfecho y creía que Merthin sentía lo mismo.

Había conseguido cobrarse una gustosa venganza sobre la persona de Wulfric, desposeyéndolo de su herencia y de su amada al mismo tiempo, pues la atractiva Annet estaba ahora casada con Billy Howard, y Wulfric no había tenido más remedio que conformarse con la poco agraciada, aunque fogosa, Gwenda.

Era una lástima que Wulfric no pareciese más compungido. Se paseaba con gesto orgulloso y la cabeza bien alta por el pueblo, como si él, y no Ralph, fuese el dueño del lugar. Caía bien a todos sus convecinos y su esposa preñada le profesaba verdadera adoración. Pese a las derrotas infligidas por Ralph, lo cierto era que Wulfric, de algún modo, siempre conseguía aparecer como el héroe. Tal vez fuese porque su mujer tenía aquel apetito sexual tan desmesurado.

A Ralph le habría gustado contarle a Wulfric la visita de Gwenda a la posada Bell. «Me acosté con tu mujer —le gustaría decirle—. Y a ella le gustó». Eso borraría aquella expresión de orgullo del rostro de Wulfric. Pero entonces éste también sabría que Ralph había hecho una promesa que luego, de manera vergonzosa, había quebrantado… cosa que sólo haría que Wulfric volviese a sentirse superior. Ralph sintió un escalofrío al pensar en el desprecio que Wulfric y otros manifestarían por él si llegaban a enterarse algún día de aquella traición. Su hermano Merthin, en especial, lo despreciaría más que nadie. No, su escarceo sexual con Gwenda tendría que quedar en el más estricto de los secretos.

Estaban todos en el puesto de Perkin, y éste fue el primero en ver acercarse a Ralph, por lo que saludó a su señor tan servilmente como de costumbre.

—Buenos días tengáis, señor Ralph —dijo, inclinándose, y su esposa, Peggy, al punto hizo una pequeña reverencia.

Gwenda también estaba allí, frotándose la parte baja de la espalda como si le doliese. Luego, Ralph vio a Annet con su bandeja de huevos y recordó el momento en que le había tocado un pecho, redondo y firme como los huevos de la bandeja. La joven captó su mirada y bajó la vista de inmediato, con recato. Ralph sintió ganas de volver a tocárselo. «¿Por qué no? —pensó—. Al fin y al cabo, soy su señor». Justo entonces vio a Wulfric, en la parte de atrás. El muchacho había estado cargando cajas en un carro, pero en ese momento estaba allí de pie, inmóvil, mirando a Ralph. Su rostro era inescrutable, cuidadosamente inexpresivo, y lo observaba con mirada fija e impasible. No podía decirse que lo mirase con gesto insolente, pero para Ralph la amenaza era inequívoca. No habría sido más claro si le hubiese dicho: «Como la toques, te mato».

«Tal vez debería hacerlo —se dijo Ralph—. Que se atreva a atacarme. Lo atravesaré con mi espada. Estaré en todo mi derecho, un señor que actúa en legítima defensa contra un campesino enloquecido por el odio». Sosteniendo la mirada a Wulfric, Ralph levantó la mano para acariciar el pecho de Annet… y entonces Gwenda dejó escapar un fuerte grito de angustia y dolor, y todas las miradas se volvieron hacia ella.